Comimos solos en una dependencia de la misma Legación Americana a la que llegamos recorriendo de nuevo tramos de pasillo y escaleras. Por el camino me explicó que las instalaciones eran el resultado de varios añadidos a una antigua casa central; aquello aclaraba su falta de uniformidad. La estancia a la que llegamos no era exactamente un comedor; se trataba más bien de un pequeño salón con escasos muebles y numerosos cuadros de batallas antiguas encajadas en marcos dorados. Las ventanas, cerradas a cal y canto a pesar del magnífico día, se asomaban a un patio. En el centro de la habitación habían dispuesto una ternera para dos. Un camarero con corte de pelo militar nos sirvió una ternera poco hecha acompañada de patatas asadas y ensalada. En una mesa auxiliar dejó dos platos con fruta troceada y un servicio de café. En cuanto terminó de llenar las copas con vino y agua, desapareció cerrando la puerta tras de sí sin hacer el menor ruido. La conversación volvió entonces a su cauce.
—A su llegada a Madrid se alojará durante una semana en el Palace, hemos hecho una reserva a su nombre; a su nuevo nombre, quiero decir. Una vez allí, entre y salga constantemente, hágase ver. Visite tiendas y acérquese a su nueva residencia para familiarizarse con ella. Pasee, vaya al cine; en fin, muévase como le apetezca. Con un par de restricciones.
—¿Cuáles?
—La primera, no traspase los límites del Madrid más distinguido. No se salga del perímetro de las zonas elegantes ni entre en contacto con personas ajenas a ese medio.
—Me está diciendo que no pise mi antiguo barrio ni vea a mis viejos amigos o conocidos, ¿verdad?
—Exactamente. Nadie debe asociarla con su pasado. Usted es una recién llegada a la capital: no conoce a nadie y nadie la conoce a usted. En el caso de que alguna vez se encontrara a alguien que por casualidad llegara a identificarla, arrégleselas para negarlo. Sea insolente si hace falta, recurra a cualquier estrategia, pero no deje que nunca se sepa que usted no es quien pretende ser.
—Lo tendré en cuenta, descuide. ¿Y la segunda restricción?
—Cero contacto con cualquier persona de nacionalidad británica.
—¿Quiere decir que no puedo ver a Rosalinda Fox? —dije sin poder disimular mi desencanto. A pesar de que sabía que nuestra relación no podría ser pública, confiaba en apoyarme en ella en privado; en poder recurrir a su experiencia y su intuición cuando me viera en apuros.
Terminó Hillgarth de masticar un bocado y volvió a limpiarse con la servilleta mientras se acercaba la copa de agua a la boca.
—Me temo que así debe ser, lo siento. Ni a ella ni a ningún otro inglés, con excepción de mí mismo y sólo en las ocasiones del todo imprescindibles. La señora Fox está al tanto: si por casualidad coincidieran alguna vez, ya sabe que no podrá aproximarse a usted. Y evite también en lo posible el acercamiento a ciudadanos norteamericanos. Son nuestros amigos, ya ve cómo nos están tratando de bien —dijo abriendo las manos y simulando abarcar con ellas la estancia—. Lamentablemente, no son igual de amigos de España y de los países del Eje, así que intente mantenerse alejada de ellos también.
—De acuerdo —asentí. No me agradaba la restricción de no poder ver asiduamente a Rosalinda, pero sabía que no tenía más remedio que acatarla en principio.
—Y hablando de sitios públicos, me gustaría aconsejarle algunos en los que conviene que se deje ver —prosiguió.
—Adelante.
—Su hotel, el Palace. Está lleno de alemanes, así que siga yendo a menudo con cualquier excusa aun cuando ya no se aloje allí. A comer en su grill, que está muy de moda. A tomar una copa o a reunirse con alguna clienta. En la Nueva España no está bien visto que las señoras salgan solas, ni que fumen, beban o vayan vestidas de manera vistosa. Pero recuerde que usted ya no es española, sino una extranjera procedente de un país un tanto exótico recién llegada a la capital, así que compórtese según ese patrón. Pásese también a menudo por el Ritz, es otro nido de nazis. Y, sobre todo, vaya a Embassy, el salón de té del paseo de la Castellana, ¿lo conoce?
