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Varios centenares de seres bien comidos y mejor vestidos recibieron el año 1941 en el salón real del Casino de Madrid al son de una orquesta cubana. Entre ellos, como una más, estuve yo.

Mi intención inicial fue pasar aquella noche sola, tal vez haber invitado a doña Manuela y las chicas a compartir conmigo un capón y una botella de sidra, pero la tenaz insistencia de dos clientas, las hermanas Álvarez-Vicuña, me obligó a cambiar de planes. Aun sin demasiado entusiasmo, puse todo mi esmero en arreglarme para la noche: me peinaron con un moño bajo y me maquillé resaltando los ojos con khol marroquí para dar a la mirada ese fingido aspecto de rara pieza trasterrada que se suponía que era. Diseñé una especie de túnica color plata con mangas amplias y un ancho cinturón fajando la silueta; un atuendo a medio camino entre un exótico caftán moruno y la elegancia de un traje de noche europeo. El hermano soltero de ambas me recogió en casa: un tal Ernesto del que nunca llegué a conocer nada más allá de su cara de pájaro y la untuosa deferencia que desplegó para agasajarme. Al llegar, ascendí resuelta por la gran escalera de mármol y, una vez en el salón, fingí no percibir ni la magnificencia de la estancia ni los varios pares de ojos que me taladraron sin disimulo. Ni siquiera presté atención a las gigantescas lámparas de cristal de La Granja que colgaban de los techos ni a los zócalos de estuco que llenaban las paredes enmarcando grandiosas pinturas. Seguridad, dominio de mí misma: eso es lo que mi imagen desprendía. Como si la suntuosidad de ese ambiente fuera mi medio natural. Como si yo fuera un pez y aquella opulencia, el agua.

Pero no lo era. A pesar de vivir rodeada de tejidos tan deslumbrantes como los que aquella noche lucían las señoras a mi alrededor, el ritmo de los meses anteriores no había sido precisamente un cadencioso dejarse llevar, sino una sucesión de días y noches en los que mis dos ocupaciones chuparon como alimañas la integridad de un tiempo cada vez más enrarecido.

La reunión mantenida con Hillgarth dos meses atrás, inmediatamente después de los encuentros con Beigbeder e Ignacio, había marcado un antes y un después en mi forma de actuar. Sobre el primero de ellos le proporcioné información detallada; al segundo, en cambio, no lo nombré. Tal vez debí hacerlo, pero algo me lo impidió: pudor, inseguridad, temor quizá. Era consciente de que la presencia de Ignacio había sido fruto de mi imprudencia: debería haber puesto al agregado naval al tanto de aquel seguimiento a la primera sospecha, tal vez con ello habría evitado que un representante del Ministerio de Gobernación accediera a mi casa con toda facilidad y me esperara sentado en el salón. Pero aquel reencuentro había sido demasiado personal, demasiado emotivo y doloroso como para encontrarle encaje en los fríos moldes del Servicio Secreto. Silenciándolo incumplía el protocolo de actuación que me habían asignado y me saltaba a la torera las normas más elementales de mi cometido, cierto. Con todo y con eso, me arriesgué. Además, no era la primera vez que ocultaba algo a Hillgarth: tampoco le había dicho que doña Manuela formaba parte del pasado al que él mismo me prohibió retornar. Afortunadamente, ni la contratación de mi antigua maestra ni la visita de Ignacio habían tenido consecuencias inmediatas: a la puerta del taller no había llegado ninguna orden de deportación, nadie me había convocado a interrogatorio alguno en ninguna siniestra oficina, y los fantasmas con gabardina cesaron por fin su acoso. Que aquello fuera algo definitivo o tan sólo un alivio transitorio, aún estaba por ver.

En el encuentro urgente al que Hillgarth me convocó tras el cese de Beigbeder, se mostró tan aparentemente neutro como el día en que le conocí, pero su interés por absorber hasta el último detalle de la visita del coronel me hizo sospechar que su embajada andaba agitada y confusa con la noticia de la destitución.

