El dueño me esperaba sentado en el salón. A mi boca no vino palabra alguna a lo largo de un tiempo que pareció durar hasta el fin del mundo. La inesperada visita tampoco habló inmediatamente. Tan sólo nos miramos ambos fijamente entre un revoltijo aturullado de recuerdos y sensaciones.
—¿Te ha gustado la película? —preguntó por fin.
No respondí. Frente a mí tenía al hombre que llevaba días siguiéndome. El mismo hombre que un lustro atrás había salido de mi vida envuelto en una gabardina similar; la misma espalda que se alejó en la niebla arrastrando una máquina de escribir cuando supo que iba a dejarle porque me había enamorado de alguien que no era él. Ignacio Montes, mi primer novio, había reentrado en mi vida.
—Cuánto hemos progresado, ¿eh, Sirita? —añadió levantándose y avanzando hacia mí.
—¿Qué haces aquí, Ignacio? —logré por fin susurrar.
Todavía no me había quitado el abrigo; noté el agua cayéndome hasta los pies y formando sobre el suelo charcos diminutos. Pero no me moví.
—He venido a verte —replicó—. Sécate y cámbiate de ropa; tenemos que hablar.
Sonreía, y con su sonrisa decía malditas sean las ganas que tengo de sonreír. Fui entonces consciente de que apenas me separaban un par de metros de la puerta por la que acababa de entrar; tal vez podría intentar huir, bajar los escalones de tres en tres, alcanzar el portal, salir a la calle, correr. Descarté la idea: intuía que no me interesaba reaccionar de manera inconveniente sin saber antes a qué me enfrentaba, así que, simplemente, me acerqué a él y le encaré.
—¿Qué quieres, Ignacio? ¿Cómo has entrado, a qué has venido, por qué me vigilas?
—Despacio, Sira, despacio. Hazme las preguntas una a una, no te alborotes. Pero antes, si no te importa, prefiero que los dos nos pongamos cómodos. Estoy un poco cansado, ¿sabes? Anoche me hiciste trasnochar más de la cuenta. ¿Te importa que me sirva una copa?
—Antes no bebías —dije intentando mantener la calma.
Una carcajada tan fría como el filo de mis tijeras rasgó el salón de punta a punta.
—Qué buena memoria tienes. Con la de historias interesantes que deben de haber pasado en tu vida en todos estos años, parece mentira que te sigas acordando de cosas así de simples.
Parecía mentira, sí, pero me acordaba. De eso y de mucho más. De nuestras largas tardes de paseo sin rumbo, de los bailes entre farolillos en las verbenas. De su optimismo y su ternura de entonces; de mí misma cuando no era más que una humilde costurera sin más horizonte vital que casarme con el hombre cuya presencia ahora me llenaba de temor e incertidumbre.
—¿Qué quieres tomar? —pregunté por fin. Intentaba sonar serena, no aparentar inquietud.
—Whisky. Coñac. Me da igual: lo mismo que ofrezcas a tus otros invitados.
Le serví una copa apurando la botella que la noche anterior bebió Beigbeder; apenas quedaban un par de dedos. Al volverme hacia él comprobé que vestía un traje gris y común: de mejor tela y corte que los que llevaba cuando estábamos juntos, de peor sastre que los de los hombres que en los últimos tiempos me rodeaban. Dejé la copa en la mesa a su lado y sólo entonces percibí que sobre ella había una caja de bombones de Embassy, envuelta en papel plateado y rematada con la vistosa lazada de una cinta color rosa.
—Algún admirador te ha mandado un detalle —dijo rozando la caja con la punta de los dedos.
No respondí. No pude, me quedé sin aliento. Sabía que en algún lugar de la envoltura de aquel inesperado presente había un mensaje cifrado de Hillgarth; un mensaje destinado a pasar desapercibido para cualquiera que no fuera yo.
Me senté a distancia, en una esquina de un sofá, tensa y aún empapada. Fingí hacer caso omiso a los bombones y contemplé en silencio a Ignacio mientras me retiraba el pelo mojado de la cara. Seguía tan delgado como antes, pero su rostro no era el mismo. Las primeras canas empezaban a asomarle en las sienes a pesar de que apenas superaba la treintena. Tenía ojeras, líneas en la comisura de la boca y cara de cansado, de no llevar una vida tranquila.
—Vaya, vaya, Sira, cuánto tiempo ha pasado.
—Cinco años —especifiqué tajante—. Y ahora, por favor, dime a qué has venido.
