Las instrucciones me habían llegado días atrás en Madrid a través de un cauce muy poco convencional. Por primera vez no fue Hillgarth el encargado de transmitírmelas, sino alguien a sus órdenes. La empleada del salón de peluquería al que asistía todas las semanas me condujo diligente a uno de los gabinetes interiores donde realizaban los tratamientos de belleza. De los tres sillones reclinables previstos para tales funciones, el de la derecha, casi en posición horizontal, estaba ya ocupado por una clienta cuyas facciones no pude distinguir. Una toalla le cubría el pelo a modo de turbante, otra le rodeaba el cuerpo desde el escote hasta las rodillas. Sobre el rostro tenía una espesa mascarilla blanca que tan sólo dejaba al descubierto la boca y los ojos. Cerrados.
Me cambié detrás de un biombo y me senté en el sillón contiguo con un atuendo idéntico. Tras recostar el respaldo con un pedal y aplicarme la misma mascarilla, la empleada salió sigilosa cerrando la puerta tras de sí. Sólo entonces oí la voz a mi lado.
—Nos alegra que finalmente vaya a encargarse de la misión. Confiamos en usted, creemos que puede hacer un buen trabajo.
Habló sin mover la postura, en voz baja y con fuerte acento inglés. Al igual que Hillgarth, utilizaba el plural. No se identificó.
—Lo intentaré —repliqué mirándola con el rabillo del ojo.
Oí el clic de un encendedor y un olor familiar impregnó el ambiente.
—Nos han pedido refuerzos directamente desde Londres —continuó—. Hay sospechas de que un supuesto colaborador portugués puede estar haciendo un doble juego. No es un agente, pero mantiene una excelente relación con nuestro personal diplomático en Lisboa y está implicado en distintos negocios con empresas británicas. Sin embargo, hay indicios de que está empezando a establecer relaciones paralelas con los alemanes.
—¿Qué tipo de relaciones?
—Comerciales. Comerciales muy potentes, probablemente destinadas no sólo a beneficiar a los alemanes, sino tal vez incluso a boicotearnos. No se sabe con precisión. Alimentos, minerales, armamento tal vez: productos clave para la guerra. Como le digo, todo se mueve aún en el terreno de las sospechas.
—¿Y qué tendría que hacer yo?
—Necesitamos a una extranjera que no levante suspicacias de relación con los británicos. Alguien que proceda de un terreno más o menos neutral, que sea absolutamente ajena a nuestro país y que se dedique a algo que nada tenga que ver con las operaciones comerciales en las que él está implicado, pero que, a la vez, pueda necesitar ir a Lisboa para abastecerse de algo en concreto. Y usted se adapta al perfil.
—¿Se supone entonces que voy a ir a Lisboa a comprar telas o algo así? —anticipé dirigiéndole una nueva mirada que no me devolvió.
—Exactamente. Telas y mercancías relacionadas con su trabajo —confirmó sin moverse un milímetro. Se mantenía en la misma postura en la que la encontré, con los ojos cerrados y la horizontalidad casi perfecta—. Irá con su cobertura de modista dispuesta a adquirir las telas que en la España aún devastada no puede encontrar.
—Podría hacer que me las enviaran de Tánger… —interrumpí.
—También —dijo tras expulsar el humo de una nueva calada—. Pero no por ello tiene que desestimar otras alternativas. Por ejemplo, las sedas de Macao, la colonia portuguesa en Asia. Uno de los sectores en los que nuestro sospechoso tiene prósperos negocios es el de la importación y exportación textil. Normalmente trabaja a gran escala, tan sólo con mayoristas y no con compradores particulares, pero hemos conseguido que acceda a atenderla personalmente.
—¿Cómo?
—Gracias a una cadena de conexiones encubiertas que incluye diversas orientaciones: algo común en esta empresa en la que nos movemos, no procede ahora entrar en detalles. De esta manera, usted no sólo va a llegar a Lisboa completamente limpia de sospecha de afinidad a los británicos sino, además, respaldada por algunos contactos que tienen línea directa con los alemanes.
Toda aquella difusa red de relaciones se me escapaba de las manos, así que opté por preguntar lo menos posible y esperar a que la desconocida siguiera desgranando información e indicaciones.
—El sospechoso se llama Manuel da Silva. Es un empresario hábil y muy bien relacionado que, al parecer, está dispuesto a multiplicar su fortuna en esta guerra aunque para ello tenga que traicionar a los que hasta ahora han sido sus amigos. Entrará en contacto con usted y le facilitará las mejores telas disponibles ahora mismo en Portugal.
—¿Habla español?
—Perfectamente. E inglés. Y tal vez alemán también. Habla todas las lenguas que le son necesarias para sus negocios.
—Y ¿qué se supone que tengo que hacer yo?
—Infíltrese en su vida. Muéstrese encantadora, gánese su simpatía, esfuércese para que le pida que salga con él, y, sobre todo, logre que la invite a algún encuentro con alemanes. Si finalmente consigue acercarse a ellos, lo que necesitamos es que agudice su atención y capte toda la información relevante que le pase ante los ojos y los oídos. Consiga una relación tan completa como le sea posible: nombres, negocios, empresas y productos que mencionen; planes, acciones y cuantos datos adicionales estime de interés.
—¿Me está diciendo que me envían para que seduzca a un sospechoso? —pregunté con incredulidad alzando el cuerpo del sillón.
—Utilice los recursos que considere más convenientes —replicó dando por hecho que mi suposición era cierta—. Da Silva es, al parecer, un soltero empedernido al que le gusta agasajar a mujeres hermosas sin consolidar ninguna relación. Le agrada hacerse ver con señoras atractivas y elegantes; si son extranjeras, aún mejor. Pero, según nuestras informaciones, en su trato con el género femenino también es un perfecto caballero portugués a la antigua usanza, así que no se preocupe porque no irá más lejos de lo que usted esté dispuesta a consentir.