—Por supuesto —dije. Me guardé de narrarle la de veces que en mi juventud había pegado la nariz contra sus escaparates, con la boca hecha agua ante la visión deliciosa de los dulces que en ellos se exhibían. Las tartas de nata adornadas con fresas, los pasteles rusos de chocolate y crema, las pastas de mantequilla. Jamás soñé entonces siquiera con que traspasar aquel umbral pudiera estar algún día al alcance de mi mano o mi bolsillo. Ironías de la vida, años después me estaban pidiendo que visitara aquel establecimiento todo lo posible.
—Su dueña, Margaret Taylor, es irlandesa y una gran amiga. Ahora mismo es muy posible que Embassy sea el sitio más estratégicamente interesante de Madrid porque allí, en un local que apenas supera los setenta metros cuadrados, nos reunimos sin fricción aparente los miembros del Eje y los Aliados. Por separado, por supuesto, cada uno con los suyos. Pero no es infrecuente que el barón Von Stohrer, el embajador alemán, coincida con la plana mayor del cuerpo diplomático británico mientras toma su té con limón, o que yo mismo me encuentre en la barra, hombro con hombro, con mi homónimo alemán. La embajada alemana está prácticamente enfrente y la nuestra muy cerca también, en la esquina de Fernando el Santo con Monte Esquinza. Por otro lado, además de acoger a extranjeros, Embassy es el centro de reunión de muchos españoles de alcurnia: sería difícil encontrar en España más títulos nobiliarios juntos que allí a la hora del aperitivo. Estos aristócratas son mayoritariamente monárquicos y anglófilos, o sea que, por lo general, están de nuestro lado y por tanto, en lo que respecta a cuestiones informativas, son poco valiosos para nosotros. Pero sí sería interesante que consiguiera algunas clientas de ese entorno, porque son la clase de señoras a las que las alemanas admiran y respetan. Las esposas de los altos cargos del nuevo régimen suelen ser de otro tipo: apenas conocen mundo, son mucho más recatadas, no visten de alta costura, se divierten bastante menos y, por supuesto, no suelen frecuentar Embassy para tomar cócteles de champán antes de comer, ¿entiende lo que le quiero decir?
—Me voy haciendo una idea.
—Si tuviéramos la mala fortuna de que se llegara a ver en algún tipo de problema serio o si creyera que tiene alguna información urgente que transmitirme, Embassy a la una del mediodía será el lugar donde entrar en contacto conmigo cualquier día de la semana. Digamos que es mi lugar de encuentro encubierto con varios de nuestros agentes: es un sitio tan descaradamente expuesto que resulta dificilísimo que levante la menor sospecha. Utilizaremos para comunicarnos un código muy simple: si necesita reunirse conmigo, entre con el bolso en el brazo izquierdo; si todo está en orden y sólo va a tomar el aperitivo y a dejarse ver, llévelo en el derecho. Recuérdelo: izquierda, problema; derecha, normalidad. Y si la situación fuera absolutamente perentoria, haga caer el bolso nada más entrar, como si se tratara de un simple descuido o un accidente.
—¿A qué se refiere con una situación absolutamente perentoria? —pregunté. Intuía que, tras aquella frase que no comprendía del todo, se ocultaba algo muy poco deseable.
—Amenazas directas. Coacciones en firme. Agresiones físicas. Allanamiento de morada.
—¿Qué harían conmigo en ese caso? —dije tras tragar el nudo que se me formó en la garganta.