Localicé sin problemas la dirección en la que me citó, una primera planta en una finca con solera: nada sospechoso en apariencia. Apenas tuve que esperar unos segundos para que la puerta se abriera al reclamo del timbre y una madura enfermera me invitara a entrar.

—Me espera el doctor Rico —anuncié siguiendo las instrucciones contenidas en la cinta de la caja de bombones.

—Acompáñeme, por favor.

Tal como esperaba, cuando accedí a la amplia estancia a la que me condujo no encontré a ningún médico, sino a un inglés de cejas frondosas dedicado a una labor bien distinta. Aunque en varias ocasiones anteriores le había visto en Embassy con su uniforme azul de la armada, aquel día vestía de paisano: camisa clara, corbata moteada y un elegante traje de franela gris. Independientemente de la indumentaria, su presencia era del todo incongruente en aquella consulta equipada con la parafernalia propia de una profesión que no era la suya: un biombo metálico con cortinillas de algodón, armarios acristalados llenos de botes y aparatos, una camilla contra el lateral, títulos y diplomas cubriendo las paredes. Me estrechó la mano enérgico y no perdimos más tiempo en saludos innecesarios o formalidades.

Tan pronto como nos acomodamos, comencé a hablar. Rememoré segundo a segundo la noche de Beigbeder, esforzándome por no olvidar ningún detalle. Desgrané todo lo que de su boca oí, describí su estado minuciosamente, contesté a decenas de preguntas y le entregué intactas las cartas de Rosalinda. Mi exposición se extendió durante más de una hora, a lo largo de la cual él me escuchó sentado inmóvil con el gesto contraído mientras, pitillo a pitillo, consumía metódico un cargamento entero de Craven A.

—Aún desconocemos el alcance que este cambio ministerial tendrá para nosotros, pero la situación dista mucho de ser optimista —aclaró por fin apagando el último cigarrillo—. Acabamos de informar a Londres y de momento no tenemos respuesta, todos estamos entretanto expectantes. Le ruego por eso que sea extremadamente cauta y no cometa ningún error. Recibir a Beigbeder en su casa fue una auténtica temeridad; entiendo que usted no pudo negarle la entrada e hizo bien en sosegarle y evitar que su estado degenerara en un desenlace aún más problemático, pero el riesgo que corrió fue altísimo. A partir de ahora, por favor, maximice su prudencia y, en lo sucesivo, intente no verse implicada en situaciones similares. Y tenga cuidado con las presencias sospechosas a su alrededor, especialmente en las cercanías de su domicilio: no descarte la posibilidad de que la tengan vigilada.

—No lo haré, descuide. —Intuí que tal vez sospechara algo de Ignacio y el seguimiento al que me tuvo sometida, preferí no preguntar.

—Todo va a enturbiarse aún más, eso es lo único que de momento sabemos —añadió mientras me tendía de nuevo la mano, esta vez como despedida—. Una vez que se han librado del ministro incómodo, suponemos que la presión de Alemania en territorio español se incrementará; manténgase por eso alerta y esté preparada para cualquier contingencia imprevista.

