41

Cuando abrió la puerta no dije nada; sólo me la quedé mirando mientras contenía las ganas de abrazarla. Me observó confusa, repasándome con la mirada. Después buscó mis ojos, pero tal vez la voilette del sombrero no le dejó verlos.

—Usted me dirá, señora —dijo finalmente.

Estaba más delgada. Y se le notaba el paso de los años. Tan pequeñita como siempre, pero más flaca y más vieja. Sonreí. Seguía sin reconocerme.

—Le traigo recuerdos de mi madre, doña Manuela. Está en Marruecos, ha vuelto a coser.

Me miró extrañada, sin comprender. Iba arreglada con su habitual esmero, pero a su pelo le faltaban un par de meses de tinte y el traje oscuro que llevaba puesto acumulaba ya los brillos de unos cuantos inviernos.

—Soy Sira, doña Manuela. Sirita, la hija de su oficiala Dolores.

Volvió a mirarme de arriba abajo y de abajo arriba. Me agaché entonces para ponerme a su altura y levanté la redecilla del sombrero para que pudiera verme la cara mejor.

—Soy yo, doña Manuela, soy Sira. ¿No se acuerda ya de mí? —susurré.

—¡Virgen del amor hermoso! ¡Sira, hija mía, qué alegría! —dijo al fin.

Me abrazó y se echó a llorar mientras yo me esforzaba por no contagiarme.

—Pasa, hija, pasa, no te quedes en la puerta —dijo cuando por fin pudo contener la emoción—. Pero qué elegantísima estás, criatura; no te había conocido. Pasa, pasa al salón, cuéntame qué haces en Madrid, cómo te van las cosas, cómo está tu madre.

Me condujo a la estancia principal y la añoranza volvió de nuevo a asomar la patita. Cuántos días de Reyes había visitado de niña aquella sala de la mano de mi madre, cuánta emoción intentando anticipar qué regalo habría para mí en casa de doña Manuela. Recordaba su vivienda de la calle Santa Engracia como un piso grande y opulento; no tanto como aquél de Zurbano en el que tenía instalado el taller, pero infinitamente menos modesto que el nuestro de la calle de la Redondilla. En aquella visita, en cambio, me di cuenta de que los recuerdos de la infancia habían impregnado mi memoria de una percepción distorsionada de la realidad. El hogar en el que doña Manuela llevaba residiendo toda su larga vida de soltera ni era grande ni era opulento. Se trataba tan sólo de una vivienda mediana y mal distribuida, fría, oscura y llena de muebles sombríos y cortinones de terciopelo trasnochado que apenas dejaban entrar la luz; un piso corriente con manchas de goteras, en el que los cuadros eran láminas descoloridas y mustios pañitos de croché llenaban los rincones.

—Siéntate, hija, siéntate. ¿Quieres tomar algo? ¿Te preparo un cafetito? No es en realidad café, sino achicoria tostada, ya sabes lo difícil que es en estos días hacerse con comestibles, pero con un poco de leche se disimula el sabor, aunque cada día viene más aguada, qué vamos a hacerle. Azúcar no tengo, que le he dado la de mi cartilla de racionamiento a una vecina para sus niños; a mi edad, igual me da…

La interrumpí agarrándole una mano.

—No quiero tomar nada, doña Manuela, no se preocupe. Sólo he venido a verla para preguntarle una cosa.

—Tú me dirás, entonces.

—¿Sigue usted cosiendo?

—No, hija, no. Desde que cerramos el taller en el 35, no he vuelto. Alguna cosilla suelta ha habido para las amigas o por compromiso, pero nada más. Si no recuerdo mal, tu traje de novia fue lo último grande que hice, y fíjate tú al final…

Preferí esquivar lo que aquello evocaba y no la dejé terminar.

—¿Y usted querría venirse a coser conmigo?

Quedó unos segundos sin responder, desconcertada.

—¿Volver a trabajar, dices? ¿Volver a lo de siempre, como hacíamos antes?

Afirmé sonriendo, intentando infundir unas motas de optimismo en su aturdimiento. Pero no me contestó inmediatamente; antes desvió la conversación de rumbo.

—¿Y tu madre? ¿Por qué me buscas a mí y no coses con ella?

—Ya le he dicho que sigue en Marruecos. Se fue allí durante la guerra, no sé si usted lo sabía.

—Lo sabía, lo sabía… —dijo en voz baja, como con miedo a que las paredes la oyeran y transmitieran el secreto—. Apareció por aquí una tarde, así, de pronto, inesperadamente, como tú has hecho ahora. Me dijo que le habían organizado todo para irse a África, que tú estabas allí y que de alguna manera habías conseguido que alguien pudiera sacarla de Madrid. No sabía qué hacer, estaba asustada. Vino a consultarme, a ver qué me parecía a mí todo eso.

Mi maquillaje impecable no dejó entrever el desconcierto que sus palabras me estaban causando: jamás imaginé que mi madre hubiera dudado entre quedarse o no.

