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—Una actuación magistral la del hipódromo —fue su saludo. A pesar del supuesto cumplido, su rostro no mostraba el menor rasgo de satisfacción. Me esperaba de nuevo en la consulta del doctor Rico, en el mismo lugar donde nos habíamos reunido meses atrás para hablar sobre mi encuentro con Beigbeder tras su cese.

—No tuve otra opción, créame que lo siento —dije mientras me sentaba—. No tenía idea de que íbamos a ver las carreras en el palco de los ingleses. Ni de que los alemanes iban a ocupar justamente el vecino.

—Lo entiendo. Y actuó bien, con frialdad y rapidez. Pero corrió un riesgo altísimo y estuvo a punto de desencadenar una crisis del todo innecesaria. Y no podemos permitirnos vernos implicados en imprudencias de esta envergadura según está la situación de complicada ahora mismo.

—¿Se refiere a la situación en general, o a la mía en particular? —pregunté con un involuntario tono de arrogancia.

—A ambas —zanjó contundente—. Verá, no es nuestra intención inmiscuirnos en su vida personal, pero, a raíz de lo sucedido, creo que debemos llamar su atención sobre algo.

—Gonzalo Alvarado —adelanté.

No respondió de inmediato; antes se tomó unos segundos para encender un cigarrillo.

—Gonzalo Alvarado, efectivamente —dijo tras expulsar el humo de la primera calada—. Lo de ayer no fue algo aislado: sabemos que se les ve juntos en sitios públicos con relativa asiduidad.

—Por si le interesa y antes de nada, déjeme aclararle que no mantengo ninguna relación con él. Y, como le dije ayer, tampoco está al tanto de mis actividades.

—La naturaleza concreta de la relación que exista entre ustedes es un asunto del todo privado y ajeno a nuestra incumbencia —aclaró.

—¿Entonces?

—Le ruego que no se lo tome como una invasión desconsiderada en su vida personal, pero tiene que entender que la situación es ahora mismo extraordinariamente tensa y no tenemos más remedio que alertarla. —Se levantó y recorrió unos pasos con las manos en los bolsillos y la vista concentrada en las baldosas del suelo mientras continuaba hablando sin mirarme—. La semana pasada supimos que hay un activo grupo de confidentes españoles cooperando con los alemanes para elaborar ficheros de germanófilos y aliadófilos locales. En ellos están incluyendo datos sobre todos aquellos españoles significados por su relación con una u otra causa, así como su grado de compromiso para con las mismas.

—Y suponen que yo estoy en uno de esos ficheros…

—No lo suponemos: lo sabemos con absoluta certeza —dijo clavando sus ojos en los míos—. Tenemos colaboradores infiltrados y nos han informado de que usted figura en el de los germanófilos. De momento, de forma limpia, como era previsible: cuenta con abundantes clientas relacionadas con los altos cargos nazis, las recibe en su atelier, les cose trajes hermosos y ellas, a cambio, no sólo le pagan, sino que además confían en usted; tanto que hablan en su casa con plena libertad de muchas cosas sobre las que no deberían hablar y que usted nos transmite puntualmente.

—Y Alvarado, ¿qué tiene que ver en todo esto?

—También aparece en los ficheros. Pero figura en el lado contrario al suyo, en el catálogo de ciudadanos afines a los británicos. Y nos ha llegado la noticia de que hay orden alemana de máxima vigilancia a personas españolas de ciertos sectores relacionadas con nosotros: banqueros, empresarios, profesionales liberales… Ciudadanos capacitados e influyentes dispuestos a ayudar a nuestra causa.

—Imagino que sabrá que él ya no está en activo, que no reabrió su empresa tras la guerra —apunté.

—No importa. Mantiene excelentes relaciones y se deja ver a menudo con miembros de la embajada y la colonia británica en Madrid. A veces incluso conmigo mismo, como comprobaría ayer. Es un gran conocedor de la situación industrial española y, por ello, nos asesora desinteresadamente en algunos asuntos de relevancia. Pero, a diferencia de usted, no es un agente encubierto, sino tan sólo un buen amigo del pueblo inglés que no esconde sus simpatías hacia nuestra nación. Por eso, que usted se deje ver a su lado de manera continuada puede empezar a resultar sospechoso ahora que los nombres de ambos aparecen en ficheros contrarios. De hecho, ya ha habido algún rumor al respecto.