—A varias cosas —dijo—. Pero antes prefiero que te pongas ropa seca. Y, cuando regreses, por favor, tráeme tu documentación. Pedírtela a la salida del cine me parecía un tanto grosero en tus actuales circunstancias.
—¿Y por qué habría yo de enseñarte a ti mi documentación?
—Porque, según he oído, ahora eres ciudadana marroquí.
—Y eso a ti ¿qué más te da? No tienes ningún derecho a entrometerte en mi vida.
—¿Quién te ha dicho que no?
—Tú y yo ya no tenemos nada en común. Yo soy otra persona, Ignacio, no tengo nada que ver ni contigo ni con nadie del tiempo en el que estuvimos juntos. Han pasado muchas cosas en mi vida en estos años; yo ya no soy quien era.
—Ninguno somos los que éramos, Sira. Nadie es quien solía ser después de una guerra como la nuestra.
El silencio se extendió entre nosotros. A mi mente, como gaviotas enloquecidas, volvieron mil estampas del pasado, mil sentimientos que chocaron entre sí sin que yo los consiguiera manejar. Frente a mí tenía al que pudo haber sido el padre de mis hijos, un hombre bueno que no hizo más que adorarme y al que yo clavé un rejón en el alma. Frente a mí tenía también a quien podría convertirse en mi peor pesadilla, alguien que tal vez llevara cinco años masticando rencor y podría estar dispuesto a cualquier cosa para hacerme pagar por mi traición. Por ejemplo, denunciarme, acusarme de que yo no era quien decía ser, y hacer que salieran a la luz mis deudas del pasado.
—¿Dónde pasaste tú la guerra? —pregunté casi con miedo.
—En Salamanca. Fui unos días a ver a mi madre y el alzamiento me cogió allí. Me uní a los nacionales, no tuve otra opción. ¿Y tú?
—En Tetuán —dije sin pensarlo. Tal vez no debería haber sido tan explícita, pero ya era demasiado tarde para volver atrás. Extrañamente, mi respuesta pareció complacerle. Una débil sonrisa se dibujó en sus labios.
—Claro —dijo en voz baja—. Claro, ahora todo tiene sentido.
—¿Qué es lo que tiene sentido?
—Algo que necesitaba saber de ti.
—Tú no necesitas saber nada de mí, Ignacio. Lo único que necesitas es olvidarme y dejarme en paz.
—No puedo —dijo contundente.
No pregunté por qué. Temí que me pidiera explicaciones, que me reprochara mi abandono y me echara en cara el daño que le hice. O peor aún: tuve miedo de que me dijera que aún me quería y me suplicara que volviera con él.
—Tienes que irte, Ignacio, tienes que sacarme de tu cabeza.
—No puedo, cariño —repitió ahora con un punto de amarga sorna—. Nada me gustaría más que no volver a acordarme jamás de la mujer que me destrozó, pero no puedo. Trabajo para la Dirección General de Seguridad del Ministerio de Gobernación. Estoy a cargo de la vigilancia y seguimiento de los extranjeros que cruzan nuestras fronteras, especialmente de los que se instalan en Madrid con indicativos de permanencia. Y tú estás entre ellos. En un lugar preferente.
No supe si reír o llorar.
—¿Qué quieres de mí? —pregunté cuando conseguí que las palabras me volvieran a la boca.
—Documentación —exigió—. Pasaporte y permiso de aduanas de todo lo que en este domicilio haya procedente del extranjero. Pero antes, cámbiate.
Hablaba con frialdad y seguro de sí. Profesional, del todo distinto a aquel otro Ignacio, tierno y casi aniñado, que yo mantenía en mi depósito de recuerdos.
—¿Puedes enseñarme alguna acreditación? —dije en voz baja. Intuía que no estaba mintiendo, pero quise ganar tiempo para asimilar lo evidente.
Del bolsillo interior de la chaqueta sacó una cartera. La abrió con la misma mano que la sostenía, con la habilidad de quien está acostumbrado a identificarse una y otra vez. Efectivamente, allí estaban su rostro y su nombre junto al cargo y organismo que acababa de mencionar.
—Un momento —musité.
Fui a mi habitación; del armario descolgué con rapidez una blusa blanca y una falda azul, abrí el después el cajón de la ropa interior dispuesta a sacar prendas limpias. Rocé entonces con los dedos las cartas de Beigbeder, ocultas bajo las combinaciones dobladas. Dudé unos segundos, sin saber qué hacer con ellas: si dejarlas donde estaban o buscar precipitadamente un sitio más seguro. Recorrí la habitación con ojos ávidos: tal vez encima del armario, tal vez debajo del colchón. Quizá entre las sábanas. O detrás del espejo del tocador. O dentro de una caja de zapatos.
