A mediados de enero me reuní con él para explicarle los pormenores del robo de su herencia. Supuse que creyó la historia; si no lo hizo, lo disimuló bien. Almorzamos en Lhardy y me propuso que nos siguiéramos viendo. Me negué sin tener una razón fundamentada para ello; tal vez pensara que era demasiado tarde para intentar recuperar todo lo que nunca vivimos juntos. Él continuó insistiendo, no parecía dispuesto a aceptar mi rechazo con facilidad. Y lo logró en parte: el muro de mi resistencia fue poco a poco cediendo. Volvimos a comer juntos alguna otra vez, fuimos al teatro y a un concierto en el Real, incluso una mañana de domingo paseamos por el Retiro como treinta años antes él hiciera con mi madre. Le sobraba tiempo, ya no trabajaba; al terminar la guerra pudo recuperar su fundición, pero decidió no reabrirla. Después vendió los terrenos que ocupaba y se dedicó a vivir de las rentas que con ellos obtuvo. ¿Por qué no quiso seguir, por qué no reimpulsó su negocio tras la contienda? Por puro desencanto, creo. Nunca me contó en detalle sus vicisitudes durante aquellos años, pero los comentarios insertados en las distintas conversaciones que en ese tiempo mantuvimos me permitieron reconstruir más o menos su doloroso periplo. No parecía, sin embargo, un hombre resentido: era demasiado racional como para permitir que sus vísceras agarraran el mando de su vida. A pesar de pertenecer a la clase de los vencedores, era también tremendamente crítico con el nuevo régimen. Y era irónico y un gran conversador, y entre ambos establecimos una relación especial con la que no nos planteamos compensar su ausencia a lo largo de todos los años de mi niñez y juventud, sino empezar de cero una amistad entre adultos. En su círculo se murmuró acerca de nosotros, se especuló sobre la naturaleza del nexo que nos unía, y a sus oídos llegaron mil extravagantes suposiciones que compartió conmigo divertido y a nadie se preocupó de clarificar.
Los encuentros con mi padre me abrieron los ojos a una cara de la realidad desconocida. Gracias a él supe que, a pesar de que los periódicos nunca lo contaran, el país vivía una crisis de gobierno permanente, donde los rumores de destituciones y dimisiones, los relevos ministeriales, las rivalidades y las conspiraciones se multiplicaban como los panes y los peces. La caída de Beigbeder a los catorce meses de jurar su cargo en Burgos había sido sin duda la más estrepitosa, pero en ningún caso la única.
Mientras España emprendía lentamente su reconstrucción, las distintas familias que habían contribuido a ganar la guerra, lejos de convivir en armonía, se tiraban los trastos a la cabeza como en un sainete. El ejército enfrentado a la Falange, la Falange a matar con los monárquicos, los monárquicos endemoniados porque Franco no se comprometía con la restauración; éste en El Pardo, apartado e indefinido, firmando sentencias con pulso firme y sin decantarse a favor de nadie; Serrano Suñer por encima de todos, todos a su vez contra Serrano; unos intrigando a favor del Eje, otros en pro de los Aliados, cada cual apostando a ciegas sin saber aún cuál sería el bando que acabaría a la larga, como había dicho Candelaria, metiendo las cabras en el corral.
Los alemanes y los británicos mantenían en este tiempo su constante tira y afloja tanto en el mapa del mundo como en las calles de la capital de España. Por desgracia para la causa en la que la suerte me había colocado, los germanos parecían tener un aparato de propaganda mucho más potente y efectivo. Tal como me adelantó Hillgarth en Tánger, la ardua labor de éstos se gestionaba desde la misma embajada, con medios económicos más que generosos y un equipo formidable capitaneado por el famoso Lazar, quien contaba además con la complacencia del régimen. Yo sabía de primera mano que la actividad social de éste era imparable: las menciones en mi taller a sus cenas y fiestas eran constantes entre las alemanas y algunas españolas, y por los salones de su residencia desfilaba cada noche alguno de mis modelos.
Con frecuencia creciente aparecían también en la prensa campañas destinadas a vender el prestigio alemán. Utilizaban para ello anuncios vistosos y efectivos que con el mismo entusiasmo publicitaban motores de gasolina que colorante para teñir la ropa. La propaganda era constante y entremezclaba ideas y productos, persuadiendo de que la ideología germana era capaz de conseguir adelantos inalcanzables para el resto de los países del mundo. El velo aparentemente técnico de los anuncios no ocultaba el mensaje: Alemania estaba preparada para dominar el planeta y así deseaban hacerlo saber a los buenos amigos que en España tenía. Y para que no quedara duda de ello, solían incluir entre sus estrategias dibujos con gran impacto visual, grandes letras, y unos pintorescos mapas de Europa en los que Alemania y la península Ibérica se conectaban con flechas bien marcadas mientras que a Gran Bretaña, en cambio, parecía habérsela tragado el centro de la tierra.