—Depende. Analizaríamos la situación y actuaríamos en función del riesgo. En caso de gravedad extremísima, abortaríamos la operación, intentaríamos refugiarla en un lugar seguro y la evacuaríamos en cuanto fuera posible. En situaciones intermedias, estudiaríamos diversas formas de tenerla protegida. En cualquier caso, tenga por seguro que siempre va a contar con nosotros, que nunca vamos a dejarla sola.
—Se lo agradezco.
—No lo haga: es nuestro trabajo —dijo con la atención concentrada en cortar uno de los últimos bocados de carne—. Confiamos en que todo funcione bien: el plan que hemos diseñado es muy seguro y el material que nos va a pasar no implica alto riesgo. De momento. ¿Quiere postre?
Tampoco esta vez esperó a que yo aceptara o no el ofrecimiento; simplemente se levantó, recogió los platos, los llevó hasta la mesa auxiliar y regresó con otros dos llenos de fruta cortada. Observé sus movimientos rápidos y precisos, propios de alguien para quien la eficiencia constituía su prioridad vital; alguien no acostumbrado a perder un segundo de su tiempo ni a distraerse con minucias y vaguedades. Volvió a sentarse, pinchó un trozo de piña y continuó con sus indicaciones como si no hubiera habido interrupción previa.
—En caso de que fuéramos nosotros quienes necesitáramos entrar en contacto con usted, utilizaremos dos canales. Uno será la floristería Bourguignon de la calle Almagro. El dueño, holandés, es también un gran amigo nuestro. Le enviaremos flores. Blancas, tal vez amarillas; claras en cualquier caso. Las rojas las dejaremos para sus admiradores.
—Muy considerado —apunté irónica.
—Revise bien el ramo —continuó sin darse por aludido—. Llevará un mensaje dentro. Si es algo inocuo, irá en una simple tarjeta manuscrita. Léala siempre varias veces, trate de averiguar si las palabras aparentemente triviales que lleve escritas pueden tener un doble significado. Cuando se trate de algo más complejo, utilizaremos el mismo código que usted, el morse invertido transcrito en una cinta atando las flores: deshaga la lazada e interprete el mensaje de la misma manera que usted los escribirá, esto es, de derecha a izquierda.
—Bien. ¿Y el segundo canal?
—Embassy de nuevo, pero no el salón, sino sus bombones. Si le llega una caja inesperadamente, sepa que viene de nosotros. Nos encargaremos de que salga del establecimiento con el mensaje correspondiente dentro, irá cifrado también. Observe bien la caja de cartón y el papel del envoltorio.
—Cuánta galantería —dije con una gota de sorna. Tampoco pareció apreciarla o, si lo hizo, no lo expresó.
—De eso se trata. De utilizar mecanismos inverosímiles para el intercambio de información confidencial. ¿Café?
Aún no había terminado la fruta, pero acepté. Llenó las tazas tras desenroscar la parte superior de un recipiente metálico. Milagrosamente, el líquido salió caliente. No tenía la menor idea de qué era aquel ingenio capaz de verter, como si fuera recién hecho, el café que llevaba allí al menos una hora.
—El termo, un gran invento —anunció como si se hubiera percatado de mi curiosidad. De su maletín extrajo entonces varias carpetas delgadas de cartulina clara que colocó en un montón frente a él—. Le voy a presentar a continuación a los personajes que más nos interesa que controle. Con el tiempo, nuestro interés en estas señoras puede aumentar o decrecer. O incluso desaparecer, aunque lo dudo. Probablemente iremos introduciendo también nombres nuevos, le pediremos que intensifique el seguimiento de alguna de ellas en particular o que esté tras la pista de ciertos datos concretos; en fin, le iremos avisando al respecto según marchen las cosas. De momento, no obstante, éstas son las personas cuya agenda deseamos conocer con inmediatez.
Abrió la primera carpeta y sacó unos folios mecanografiados. En el ángulo superior llevaban una fotografía sujeta con un gancho metálico.