—Yo le dije que se fuera, que se marchara lo antes posible —prosiguió—. Madrid era un infierno. Todos sufrimos mucho, hija, todos. Los de las izquierdas, peleando día y noche para que no entraran los nacionales. Los de derechas, ansiando lo contrario, escondidos para que no los descubrieran y los llevaran a las checas. Y los que, como tu madre y yo, no éramos ni de un bando ni de otro, esperando a que el horror terminara para poder seguir viviendo en paz. Y todo eso, sin un gobierno al mando; sin nadie que pusiera un poco de orden en medio de aquel caos. Así que le aconsejé que sí, que se fuera, que saliera de este sinvivir y no desperdiciara la ocasión de recuperarte.

A pesar de mi perplejidad, decidí no preguntar nada sobre aquel encuentro ya lejano. Había ido a ver a mi vieja maestra con un plan de futuro inmediato, así que opté por avanzar hacia él.

—Hizo bien en animarla, no sabe cuánto se lo agradezco, doña Manuela —dije—. Ella está estupenda ahora, contenta y trabajando otra vez. Yo monté un taller en Tetuán en el 36, justo unos meses después de empezar la guerra. Allí las cosas estaban tranquilas y, aunque las españolas no tenían el cuerpo para fiestas y costuras, había algunas señoras extranjeras a las que la guerra importaba bastante poco. Así que se convirtieron en mis clientas. Cuando llegó mi madre, seguimos cosiendo juntas. Y ahora, yo he decidido volver a Madrid y empezar de nuevo con otro taller.

—¿Y has vuelto sola?

—Yo ya llevo mucho tiempo sola, doña Manuela. Si me está preguntando por Ramiro, aquello no duró mucho.

—Entonces, ¿Dolores se ha quedado allí sin ti? —preguntó sorprendida—. Pero si se marchó precisamente para estar contigo…

—Le gusta Marruecos: el clima, el ambiente, la vida tranquila… Tenemos muy buenas clientas y ha hecho también amigas. Ha preferido quedarse. Yo, en cambio, echaba de menos Madrid —mentí—. Así que decidimos que yo me vendría, empezaría a trabajar aquí y, cuando los dos talleres estuvieran en marcha, ya pensaríamos qué hacer.

Me miró fijamente durante unos segundos eternos. Tenía los párpados caídos, la cara llena de surcos. Andaría por los sesenta y tantos, quizá se acercara ya a los setenta. Su espalda encorvada y las callosidades de los dedos mostraban el rastro de todos y cada uno de aquellos años de duro trajinar con las agujas y las tijeras. Como simple costurera primero, como oficiala de taller después. Como dueña de un negocio más tarde y como marino sin barco, inactiva, al final. Pero no estaba acabada, qué va. Sus ojos vivos, pequeños y oscuros como aceitunillas negras, reflejaban la agudeza de quien aún mantenía la cabeza bien puesta sobre los hombros.

—No me lo estás contando todo, ¿verdad, hija? —dijo por fin.

Vieja lagarta, pensé con admiración. Se me había olvidado lo lista que era.

—No, doña Manuela, no se lo estoy contando todo —reconocí—. No se lo estoy contando todo porque no puedo hacerlo. Pero sí puedo contarle una parte. Verá, en Tetuán conocí a gente importante, gente que a día de hoy aún es influyente. Ellos me animaron para que viniera a Madrid, montara un taller y cosiera para ciertas clientas de la clase alta. No para señoras cercanas al régimen sino, sobre todo, para extranjeras y para españolas aristócratas y monárquicas, de las que piensan que Franco está usurpando el puesto del rey.

—¿Para qué?

—¿Para qué, qué?

—¿Para qué quieren tus amigos que tú cosas para esas señoras?

—No se lo puedo decir. Pero necesito que usted me ayude. He traído telas magníficas de Marruecos y aquí hay una escasez enorme de tejidos. Se ha corrido la voz y he ganado fama, pero tengo más clientas de las previstas y no puedo atenderlas a todas yo sola.

—¿Para qué, Sira? —repitió lentamente—. ¿Para qué coses a esas señoras, qué queréis de ellas tú y tus amigos?

Apreté los labios con decisión, dispuesta a no soltar una palabra. No podía. No debía. Pero una fuerza extraña pareció empujar mi voz desde el estómago. Como si doña Manuela estuviera de nuevo al mando y yo no fuera más que una aprendiza adolescente; como cuando tenía todo el derecho a exigirme explicaciones por haberme escapado de una mañana entera de trabajo yendo a comprar tres docenas de botones de nácar a la plaza de Pontejos. Hablaron mis vísceras y el ayer, yo no.

—Les coso para obtener información sobre lo que hacen los alemanes en España. Después paso esa información a los ingleses.

Me mordí el labio inferior nada más pronunciar la última sílaba, consciente de mi imprudencia. Lamenté haber traicionado la promesa hecha a Hillgarth de no revelar a nadie mi cometido, pero ya estaba dicho y no había vuelta atrás. Pensé entonces en aclarar la situación: añadir aquello de que era conveniente para España mantener la neutralidad, de que no estábamos en condiciones de afrontar otra guerra; todas esas cosas, en fin, en las que tanto me habían insistido. Pero no hizo falta porque, antes de que pudiera agregar nada, percibí un brillo raro en los ojos de doña Manuela. Un brillo en los ojos y el apunte de una sonrisa en un lado de la boca.