—Date prisa, por favor —gritó Ignacio en la distancia.
Empujé las cartas hasta el fondo, las tapé por completo con media docena de prendas y cerré el cajón con un golpe seco. Cualquier otro sitio sería tan bueno o tan malo como aquél, más valía no tentar la suerte.
Me sequé, me cambié, saqué el pasaporte de la mesilla de noche y regresé al salón.
—Arish Agoriuq —leyó lentamente cuando se lo entregué—. Nacida en Tánger y residente en Tánger. Cumple años el mismo día que tú, qué coincidencia.
No respondí. Me invadieron de pronto unas ganas tremendas de vomitar, las contuve a duras penas.
—¿Puede saberse a qué viene este cambio de nacionalidad?
Mi mente maquinó una mentira con la velocidad de un parpadeo. Jamás había previsto verme envuelta en algo así, ni Hillgarth tampoco.
—Me robaron el pasaporte y no pude solicitar mi documentación a Madrid porque estábamos en plena guerra. Un amigo lo arregló todo para que pudieran darme la nacionalidad marroquí y poder así viajar sin problemas. No es un pasaporte falso, lo puedes comprobar.
—Ya lo he hecho. ¿Y el nombre?
—Pensaron que era mejor cambiarlo, hacerlo más árabe.
—¿Arish Agoriuq? ¿Es eso árabe?
—Es cherja —mentí—. El dialecto de las cabilas del Rif —añadí rememorando las competencias lingüísticas de Beigbeder.
Mantuvo el silencio unos segundos, sin dejar de mirarme. Aún notaba las tripas revueltas, pero me esforcé por mantenerlas en orden para no verme obligada a salir corriendo al cuarto de baño.
—Necesito saber también cuál es el objeto de tu estancia en Madrid —requirió finalmente.
—Trabajar. Coser, como siempre —respondí—. Esto es un taller de costura.
—Enséñamelo.
Le pasé al salón del fondo y le mostré sin palabras los rollos de telas, los figurines y las revistas. Después le conduje a lo largo del pasillo y abrí las puertas de todas las estancias. Los probadores impolutos. El cuarto de baño para las clientas. El taller de costura lleno de recortes de tejidos, patrones y maniquíes con prendas a medio montar. El cuarto de plancha con varias piezas esperando su turno. El almacén por fin. Andábamos juntos, en paralelo, como tantas veces habíamos recorrido los trechos de la vida tiempo atrás. Recordé que entonces casi me sacaba la cabeza; ahora la distancia parecía menor. No era la memoria, sin embargo, la que me jugaba una mala pasada: cuando yo no era más que una aprendiz de costurera y él un aspirante a funcionario, yo apenas llevaba tacón; cinco años después, la altura de mis zapatos me hacían llegarle a media cara.
—¿Qué hay al fondo? —preguntó.
—Mi dormitorio, un par de cuartos de baño y cuatro habitaciones; dos de ellas son dormitorios para invitados y las otras dos están vacías. Además, comedor de diario, cocina y zona de servicio —recité de carrerilla.
—Quiero verlo.
—¿Para qué?
—No tengo por qué darte explicaciones.
—De acuerdo —murmuré.
Le enseñé las estancias una a una con el estómago contraído, fingiendo una frialdad que distaba un mundo de mi estado real e intentando que no percibiera el temblor de mi mano al manipular los interruptores y los picaportes. Las cartas de Beigbeder para Rosalinda se habían quedado en el armario de mi dormitorio, debajo de la ropa interior; me temblaron las piernas ante la idea de que se le ocurriera abrir aquel cajón y pudiera encontrarlas. Cuando entró en la habitación, le observé con el corazón en un puño mientras él la recorría con parsimonia. Hojeó con fingido interés la novela que tenía en la mesilla de noche y volvió a dejarla en su sitio; pasó después los dedos por los pies de la cama, levantó un cepillo del tocador y se asomó por el balcón unos segundos. Ansiaba que con eso diera por zanjada la visita, pero no lo hizo. Aún quedaba lo que yo más temía. Abrió un cuerpo del armario, el que contenía la ropa de abrigo. Tocó la manga de un chaquetón y el cinturón de otro, volvió a cerrar. Abrió la puerta siguiente y contuve la respiración. Una pila de cajones apareció ante sus ojos. Sacó el primero: pañuelos. Levantó el pico de uno, luego de otro, y de otro más; lo volvió a cerrar después. Sacó el segundo y tragué saliva: medias. Lo cerró. Cuando sus dedos tocaron el tercero sentí que el suelo se volvía blando bajo mis pies. Allí, tapados por las combinaciones de seda, se encontraban los documentos manuscritos que exponían con todo detalle y en primera persona las circunstancias del sonado relevo ministerial que andaba en boca de España entera.