—Baronesa de Petrino, de origen rumano. Nombre de soltera, Elena Borkowska. Casada con Hans Lazar, jefe de Prensa y Propaganda de la embajada alemana. Su marido es para nosotros un objetivo informativo prioritario: se trata de una persona influyente y con un inmenso poder. Es muy hábil y está magníficamente relacionado con los españoles del régimen y, sobre todo, con los falangistas más poderosos. Posee además unas dotes excelentes para las relaciones públicas: organiza fiestas fabulosas en su palacete de la Castellana y tiene a decenas de periodistas y empresarios comprados a base de agasajarlos con viandas y licores que trae directamente de Alemania. Lleva un tren de vida escandaloso en la miserable España actual; es un sibarita y un apasionado de las antigüedades, es más que probable que consiga las piezas más cotizadas a costa del hambre ajena. Irónicamente, al parecer es judío y de origen turco, algo que él se encarga de ocultar por completo. Su esposa está del todo integrada en su frenética vida social y es igual de ostentosa que él en sus constantes apariciones públicas, así que no dudamos de que estará entre sus primeras clientas. Esperamos que sea una de las que más trabajo le proporcionen, tanto en la costura como a la hora de informarnos sobre sus actividades.
No me dio tiempo a ver la fotografía, porque inmediatamente cerró la carpeta y la desplazó sobre el mantel hacia mí. Me dispuse entonces a abrirla, pero él me frenó.
—Déjelo para más tarde. Podrá llevarse todas estas carpetas hoy con usted. Debe memorizar los datos y destruir los documentos y las fotografías tan pronto como sea capaz de retenerlos en su cabeza. Quémelo todo. Es absolutamente imprescindible que estos dossiers no viajen a Madrid y que nadie más que usted conozca el contenido, ¿está claro?
Antes de que lograra asentir, abrió la siguiente carpeta y continuó.
—Gloria von Fürstenberg. De origen mexicano a pesar de su nombre, tenga mucho cuidado con lo que dice delante de ella porque lo entenderá todo. Es una belleza espectacular, muy elegante, viuda de un noble alemán. Tiene dos hijos pequeños y una situación económica un tanto calamitosa, por lo que anda a la caza constante de un nuevo marido rico o, en su defecto, de cualquier incauto con fortuna que le proporcione el sustento necesario para seguir llevando su gran tren de vida. Por eso está siempre arrimada a los poderosos; se le atribuyen varios amantes, entre ellos el embajador de Egipto y el millonario Juan March. Su actividad social es imparable, siempre del lado de la comunidad nazi. Le dará también bastante quehacer, no lo dude, aunque tal vez se demore en pagar las facturas.
Volvió a cerrar los documentos. Me los pasó, puse la carpeta encima de la anterior sin volverla a abrir. Procedió a una tercera.
—Elsa Bruckmann, nacida princesa de Cantacuceno. Millonaria, adoradora de Hitler aunque mucho mayor que él. Dicen que fue ella quien le introdujo en la fastuosa vida social berlinesa. Ha donado una verdadera fortuna a la causa nazi. Últimamente está viviendo en Madrid, alojada en la residencia de los embajadores, desconocemos la razón. No obstante, parece sentirse muy a gusto y no se pierde tampoco ningún acto social. Tiene fama de ser un poco excéntrica y bastante indiscreta, puede resultar un libro abierto a la hora de proporcionar información relevante. ¿Otra taza de café?
—Sí, pero deje que lo sirva yo. Continúe hablando, le sigo.
—De acuerdo, gracias. La última alemana: la condesa Mechthild Podewils, alta, guapa, de unos treinta años, separada, muy amiga de Arnold, uno de los principales espías en activo en Madrid y de un alto mando de las SS de apellido Wolf al que ella suele llamar por el diminutivo wolfchen, lobito. Tiene excelentes contactos tanto alemanes como españoles, estos últimos a su vez pertenecen a los círculos aristocráticos y a los del gobierno, entre ellos Miguel Primo de Rivera y Sáenz de Heredia, hermano de José Antonio, el fundador de la Falange. Es una agente nazi en toda regla, aunque ella misma tal vez no lo sepa. Según se encarga de ir diciendo, no entiende una palabra ni de política ni de espionaje, pero le pagan quince mil pesetas al mes por informar de todo lo que ve y oye, y eso en la España de hoy es una auténtica fortuna.