A lo largo de los meses siguientes obré en consecuencia: minimicé riesgos, intenté exponerme en público lo menos posible y me concentré en mis tareas con mil ojos. Continuamos cosiendo, mucho, cada vez más. La relativa tranquilidad que obtuve con la incorporación de doña Manuela al taller apenas duró unas semanas: la clientela creciente y la cercanía de la temporada navideña me obligaron a volver a dar a la costura el cien por cien de mí misma. Entre prueba y prueba, no obstante, seguí también volcada en mi otra responsabilidad: la clandestina, la paralela. Y así, lo mismo ajustaba el costado de un talle de cóctel que obtenía información sobre los invitados a la recepción ofrecida en la Embajada de Alemania en honor a Himmler, el jefe de la Gestapo, e igual tomaba medidas para el nuevo tailleur de una baronesa que me enteraba del entusiasmo con el que la colonia germana esperaba el inminente traslado a Madrid del restaurante berlinés de Otto Horcher, el favorito de los altos cargos nazis en su propia capital. Sobre todo eso y sobre mucho más informé a Hillgarth con rigor: diseccionando el material de forma minuciosa, escogiendo las palabras más precisas, camuflando los mensajes entre las supuestas puntadas y dándoles salida con puntualidad. Siguiendo sus advertencias, me mantuve permanentemente alerta y concentrada, pendiente de todo lo que ocurría alrededor. Y gracias a ello, en aquellos días percibí que algunas cosas cambiaron: pequeños detalles que quizá fueron consecuencia de las nuevas circunstancias o tal vez simples casualidades producto del azar. Un sábado cualquiera no encontré en el Museo del Prado al silencioso hombre calvo que solía encargarse de recogerme la carpeta llena de patrones codificados; nunca más le volví a ver. Unas semanas después, la chica del guardarropa del salón de peluquería fue sustituida por otra mujer: más madura, más gruesa e igualmente hermética. Noté también mayor vigilancia en las calles y los establecimientos, y aprendí a distinguir a quienes se encargaban de ella: alemanes grandes como armarios, callados y amenazantes con el abrigo llegándoles casi a los pies; españoles enjutos que fumaban nerviosos frente a un portal, junto a un local, tras un cartel. Aunque yo no fuera en principio el objeto de sus misiones, intentaba ignorarlos virando el rumbo o cambiando de acera en cuanto los intuía. A veces, para evitar pasar a su lado o cruzarme con ellos frontalmente, me refugiaba en un comercio cualquiera o me detenía frente a una castañera o un escaparate. En otras ocasiones, en cambio, me resultaba imposible esquivarlos porque me topaba con ellos de manera inesperada y ya sin margen de acción para reconducir el sentido. Me armaba entonces de valor: formulaba un mudo allá vamos, apretaba el paso con firmeza y dirigía la vista al frente. Segura de mí, ajena, altiva casi, como si lo que llevara agarrado de la mano fuese una compra caprichosa o un neceser lleno de cosméticos, y no un cargamento de datos cifrados sobre la agenda privada de las figuras más relevantes del Tercer Reich en España.

Me mantuve también al día del devenir político que me rodeaba. Como solía hacer con Jamila en Tetuán, cada mañana mandaba a Martina a comprar la prensa: Abc, Arriba, El Alcázar. En el desayuno, entre sorbo y sorbo de café con leche, devoraba las crónicas de lo que en España y Europa sucedía. Me enteré así de la toma de posesión de Serrano Suñer como nuevo ministro de Asuntos Exteriores y seguí letra a letra las noticias relativas al viaje en el que Franco y él mismo se entrevistaron con Hitler en Hendaya. Leí también sobre el pacto tripartito entre Alemania, Italia y Japón, sobre la invasión de Grecia y acerca de los mil movimientos que acontecían vertiginosos sobre el tapete de aquellos tiempos convulsos.

Leí, cosí e informé. Informé, cosí y leí: aquél fue mi día a día en la última parte del año a punto de acabar. Por eso tal vez acepté la propuesta de celebrar su fin en el casino: me vendría bien algo de entretenimiento para amortiguar tanta tensión.

Marita y Teté Álvarez-Vicuña se acercaron a su hermano y a mí tan pronto nos vieron entrar en el salón. Halagamos mutuamente nuestros vestidos y peinados, comentamos frivolidades y tonterías, y dejé caer como siempre unas cuantas palabras en árabe y alguna expresión postiza en francés. Y entretanto, observé el salón de reojo y percibí varios rostros familiares, bastantes uniformes y algunas cruces gamadas. Me pregunté cuántos de los seres que por allí se movían con aire relajado serían, como yo, chivatos y soplones encubiertos. Presentí que probablemente varios y decidí no fiarme de nadie y estar ojo avizor; tal vez pudiera obtener algún dato de interés para Hillgarth y los suyos. Mientras en la mente elucubraba tales planes a la vez que fingía mantenerme atenta a la conversación, mi anfitriona Marita se despegó de mi lado y desapareció unos instantes. Cuando regresó lo hizo colgada del brazo de alguien y supe de inmediato que la noche había cambiado de rumbo.