—Creo que estás yendo demasiado lejos, Ignacio —logré susurrar.
Mantuvo los dedos sobre el tirador del cajón unos segundos más, como si estuviera considerando qué hacer. Sentí calor, sentí frío, angustia, sed. Sentí que aquello iba a ser el final. Hasta que noté que sus labios se separaban dispuestos a hablar. Sigamos, dijo tan sólo. Volvió a cerrar la puerta del armario mientras yo contenía un suspiro de alivio y unas ganas enormes de echarme a llorar. Disimulé como pude y volví a asumir el papel de guía obligada. Vio el baño en el que me bañaba y la mesa donde comía, la despensa donde guardaba la comida, la pila donde las chicas lavaban la ropa. Tal vez no fuera más allá por respeto hacia mí, quizá por simple pudor o porque los protocolos de su trabajo le establecían unos límites que no se atrevió a sobrepasar, nunca lo supe. Regresamos al salón sin una palabra mientras yo daba gracias al cielo porque el registro no hubiera sido más exhaustivo.
Volvió a sentarse en el mismo sitio y yo lo hice enfrente de él.
—¿Está todo en orden?
—No —afirmó rotundo—. Nada está en orden; nada.
Cerré los párpados, los apreté con fuerza y los volví a abrir.
—¿Qué es lo que no está correcto?
—Nada está correcto, nada está como debería estar.
De pronto creí ver una pequeña luz.
—¿Qué pensabas encontrar, Ignacio? ¿Qué querías encontrar que no has encontrado?
No respondió.
—Pensabas que todo era una tapadera, ¿verdad?
No respondió de nuevo, pero sí desvió la conversación hacia su terreno, volviendo a tomar las riendas.
—Sé de sobra quién ha montado este escenario.
—Este escenario, ¿de qué? —pregunté.
—Esta farsa de taller.
—Esto no es ninguna farsa. Aquí se trabaja duro. Yo lo hago más de diez horas al día, siete días a la semana.
—Lo dudo —dijo agrio.
Me levanté, me acerqué a su sillón. Me senté en uno de los brazos y le cogí la mano derecha. No se resistió, tampoco me miró. Pasé sus dedos sobre mis palmas, sobre mis propios dedos, despacio, para que sintiera en su piel cada milímetro de la mía. Sólo pretendía mostrarle las pruebas de mi trabajo, las callosidades y durezas que las tijeras, las agujas y los dedales me habían ido dejando a lo largo de los años. Noté cómo mi roce le estremecía.
—Éstas son las manos de una mujer trabajadora, Ignacio. Imagino lo que piensas que soy y a qué crees que me dedico, pero quiero que tengas claro que éstas no son las manos de la mantenida de nadie. Siento en el alma haberte hecho daño, no sabes cuánto lo lamento. No me porté bien contigo, pero todo eso está ya pasado y no hay vuelta atrás; no vas a arreglar nada entrometiéndote en mi vida y buscando en ella fantasmas que no existen.
Dejé de recorrer mis dedos con sus dedos, pero mantuve su mano entre las mías. Estaba helada. Poco a poco fue entrando en calor.
—¿Quieres saber qué fue de mí cuando me marché? —pregunté en voz baja.
Asintió sin palabras. Seguía sin mirarme.
