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Nadie excepto mi madre supo las razones verdaderas de mi partida imprevista. Ni mis clientas, ni siquiera Félix y Candelaria: a todos engañé con la excusa de un viaje a Madrid al objeto de vaciar nuestra antigua vivienda y arreglar algunos asuntos. Ya se encargaría mi madre más tarde de ir inventando pequeñas mentiras que justificaran lo dilatado de mi ausencia: perspectivas de negocio, algún malestar, tal vez un nuevo novio. No temíamos que nadie sospechara alguna trama o atara cabos sueltos: aunque los canales de transporte y transmisiones estaban ya plenamente operativos, el contacto fluido entre la capital de España y el norte de África seguía siendo muy limitado.

Sí quise, no obstante, despedirme de mis amigos y pedirles sin palabras que me desearan suerte. Organizamos para ello una comida el último domingo. Vino Candelaria vestida de gran señora a su manera, con su moño «arriba España» apelmazado de laca, un collar de perlas falsas y el traje nuevo que le habíamos cosido unas semanas atrás. Félix cruzó con su madre, no hubo manera de quitársela de encima. También Jamila estuvo con nosotros: la iba a añorar como a una hermana pequeña. Brindamos con vino y sifón, y nos despedimos con besos sonoros y sinceros deseos de buen viaje. Sólo cuando cerré la puerta tras la marcha de todos ellos fui consciente de cuánto iba a echarlos de menos.

Con el comisario Vázquez usé la misma estrategia, pero inmediatamente supe que el embuste no cuajó. Cómo iba a burlarle, si estaba al tanto de todas las cuentas que todavía tenía yo pendientes y del pánico que me provocaría enfrentarme a ellas. Fue el único que intuyó que tras mi inocente desplazamiento había algo más complejo; algo de lo que no podía hablar. Ni a él, ni a nadie. Quizá por eso prefirió no indagar. De hecho, apenas dijo nada: se limitó, como siempre, a mirarme con sus ojos dinamiteros y a aconsejarme que tuviera cuidado. Me acompañó después hasta la salida para hacer de paraguas frente a las babas calenturientas de sus subordinados. En la puerta de su comisaría nos despedimos. ¿Hasta cuándo? Ninguno de los dos sabía. Quizá hasta pronto. Quizá hasta nunca.

Además de las telas y los útiles de costura, compré un buen número de revistas y algunas piezas de artesanía marroquí con la ilusión de dar a mi taller madrileño un aire exótico en concordancia con mi nuevo nombre y mi supuesto pasado de prestigiosa modista tangerina. Bandejas de cobre repujado, lámparas con cristales de mil colores, teteras de plata, algunas piezas de cerámica y tres grandes alfombras bereberes. Un pedacito de África en el centro del mapa de la exhausta España.

Cuando entré por primera vez en el gran piso de Núñez de Balboa todo estaba listo, esperándome. Las paredes pintadas en blanco satinado, la tarima de roble del suelo recién pulida. La distribución, la organización y el orden eran una réplica a gran escala de mi casa de Sidi Mandri. La primera zona consistía en una sucesión de tres salones comunicados que triplicaban las dimensiones del antiguo. Los techos infinitamente más altos, los balcones más señoriales. Abrí uno de ellos, pero al asomarme no encontré el monte Dersa, ni el macizo del Gorgues, ni en el aire una brizna de olor a azahar y jazmín, ni la cal en las paredes vecinas, ni la voz del muecín llamando a la oración desde la mezquita. Cerré precipitadamente, cortando el paso a la melancolía. Seguí entonces avanzando. En la última de las tres estancias principales se encontraban acumulados los rollos de telas traídos de Tánger, un sueño de piezas de dupion de seda, encaje de guipur, muselina y chifón en todas la tonalidades imaginables, desde el recuerdo de la arena de la playa hasta rojos fuego, rosas y corales o todos los azules posibles entre el cielo de una mañana de verano y el mar revuelto en una noche de tormenta. Las salas de pruebas, dos, tenían la amplitud duplicada por efecto de los imponentes espejos de tres cuerpos bordeados de marquetería de pan de oro. El taller, al igual que en Tetuán, ocupaba la parte central, sólo que era infinitamente mayor. La gran mesa para cortar, tablas de plancha, maniquíes desnudos, hilos y herramientas, lo común. Al fondo, mi espacio: inmenso, excesivo, diez veces por encima de mis necesidades. De inmediato intuí la mano de Rosalinda en todo aquel montaje. Sólo ella sabía cómo yo trabajaba, cómo tenía organizada mi casa, mis cosas, mi vida.