—¿Al respecto de qué? —pregunté con un punto de insolencia.

—Al respecto de qué diantres hace una persona tan cercana a las esposas de los altos cargos alemanes dejándose ver en público con un fiel colaborador de los británicos —respondió dando un puñetazo sobre la mesa. Suavizó después el tono, lamentando de inmediato su reacción—. Discúlpeme, por favor: estamos todos muy nerviosos últimamente y, además, somos conscientes de que usted no estaba al tanto de la situación y no podía haber previsto el riesgo de antemano. Pero confíe en mí si le digo que los alemanes están planificando una fortísima campaña de presión contra la propaganda británica en España. Este país sigue siendo crucial para Europa y puede entrar en guerra en cualquier momento. De hecho, el gobierno sigue ayudando al Eje descaradamente: les permiten usar a su conveniencia todos los puertos españoles, les autorizan explotaciones mineras allá donde les plazca, y hasta están utilizando a presos republicanos para trabajar en construcciones militares que puedan facilitar un posible ataque alemán a Gibraltar.

Apagó el cigarrillo y mantuvo unos segundos el silencio, concentrado en la acción. Después prosiguió.

—Nuestra situación es de clara desventaja y lo último que deseamos es enturbiarla aún más —dijo lentamente—. La Gestapo emprendió hace meses una serie de acciones amenazantes que ya han dado frutos: su amiga la señora Fox, por ejemplo, tuvo que dejar España a causa de ellos. Y, desgraciadamente, ha habido varios casos más. Sin ir más lejos, el antiguo médico de la embajada, que además es un gran amigo mío. De ahora en adelante, la perspectiva se presenta aún peor. Más directa y agresiva. Más peligrosa.

No intervine, sólo me mantuve observándole, esperando a que terminara sus explicaciones.

—No sé si es del todo consciente de hasta qué punto está usted comprometida y expuesta —añadió bajando el tono de voz—. Arish Agoriuq se ha convertido en una persona muy conocida entre las alemanas residentes en Madrid, pero, si comienza a percibirse una desviación en su postura tal como estuvo a punto de suceder ayer, puede verse implicada en situaciones altamente indeseables. Y eso no nos conviene. Ni a usted, ni a nosotros.

Me levanté de mi asiento y caminé hacia una ventana, pero no me atreví a acercarme del todo. Dando la espalda a Hillgarth, miré tras los cristales desde la distancia. Las ramas de los árboles, cuajadas de hojas, llegaban hasta la altura del primer piso. Aún había luz, las tardes eran ya largas. Intenté reflexionar sobre el alcance de lo que acababa de oír. A pesar de la negrura del panorama al que me enfrentaba, no estaba asustada.

—Creo que lo mejor sería que dejara de colaborar con ustedes —dije por fin sin mirarle—. Evitaríamos problemas y viviríamos más tranquilos. Usted, yo, todos.

—De ninguna manera —protestó tajante a mi espalda—. Todo lo que acabo de decirle no son más que cuestiones preventivas y advertencias para el futuro. No dudamos de que será capaz de adaptarse a ellas cuando llegue el momento. Pero bajo ningún concepto queremos perderla, y mucho menos ahora que la necesitamos en un nuevo destino.

—¿Perdón? —pregunté atónita mientras me giraba.

—Tenemos otra misión. Nos han pedido colaboración directamente desde Londres. Aunque en un principio barajábamos otras opciones, a la luz de lo que ha ocurrido este fin de semana, hemos decidido asignársela a usted. ¿Cree que su ayudante podrá encargarse del taller durante un par de semanas?

—Bueno… no sé… quizá… —balbuceé.

—Seguro que sí. Haga correr entre sus clientas la voz de que va a permanecer fuera unos días.

—¿Dónde les digo que voy a estar?

—No es necesario que mienta, cuénteles simplemente la verdad: que tiene unos asuntos que resolver en Lisboa.