—Nos fuimos a Tánger. Me quedé embarazada y Ramiro me abandonó. Perdí el niño. Me vi de pronto sola en una tierra extraña, enferma, sin dinero, cargando con las deudas que él dejó a mi nombre y sin tener dónde caerme muerta. Tuve a la policía encima de mí, pasé todo el miedo del mundo, me vi implicada en asuntos al margen de lo legal. Y después monté un taller gracias a la ayuda de una amiga y empecé otra vez a coser. Trabajé de noche y de día, y también hice amigos, gente muy distinta. Me asimilé a ellos y me adentré en un nuevo universo, pero nunca dejé de trabajar. Conocí también a un hombre del que pude enamorarme y con el que tal vez habría podido volver a ser feliz, un periodista extranjero, pero sabía que tarde o temprano habría de irse y me resistí a implicarme en otra relación por temor a volver a sufrir, por miedo a revivir el desgarro atroz que sentí cuando Ramiro se marchó sin mí. Ahora he vuelto a Madrid, sola, y sigo trabajando, ya has visto todo lo que hay en esta casa. Y respecto a lo que entre tú y yo pasó, en mi pecado me fue la penitencia, que no te quepa de ello la menor duda. No sé si a ti esto te satisface o no, pero ten por seguro que todo el daño que te causé lo he pagado a buen precio. Si existe justicia divina, en mi conciencia queda la tranquilidad de saber que, entre lo que yo a ti te hice y lo que después a mí me hicieron, la balanza está más que equilibrada.
No supe si lo que le dije le afectó, le tranquilizó o le confundió aún más. Nos mantuvimos unos minutos callados, su mano entre las mías, los cuerpos cercanos, conscientes cada uno de la presencia del otro. Al cabo de un rato me despegué de él y volví a mi sitio.
—Qué tienes tú que ver con el ministro Beigbeder —exigió saber entonces. Hablaba sin acritud. Sin acritud pero sin flojedad, a medio camino entre la intimidad de la que habíamos sido partícipes instantes atrás y la distancia infinita del rato anterior. Noté que se esforzaba por volver a su actitud profesional. Y noté que, lamentablemente, podía conseguirlo sin demasiado esfuerzo.
—Juan Luis Beigbeder es un amigo de los tiempos de Tetuán.
—¿Qué tipo de amigo?
—No es mi amante, si es eso lo que estás pensando.
—Ayer pasó la noche contigo.
—La pasó en mi casa, no conmigo. No tengo por qué darte cuentas de mi vida privada, pero prefiero aclarártelo para que no te quede duda: Beigbeder y yo no mantenemos ninguna relación sentimental. Anoche no nos acostamos juntos. Ni anoche, ni nunca. A mí no me mantiene ningún ministro.
—¿Por qué, entonces?
—¿Por qué no nos acostamos juntos o por qué no me mantiene ningún ministro?
—Por qué vino aquí y se quedó hasta casi las ocho de la mañana.
—Porque acababa de enterarse de que le habían destituido y no quería estar solo.
Se levantó y se dirigió a uno de los balcones. Volvió a hablar mientras miraba al exterior con las manos metidas en los bolsillos del pantalón.
—Beigbeder es un cretino. Es un traidor vendido a los británicos; un demente encoñado con una zorra inglesa.
Reí sin ganas. Me levanté, me acerqué a su espalda.
—No tienes ni idea, Ignacio. Trabajarás a las órdenes de quienquiera que trabajes en el Ministerio de Gobernación y te habrán encargado meter el miedo en el cuerpo a todos los extranjeros que pasen por Madrid, pero no tienes la menor idea de quién es el coronel Beigbeder y por qué se ha comportado de la forma en que lo ha hecho.
—Sé lo que tengo que saber.
—¿Qué?
—Que es un conspirador desleal a su patria. Y un incompetente como ministro. Eso es lo que de él dice todo el mundo, empezando por la prensa.
—Como si alguien pudiera fiarse de esta prensa… —apunté irónica.
—Y ¿de quién hay que fiarse si no? ¿De tus nuevos amigos extranjeros?
—Tal vez. Saben muchas más cosas que vosotros.
Se giró y dio unos pasos decididos hasta quedar apenas a un palmo de distancia de mi cara.
—¿Qué cosas saben? —preguntó con voz ronca.
Entendí que no me convenía decir nada, le dejé proseguir.
—¿Saben acaso que puedo hacer que te deporten esta misma madrugada? ¿Saben que puedo hacer que te detengan, que conviertan tu exótico pasaporte marroquí en papel mojado y te saquen del país con los ojos vendados sin que nadie se entere? Tu amigo Beigbeder ya está fuera del gobierno, te has quedado sin padrino.
Estaba tan cerca de mí que podía ver con toda nitidez hasta dónde le había crecido la barba después del afeitado de esa misma mañana. Podía percibir cómo su nuez subía y bajaba al hablar, apreciar cada milímetro del movimiento de aquellos labios que tantas otras veces me besaron y ahora hilaban amenazas con crudeza.