—Con los compatriotas de doña Victoria Eugenia, hija mía, lo que haga falta. Dime nada más cuándo quieres que empiece.

Seguimos hablando la tarde entera. Organizamos cómo habríamos de repartirnos el trabajo y, a las nueve de la mañana del día siguiente, la tenía en casa. Aceptó de mil amores ocupar un papel secundario en el taller. No tener que dar la cara con las clientas fue casi un alivio para ella. Nos compenetramos a la perfección: tal como habían hecho a lo largo de los años mi madre y ella, pero con el orden invertido. Accedió a su nuevo puesto con la humildad de los grandes: se incorporó a mi vida y a mi ritmo, congenió con Dora y Martina, aportó su experiencia y una energía que para sí habrían querido muchas mujeres con tres décadas menos a la espalda. Se adaptó sin el menor inconveniente a que fuera yo quien llevara la batuta, a mis líneas e ideas menos convencionales y a asumir mil pequeñas tareas que tantas otras veces habían hecho las simples modistillas a sus órdenes. Volver a la brecha tras los duros años de inactividad fue para ella un regalo y, como un bancal de amapolas con el agua de abril, emergió de sus días mortecinos y revivió.

Con doña Manuela al mando de la retaguardia del taller, las jornadas de faena se volvieron más sosegadas. Seguimos trabajando ambas largas horas, pero pude por fin empezar a moverme sin tanta precipitación y a disfrutar de algunos ratos de tiempo libre. Hice más vida social: mis clientas se encargaban de animarme a asistir a mil actos, ansiosas de exhibirme como el gran descubrimiento de la temporada. Acepté la invitación a un concierto de bandas militares alemanas en el Retiro, a un cóctel en la Embajada de Turquía, a una cena en la de Austria y a algún que otro almuerzo en sitios de moda. Comenzaron a rondarme los moscones: solteros de paso, casados barrigones con posibles para mantener tres queridas o pintorescos diplomáticos procedentes de los más exóticos confines. Me los quitaba de encima tras dos copas y un baile: lo último que en aquel momento necesitaba era un hombre en mi vida.

Pero no todo fue fiesta y solaz, ni muchísimo menos. Doña Manuela relajó mi día a día, pero con ella no llegó el sosiego definitivo. Al poco tiempo de haber descargado de los hombros el pesado fardo del trabajo en solitario, un nuevo nubarrón apareció en el horizonte. El simple hecho de transitar las calles con menos apremio, de poder detenerme ante algún escaparate y destensar el ritmo de mis idas y venidas, me hizo notar algo que hasta entonces no había percibido; algo de lo que Hillgarth me había ya avisado en la larga sobremesa de Tánger. Efectivamente, noté que me seguían. Quizá lo llevaban haciendo desde hacía tiempo y mis prisas constantes me habían impedido apreciarlo. O tal vez era algo nuevo, coincidente por pura casualidad con la incorporación de doña Manuela a Chez Arish. El caso era que una sombra parecía haberse instalado en mi vida. Una sombra no permanente, ni siquiera diaria, ni siquiera completa; por eso tal vez me costó adquirir plena consciencia de su cercanía. Primero pensé que aquellas percepciones no eran más que bromas de mi imaginación. Era otoño, Madrid estaba repleto de hombres con sombrero y gabardina de cuello subido. De hecho, aquélla era una estampa masculina del todo común en esos tiempos de posguerra y cientos de réplicas casi idénticas llenaban a diario las calles, las oficinas y los cafés. La figura de quien se detuvo con la cara vuelta a la vez que yo para cruzar la Castellana no tenía por qué corresponder a quien un par de días después fingió pararse a dar una limosna a un ciego harapiento mientras yo miraba unos zapatos en una tienda. No había tampoco razón fundamentada para que su gabardina fuera la misma que me siguió aquel sábado hasta la entrada del Museo del Prado. O para que a ella correspondiera la espalda que con disimulo se ocultó tras una columna en el grill del Ritz después de comprobar con quién compartía yo almuerzo cuando allí me cité con mi clienta Agatha Ratinborg, una supuesta princesa europea de raigambre altamente dudosa. No había, cierto era, forma objetiva alguna de ratificar que todas aquellas gabardinas desparramadas a lo largo de las calles y los días convergieran en un único individuo y, sin embargo, de alguna manera mi pálpito me dijo que el dueño de todas ellas era uno y el mismo.