En el silencio de la nueva residencia volvió a llamar a la puerta de mi conciencia la pregunta que tamborileaba en mi cabeza desde un par de semanas atrás. Por qué, por qué, por qué. Por qué había aceptado aquello, por qué iba a embarcarme en esa aventura incierta y ajena, por qué. Seguía sin respuesta. O, al menos, sin una respuesta definida. Tal vez accedí por lealtad a Rosalinda. Tal vez porque creí que se lo debía a mi madre y a mi país. Quizá no lo hice por nadie o tan sólo por mí misma. Lo cierto era que había dicho sí, adelante: con plena conciencia, prometiéndome abordar aquella tarea con determinación y sin dudas, sin recelos, sin inseguridades. Y allí estaba, embutida en la personalidad de la inexistente Arish Agoriuq, recorriendo su nuevo hábitat, taconeando con fuerza escalera abajo, vestida con todo el estilo del mundo y dispuesta a convertirme en la modista más falsa de todo Madrid. ¿Tenía miedo? Sí, todo el miedo del universo aferrado a la boca del estómago. Pero a raya. Domesticado. A mis órdenes.

Con el portero de la finca me llegó el primer recado. Las chicas a mi servicio se presentarían a la mañana siguiente. Juntas llegaron Dora y Martina, dos años las separaban. Eran parecidas y distintas a la vez, como complementarias. Dora tenía mejor constitución, Martina ganaba en facciones. Dora parecía más lista, Martina más dulce. Me gustaron ambas. No me agradó, en cambio, la ropa miserable que llevaban puesta, sus caras de hambre atrasada y el retraimiento que traían metido en el cuerpo. Las tres cosas, afortunadamente, hallaron solución pronto. Les tomé medidas y en breve tuve listos un par de elegantes uniformes para cada una de ellas: las primeras usuarias del arsenal de telas tangerino. Con unos cuantos billetes del sobre de Hillgarth, las mandé al mercado de La Paz en busca de avituallamiento.

—¿Y qué compramos, señorita? —preguntaron con los ojos como platos.

—Lo que encontréis, dicen que no hay mucho de nada. Lo que vosotras veáis, ¿no me habéis dicho que sabéis cocinar? Pues venga, a ello.

El apocamiento tardó en desaparecer, aunque poco a poco se fue diluyendo. ¿Qué temían, qué les causaba tanta introversión? Todo. Trabajar para la extranjera africana que se suponía que era yo, el edificio imponente que albergaba mi nuevo domicilio, el temor a no saber desenvolverse en un sofisticado taller de costura. Día a día, no obstante, fueron amoldándose a su nueva vida: a la casa y a las rutinas cotidianas, a mí. Dora, la mayor, resultó tener buena mano para la costura y comenzó a ayudarme pronto. Martina, en cambio, era más de la escuela de Jamila y de la mía en mis años de juventud: le gustaba la calle, los mandados, el constante ir y venir. La casa la llevaban a medias entre las dos, eran eficientes y discretas, buenas muchachas, como entonces se decía. De Beigbeder hablaron alguna vez; nunca les confirmé que le conocía. Don Juan, le llamaban. Le recordaban con cariño: lo asociaban con Berlín, con un tiempo pasado del que aún les quedaban memorias difusas y el rastro de la lengua.

Todo se fue desenvolviendo de acuerdo con las expectativas de Hillgarth. Más o menos. Llegaron las primeras clientas, algunas fueron las previstas, otras no. Abrió la temporada Gloria von Fürstenberg, hermosa, majestuosa, con el pelo zaino peinado en gruesas trenzas que formaban en su nuca una especie de corona negra de diosa azteca. De sus ojazos saltaron chispas cuando vio mis telas. Las observó, las tocó y calibró, preguntó precios, descartó algunas rápidamente y probó el efecto de otras sobre su cuerpo. Con mano experta eligió aquéllas que más le favorecían entre las de coste no exagerado. Repasó también con ojo hábil las revistas, parándose en los modelos más acordes con su cuerpo y su estilo. Aquella mexicana de apellido alemán sabía perfectamente lo que quería, así que ni me pidió ningún consejo ni yo me molesté en dárselos. Se decantó finalmente por una túnica de gazar color chocolate y un abrigo de noche de otomán. El primer día vino sola y hablamos en español. A la primera prueba trajo a una amiga, Anka von Fries, quien me encargó un vestido largo en crepe gorguette y una capa de terciopelo rubí rematada con plumas de avestruz. En cuanto las oí hablar entre ambas en alemán, requerí la presencia de Dora. Bien vestida, bien comida y bien peinada, la joven ya no era ni sombra del gorrión asustadizo que llegó junto a su hermana apenas unas semanas atrás: se había convertido en una ayudante esbelta y silenciosa que tomaba notas mentales de todo cuanto sus oídos captaban y salía disimuladamente cada pocos minutos para transcribir en un cuaderno los detalles.

