Bajé a desayunar temprano. Zumo de naranja, trino de pájaros, pan blanco con mantequilla, la sombra fresca de un toldo, bizcochos de espuma y un café glorioso. Demoré todo lo posible la estancia en el jardín: comparado con el ajetreo con el que comenzaba los días en Madrid, aquello me pareció el cielo mismo. Al volver a la habitación encontré un centro de flores exóticas sobre el escritorio. Por pura inercia, lo primero que hice fue desatar rápidamente la cinta que lo adornaba en busca de un mensaje cifrado. Pero no encontré puntos ni rayas que transmitieran instrucciones y sí, en cambio, una tarjeta manuscrita.
Estimada Arish:
Disponga a su conveniencia de mi chauffeur Joao para hacer su estancia más cómoda.
Hasta el jueves,
MANUEL DA SILVA
Tenía una caligrafía elegante y vigorosa y, a pesar de la buena impresión que supuestamente le causé la noche anterior, el mensaje no era en absoluto adulador, ni siquiera obsequioso. Cortés, pero sobrio y firme. Mejor así. De momento.
Joao resultó ser un hombre de pelo y uniforme gris, con un mostacho poderoso y los sesenta años sobrepasados al menos una década atrás. Me aguardaba en la puerta del hotel, charlando con otros compañeros de oficio bastante más jóvenes mientras fumaba compulsivamente a la espera de algún quehacer. El señor Da Silva lo enviaba para llevar a la señorita a donde ella quisiera, anunció mirándome de arriba abajo sin disimulo. Supuse que no era la primera vez que recibía un encargo de ese tipo.
—De compras a Lisboa, por favor. —En realidad, más que las calles y las tiendas, lo que me interesaba era matar el tiempo a la espera de que Manuel da Silva se hiciera ver de nuevo.
Inmediatamente supe que Joao distaba mucho del clásico conductor discreto y centrado en su cometido. Apenas arrancó el Bentley negro, comentó algo sobre el tiempo; un par de minutos después se quejó del estado de la carretera; más tarde, me pareció entender que despotricaba sobre los precios. Ante aquellas evidentes ganas de hablar, pude adoptar dos papeles bien distintos: el de la señora distante que consideraba a los empleados como seres inferiores a los que no hay que dignarse ni siquiera a mirar, o el de la extranjera de elegante simpatía que, aun manteniendo las distancias, era capaz de desplegar su encanto hasta con el servicio. Me habría sido más cómodo asumir la primera personalidad y pasar el día aislada en mi propio mundo sin las interferencias de aquel vejete parlanchín, pero supe que no debía hacerlo en cuanto, un par de kilómetros más adelante, mencionó los cincuenta y tres años que llevaba trabajando para los Da Silva. El papel de altiva señora me habría resultado extremadamente cómodo, cierto, pero la otra opción iba a tener una utilidad mucho mayor. Me interesaba mantener a Joao hablando por agotador que pudiera llegar a ser: si estaba al tanto del pasado de Da Silva, tal vez podría conocer también algún asunto de su presente.
Avanzamos por la Estrada Marginal con el mar rugiendo a la derecha y, para cuando comenzamos a atisbar las docas de Lisboa, yo ya tenía una idea perfilada del emporio empresarial del clan. Manuel da Silva era hijo de Manuel da Silva y nieto de Manuel da Silva: tres hombres de tres generaciones cuya fortuna comenzó con una simple taberna portuaria. De servir vino tras un mostrador, el abuelo pasó a venderlo a granel en barriles; el negocio se trasladó entonces hasta un almacén destartalado y ya en desuso que Joao me señaló al pasar. El hijo recogió el testigo y expandió la empresa: al vino añadió la venta mayorista de otras mercancías, pronto se sumaron las primeras tentativas de comercio colonial. Cuando las riendas pasaron al tercer eslabón de la saga, el negocio era ya próspero, pero la consolidación definitiva llegó con el último Manuel, el que yo acababa de conocer. Algodón de Cabo Verde, maderas de Mozambique, sedas chinas de Macao. Últimamente había vuelto a volcarse también en explotaciones nacionales: viajaba de vez en cuando al interior del país, aunque Joao no logró decirme con qué comerciaba allí.