En las farmacias, los cafés y las barberías se repartían gratuitamente revistas satíricas y cuadernillos de crucigramas regalados por los alemanes; los chistes y las historietas aparecían entremezclados con reseñas sobre victoriosas operaciones militares y la solución correcta de todos los entretenimientos y jeroglíficos siempre era de tipo político a favor de la causa nazi. Otro tanto ocurría con folletos informativos destinados a profesionales, las historias de aventuras para jóvenes y niños, y hasta las hojas parroquiales de cientos de iglesias. Se decía también que las calles estaban llenas de confidentes españoles captados por los alemanes para realizar labores de difusión de propaganda directa en las paradas de los tranvías y las colas de las tiendas y los cines. Las consignas eran unas veces moderadamente creíbles y muchas otras, del todo disparatadas. Por aquí y por allá corrían bulos siempre desfavorables hacia los británicos y sus apoyos. Que estaban robando el aceite de oliva a los españoles y llevándolo en coches diplomáticos hasta Gibraltar. Que la harina donada por la Cruz Roja americana era tan mala que estaba haciendo enfermar al pueblo español. Que en los mercados no había pescado porque nuestros pesqueros eran retenidos por buques de la marina británica. Que la calidad del pan era pésima porque los súbditos de su majestad se dedicaban a hundir los barcos argentinos cargados de trigo. Que los americanos en colaboración con los rusos estaban ultimando la inminente invasión de la Península.
Los británicos, entretanto, no se mantenían impasibles. Su reacción consistía prioritariamente en achacar por cualquier medio al régimen español todas las calamidades del pueblo, dando palos, sobre todo, donde más dolía: en la escasez de alimentos, esa hambruna que propiciaba que la gente enfermara por comer las inmundicias de las basuras, que familias enteras corrieran desesperadas detrás de los camiones del Auxilio Social, y que las madres de familia se las ingeniaran Dios sabía cómo para hacer frituras sin aceite, tortillas sin huevos, dulces sin azúcar y un extraño embutido sin rastro de cerdo y con un sospechoso sabor a bacalao. Para fomentar la simpatía de los españoles por la causa aliada, los ingleses también agudizaban su ingenio. La oficina de prensa de la embajada redactaba en Madrid una publicación de manufactura casera que los mismos funcionarios se esforzaban por repartir en las aceras cercanas a su legación con el agregado de prensa, el joven Tom Burns, a la cabeza. Poco antes había comenzado a funcionar el Instituto Británico dirigido por un tal Walter Starkie, un católico irlandés a quien algunos llamaban don Gitano. La apertura se hizo, según se comentaba, sin más autorización de las autoridades españolas que la palabra sincera pero ya debilitada de Beigbeder en sus últimos coletazos como ministro. En apariencia, se trataba de un centro cultural en el que impartían clases de inglés y organizaban conferencias, tertulias y eventos diversos, algunos de ellos más sociales que puramente intelectuales. En el fondo era, al parecer, una encubierta maquinaria de propaganda británica mucho más sofisticada que las estrategias de los germanos.
Transcurrió así el invierno, laborioso y tenso, duro para casi todos: para los países, para los humanos. Y, sin apenas darme cuenta, se nos echó encima la primavera. Y con ella llegó una nueva invitación de mi padre. El hipódromo de La Zarzuela abría sus puertas, ¿por qué no le acompañaba?
Cuando yo no era más que una joven aprendiz en casa de doña Manuela, oíamos constantes referencias al hipódromo al que nuestras clientas asistían. Probablemente a muy pocas señoras les interesaban las carreras en sí, pero, del mismo modo que los caballos, ellas también competían. Si no en velocidad, sí en elegancia. El viejo hipódromo se encontraba entonces en el final del paseo de la Castellana y era lugar de encuentro social para la alta burguesía, la aristocracia e incluso la realeza, con Alfonso XIII a menudo en el palco real. Poco antes de la guerra se inició la construcción de otras instalaciones más modernas; la contienda, sin embargo, paró en seco el proyecto del nuevo recinto hípico. Tras dos años de paz, éste, aún a medio terminar, abría sus puertas en el monte de El Pardo.
La inauguración llevaba semanas ocupando titulares en los periódicos y saltando de boca en boca. Mi padre me recogió en su automóvil, le gustaba conducir. Durante el trayecto me explicó el proceso de la construcción del hipódromo con su original cubierta ondulada y habló también del entusiasmo de miles de madrileños por recuperar las viejas carreras. Yo, en reciprocidad, le describí mis recuerdos de la Hípica de Tetuán y la imponente estampa del jalifa atravesando a caballo la plaza de España para ir los viernes de su palacio a la mezquita. Y tanto, tanto hablamos que no hubo tiempo siquiera para que me adelantara que esa tarde tenía previsto encontrarse con alguien más. Y sólo al llegar a nuestra tribuna me di cuenta de que, al asistir a aquel evento de apariencia inocente, acababa de adentrarme por mi propio pie en la mismísima boca del lobo.