—No lo dudo.
—Vamos ahora con las españolas. Piedad Iturbe von Scholtz, Piedita entre los amigos. Marquesa de Belvís de las Navas y esposa del príncipe Max de Hohenlohe-Langenburg, un austríaco terrateniente y rico, miembro legítimo de la realeza europea, aunque lleva en España media vida. Apoya en principio a la causa germana porque es la de su país, pero mantiene constantes contactos con nosotros y con los americanos porque le interesamos para sus negocios. Ambos son muy cosmopolitas y no parece gustarles en absoluto los delirios del Führer. Forman, en realidad, una pareja encantadora y muy estimada en España, pero digamos que nadan entre dos aguas. Queremos tenerlos controlados para saber si se inclinan más hacia el lado alemán que hacia el nuestro, ¿entiende? —dijo cerrando la correspondiente carpeta.
—Entiendo.
—Y por último entre las más deseables, Sonsoles de Icaza, marquesa de Llanzol. Es la única que no nos interesa por su consorte, un militar y aristócrata treinta años mayor que ella. Nuestro objetivo aquí no es el marido, sino el amante: Ramón Serrano Suñer, ministro de Gobernación y secretario general del Movimiento. El ministro del Eje, le llamamos.
—¿El cuñado de Franco? —pregunté sorprendida.
—El mismo. Mantienen una relación bastante descarada, sobre todo por parte de ella, que alardea en público y sin el menor miramiento de su romance con el segundo hombre más poderoso de España. Se trata de una mujer tan elegante como altiva, con un carácter muy fuerte, tenga cuidado. No obstante, sería de un valor inestimable para nosotros toda la información que a través de ella pudiera obtener sobre los movimientos y contactos de Serrano Suñer que no son de conocimiento público.
Disimulé la sorpresa que aquel comentario me causó. Sabía que Serrano era un hombre galante, así me lo demostró él mismo cuando recogió del suelo la polvera que hice caer a sus pies, pero también me pareció entonces un hombre discreto y contenido; costaba trabajo imaginarlo como el protagonista de una escandalosa relación extramarital con una dama despampanante de alta alcurnia.
—Nos queda ya una última carpeta con información sobre varias personas —prosiguió Hillgarth—. Según los datos que poseemos, es menos probable que las esposas de quienes aquí se mencionan tengan urgencia por acudir a un elegante taller de costura tan pronto como empiece a funcionar pero, por si acaso, no estará de más que memorice sus nombres. Y sobre todo, apréndase bien los de sus maridos, que son nuestros verdaderos objetivos. Es muy posible también que sean mencionados en las conversaciones de otras clientas, esté bien atenta. Comienzo, voy a leer deprisa, ya tendrá tiempo de revisarlo todo usted misma con más tranquilidad. Paul Winzer, el hombre fuerte de la Gestapo en Madrid. Muy peligroso; le temen y odian incluso muchos de sus compatriotas. Es el esbirro en España de Himmler, el jefe de los servicios secretos alemanes. Apenas alcanza los cuarenta años, pero es un perro viejo. Mirada perdida, gafas redondas. Tiene decenas de colaboradores repartidos por todo Madrid, ándese con ojo. Siguiente: Walter Junghanns, una de nuestras pesadillas particulares. Es el mayor saboteador de cargamentos de fruta española con destino a Gran Bretaña: introduce bombas que ya han matado a varios trabajadores. Siguiente: Karl Ernst von Merck, un destacado miembro de la Gestapo con gran influencia en el partido nazi. Siguiente: Johannes Franz Bernhardt, empresario…
—Le conozco.
—¿Perdón?
—Le conozco de Tetuán.