El viejo Joao estaba prácticamente retirado: un sobrino le había sustituido unos años atrás como chauffeur personal del tercer Da Silva. Pero él se mantenía aún en activo para realizar algunas tareas menores que de vez en cuando le encargaba el patrón: pequeños viajes, recados, encargos de poca envergadura. Como, por ejemplo, pasear por Lisboa a una modista desocupada cualquier mañana de mayo.
En una tienda del Chiado compré varios pares de guantes, tan difíciles de encontrar en Madrid. En otra, una docena de medias de seda, el sueño imposible de las españolas en la dura posguerra. Un poco más adelante, un sombrero de primavera, jabones perfumados y dos pares de sandalias; después, cosméticos americanos: máscara de pestañas, rouge de labios y cremas de noche que olían a pura delicia. Qué paraíso en contraste con la parquedad de mi pobre España: todo era accesible, vistoso y variado, al alcance inmediato de la mano con tan sólo sacar el monedero del bolso. Me llevó Joao de un sitio a otro diligentemente, cargó mis compras, abrió y cerró un millón de veces la portezuela trasera para que yo pudiera subir y bajar del auto con comodidad, me aconsejó comer en un restaurante encantador y me enseñó calles, plazas y monumentos. Y, de paso, me obsequió con lo que yo más ansiaba: un incesante goteo de pinceladas acerca de Da Silva y su familia. Algunas carecían de interés: que la abuela fue el verdadero motor del negocio original, que la madre murió joven, que la hermana mayor estaba casada con un oculista y la menor entró en un convento de religiosas descalzas. Otros apuntes, en cambio, me resultaron más estimulantes. El veterano chauffeur los desgranó con ingenua soltura; apenas tuve que presionarle un poquito aquí o allí al hilo de cualquier comentario inocente: don Manuel tenía muchos amigos, portugueses y extranjeros, ingleses, sí, claro, alemanes alguno también últimamente; sí, recibía mucho en casa: de hecho, le gustaba que todo estuviera siempre a punto por si decidía aparecer con invitados a comer o cenar, a veces en su residencia lisboeta de Lapa, a veces en la Quinta da Fonte, su casa de campo.
A lo largo del día tuve también ocasión de contemplar la fauna humana que habitaba la ciudad: lisboetas de todo tipo y condición, hombres de traje oscuro y señoras elegantes, nuevos ricos recién llegados del campo a la capital para comprar relojes de oro y ponerse dientes postizos, mujeres enlutadas como cuervos, alemanes de aspecto intimidante, refugiados judíos caminando cabizbajos o haciendo cola para conseguir un pasaje con destino a la salvación, y extranjeros de mil acentos huyendo de la guerra y sus efectos devastadores. Entre ellos, supuse, se encontraría Rosalinda. A petición mía, como si se tratara de un simple capricho, Joao me mostró la hermosa avenida da Liberdade, con su pavimento de piedras blancas y negras, y árboles casi tan altos como los edificios que flanqueaban su anchura. Allí vivía ella, en el número 114; ésa era la dirección que aparecía en las cartas que Beigbeder llevó a mi casa en la que probablemente fuera la noche más amarga de su vida. Busqué el número y lo hallé sobre el gran portón de madera enclavado en el centro de una fachada imponente de azulejos. Qué menos, pensé con un punto de melancolía.
Por la tarde seguimos recorriendo rincones, pero alrededor de las cinco me sentí desfallecer. El día había sido caluroso y demoledor, y la charla incombustible de Joao me había dejado la cabeza a punto de estallar.
—Una última parada más, aquí mismo —propuso cuando le dije que era hora de regresar. Detuvo el auto frente a un café de entrada modernista en la rua Garrett. A Brasileira.
—Nadie puede irse de Lisboa sin tomar un buen café —añadió.
—Pero, Joao, es tardísimo… —protesté con voz quejosa.
—Cinco minutos, nada más. Entre y pida un bico, verá como no se arrepiente.
