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—Arish, querida, quiero presentarte a mi futuro suegro, Gonzalo Alvarado. Tiene mucho interés en hablar contigo sobre sus viajes a Tánger y los amigos que allí dejó, probablemente conozcas a algunos de ellos.

Allí estaba, efectivamente, Gonzalo Alvarado, mi padre. Vestido de frac y sosteniendo un vaso tallado de whisky a medio beber. En el primer segundo en que nuestras miradas se cruzaron supe que de sobra sabía quién era yo. En el segundo, intuí que la idea de haber sido invitada a aquella fiesta había partido de él. Cuando tomó mi mano y se la acercó a la boca para saludarme con un amago de beso, nadie en aquel salón, sin embargo, podría haber siquiera llegado a imaginar que los cinco dedos que estaba sosteniendo eran los de su propia hija. Sólo nos habíamos visto un par de horas en toda la vida, pero dicen que la llamada de la sangre es tan potente que a veces logra cosas así. Bien pensado, no obstante, tal vez fueran su perspicacia y buena memoria las que primaran por encima del instinto paternal.

Estaba más delgado y más encanecido, pero seguía manteniendo una gran facha. La orquesta empezó a tocar Aquellos ojos verdes, él me invitó a bailar.

—No sabes cuánto me alegra verte otra vez —dijo. En el tono de su voz distinguí algo parecido a la sinceridad.

—A mí también —mentí. En realidad no sabía si me alegraba o no; aún estaba demasiado anonadada por lo inesperado del encuentro como para poder elaborar un juicio razonable sobre el mismo.

—Así que ahora tienes otro nombre, otro apellido y se supone que eres marroquí. Imagino que no vas a contarme a qué se deben tantos cambios.

—No, creo que no voy a hacerlo. Además, no creo que le interese demasiado, son cosas mías.

—Tutéame, por favor.

—Como quieras. ¿Te gustaría también que te llamara papá? —pregunté con un punto de sorna.

—No, gracias. Con Gonzalo es suficiente.

—De acuerdo. ¿Cómo estás, Gonzalo? Pensé que te habían matado en la guerra.

—Sobreviví, ya ves. Es una larga historia, demasiado siniestra para una noche de fin de año. ¿Cómo está tu madre?

—Bien. Ahora vive en Marruecos, tenemos un taller en Tetuán.

—Entonces, ¿al final me hicisteis caso y os fuisteis de España en el momento oportuno?

—Más o menos. La nuestra también es una larga historia.

—Tal vez me la quieras contar otro día. Podemos vernos para charlar; déjame que te invite a comer —sugirió.

—No creo que pueda. No hago demasiada vida social, tengo mucho trabajo. Hoy he venido por empeño de unas clientas. Ingenua de mí, en un principio pensé que se trataba de una insistencia del todo desinteresada. Ahora veo que, detrás de una amable e inocente invitación a la modista de la temporada, había algo más. Porque la idea partió de ti, ¿verdad?

No dijo ni sí ni no, pero la afirmación quedó meciéndose en el aire, suspendida entre los acordes del bolero.

—Marita, la novia de mi hijo, es una buena chica: cariñosa y entusiasta como pocas, aunque no demasiado lista. De todas maneras, la aprecio enormemente: es la única que ha conseguido arreglárselas para meter en cintura al tarambana de tu hermano Carlos y va a llevarlo al altar dentro de un par de meses.

Ambos dirigimos la mirada a mi clienta. Cuchicheaba en ese momento con su hermana Teté, sin quitarnos la vista de encima ninguna de las dos, embutidas ambas en sendos modelos salidos de Chez Arish. Con una falsa sonrisa tirante en los labios, me hice a mí misma la firme promesa de no volver a fiarme de las clientas que embaucaban con cantos de sirena a las almas solitarias en noches tan tristes como la de un año que se va.

Gonzalo, mi padre, continuó hablando.

—Te he visto tres veces a lo largo del otoño. Una de ellas salías de un taxi y entrabas en Embassy; yo paseaba a mi perro apenas a cincuenta metros de la puerta, pero no te diste cuenta.

—No, no me di cuenta, es cierto. Suelo ir casi siempre con bastante prisa.

—Me pareciste tú, pero sólo pude verte unos segundos y pensé que tal vez todo había sido una mera ilusión. La segunda vez fue un sábado por la mañana en el Museo del Prado, me gusta pasar por allí de vez en cuando. Te seguí de lejos mientras recorrías varias salas, aún no tenía la certeza de que fueras quien yo creía que eras. Después te dirigiste al guardarropa en busca de una carpeta y te sentaste a dibujar frente al retrato de Isabel de Portugal, de Tiziano. Yo me instalé en otra esquina de la misma sala y permanecí allí, observándote, hasta que empezaste a recoger tus cosas. Me marché entonces convencido de que no me había equivocado. Eras tú con otro estilo: más madura, más resuelta y elegante, pero sin duda, la misma hija a la que conocí asustada como un ratón justo antes de empezar la guerra.