Contesté jugándomelo todo a una carta. Una carta tan falsa como yo misma.
—Beigbeder ya no está, pero aún me quedan otros recursos que tú ni te imaginas. Las clientas para las que coso tienen maridos y amantes con poder, soy buena amiga de muchos de ellos. Pueden darme asilo diplomático en más de media docena de embajadas en cuanto lo pida, empezando por la de Alemania, desde la cual, por cierto, tienen bien agarrado por los cojones a tu propio ministro. Puedo salvar el pellejo con una simple llamada telefónica. Quien tal vez no logre hacerlo si te sigues metiendo donde no te llaman a lo mejor eres tú.
Nunca había mentido a nadie con tanta insolencia; probablemente fuera la propia inmensidad del embuste lo que me aportó el tono arrogante con el que hablé. No supe si él me creyó. Tal vez sí: la historia era tan inverosímil como mi propia trayectoria vital, pero allí estaba yo, su antigua novia convertida en súbdita marroquí, como muestra evidente de que lo más inverosímil puede en cualquier momento trastocarse en pura realidad.
—Eso habría que verlo —escupió entre dientes.
Se separó de mí y se volvió a sentar.
—No me gusta la persona en la que te has convertido, Ignacio —susurré a su espalda.
Rio con una carcajada amarga.
—¿Y quién eres tú para juzgarme a mí? ¿Te crees acaso superior porque pasaras la guerra en África y hayas regresado ahora con aires de gran señora? ¿Piensas que eres mejor persona que yo por acoger en tu casa a ministros descarriados y dejarte adular con bombones mientras los demás tenemos racionado hasta el pan negro y las lentejas?
—Te juzgo porque me importas y deseo lo mejor para ti —apunté. Casi no me salió la voz.
Respondió con una nueva carcajada. Más amarga todavía que la anterior. Más sincera también.
—A ti no te importa nadie nada más que tú, Sira. Yo, mí, me, conmigo. Yo he trabajado, yo he sufrido, yo ya he pagado mi culpa: yo, yo, yo, yo. Nadie más te interesa, nadie. ¿Acaso te has molestado en saber qué fue de tu gente tras la guerra? ¿Se te ha ocurrido alguna vez volver a tu barrio embutida en uno de tus trajes elegantes para preguntar por todos ellos, para averiguar si alguien necesita que se le eche una mano? ¿Sabes qué fue de tus vecinos y de tus amigas a lo largo de todos estos años?
Sus preguntas resonaron como un mazazo en la conciencia, como un puñado de sal lanzado a traición contra los ojos abiertos. No tenía respuestas: nada sabía porque había elegido no saberlo. Respeté las órdenes, había sido disciplinada. Me dijeron que no me saliera de un cierto circuito y no lo hice. Me esforcé por no ver el otro Madrid, el real, el auténtico. Concentré mis movimientos en los límites de una ciudad idílica y me obligué a no mirar su otra cara: la de las calles llenas de socavones, los impactos en los edificios, las ventanas sin cristales y las fuentes vacías. Preferí no detener mi vista en las familias enteras que escarbaban las basuras en busca de mondas de patatas, no posar la mirada en las mujeres enlutadas que deambulaban por las aceras con criaturas colgadas a sus pechos resecos; ni siquiera detuve mis ojos en los enjambres de niños sucios y descalzos que pululaban a su alrededor y que, con las caras llenas de mocos resecos y sus pequeñas cabezas rapadas cuajadas de costras, tiraban de la manga a los viandantes y rogaban por caridad, señor, una limosna, por lo que más quiera, señorita, deme usted una limosna, que Dios se lo pague. Había sido una agente exquisita y obediente al servicio de la inteligencia británica. Escrupulosamente obediente. Asquerosamente obediente. Seguí las instrucciones que me dieron al pie de la letra: no volví a mi barrio ni puse un pie en los adoquines del pasado. Evité saber qué había sido de mi gente, de las amigas de mi niñez. No fui en busca de mi plaza, no pisé mi calle estrecha ni subí por mi escalera. No llamé a la puerta de mis vecinos, no quise saber cómo les iba, qué había sido de sus familias durante la guerra ni después. No intenté saber cuántos de ellos habían muerto, cuántos estaban encarcelados, cómo se las arreglaban para salir adelante los que quedaron vivos. No me interesaba que me contaran con qué desechos putrefactos llenaban la olla ni si sus hijos andaban tísicos, desnutridos o descalzos. No me preocupaban sus miserables vidas llenas de piojos y sabañones. Yo ya pertenecía a otro mundo: el de las conspiraciones internacionales, los grandes hoteles, las peluquerías de lujo y los cócteles a la hora del apetitivo. Nada tenía ya que ver conmigo aquel universo miserable de color gris rata con olor a orines y acelga hervida. O eso, al menos, creía yo.