El tubo de patrones que dispuse esa semana para dejar en el salón de peluquería contenía siete mensajes convencionales de extensión mediana y uno personal con tan sólo dos palabras. «Me siguen». Acabé de prepararlos tarde, había sido un largo día de pruebas y costura. Doña Manuela y las chicas se habían ido pasadas las ocho; tras su marcha, rematé un par de facturas que debían estar listas para primera hora de la mañana, me di un baño y, envuelta ya en mi larga bata de terciopelo granate, cené de pie un par de manzanas y un vaso de leche apoyada contra el fregadero de la cocina. Estaba tan cansada que apenas tenía hambre; tan pronto como terminé, me senté a codificar los mensajes y, una vez acabados éstos y convenientemente quemadas las notas del día, empecé a apagar luces para irme a la cama. A medio camino en el pasillo me detuve en seco. Primero me pareció oír un golpe aislado, luego fueron dos, tres, cuatro. Y después, silencio. Hasta que empezaron otra vez. La procedencia era clara: llamaban a la puerta. Llamaban con los nudillos contra la madera, no al timbre. Con golpes secos y cada vez menos distanciados, hasta convertirse en un aporreo ininterrumpido. Me quedé inmóvil, atenazada por el miedo, sin capacidad para avanzar o retroceder.

Pero los golpes no cesaban, y su insistencia me hizo reaccionar: quienquiera que fuera no tenía la menor intención de marcharse sin verme. Me fajé el cinturón de la bata con fuerza y acudí lentamente a la entrada. Tragué saliva, me acerqué a la puerta. Muy despacio, sin hacer el menor ruido y aún atemorizada, levanté la mirilla.

—¡Pase, por Dios, pase, pase! —fue lo único que acerté a susurrar tras abrir.

Entró precipitado, nervioso. Descompuesto.

—Ya está, ya está. Ya estoy fuera, ya ha terminado todo.

Ni siquiera me miraba; hablaba como ido, como para sí mismo, para el aire o la nada. Le conduje al salón con prisa, casi empujándole, acobardada por la idea de que alguien en el edificio pudiera haberle visto. Todo estaba en penumbra, pero antes siquiera de encender alguna luz, intenté que se sentara, que se sosegara un poco. Se negó. Siguió andando de un extremo a otro de la estancia, desencajado y repitiendo lo mismo una y otra vez.

—Ya está, ya está; todo ha acabado, ya está todo terminado.

Prendí una pequeña lámpara en un rincón y, sin consultarle siquiera, le serví un coñac generoso.

—Tenga —dije obligándole a sostener la copa con su mano derecha—. Beba —ordené. Obedeció tembloroso—. Y ahora, siéntese, relájese y, después, cuénteme lo que pasa.

No tenía la menor idea de la razón que le había llevado a presentarse en mi casa pasada la medianoche y, aunque confiaba en que hubiera sido discreto en sus movimientos, lo alterado de su actitud me indicó que tal vez todo le diera ya igual. Hacía más de un año y medio que no le veía, desde el día de su despedida oficial en Tetuán. Preferí no preguntar nada, no presionarle. Aquello no era, obviamente, una mera visita de cortesía, pero decidí que sería mejor esperar a que se calmara: tal vez entonces él mismo me contaría qué era lo que quería de mí. Se sentó con la copa entre los dedos, volvió a beber. Vestía de paisano, de oscuro, con camisa blanca y corbata rayada; sin la gorra de plato, los galones y la banda atravesando el pecho que tantas veces le había visto en los actos formales y de la que se libraba apenas acababa el evento que la requiriera. Pareció calmarse un poco y encendió un cigarrillo. Fumó mirando al vacío, envuelto en el humo y en sus propios pensamientos. Yo, entretanto, no dije nada; tan sólo me senté en un sillón cercano, crucé las piernas y esperé. Cuando acabó el pitillo se incorporó brevemente para apagarlo en el cenicero. Y, desde esa posición, alzó por fin la vista y me habló.

—Me han cesado. Mañana será público. Ya está la nota enviada al Boletín Oficial del Estado y a la prensa, en siete u ocho horas la noticia estará en la calle. ¿Sabe con cuántas palabras me van a liquidar? Con diecinueve. Las tengo contadas, mire.

Del bolsillo de la chaqueta sacó una nota manuscrita. Me la enseñó, contenía tan sólo un par de líneas que él recitó de memoria.

—«Cesa en el cargo de ministro de Asuntos Exteriores don Juan Beigbeder Atienza, expresándole mi reconocimiento por los servicios prestados». Diecinueve palabras si exceptuamos el don ante mi nombre, que irá probablemente contraído; si no, serían veinte. Después aparecerá el del Caudillo. Y me expresa su gratitud por los servicios prestados, tiene bemoles la cosa.

Apuró la copa de un trago y le serví otra.

—Sabía que llevaba meses en la cuerda floja, pero no esperaba que el golpe fuera tan súbito. Ni tan denigrante.

Encendió otro cigarrillo y siguió hablando entre bocanadas de humo.

—Ayer por la tarde estuve reunido con Franco en El Pardo; fue un encuentro largo y distendido, en ningún momento estuvo crítico ni especuló sobre mi posible relevo, y mire que las cosas han estado tensas durante los últimos tiempos, desde que empecé a dejarme ver abiertamente con el embajador Hoare. De hecho, me marché de la entrevista satisfecho, pensando que lo dejaba meditando sobre mis ideas, que tal vez había decidido dar por fin un mínimo de crédito a mis opiniones. Cómo iba a imaginar que lo que estaba a punto de hacer nada más salir yo por la puerta era afilar el cuchillo para clavármelo por la espalda al día siguiente. Le pedí audiencia para comentar con él algunas cuestiones sobre su próxima entrevista con Hitler en Hendaya, a sabiendas de la humillación que para mí suponía el hecho de que no hubiera contado conmigo para acompañarle. Aun así, quería hablar con él, transmitirle cierta información importante que había obtenido a través del almirante Canaris, el jefe de la Abwehr, la organización de inteligencia militar alemana. ¿Sabe de quién le hablo?