—Le conoce ¿cuánto? —preguntó lentamente.
—Poco. Muy poco. Nunca he hablado con él, pero coincidimos en alguna recepción cuando Beigbeder era alto comisario.
—¿La conoce él a usted? ¿Podría reconocerla en un sitio público?
—Lo dudo. Nunca hemos cruzado una palabra y no creo que él recuerde aquellos encuentros.
—¿Por qué lo sabe?
—Porque sí. Las mujeres distinguimos perfectamente cuándo un hombre nos mira con interés y cuándo, sin embargo, lo hace como el que ve un mueble.
Quedó unos segundos silencioso, como reflexionando sobre lo oído.
—Psicología femenina, imagino —dijo al cabo con escepticismo.
—No lo dude.
—¿Y su esposa?
—Le hice un traje de chaqueta una vez. Tiene razón, nunca integraría el grupo de las especialmente sofisticadas. No es el tipo de señora a la que le importe en absoluto llevar la ropa de la temporada anterior.
—¿Cree que se acordaría de usted, que la reconocería si coincidiera en algún sitio?
—No lo sé. Pienso que no, pero no se lo puedo asegurar. De todas maneras, si así lo hiciera, no creo que fuera problemático. Mi vida en Tetuán no contradice lo que a partir de ahora voy a hacer.
—No lo crea. Allí era amiga de la señora Fox y, por extensión, afín al coronel Beigbeder. En Madrid nadie debe saber nada acerca de ello.
—Pero en los actos públicos apenas estaba junto a ellos y, de nuestros encuentros privados, Bernhardt y su mujer no tienen por qué saber nada. No se preocupe, no creo que haya problemas.
—Eso espero. De todas maneras, Bernhardt está bastante al margen de las cuestiones de inteligencia: lo suyo son los negocios. Es el testaferro del gobierno nazi en una complejísima trama de sociedades alemanas que operan en España: transportes, bancos, aseguradoras…
—¿Tiene algo que ver con la compañía HISMA?
—HISMA, Hispano-Marroquí de Transportes, se les quedó pequeña en cuanto dieron el salto a la Península. Ahora trabajan bajo la cobertura de otra empresa más potente, SOFINDUS. Pero dígame, ¿de qué conoce HISMA?
—Oí hablar de ella en Tetuán durante la guerra —respondí vagamente. No era momento de detallar la negociación entre Bernhardt y Serrano Suñer, aquello quedaba ya muy atrás.
—Bernhardt —continuó— tiene sobornados a un pelotón de soplones, pero lo que siempre busca es información de valor comercial. Confiemos en que no se encuentren nunca; de hecho, ni siquiera reside en Madrid, sino en la costa de Levante; dicen que el propio Serrano Suñer le pagó allí una casa en agradecimiento a los servicios prestados; no sabemos si ese extremo es cierto o no. Bien, una última cosa muy importante respecto a él.
—Usted dirá.
—Wolframio.
—¿Qué?
—Wolframio —repitió—. Un mineral de importancia vital para la manufactura de componentes destinados a los proyectiles de artillería para la guerra. Creemos que Bernhardt anda en negociaciones para conseguir del gobierno español concesiones mineras en Galicia y Extremadura a fin de hacerse con pequeños yacimientos comprando directamente a sus propietarios. Dudo que en su taller se llegue a hablar de estas cosas, pero si oyera algo acerca de esto, informe inmediatamente. Recuerde: wol-fra-mio. Y a veces también se le llama tungsteno. Aquí está anotado, en la sección de Bernhardt —dijo señalando con el dedo el documento.
—Lo tendré en cuenta.
Encendimos otro cigarrillo.
—Bueno, procedamos ahora con las cuestiones desaconsejables. ¿Está cansada?
—En absoluto. Continúe, por favor.