No supe si ofenderme o reír a carcajadas. Me enviaban a seducir a un seductor, ésa iba a ser mi apasionante misión portuguesa. Sin embargo, por primera vez en toda la conversación, mi desconocida vecina de sillón pareció leerme el pensamiento.
—Por favor, no interprete su cometido como algo frívolo que cualquier mujer hermosa sería capaz de hacer a cambio de unos cuantos billetes. Se trata de una operación delicada y usted va a ser quien se encargue de ella porque tenemos confianza en sus capacidades. Cierto es que su físico, su supuesto origen y su condición de mujer sin ataduras pueden ayudar, pero su responsabilidad va a ir mucho más allá del simple flirteo. Deberá ganarse la confianza de Da Silva midiendo con cuidado cada paso, tendrá que calcular los movimientos y equilibrarlos con precisión. Usted misma será quien calibre la envergadura de las situaciones, quien marque los tiempos, sopese los riesgos y decida cómo proceder según lo requiera cada momento. Valoramos muy altamente su experiencia en la captación sistemática de información y su capacidad de improvisación ante circunstancias inesperadas: no ha sido elegida para esta misión al azar, sino porque ha demostrado que tiene recursos para desenvolverse con eficacia en situaciones difíciles. Y respecto a lo personal, tal como antes le he dicho, no tiene por qué ir más allá de los límites que usted misma imponga. Pero, por favor, sostenga la tensión todo lo posible hasta que consiga la información que necesita. Básicamente, no es algo muy alejado de su trabajo en Madrid.
—Sólo que aquí no necesito flirtear con nadie ni colarme en reuniones ajenas —aclaré.
—Cierto, querida. Pero sólo serán unos días y con un señor que, por lo visto, no carece de atractivo. —Me sorprendió el tono de su voz: no intentaba quitar hierro al asunto sino, tan sólo, constatar fríamente un hecho para ella objetivo—. Una cosa más, algo importante —añadió—. Va a actuar sin ninguna cobertura porque Londres no desea que en Lisboa se levante la más mínima suspicacia sobre su cometido. Recuerde que no hay plenas garantías acerca de los asuntos de Da Silva con los alemanes y, por ello, su supuesta deslealtad hacia los ingleses está aún por confirmar: todo, como le he dicho, se mueve de momento en el terreno de la mera especulación y no queremos que él sospeche nada de nuestros compatriotas emplazados en Portugal. Por eso, ningún agente inglés allí destinado sabrá quién es usted y su relación con nosotros: será una misión breve, rápida y limpia a cuyo término informaremos directamente a Londres desde Madrid. Implíquese, recopile los datos necesarios y vuelva a casa. Entonces veremos cómo avanza todo desde aquí. Nada más.
Me costó responder, la mascarilla se me había solidificado sobre la piel de la cara. Lo conseguí al fin sin despegar casi los labios.
—Y nada menos.
La puerta se abrió en ese momento. Volvió a entrar la empleada y se concentró en el rostro de la inglesa. Trabajó durante más de veinte minutos, a lo largo de los cuales no volvimos a cruzar una palabra. Cuando terminó, la chica salió de nuevo y mi desconocida instructora procedió a vestirse tras el biombo.
—Sabemos que tiene una buena amiga en Lisboa, pero no creemos prudente que se vean —dijo desde la distancia—. La señora Fox será oportunamente avisada para que actúe como si no se conocieran en el caso de que por casualidad coincidiera con usted en algún momento. Le rogamos que haga usted lo mismo.
—De acuerdo —murmuré con los labios rígidos. No me agradaba en absoluto aquella orden, me habría encantado volver a ver a Rosalinda. Pero entendía la inconveniencia y la acaté: no quedaba más remedio.
—Mañana le llegarán detalles sobre el viaje, puede que incluyamos alguna información adicional. El tiempo previsto en principio para su misión es de un máximo de dos semanas: si por alguna razón de extrema urgencia necesitara demorarse algo más, envíe un cable a la floristería Bourguignon y solicite que envíen un ramo de flores a una amiga inexistente por su cumpleaños. Invéntese el nombre y la dirección; las flores no saldrán nunca del establecimiento pero, si reciben un pedido desde Lisboa, nos transmitirán el aviso. Contactaremos entonces con usted de alguna manera, esté al tanto.
La puerta volvió a abrirse, la empleada entró de nuevo cargada de toallas. El objetivo de su trabajo esta vez iba a ser yo. Me dejé hacer con aparente docilidad mientras me esforzaba por ver a la persona recién vestida que estaba a punto de emerger de detrás del biombo. No se demoró, pero cuando por fin salió se cuidó mucho de no volver la cara hacia mí. Observé que tenía el pelo claro y ondulado, y vestía un traje de chaqueta de tweed, un atuendo típicamente inglés. Alargó entonces el brazo para coger un bolso de piel que descansaba sobre un pequeño banco adosado a la pared, un bolso que me resultó vagamente familiar: se lo había visto a alguien recientemente y no era el tipo de complemento que por entonces se vendía en las tiendas españolas. Extendió después la mano y alcanzó una cajetilla roja de cigarrillos dejada con descuido encima de un taburete. Y entonces lo supe: aquella señora que fumaba Craven A y que en aquel momento salía del gabinete sin murmurar más que un somero adiós, era la esposa del capitán Alan Hillgarth. La misma a la que vi por primera vez apenas unos días atrás, agarrada al brazo de su marido cuando éste, el férreo jefe de los Servicios Secretos en España, se llevó al verme en el hipódromo uno de los sustos más grandes de su carrera.