—No sabes nada de ellos, ¿verdad? —continuó Ignacio con lentitud—. Pues escúchame bien, porque yo te lo voy a contar. Tu vecino Norberto cayó en Brunete, a su hijo mayor lo fusilaron nada más entrar las tropas nacionales en Madrid aunque, según cuentan, él también había andado activo en asuntos de represión del otro lado. El mediano está picando piedra en Cuelgamuros y el pequeño en el penal de El Dueso: se afilió al partido comunista, así que probablemente no salga en una buena temporada si es que no lo ejecutan cualquier día. La madre, la señora Engracia, la que te cuidaba y te trataba como una hija cuando tu madre se iba a trabajar y tú eras aún una niña, está ahora sola: se ha quedado medio ciega y anda por las calles como trastornada, removiendo con un palo todo lo que se encuentra. En tu barrio ya no quedan palomas ni gatos, se los han comido todos. ¿Quieres saber qué fue de las amigas con las que jugabas en la plaza de la Paja? Te lo puedo contar también: a la Andreíta la reventó un obús al cruzar una tarde la calle Fuencarral camino del taller donde trabajaba…
—No quiero saber nada más, Ignacio, ya me hago una idea —dije intentando disimular mi aturdimiento. No pareció oírme; continuó simplemente desgranando horrores.
—A la Sole, la de la lechería, le hizo mellizos un miliciano que desapareció sin dejarles ni el apellido; como ella no pudo ocuparse de los niños porque no tenía con qué mantenerlos, se los llevaron los de la inclusa y nunca ha vuelto a saber de ellos. Dicen que ella anda ahora ofreciéndose a los descargadores del mercado de la Cebada, pidiendo una peseta por cada servicio que hace allí mismo, contra los ladrillos de la pared; cuentan que va por ahí sin bragas, levantándose la falda en cuanto las camionetas empiezan a llegar aún de madrugada.
Las lágrimas empezaron a rodarme por las mejillas.
—Cállate, Ignacio, cállate ya, por Dios —susurré. No me hizo caso.
—La Agustina y la Nati, las hijas del pollero, se metieron en un comité de enfermeras laicas y se pasaron la guerra trabajando en el hospital de San Carlos. Cuando todo acabó, fueron a buscarlas a su casa, las metieron en una camioneta y, desde entonces, están en la cárcel de Las Ventas; las juzgaron en las Salesas y las condenaron a treinta años y un día. A la Trini, la panadera…
—Cállate, Ignacio, déjalo… —supliqué.
Cedió por fin.
—Puedo contarte muchas historias más, las he oído casi todas. A diario viene a verme gente que nos conocía en aquellos tiempos. Todos llegan con la misma cantinela: yo hablé una vez con usted, don Ignacio, cuando estaba usted de novio con la Sirita, la hija de la señora Dolores, la costurera que vivía en la calle de la Redondilla…
—¿Para qué te buscan? —conseguí preguntar en mitad del llanto.
—Todos para lo mismo: para pedirme que los ayude a sacar a algún familiar de la cárcel, para ver si puedo usar algún contacto para librar a alguien de la pena de muerte, para que les busque cualquier trabajo por rastrero que sea… No puedes imaginarte cómo es el día a día en la Dirección General: en las antesalas, en los pasillos y las escaleras se amontona a todas horas un gentío acobardado esperando ser atendido, dispuesto a aguantar lo que haga falta por conseguir una migaja de aquello que han venido a buscar: que alguien los oiga, que alguien los reciba, que les den una pista de algún ser cercano perdido, que les aclaren a quién deben suplicar para lograr la libertad de un pariente… Vienen muchas mujeres sobre todo, muchísimas. No tienen de qué vivir, se han quedado solas con sus hijos y no encuentran la manera de sacarlos adelante.
—Y tú ¿puedes hacer algo por ellos? —dije intentando sobreponerme a la angustia.
—Poco. Apenas nada. De los delitos por causas de guerra se encargan los tribunales militares. A mí acuden a la desesperada, igual que acosan a cualquier conocido que trabaje para la administración.