—Siempre me gusta tener un registro exhaustivo de todas mis clientas —le había advertido—. Quiero entender lo que dicen para saber adónde van, con quién se mueven y qué planes tienen. De esta manera, tal vez pueda captar nueva clientela. Yo me encargo de lo que se diga en español, pero lo que hablen en alemán es tarea tuya.

Si aquel cercano seguimiento de las clientas causó alguna extrañeza en Dora, no lo demostró. Probablemente pensara que se trataba de algo razonable, lo común en aquel tipo de negocio tan nuevo para ella. Pero no lo era; no lo era en absoluto. Anotar sílaba a sílaba los nombres, cargos, lugares y fechas que salían de las bocas de las clientas no era una tarea normal, pero nosotras lo hacíamos a diario, aplicadas y metódicas como buenas pupilas. Después, por la noche, repasaba mis notas y las de Dora, extraía la información que creía que podía ser de interés, la sintetizaba en frases breves y finalmente la transcribía a signos de código morse invertido, adaptando las rayas largas y breves a las líneas rectas y ondulantes de aquellos patrones que jamás formarían parte de ninguna pieza completa. Las cuartillas con las anotaciones manuscritas se convertían en ceniza cada madrugada por medio de una simple cerilla. A la mañana siguiente no quedaba ni una letra de lo escrito, pero sí un puñado de mensajes ocultos en el contorno de una solapa, una cinturilla o un canesú.

Tuve también como clienta a la baronesa de Petrino, esposa del poderoso encargado de prensa Lazar: infinitamente menos espectacular que la mexicana, pero con unas posibilidades económicas mucho mayores. Eligió las telas más caras y no escatimó en caprichos. Trajo a más clientas, dos germanas, una húngara también. A lo largo de muchas mañanas, mis salones se convirtieron para ellas en centro de reunión social con un barullo de lenguas de fondo. Enseñé a Martina a preparar té a la manera moruna, con la hierbabuena que plantamos en macetas de barro sobre el alféizar de la ventana de la cocina. La instruí sobre cómo manejar las teteras, cómo verter airosa el líquido hirviente en los pequeños vasos con filigrana de plata; hasta le enseñé a pintarse los ojos con khol y cosí a su medida un caftán de raso gardenia para dar a su presencia un aire exótico. Una doble de mi Jamila en otra tierra, para que la tuviera siempre presente.

Todo marchaba bien; sorprendentemente bien. Me desenvolvía en mi nueva vida con plena seguridad, entraba en los mejores sitios con paso firme. Actuaba ante las clientas con aplomo y decisión, protegida por la armadura de mi falso exotismo. Entremezclaba con desfachatez palabras en francés y árabe: posiblemente decía en esta lengua bastantes sandeces, habida cuenta de que a menudo repetía simples expresiones retenidas a fuerza de haberlas oído en las calles de Tánger y Tetuán, pero cuyo sentido y uso exacto desconocía. Hacía esfuerzos para que, en aquel poliglotismo tan falso como aturullado, no se me escurriera alguna ráfaga del inglés roto que de Rosalinda había aprendido. Mi condición de extranjera recién llegada me servía de útil refugio para encubrir mis puntos más débiles y evitar los terrenos pantanosos. A nadie, sin embargo, parecía importar ni poco ni mucho mi origen: interesaban más mis tejidos y lo que con ellos fuera capaz de coser. Hablaban las clientas en el taller, parecían sentirse cómodas. Comentaban entre ellas y conmigo sobre lo que habían hecho, sobre lo que iban a hacer, sobre sus amigos comunes, sus maridos y sus amantes. Trabajábamos entretanto Dora y yo imparables: con las telas, los figurines y las medidas al descubierto; con las anotaciones clandestinas en la retaguardia. No sabía si todos aquellos datos que a diario transcribía tendrían valor alguno para Hillgarth y su gente pero, por si acaso, intentaba ser minuciosamente rigurosa. Los miércoles por la tarde, antes de la sesión de peluquería, dejaba el cilindro de patrones en el armario indicado. Los sábados visitaba el Prado, maravillada ante aquel descubrimiento; tanto que a veces casi olvidaba que tenía algo importante que hacer allí más allá de extasiarme delante de las pinturas. Tampoco con el trasiego de sobres llenos de patrones codificados tuve el más mínimo inconveniente: todo se desarrollaba con tanta fluidez que ni siquiera hubo opción a que los nervios amenazaran con morderme los higadillos. Recogía mi carpeta siempre la misma persona, un trabajador calvo y delgado que probablemente fuera también el encargado de dar salida a mis mensajes, aunque jamás cruzara conmigo el menor gesto de complicidad.