No quise abrir el menor resquicio para la melancolía, así que intervine inmediatamente.

—¿Y la tercera?

—Hace sólo un par de semanas. Caminabas por Velázquez, yo iba en coche con Marita; la llevaba a casa tras un almuerzo en la finca de unos amigos, Carlos tenía cosas que hacer. Te vimos los dos a la vez y entonces, para mi gran sorpresa, ella te señaló y me dijo que eras su nueva modista, que venías de Marruecos y te llamabas Arish no sé qué.

—Agoriuq. En realidad es mi apellido de siempre puesto del revés. Quiroga, Agoriuq.

—Suena bien. ¿Tomamos una copa, señorita Agoriuq? —preguntó con gesto irónico.

Nos abrimos paso, cogimos dos copas de champán de la bandeja de plata que un camarero nos ofreció, y nos desplazamos hacia un lateral del salón mientras la orquesta comenzaba a tocar una rumba y la pista volvía a llenarse de parejas.

—Imagino que no tendrás interés en que desenmascare a Marita tu verdadero nombre y mi relación contigo —dijo una vez conseguimos retirarnos del bullicio—. Como te he dicho, es buena chica, pero le encantan los chismorreos y la discreción no es precisamente su fuerte.

—Te agradecería que no dijeras nada a nadie. De todas maneras, quiero aclararte que mi nuevo nombre es oficial y el pasaporte marroquí, verdadero.

—Supongo que habrá alguna razón de peso para ese cambio.

—Por supuesto. Con ello gano exotismo de cara a mi clientela y, a la vez, me libro de que me persiga la policía por la denuncia que tu hijo interpuso contra mí.

—¿Carlos puso una denuncia contra ti? —La mano con la copa había quedado parada a medio camino hacia la boca, su sorpresa parecía del todo auténtica.

—Carlos no: tu otro hijo, Enrique. Justo antes de empezar la guerra. Me acusaba de haberte robado el dinero y las joyas que me diste.

Sonrió sin despegar los labios, con amargura.

—A Enrique lo mataron tres días después del alzamiento. Una semana antes habíamos tenido una discusión tremenda. Él estaba muy politizado, presentía que algo fuerte iba a suceder con inminencia y se empeñó en que sacáramos de España todo el dinero que teníamos en metálico, las joyas y los objetos de valor. Tuve que decirle que te había entregado tu parte de mi herencia; en realidad, pude haberme callado, pero preferí no hacerlo. Le conté por eso la historia de Dolores y le hablé de ti.

—Y se lo tomó mal —adelanté.

—Se puso como un energúmeno y me dijo todo tipo de barbaridades. Llamó después a Servanda, la vieja criada, imagino que la recuerdas. La interrogó sobre vosotras. Ella le contó que tú habías salido corriendo llevando un paquete en la mano y entonces él mismo debió de elaborar esa ridícula versión del robo. Tras la pelea se fue de casa dando un portazo que hizo retumbar las paredes de todo el edificio. La siguiente vez que volví a verle fue once días más tarde, en el depósito del Estadio Metropolitano con un tiro en la cabeza.

—Lo siento.

Se encogió de hombros con gesto de resignación. En sus ojos percibí una pena inmensa.

—Era un insensato y un alocado, pero era mi hijo. Nuestra relación en los últimos tiempos fue desagradable y turbulenta; él pertenecía a Falange, a mí no me gustaba. Vista desde hoy, sin embargo, aquella Falange era casi una bendición. Al menos partían de unos ideales románticos y unos principios un tanto utópicos pero moderadamente razonables. Sus componentes eran una pandilla de ilusos consentidos, bastante zánganos en su mayoría pero, por fortuna, tenían poco que ver con los oportunistas de hoy, ésos que vociferan el Cara al sol con el brazo enhiesto y la vena del cuello hinchada, invocando al ausente como si fuera la sagrada forma cuando antes de empezar la guerra ni siquiera habían oído hablar de José Antonio. No son más que una pandilla de chulos arrogantes y grotescos…

Volvió súbitamente a la realidad del fulgor de las arañas de cristal, al sonido de las maracas y las trompetas, y al movimiento acompasado de los cuerpos al ritmo de El manisero. Volvió a la realidad y volvió a mí, me tocó el brazo, me acarició con suavidad.

—Discúlpame, a veces me enciendo más de la cuenta. Te estoy aburriendo, no es éste el momento de hablar de estas cosas. ¿Quieres bailar?

—No, no quiero, gracias. Prefiero seguir hablando contigo.

Se acercó un camarero, dejamos en la bandeja las copas vacías y cogimos otras llenas.

—Nos habíamos quedado en que Enrique te había puesto una denuncia… —dijo entonces.

No le dejé seguir; quería primero aclarar algo que revoloteaba en mi cabeza desde el principio de nuestro encuentro.

—Antes de que te lo cuente, aclárame algo. ¿Dónde está tu mujer?