—He oído el nombre, sí.

—A pesar de lo poco simpático que pueda parecer el puesto que ocupa, Canaris es un hombre afable y carismático, y mantengo con él una relación excelente. Ambos pertenecemos a esa extraña clase de militares un tanto sentimentales a los que nos gustan poco los uniformes, las condecoraciones y los cuarteles. Teóricamente está a las órdenes de Hitler, pero no se somete a sus designios y actúa de manera bastante autónoma. Tanto que, según se comenta, la espada de Damocles pende también sobre su cabeza al igual que lo ha hecho durante meses sobre la mía.

Se levantó de su sitio, dio unos pasos y se aproximó a un balcón. Las cortinas estaban descorridas.

—Mejor no se acerque —avisé tajante—. Pueden verle desde la calle.

Recorrió entonces varias veces el salón de punta a punta mientras continuaba hablando.

—Yo le llamo mi amigo Guillermo, en español; él habla muy bien nuestra lengua, vivió en Chile un tiempo. Hace unos días nos reunimos a comer en Casa Botín, le encanta el cochinillo. Lo noté más alejado que nunca de la influencia de Hitler; tanto que no me extrañaría que estuviese conspirando contra el Führer con los ingleses. Hablamos de la conveniencia absoluta de que España no entre en la guerra del lado del Eje y, para ello, dedicamos la comida a trabajar sobre una lista de provisiones que Franco debería pedir a Hitler a cambio de aceptar la entrada española en el conflicto. Yo conozco perfectamente nuestras necesidades estratégicas y Canaris está al tanto de las deficiencias alemanas, así que entre ambos compusimos una relación de exigencias que España debería pedir como condición indispensable para su adhesión y que Alemania no estaría en disposición de ofrecerle ni siquiera a medio plazo. La propuesta incluía una larga lista de peticiones imposibles, desde posesiones territoriales en el Marruecos francés y el Oranesado, hasta cantidades desorbitadas de cereales y armas, y la toma de Gibraltar por soldados únicamente españoles; todo, como le digo, absolutamente inalcanzable. Me indicó Canaris también que no era aconsejable comenzar aún con la reconstrucción de todo lo destrozado por la guerra en España, que convendría dejar las vías férreas destruidas, los puentes volados y las carreteras reventadas para que los alemanes fueran conscientes del lamentable estado del país y de lo difícil que resultaría a sus tropas cruzarlo.

Se sentó de nuevo y bebió otro sorbo de coñac. El alcohol, por fortuna, le estaba destensando. Yo, por mi parte, seguía totalmente desconcertada, sin comprender la razón por la que Beigbeder había ido en mi busca a esas horas y en aquel estado para hablarme de cosas tan ajenas como sus encuentros con Franco y sus contactos con militares alemanes.

—Llegué a El Pardo con toda esa información y se la relaté al Caudillo en detalle —prosiguió—. Escuchó atentísimo, se quedó con el documento y me agradeció la gestión. Estuvo tan cordial conmigo que hasta hizo alguna alusión personal a los viejos tiempos que compartimos en África. El Generalísimo y yo nos conocemos desde hace muchos años, ¿sabe? De hecho, aparte de su inefable cuñado, creo que soy, perdón, que he sido el único miembro del gabinete que le tutea. Franquito al mando del Glorioso Movimiento Nacional, quién nos lo iba a decir. Nunca fuimos grandes amigos, la verdad; de hecho, creo que nunca me apreció lo más mínimo: no entendía mi escaso ímpetu militar y mi querencia por destinos urbanos, administrativos y, a ser posible, extranjeros. A mí tampoco me fascinaba él, qué quiere que le diga, siempre tan serio, tan recto y aburrido, tan competitivo y obsesionado por los ascensos y el escalafón; un verdadero coñazo de hombre, se lo digo con sinceridad. Coincidimos en Tetuán, él ya era comandante, yo aún capitán. ¿Quiere que le cuente una anécdota? Al caer la tarde solíamos reunirnos todos los oficiales en un cafetín de la plaza de España a tomar unos vasos de té, ¿se acuerda de esos cafetines?

—Me acuerdo perfectamente —confirmé. Cómo borrar de mi mente la memoria de las sillas de hierro forjado bajo las palmeras, el olor a pinchitos y a té con hierbabuena, el transitar parsimonioso de chilabas y trajes europeos alrededor del templete central con sus tejas de barro y los arcos morunos pintados de cal.

Sonrió él brevemente por primera vez, la nostalgia fue la causa. Encendió un nuevo cigarrillo y se recostó en el respaldo del sofá. Hablábamos casi en la penumbra, con la pequeña lámpara en un ángulo del salón por toda luminaria. Yo seguía en bata: no encontré el momento de excusarme para correr a cambiarme, no quise dejarle solo ni un segundo hasta verle del todo sereno.