Salía a veces, no demasiado. Fui a Embassy en algunas ocasiones a la hora del aperitivo. Capté desde el primer día al capitán Hillgarth, de lejos, bebiendo whisky con hielo sentado entre un grupo de compatriotas. Él también notó mi presencia de inmediato, cómo no. Pero sólo yo lo supe: ni un solo milímetro de su cuerpo se inmutó ante mi llegada. Mantuve el bolso aferrado con firmeza en la mano derecha y fingimos no habernos visto. Saludé a un par de clientas que alabaron públicamente mi atelier ante otras señoras; tomé un cóctel con ellas, recibí miradas apreciativas de unos cuantos varones y, desde la falsa atalaya de mi cosmopolitismo, observé con disimulo a la gente que a mi alrededor había. Clase, frivolidad y dinero en estado puro, repartido por la barra y las mesas de un pequeño local en esquina decorado sin la menor ostentación. Había señores con trajes de las mejores lanas, alpacas y tweeds, militares con la esvástica en el brazo y otros con uniformes extranjeros que no identifiqué, cuajados todos en la bocamanga de galones y estrellas de puntas abundantes. Había señoras elegantísimas con sastres de dos piezas y tres hilos al cuello de perlas como avellanas; con el rouge impecable en los labios y casquetes, turbantes y sombreros divinos sobre sus cabezas de perfecta coiffure. Había conversaciones en varias lenguas, risas discretas y ruido de cristal contra cristal. Y, flotando en el aire, sutiles rastros de perfumes de Patou y Guerlain, la sensación del más mundano saber estar y el humo de mil cigarrillos rubios. La guerra española recién terminada y el conflicto brutal que asolaba Europa parecían anécdotas de otra galaxia en aquel ambiente de pura sofisticación sin estridencias.

En una esquina de la barra, erguida y digna, saludando atenta a los clientes mientras controlaba a la vez el movimiento incesante de los camareros, percibí a quien supuse que sería la propietaria del establecimiento, Margaret Taylor. Hillgarth no me había puesto al tanto de la clase de colaboración que mantenía con ella, pero no me cabía duda de que ésta iba más allá de un simple intercambio de favores entre la dueña de un lugar de esparcimiento y uno de sus clientes habituales. La contemplé mientras entregaba la cuenta a un oficial nazi de uniforme negro, brazalete con la cruz gamada y botas altas brillantes como espejos. Aquella extranjera de aspecto austero y distinguido a la vez, que debía de haber superado los cuarenta unos años atrás, era, sin duda, otra pieza más de la noria clandestina que el agregado naval británico había puesto en marcha en España. No pude distinguir si en algún momento el capitán Hillgarth y ella intercambiaban miradas, si se cruzaron algún tipo de mensaje mudo. Volví a observarlos de reojo antes de irme. Ella hablaba discreta con un joven camarero de chaquetilla blanca, parecía darle instrucciones. Él seguía en su mesa, escuchando con interés lo que uno de sus amigos narraba. Todo el grupo a su alrededor parecía estar igualmente atento a las palabras de un hombre joven con aspecto más desenfadado que el resto. En la distancia percibí cómo éste gesticulaba teatral, imitaba a alguien tal vez. Al final todos estallaron en una carcajada y escuché al agregado naval reír con ganas. Quizá no fuera más que la imaginación haciéndome cosquillas, pero, por una milésima de segundo, me pareció que concentraba su mirada en mí y me guiñaba un ojo.