—Pero tú eres del régimen…
—Yo no soy más que un simple funcionario sin el más mínimo poder, un peldaño más dentro de una jerarquía —atajó—. No tengo posibilidad de hacer nada más allá de oír sus miserias, indicarles dónde deben ir si es que lo sé, y darles un par de duros cuando los veo al borde de la desesperación. Ni siquiera soy miembro de Falange: tan sólo hice la guerra donde me tocó y el destino quiso que al final quedara en el lado de los vencedores. Me reincorporé por eso al ministerio y asumí las obligaciones que me encomendaron. Pero yo no estoy con nadie: vi demasiados horrores y acabé perdiendo a todos el respeto. Por eso me limito simplemente a acatar órdenes, porque es lo que me da de comer. Así que cierro la boca, agacho la cerviz y me parto los cuernos para sacar adelante a mi familia, eso es todo.
—No sabía que tuvieras familia —dije mientras me limpiaba los ojos con un pañuelo que él me tendió.
—Me casé en Salamanca y cuando acabó la guerra nos vinimos a Madrid. Tengo una mujer, dos hijos pequeños y un hogar en el que al menos alguien me espera al final del día por duro y asqueroso que haya sido. Nuestra casa no se parece en nada a ésta, pero tiene siempre un brasero encendido y risas de niños en el pasillo. Mis hijos se llaman Ignacio y Miguel, mi mujer, Amalia. Nunca la he querido tanto como te quise a ti, ni mueve el culo con tu gracia cuando anda por la calle, ni jamás la he llegado a desear ni la cuarta parte de lo que te he deseado a ti esta noche mientras sostenías mi mano entre las tuyas. Pero siempre pone buena cara ante las dificultades, y canta cuando está en la cocina guisando lo poco que hay, y me abraza en medio de la noche cada vez que me atormentan las pesadillas y grito y lloro porque sueño que estoy otra vez en el frente y creo que me van a matar.
—Lo siento, Ignacio —dije con un hilo de voz. El llanto apenas me dejaba hablar.
—Puede que yo sea un conformista y un mediocre, un servidor perruno de un Estado revanchista —añadió mirándome a los ojos con firmeza—, pero tú no eres nadie para decirme si te gusta o no el hombre en el que me he convertido. Tú no puedes darme a mí lecciones morales, Sira, porque si yo soy malo, tú eres aún peor. A mí al menos me queda una gota de compasión en el alma; a ti, creo que ni eso. No eres más que una egoísta que habita una casa inmensa en la que se mastica la soledad por las esquinas; una desarraigada que reniega de sus orígenes y es incapaz de pensar en nadie que no sea ella misma.
Quise gritarle que se callara, que me dejara en paz y saliera de mi vida para siempre pero, antes de poder pronunciar siquiera la primera sílaba, mis entrañas se convirtieron en un manantial de sollozos incontenibles, como si algo se me hubiera desgarrado dentro. Lloré. Con la cara tapada, sin consuelo, sin fin. Cuando pude parar y retornar a la realidad inmediata, era más de medianoche e Ignacio ya no estaba. Se había ido sin ruido, con la misma delicadeza con la que siempre me trató. El miedo y la inquietud causados por su presencia se me mantuvieron, sin embargo, pegados a la piel. No sabía qué consecuencias iba a tener aquella visita, no sabía qué iba a ser de Arish Agoriuq partir de esa noche. Tal vez el Ignacio de unos años atrás se apiadara de la mujer a la que tanto quiso y decidiera dejarla seguir su camino en paz. O tal vez su alma de cumplido funcionario de la Nueva España optara por trasladar a sus superiores las sospechas sobre mi falsa identidad; quizá —como él mismo amenazó— acabara detenida. O deportada. O desaparecida.
Sobre la mesa quedó una caja de bombones mucho menos inocente de lo que su apariencia insinuaba. La abrí con una mano, mientras con la otra me secaba las últimas lágrimas. Dos docenas de bocados de chocolate con leche fue todo lo que encontré dentro. Repasé entonces el envoltorio hasta que, en la cinta rosácea que anudaba el paquete, encontré un leve punteo casi imperceptible. Lo descifré en apenas tres minutos. «Reunión urgente. Consulta médica doctor Rico. Caracas, 29. Once de la mañana. Extreme precauciones».
Junto a los bombones quedó la copa que unas horas antes le había servido. Intacta. Como el mismo Ignacio había dicho, ninguno de nosotros era ya quien un día fue. Pero, aunque la vida se nos hubiese dado la vuelta a todos, él seguía sin beber.