—Una tarde él dejó de aparecer, empezamos todos a hacer conjeturas sobre su ausencia. Llegamos a la conclusión de que andaba en amores y decidimos emprender averiguaciones; en fin, ya sabe, tonterías de oficiales jóvenes cuando sobraba el tiempo y no había gran cosa que hacer. Lo echamos a los chinos y me tocó a mí espiarle. Al día siguiente aclaré el misterio. Al salir de la alcazaba le seguí hasta la medina, le vi entonces entrar en una casa, la típica vivienda árabe. Aunque me costara trabajo creerlo, imaginé en principio que tenía un lío con alguna muchachita musulmana. Entré en la casa con una excusa cualquiera, ni lo recuerdo ya. ¿Qué cree usted que encontré? A nuestro hombre recibiendo lecciones de árabe, a eso se dedicaba. Porque el gran general africanista, el insigne e invicto caudillo de España, el salvador de la patria, no habla árabe a pesar de sus esfuerzos. Ni entiende al pueblo marroquí, ni le importan todos ellos lo más mínimo. A mí, sí. A mí sí me importan, me importan mucho. Y me entiendo con ellos porque son mis hermanos. En árabe culto, en cherja, el dialecto de las cabilas del Rif, en lo que haga falta. Y eso molestaba enormemente al comandante más joven de España, orgullo de las tropas de África. Y el hecho de que fuera yo mismo quien le descubriera intentando remendar su falta le fastidió más aún. En fin, bobadas de juventud.

Dijo unas frases en árabe que no entendí, como para demostrarme su dominio de la lengua. Como si yo no lo supiera ya. Bebió de nuevo y le llené la copa por tercera vez.

—¿Sabe lo que dijo Franco cuando Serrano me propuso para el ministerio? «¿Me estás diciendo que quieres que ponga a Juanito Beigbeder en Exteriores? ¡Pero si está loco perdido!». No sé por qué me tiene colgado el sambenito de la locura; posiblemente porque su alma es fría como el hielo y cualquiera que sea un poco más pasional que él le parece el colmo de la enajenación. Loco yo, será posible.

Volvió a beber. Hablaba sin fijarse apenas en mí, vomitando su amargura en un monólogo incesante. Hablaba y bebía, hablaba y fumaba. Con furia y sin descanso mientras yo escuchaba en silencio, incapaz aún de entender por qué me contaba todo aquello. Apenas habíamos estado solos antes, nunca había cruzado conmigo más de un puñado de frases sueltas sin Rosalinda presente; casi todo lo que de él sabía me había llegado por boca de ella. Sin embargo, en aquel momento tan especial de su vida y su carrera, en aquel instante que marcaba drásticamente el fin de una época, por alguna razón desconocida había decidido hacerme su confidente.

—Franco y Serrano dicen que estoy trastornado, que soy víctima del influjo pernicioso de una mujer. La de estupideces que tiene uno que oír a estas alturas, coño. Querrá el cuñadísimo darme a mí lecciones de moralidad; él, precisamente, que tiene a su legítima con seis o siete criaturas en casa mientras se pasa los días encamado con una marquesa a la que luego lleva a los toros en un descapotable. Y para colmo están pensando incluir el delito de adulterio en el código penal, tiene guasa el asunto. Claro que a mí me gustan la mujeres, cómo no me van a gustar. No comparto vida marital con mi esposa desde hace años y a nadie tengo que dar explicaciones ni de mis sentimientos ni de con quién me acuesto y con quién me levanto, faltaría más. He tenido mis aventuras, todas las que he podido, para serle sincero. ¿Y qué? ¿Soy un bicho raro en el ejército o en el gobierno? No. Soy como todos, pero ellos se han encargado de colgarme la etiqueta de vividor frívolo embrujado por el veneno de una inglesa. Hace falta ser imbécil. Querían mi cabeza para mostrar su lealtad a los alemanes, como Herodes la del Bautista. Ya la tienen, que les cunda. Pero para eso no necesitaban pisotearme.

—¿Qué le han hecho? —pregunté entonces.