Accedí sin ganas: no quería importunar a aquel inesperado confidente que en algún momento podría volverme a resultar de utilidad. A pesar de la recargada ornamentación y el abundante número de parroquianos, el local estaba fresco y agradable. La barra a la derecha, las mesas a la izquierda; un reloj al frente, molduras doradas en el techo y grandes cuadros en las paredes. Me sirvieron una pequeña taza de loza blanca y probé un sorbo con cautela. Café negro, fuerte, magnífico. Joao tenía razón: un verdadero reconstituyente. Mientras esperaba a que se enfriara, me dediqué a rebobinar el día. Repesqué detalles sobre Da Silva, los valoré y los clasifiqué mentalmente. Cuando en la taza no quedaban más que los posos, dejé junto a ella un billete y me levanté.
El encontronazo fue tan inesperado, tan brusco y potente que no tuve manera alguna de reaccionar. Tres hombres entraban charlando en el momento exacto en que yo me disponía a salir: tres sombreros, tres corbatas, tres rostros extranjeros que hablaban en inglés. Dos de ellos desconocidos, el tercero no. Más de tres eran también los años pasados desde que nos despedimos. A lo largo de ellos, Marcus Logan apenas había cambiado.
Le vi antes que él a mí: para cuando percibió mi presencia, yo, angustiada, ya había desviado la mirada hacia la puerta.
—Sira… —murmuró.
Nadie me había llamado así desde hacía mucho tiempo. El estómago se me encogió y a punto estuve de vomitar el café sobre el mármol del suelo. Frente a mí, a poco más de un par de metros de distancia, con la última letra de mi nombre aún colgada de la boca y la sorpresa plasmada en el rostro, estaba el hombre con quien compartí temores y alegría; el hombre con el que reí, conversé, paseé, bailé y lloré, el que consiguió devolverme a mi madre y del que me resistí a enamorarme del todo a pesar de que durante unas semanas intensas nos unió algo mucho más fuerte que la simple amistad. El pasado cayó de pronto entre nosotros como un telón: Tetuán, Rosalinda, Beigbeder, el hotel Nacional, mi viejo taller, los días alborotados y las noches sin final; lo que pudo haber sido y no fue en un tiempo que ya nunca volvería. Quise abrazarle, decirle sí, Marcus, soy yo. Quise pedirle de nuevo sácame de aquí, quise correr agarrada de su mano como una vez hicimos entre las sombras de un jardín africano: volver a Marruecos, olvidar que existía algo que se llamaba Servicio Secreto, ignorar que tenía un turbio trabajo por hacer y un Madrid triste y gris al que regresar. Pero no hice nada de aquello porque la lucidez, con un grito de alarma más poderoso que mi propia voluntad, me avisó de que no tenía más remedio que fingir no conocerle. Y obedecí.
No atendí a mi nombre ni me digné a mirarle. Como si fuera sorda y ciega, como si aquel hombre nunca hubiera supuesto nada en mi vida ni yo le hubiese dejado la solapa llena de lágrimas mientras le pedía que no se marchara de mi lado. Como si el afecto profundo que construimos entre los dos se me hubiera diluido en la memoria. Tan sólo le ignoré, fijé la mirada en la salida y me dirigí hacia ella con fría determinación.
Joao me esperaba con la portezuela trasera abierta. Afortunadamente, su atención estaba concentrada en un pequeño percance en la acera opuesta, una trifulca callejera que incluía a un perro, una bicicleta y varios viandantes que discutían airados. Sólo fue consciente de mi llegada cuando yo se lo hice saber.
—Vámonos rápido, Joao; estoy agotada —susurré mientras me acomodaba.
Cerró la portezuela en cuanto estuve dentro; se instaló acto seguido tras el volante y arrancó a la vez que me preguntaba qué me había parecido su última recomendación. No contesté: tenía toda la energía concentrada en mantener la mirada hacia el frente y no girar la cabeza. Y casi lo conseguí. Pero cuando el Bentley comenzó a deslizarse sobre los adoquines, algo irracional dentro de mí le ganó el pulso a la resistencia y me mandó hacer lo que no debía: volverme a mirarle.
Marcus había salido a la puerta y se mantenía inmóvil, erguido, con el sombrero aún puesto y el gesto concentrado, contemplando mi marcha con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Tal vez se preguntaba si lo que acababa de ver era la mujer a la que un día pudo empezar a querer o tan sólo su fantasma.