—En lo que respecta a clientas, hay un grupúsculo al que debe evitar a toda costa: las funcionarias de los servicios nazis. Es fácil reconocerlas: son extremadamente vistosas y arrogantes, suelen ir muy maquilladas, perfumadas y vestidas con ostentación. En realidad se trata de mujeres sin pedigrí social alguno y con una cualificación profesional bastante baja, pero sus sueldos son astronómicos en la España actual y ellas se encargan de gastarlos de manera jactanciosa. Las esposas de los nazis poderosos las desprecian y ellas mismas, a pesar de su aparente engreimiento, apenas se atreven a toser delante de sus superiores. Si aparecieran por su taller, quíteselas de encima sin miramientos: no le convienen, le espantarían a la clientela más deseable.
—Actuaré como dice, pierda cuidado.
—En cuanto a establecimientos públicos, desaconsejamos su presencia en locales como Chicote, Riscal, Casablanca o Pasapoga. Están llenos de nuevos ricos, estraperlistas, advenedizos del régimen y gente del mundo del espectáculo: compañías poco recomendables en sus circunstancias. Limítese en la medida de lo posible a los hoteles que antes le he indicado, a Embassy, y a otros lugares seguros como el Club de Puerta de Hierro o el casino. Y, por supuesto, si consigue que la inviten a cenas o fiestas con alemanes en residencias privadas, acepte de inmediato.
—Lo haré —dije. No le hice saber lo mucho que dudaba de que en algún momento alguien me ofreciera asistir a todos aquellos lugares.
Consultó su reloj y yo le imité. Quedaba poca luz en la habitación, nos envolvía ya el presentimiento del anochecer. A nuestro alrededor, ni un ruido; tan sólo un denso olor a falta de ventilación. Eran más de las siete de la tarde, llevábamos juntos desde las diez de la mañana: Hillgarth disparando información como con una manguera que nunca fuera a cerrarse, y yo absorbiéndola por todos los poros de mi piel, manteniendo los oídos, la nariz y la boca dispuestos a aspirar el mínimo detalle, masticando datos, deglutiéndolos, intentando que hasta el último milímetro de mi cuerpo quedara impregnado de las palabras que de él provenían. Hacía tiempo que el café se había acabado y las colillas rebosaban del cenicero.
—Bueno, vamos a ir terminando —anunció—. Me quedan tan sólo algunas recomendaciones. La primera de ellas es un mensaje de la señora Fox. Me pide que le diga que, tanto en su apariencia como en su costura, intente ser osada, atrevida, o absolutamente elegante de puro simple. En cualquier caso, le anima a que se aleje de lo convencional y, sobre todo, a que no se quede a medio camino porque, si lo hace, corre según ella el riesgo de que el taller se le llene de señoronas del régimen en busca de recatados trajes de chaqueta para ir a misa los domingos con el marido y los niños.
Sonreí. Rosalinda, genio y figura hasta en los recados desde la ausencia.
—Viniendo el consejo de quien viene, lo seguiré a ciegas —afirmé.
—Y ahora, por último, nuestras sugerencias. Primero: lea la prensa, manténgase al día de la situación política tanto española como exterior, aunque debe ser consciente de que toda la información aparecerá siempre sesgada hacia el bando alemán. Segundo: no pierda jamás la calma. Métase en su papel y convénzase a sí misma de que usted es quien es, nadie más. Actúe sin miedo y con seguridad: no podemos ofrecerle inmunidad diplomática, pero le garantizo que, ante cualquier eventualidad, estará siempre protegida. Y nuestro tercer y último aviso: sea extremadamente cauta con su vida privada. Una mujer sola, hermosa y extranjera resultará muy atrayente para todo tipo de conquistadores y oportunistas. No puede imaginarse la cantidad de información confidencial que ha sido revelada de manera irresponsable por agentes descuidados en momentos de pasión. Esté alerta y, por favor, no comparta con nadie nada, absolutamente nada de lo que aquí ha oído.
—No lo haré, se lo aseguro.
—Perfecto. Confiamos en usted, esperamos que su misión será del todo satisfactoria.