—Enviudé. Antes de la guerra, al poco de veros a ti y a tu madre, en la primavera del 36. María Luisa estaba en el sur de Francia con sus hermanas. Una de ellas tenía un Hispano-Suiza y un mecánico al que gustaba en exceso el alterne nocturno. Una mañana las recogió para llevarlas a misa; probablemente no había dormido en toda la noche y en un descuido absurdo se salió de la carretera. Dos de las hermanas murieron, María Luisa y Concepción. El conductor perdió una pierna y la tercera de las hermanas, Soledad, resultó ilesa. Ironías de la vida, era la mayor de las tres.

—Lo lamento mucho.

—A veces pienso que fue lo mejor para ella. Era muy timorata, tenía un carácter tremendamente asustadizo; el más pequeño incidente doméstico le causaba una gran conmoción. Creo que no habría podido soportar la guerra, ni dentro de España ni fuera de ella. Y, por supuesto, nunca habría podido asimilar la muerte de Enrique. Así que quizá la divina providencia le hiciera un favor llevándosela antes de tiempo. Y ahora sigue contándome; estábamos hablando de tu denuncia. ¿Sabes algo más, tienes alguna idea de cómo está el asunto ahora?

—No. En septiembre, antes de venir a Madrid, el comisario de la policía de Tetuán intentó hacer averiguaciones.

—¿Para inculparte?

—No; para ayudarme. El comisario Vázquez no es exactamente un amigo, pero siempre me trató bien. Tienes una hija que ha estado metida en algunos problemas, ¿sabes?

El tono de mi voz debió de indicarle que hablaba en serio.

—¿Me los vas a contar? Me gustaría poder ayudarte.

—No creo que de momento haga falta, todo está ahora más o menos en orden, pero gracias por el ofrecimiento. De todas maneras, tal vez tengas razón: deberíamos vernos otro día y charlar despacio. En parte, esos problemas míos también te afectan a ti.

—Adelántame algo.

—Ya no tengo las joyas de tu madre.

No pareció inmutarse.

—¿Las tuviste que vender?

—Me las robaron.

—¿Y el dinero?

—También.

—¿Todo?

—Hasta el último céntimo.

—¿Dónde?

—En un hotel de Tánger.

—¿Quién?

—Un indeseable.

—¿Le conocías?

—Sí. Y ahora, si no te importa, vamos a cambiar de conversación. Otro día, con más tranquilidad, te contaré los detalles.

Faltaba ya poco para la medianoche y por el salón se movían cada vez más fracs, más uniformes de gala, más vestidos de noche y escotes cuajados de joyas. Primaban los españoles, pero había también un número considerable de extranjeros. Alemanes, ingleses, americanos, italianos, japoneses; todo un popurrí de países en guerra inmersos entre una maraña de respetables y adinerados ciudadanos patrios, ajenos todos por unas horas al salvaje despedazamiento de Europa y a la sordidez de un pueblo devastado que estaba a punto de decir hasta nunca a uno de los años más tremebundos de su historia. Las carcajadas sonaban por todas partes y las parejas seguían deslizándose al compás contagioso de las congas y las guarachas que la orquesta de músicos negros interpretaba sin decaer. Los lacayos con librea que nos habían recibido flanqueando la escalera comenzaron a repartir pequeñas cestas con uvas e instaron a los invitados a dirigirse a la terraza para tomarlas a la par de las campanadas del vecino reloj de la Puerta del Sol. Mi padre me ofreció su brazo y yo lo acepté: aunque cada uno hubiera llegado por su cuenta, de alguna manera silenciosa habíamos convenido recibir el año juntos. En la terraza nos reunimos con algunos amigos, su hijo y mis maquinadoras clientas. Me presentó a Carlos, mi medio hermano, parecido a él y en absoluto a mí. Cómo podría haber intuido él que tenía delante a la modistilla advenediza de su propia sangre a la que su hermano denunció por haberles birlado a ambos un buen pellizco de su herencia.

A nadie parecía importar el intenso frío de la terraza: el número de invitados se había multiplicado y los camareros no daban abasto circulando entre ellos mientras vaciaban botellas de champán envueltas en grandes servilletas blancas. Las conversaciones animadas, las risas y el tintineo de las copas parecían sostenerse en el aire a punto de rozar el cielo de invierno oscuro como el carbón. Desde la calle entretanto, como un rugido bronco, ascendía el sonido de las voces de aquella masa apelotonada de infortunados; ésos a los que su negra suerte había destinado a mantenerse al ras de los adoquines y a compartir un litro de vino barato o una botella de cazalla rasposa como el asperón.

Empezaron a oírse las campanadas, primero los cuartos, después las definitivas. Comencé a tomar las uvas concentrada: dong, una, dong, dos, dong, tres, dong, cuatro. A la quinta noté que Gonzalo había pasado su brazo sobre mis hombros y me atraía hacia sí; a la sexta los ojos se me llenaron de lágrimas. La séptima, la octava y la novena las tragué a ciegas, haciendo esfuerzos por contener el llanto. A la décima lo logré, con la undécima me recompuse y al sonar la última me giré y abracé a mi padre por segunda vez en mi vida.