—Difundir todo tipo de injurias sobre mí: me han construido una infumable leyenda negra de mujeriego depravado capaz de vender a la patria por una buena coyunda, con perdón. Han corrido el bulo de que Rosalinda me ha abducido y me ha obligado a traicionar a mi país, de que Hoare me tiene sobornado, de que recibo dinero de los judíos de Tetuán a cambio de mantener una postura antigermana. Han hecho que me vigilen día y noche, incluso he llegado a temer por mi integridad física, y no crea que son fantasías. Y todo ello, tan sólo porque como ministro he intentado actuar con sensatez y exponer mis ideas en concordancia: les he dicho que no podemos zanjar las relaciones con británicos y norteamericanos porque de ellos depende que nos lleguen los suministros de trigo y petróleo necesarios para que este pobre país no muera de hambre; he insistido en que no debemos dejar que Alemania interfiera en los asuntos nacionales, que debemos oponernos a sus planes intervencionistas, que no nos conviene enzarzarnos en su guerra a su lado ni siquiera a cambio del imperio colonial que creen que podríamos obtener de ello. ¿Cree que han sometido mi criterio a la más mínima valoración? En absoluto: no sólo no me han hecho el menor caso, sino que, además, me han acusado de demencia por pensar que no debemos plegarnos ante un ejército que se pasea victorioso por toda Europa. ¿Sabe una de las últimas genialidades del sublime Serrano, sabe qué frase repite últimamente? «¡Guerra con pan o sin pan!», ¿qué le parece? Y el enajenado resulta ahora que soy yo, manda narices. Mi resistencia me ha costado el puesto; quién sabe si no acabará costándome también la vida. Me he quedado solo, Sira, solo. El cargo de ministro, la carrera militar y mis relaciones personales: todo, absolutamente todo arrastrado por el barro. Y ahora me envían a Ronda bajo arresto domiciliario, a saber si no tienen previsto abrirme un consejo de guerra y liquidarme de buena mañana contra cualquier paredón.

Se quitó las gafas y se restregó los ojos. Parecía fatigado. Exhausto. Mayor.

—Estoy confuso, estoy agotado —dijo en voz baja. Suspiró después con fuerza—. Lo que daría por volver atrás, por no haber abandonado nunca mi Marruecos feliz. Lo que yo daría porque toda esta pesadilla jamás hubiera empezado. Sólo con Rosalinda encontraría consuelo, pero ella se ha ido. Por eso vengo a verla: para pedirle que me ayude a hacerle llegar mis noticias.

—¿Dónde está ahora?

Llevaba semanas haciéndome esa pregunta, sin saber dónde acudir en busca de la respuesta.

—En Lisboa. Hubo de marcharse precipitadamente.

—¿Por qué? —pregunté alarmada.

—Supimos que la Gestapo estaba tras ella, tuvo que abandonar España.

—¿Y usted como ministro no pudo hacer nada?

—¿Yo con la Gestapo? Ni yo, ni nadie, querida mía. Mis relaciones con todos los representantes alemanes han sido muy tensas en los últimos tiempos: algunos miembros del propio gobierno se han encargado de filtrar al embajador y su gente mis opiniones contrarias a nuestra posible intervención en la guerra y a la excesiva amistad hispanogermana. Aunque probablemente tampoco habría logrado nada si hubiera estado en buenos términos con ellos, porque la Gestapo funciona por libre, al margen de las instituciones oficiales. Averiguamos que Rosalinda estaba en sus listas por una filtración. En una noche preparó sus cosas y voló a Portugal, todo lo demás se lo enviamos después. Ben Wyatt, el agregado naval norteamericano, fue el único que nos acompañó al aeropuerto, es un excelente amigo. Nadie más sabe dónde está. O, al menos, nadie más debería saberlo. Ahora, sin embargo, quiero compartirlo con usted. Disculpe que haya invadido su casa a estas horas y en estas condiciones, pero mañana me llevan a Ronda y no sé cuánto tiempo estaré sin poder contactar con ella.

—¿Qué quiere que haga? —pregunté intuyendo por fin el objetivo de aquella extraña visita.

—Que se las arregle para conseguir que estas cartas vayan a Lisboa a través de la valija diplomática de la embajada británica. Hágalas llegar a Alan Hillgarth, sé que está en contacto con él —dijo mientras sacaba tres gruesos sobres del bolsillo interior de su chaqueta—. Las he escrito a lo largo de las últimas semanas, pero he estado sometido a una vigilancia tan férrea que no me he atrevido a darles salida por ningún conducto; como comprenderá, ya no me fío ni de mi sombra. Hoy, con eso de la formalización del cese, parecen haberse dado una tregua y han bajado la guardia. Por eso he podido llegar hasta aquí sin ser seguido.

—¿Está seguro?

—Completamente, no se preocupe —afirmó calmando mis temores—. He tomado un taxi, no he querido hacer uso del coche oficial. Ningún vehículo ha venido tras nosotros a lo largo del trayecto, lo he comprobado. Y seguirme a pie habría sido imposible. He permanecido dentro del taxi hasta que he visto al portero salir con las basuras; sólo entonces he entrado en la finca; nadie me ha visto, pierda cuidado.

—¿Cómo sabía dónde vivo?

—¿Cómo no habría de saberlo? Rosalinda fue quien escogió esta casa y me mantuvo al tanto de los avances de su acondicionamiento. Estaba muy ilusionada con su llegada y con su colaboración a la causa de su país. —Volvió a sonreír con la boca cerrada, apenas tensando una de las comisuras—. La he querido mucho, ¿sabe, Sira? La he querido muchísimo. No sé si volveré a verla más pero, por si no lo hiciera, dígale que habría dado la vida por haberla tenido a mi lado esta noche tan triste. ¿Le importa que me sirva otra copa?

—Por favor, no hace falta que pregunte.

Había perdido la cuenta de las que llevaba, cinco o seis probablemente. El momento de melancolía pasó con el siguiente trago. Se había relajado y no parecía tener intención de marcharse.