Comenzó entonces a recoger sus papeles y a organizar el maletín. Había llegado el momento que yo llevaba temiendo el día entero: se preparaba para su marcha y hube de contenerme para no pedirle que se quedara a mi lado, que siguiera hablando y me diera más instrucciones, que no me dejara volar sola tan pronto. Pero él no me miraba ya, por eso probablemente no pudo darse cuenta de mi reacción. Se movía con el mismo ritmo con el que, una a una, había desgranado sus frases a lo largo de las horas previas: rápido, directo, metódico; yendo al fondo de cada cuestión sin perder un segundo en banalidades. Mientras guardaba las últimas pertenencias, me hizo llegar las recomendaciones finales.
—Recuerde lo que le he dicho respecto a los dossiers: estúdielos y hágalos desaparecer inmediatamente. Alguien la acompañará ahora hasta un acceso de salida lateral, un coche la estará esperando cerca para llevarla a casa. Aquí tiene el pasaje de avión y dinero para los primeros gastos.
Me entregó dos sobres. El primero, delgado, contenía mi credencial para atravesar el cielo hasta Madrid. El segundo, grueso, lo llenaba un gran fajo de billetes. Seguía hablando mientras abrochaba con destreza las hebillas de la cartera.
—Este dinero cubrirá sus gastos iniciales. La estancia en el Palace y el alquiler de su nuevo taller corren de nuestra cuenta, ya está gestionado todo, lo mismo que el sueldo de las chicas que trabajarán para usted. Los rendimientos de su trabajo serán sólo suyos. No obstante, si necesitara más liquidez, háganoslo saber inmediatamente: tenemos una línea abierta para estas operaciones, no hay problema alguno de financiación.
Yo también estaba lista ya. Llevaba las carpetas apretadas contra el pecho, cobijadas entre los brazos como si fueran el hijo que perdí años atrás y no los datos amontonados de un enjambre de indeseables. El corazón se mantenía en su sitio, obedeciendo a mis órdenes internas para que no ascendiera hasta la garganta y amenazara con ahogarme. Nos levantamos por fin de aquella mesa sobre la que tan sólo quedaban ya lo que parecían los restos inocentes de una larga sobremesa: las tazas vacías, un cenicero repleto y dos sillas fuera de su sitio. Como si allí no hubiera tenido lugar nada más que una grata conversación entre un par de amigos que, charlando distendidos y entre pitillo y pitillo, se hubieran puesto al día sobre la vida de cada uno de ellos. Con la salvedad de que el capitán Hillgarth y yo no éramos amigos. Ni a ninguno de los dos le interesaba lo más mínimo el pasado del otro, ni siquiera el presente. A los dos, tan sólo, nos preocupaba el futuro.
—Un último detalle —advirtió.
Estábamos a punto de salir, él tenía ya la mano en el picaporte. La retiró y me miró fijamente bajo sus cejas espesas. A pesar de la larga sesión, mantenía el mismo aspecto que a primera hora de la mañana: el nudo de la corbata impecable, los puños de la camisa emergiendo impolutos de las bocamangas, ni un pelo fuera de su sitio. Su rostro seguía impasible, ni especialmente tenso, ni especialmente distendido. La imagen perfecta de alguien capaz de manejarse con autodominio en todas las situaciones. Bajó la voz hasta hacerla apenas un murmullo ronco.
—Ni usted me conoce a mí, ni yo la conozco a usted. No nos hemos visto jamás. Y respecto a su adscripción al Servicio Secreto británico, a partir de este momento usted, para nosotros, deja de ser la ciudadana española Sira Quiroga o la marroquí Arish Agoriuq. Será tan sólo la agente especial del SOE con nombre clave Sidi y base de operaciones en España. La menos convencional entre todos los recientes fichajes pero, ya sin duda, una de los nuestros.
Me tendió la mano. Firme, fría, segura. La más firme, la más fría, la más segura que había estrechado en mi vida.
—Buena suerte, agente. Estaremos en contacto.