Madrid se fue cubriendo de otoño mientras el número de clientas aumentaba. Aún no había recibido flores o bombones, ni de Hillgarth ni de nadie. Ni ganas tenía. Ni tiempo. Porque si algo comenzaba a faltarme en aquellos días era precisamente eso: tiempo. La popularidad de mi nuevo atelier se extendió con rapidez, se corrió la voz de las espectaculares telas que en él tenía. El número de encargos aumentaba por días y empecé a no dar abasto; me vi obligada a retrasar pedidos y a distanciar las pruebas. Trabajaba mucho, muchísimo, más que nunca en mi vida. Me acostaba a las tantas, madrugaba, apenas descansaba; había días que no me quitaba la cinta métrica del cuello hasta el momento de meterme en la cama. En mi pequeña caja de caudales entraba un flujo constante de dinero, pero me interesaba tan poco que ni siquiera me molesté en pararme a contar cuánto tenía. Qué distinto era todo a mi antiguo taller. A la memoria me venían a veces con una pizca de nostalgia los recuerdos de aquellos otros primeros tiempos en Tetuán. Las noches recontando los billetes una y otra vez en mi cuarto de Sidi Mandri, calculando ansiosa cuánto tardaría en poder pagar mi deuda. Candelaria en su regreso a la carrera de las casas de cambio de los hebreos, con un rollo de libras esterlinas guardado entre los pechos. La alegría casi infantil de las dos al repartir el montante: la mitad para ti y la mitad para mí, y que nunca nos falte, mi alma, decía mes a mes la matutera. Parecía que varios siglos me separaban de aquel otro mundo y, sin embargo, sólo habían pasado cuatro años. Cuatro años como cuatro eternidades. Dónde estaba aquella Sira a la que una muchachita mora cortó el pelo con las tijeras de coser en la cocina de la pensión de La Luneta, dónde quedaron las poses que tanto ensayé en el espejo resquebrajado de mi patrona. Se perderían entre los pliegues del tiempo. Ahora me arreglaban la melena en el mejor salón de Madrid y aquellos gestos desenvueltos eran ya más míos que mis propias muelas.

Trabajaba mucho y ganaba más dinero de lo que jamás había soñado que podría conseguir con mi propio esfuerzo. Cobraba precios caros y recibía constantemente billetes de cien pesetas con la cara de Cristóbal Colón, de quinientas con el rostro de don Juan de Austria. Ganaba mucho, sí, pero llegó un momento en que no pude dar más de mí y así se lo tuve que hacer saber a Hillgarth a través del patrón de una hombrera. Llovía aquel sábado sobre el Museo del Prado. Mientras contemplaba extasiada las pinturas de Velázquez y Zurbarán, el hombre anodino del guardarropa recibió mi carpeta y, dentro de ella, un sobre con once mensajes que como siempre llegarían sin demora hasta el agregado naval. Diez contenían información convencional abreviada según la manera acordada. «Cena día 14 residencia Walter Bastian calle Serrano, asisten señores Lazar. Señores Bodemueller viajan San Sebastián semana próxima. Esposa Lazar hace comentarios negativos sobre Arthur Dietrich, ayudante su marido. Gloria Fürstenberg y Anka Frier visitan cónsul alemán Sevilla finales octubre. Varios hombres jóvenes llegaron semana pasada de Berlín, alojados Ritz, Friedrich Knappe los recibe y prepara. Marido Frau Hahn no gusta Kütschmann. Himmler llega España 21 octubre, gobierno y alemanes preparan gran recibimiento. Clara Stauffer recoge material para soldados alemanes su casa calle Galileo. Cena club Puerta Hierro fecha no exacta asisten condes Argillo. Häberlein organiza almuerzo su finca Toledo, Serrano Suñer y marquesa Llanzol invitados». El último mensaje, distinto, transmitía algo más personal: «Demasiado trabajo. Sin tiempo para todo. Menos clientas o buscar ayuda. Informe por favor».

A mi puerta llegó a la mañana siguiente un hermoso ramo de gladiolos blancos. Los entregó un mozo con uniforme gris en cuya gorra se leía bordado el nombre de la floristería: Bourguignon. Leí primero la tarjeta. «Siempre dispuesto a cumplir tus deseos». Y un garabato a modo de firma. Reí: jamás habría imaginado al frío Hillgarth escribiendo aquella frase tan ridículamente dulzona. Trasladé el ramo a la cocina y desaté la cinta que mantenía unidas las flores; tras pedir a Martina que se encargara de ponerlas en agua, me encerré en mi habitación. El mensaje saltó con inmediatez de entre una línea discontinua de trazos breves y largos. «Contrate persona entera confianza sin pasado rojo ni implicación política».

Orden recibida. Y tras ella, la incertidumbre.