—Rosalinda está contenta en Lisboa, va abriéndose camino. Ya sabe cómo es ella, capaz de adaptarse a todo con una facilidad impresionante.

Rosalinda Fox, nadie como mi amiga para reinventarse y empezar de cero tantas veces como hiciera falta. Qué pareja tan rara formaban Beigbeder y ella. Qué distintos y, sin embargo, qué bien complementados.

—Vaya a verla cuando pueda a Lisboa, le alegrará mucho pasar unos días con usted. Su dirección está en las cartas que le he dado: no se deshaga de ellas sin copiarla antes.

—Lo intentaré, se lo prometo. ¿Piensa irse usted también a Portugal? ¿Qué tiene previsto hacer cuando todo esto termine?

—¿Cuando acabe el arresto? Qué sé yo, puede durar años; incluso puede que nunca salga con vida de él. La situación es muy incierta, ni siquiera sé qué cargos van a presentar contra mí. Rebeldía, espionaje, traición a la patria: cualquier barbaridad. Pero si la baraka se pone de mi parte y todo terminara pronto, creo que sí, que me iría al extranjero. Bien sabe Dios que yo no soy ningún liberal, pero me repugna el totalitarismo megalómano con el que Franco ha emergido de la victoria; ese monstruo que él ha engendrado y muchos hemos colaborado a alimentar. No se imagina cómo me arrepiento de haber contribuido a engrandecer su figura desde Marruecos durante la guerra. No me gusta este régimen, no me gusta en absoluto. Creo que ni siquiera me gusta España; por lo menos, no me gusta este engendro de una, grande y libre que nos están intentando vender. He pasado más años de mi vida fuera de este país que dentro; aquí me siento un extraño, hay muchas cosas que me son ajenas.

—Siempre podría volver a Marruecos… —sugerí—. Con Rosalinda.

—No, no —replicó contundente—. Marruecos es ya pasado. No habría allí destino para mí; después de haber sido alto comisario no podría cubrir un cargo inferior. Con todo el dolor de mi corazón, me temo que África es ya un capítulo cerrado en mi vida. Profesionalmente, quiero decir, porque en mi corazón estaré vinculado a ella mientras viva. Inshallah. Así sea.

—¿Entonces?

—Todo dependerá de mi situación militar: estoy en manos del Caudillo, generalísimo de todos los ejércitos por la gracia de Dios; hay que fastidiarse, como si Dios tuviera algo que ver en estos asuntos tan tortuosos. Igual me levanta el arresto en un mes que decide que me den garrote y prensa. Quién me lo iba a decir hace veinte años: mi vida entera en manos de Franquito.

Volvió a quitarse las gafas y a restregarse los ojos. Llenó de nuevo la copa, encendió otro cigarrillo.

—Está muy cansado —dije—. ¿Por qué no se va a dormir?

Me miró con cara de niño perdido. Con la cara de un niño perdido que a sus espaldas cargaba más de cincuenta años de existencia, el puesto más alto de la administración colonial española, y un cargo ministerial de caída estrepitosa. Respondió con una sinceridad apabullante.

—No quiero irme porque soy incapaz de soportar la idea de volver a estar solo en ese caserón tan lúgubre que hasta ahora ha sido mi domicilio oficial.

—Quédese a dormir aquí si quiere —ofrecí. Sabía que era una temeridad por mi parte invitarle a pasar la noche, pero intuía que, en su estado, podría hacer cualquier locura si le cerraba las puertas de mi casa y le empujaba a vagar solo por las calles de Madrid.

—Mucho me temo que voy a ser incapaz de pegar ojo —reconoció con una medio sonrisa cargada de tristeza—, pero sí le agradecería que me dejara descansar un poco; no la molestaré, se lo prometo. Será como un refugio en mitad de la tormenta: no puede imaginarse lo amarga que es la soledad del repudiado.

—Está usted en su casa. Voy a traerle una manta por si quiere echarse. Quítese la chaqueta y la corbata, póngase cómodo.

Siguió mis instrucciones mientras yo iba en busca de un cobertor. Cuando volví estaba en mangas de camisa, llenando de nuevo la copa de coñac.

—La última —dije con autoridad llevándome la botella.

Dejé un cenicero limpio sobre la mesa y una manta en el respaldo del sofá. Me senté entonces junto a él, le agarré el brazo suavemente.

—Todo pasará, Juan Luis, dele tiempo. Antes o después, al final, todo pasa.

Descansé mi cabeza sobre su hombro y él puso su mano en mi mano.

—Dios la oiga, Sira, Dios la oiga —susurró.

Le dejé con sus demonios y me fui a acostar. Mientras recorría el pasillo camino de mi cuarto le escuché hablar solo en árabe, no entendí lo que decía. Tardé en dormirme, probablemente fueran ya más de las cuatro de la madrugada cuando conseguí conciliar un sueño inquieto y extraño. Me desperté al oír la puerta de entrada cerrarse al fondo del pasillo. Miré la hora en el despertador. Las ocho menos veinte. Nunca más le volví a ver.