Entré en el hotel Palace un mediodía de mediados de septiembre con el andar seguro de alguien que hubiera pasado media vida taconeando por los halls de los mejores hoteles del planeta. Llevaba un tailleur de lana fría color sangre espesa y la melena recién cortada por encima del hombro. Sobre ella, un sofisticado sombrero de fieltro y plumas salido del taller de Madame Boissenet en Tánger: toda una pièce-de-résistance, como, según ella, llamaban entonces a aquellos sombreros las señoras elegantes en la Francia ocupada. Complementaba el atuendo con unos zapatos de piel de cocodrilo y altura de andamio adquiridos en la mejor zapatería del boulevard Pasteur. En las manos, un bolso a juego y un par de guantes de piel de becerro teñida en gris perla. Dos o tres cabezas se volvieron a mi paso. Ni me inmuté.
A mi espalda, un botones portaba un neceser, dos maletas de Goyard y otras tantas sombrereras. El resto del equipaje, los enseres y el cargamento de telas llegarían por carretera al día siguiente tras cruzar el Estrecho sin problemas: cómo habrían de tenerlos, si los permisos para el tránsito de aduanas iban sellados y resellados con los timbres más oficiales del universo entero, cortesía del Ministerio español de Asuntos Exteriores. Yo, por mi parte, llegué en avión, la primera vez que volé en mi vida. Del aeródromo de Sania Ramel a Tablada en Sevilla; de Tablada a Barajas. Salí de Tetuán con mi documentación española a nombre de Sira Quiroga, pero alguien se encargó de amañar la lista de pasajeros para que yo no figurara en ella como tal. A lo largo del vuelo, con las pequeñas tijeras de mi costurero de emergencia, desintegré mi viejo pasaporte en mil tiritas que guardé dentro de un pañuelo anudado: al fin y al cabo, era un documento de la República, de poco iba ya a servirme en la Nueva España. Aterricé en Madrid con un flamante pasaporte marroquí. Junto a la fotografía, un domicilio en Tánger y mi identidad recién adquirida: Arish Agoriuq. ¿Extraño? No tanto. Tan sólo era el nombre y el apellido de siempre puestos del revés. Y con la h que mi vecino Félix le había añadido en los primeros días del negocio dejada en el mismo sitio. No era un nombre árabe en absoluto, pero sonaba extraño y no resultaría sospechoso en Madrid, donde nadie tenía idea de cómo se llamaba la gente allá por la tierra mora, allá por tierra africana, como cantaba el pasodoble.
En los días previos a mi marcha seguí al pie de la letra todas las instrucciones contenidas en la larga carta de Rosalinda. Contacté con las personas indicadas para la obtención de mi nueva identidad. Elegí las mejores telas en las tiendas sugeridas y encargué que las enviaran junto con las facturas correspondientes a una dirección local que nunca supe a quién pertenecía. Fui otra vez al bar de Dean y pedí un bloody mary. Si mi decisión hubiera sido negativa, tendría que haberme decantado por una humilde limonada. Me sirvió el barman con gesto impasible. Como sin ganas comentó entretanto lo que parecían simples trivialidades: que la tormenta de la noche anterior había destrozado un toldo, que un barco de nombre Jason y pabellón estadounidense llegaría el viernes siguiente a las diez de la mañana con un cargamento de mercancía inglesa. De aquel inocuo comentario extraje los datos que necesitaba. Tal viernes y a la hora precisada, me dirigí a la Legación Americana en Tánger, un hermoso palacete moruno enclavado en plena medina. Comuniqué al soldado encargado del control de acceso mi intención de ver al señor Jason. Levantó éste entonces un pesado teléfono interior y anunció en inglés que la visita había llegado. Recibió órdenes y colgó. Me invitó a acceder a un patio árabe rodeado de arcos encalados. Allí me recibió un funcionario que, sin apenas palabras y con paso ágil, me condujo a través de un laberinto de pasillos, escaleras y galerías hasta una terraza blanca en la zona más alta del edificio.
—Mr Jason —dijo simplemente señalándome una presencia masculina al fondo de la azotea. Al momento se invisibilizó trotando escaleras abajo.
Tenía unas cejas tremendamente espesas y su nombre no era Jason, sino Hillgarth. Alan Hillgarth, agregado naval de la embajada británica en Madrid y coordinador de las actividades del Servicio Secreto en España. Rostro ancho, frente despejada y pelo oscuro, con raya rectilínea y peinado hacia atrás con brillantina. Se acercó vestido con un traje de alpaca gris cuya calidad se intuía aun en la distancia. Caminaba seguro, sosteniendo un maletín de piel negra en la mano izquierda. Se presentó, estrechó mi mano y me invitó a disfrutar por unos momentos de la panorámica. Impresionante, ciertamente. El puerto, la bahía, el Estrecho entero y una franja de tierra al fondo.
—España —anunció apuntando al horizonte—. Tan cerca y tan lejos. ¿Nos sentamos?
Señaló un banco de hierro forjado y nos acomodamos en él. Del bolsillo de la chaqueta sacó una cajetilla metálica de cigarrillos Craven A. Acepté uno y fumamos los dos contemplando el mar. Apenas se oían ruidos cercanos, tan sólo algunas voces en árabe ascendiendo desde las callejas cercanas y, de cuando en cuando, los sonidos estridentes de las gaviotas que sobrevolaban la playa.
—Todo está prácticamente listo en Madrid esperando su llegada —anunció al fin.
Su español era excelente. No repliqué, no tenía nada que decir: tan sólo quería oír sus instrucciones.
—Hemos alquilado un piso en la calle Núñez de Balboa, ¿sabe dónde está?
—Sí. Trabajé cerca durante un tiempo.
—La señora Fox se está encargando de amueblarlo y prepararlo. A través de personas intermediarias, naturalmente.
—Entiendo.
—Sé que ella ya la puso al tanto, pero creo que conviene que yo se lo recuerde. El coronel Beigbeder y la señora Fox se encuentran ahora mismo en una situación extremadamente delicada. Estamos todos a la espera del cese del coronel como ministro; parece que no tardará mucho tiempo en producirse y será una pérdida lamentable para nuestro gobierno. De momento, el señor Serrano Suñer, ministro de Gobernación, acaba de salir para Berlín: tiene previsto entrevistarse primero con Von Ribbentrop, el homónimo de Beigbeder, y después con Hitler. El hecho de que el propio ministro de Asuntos Exteriores español no esté participando en esa misión y permanezca en Madrid es significativo de la fragilidad de su actual estatus. Mientras, tanto el coronel como la señora Fox están colaborando con nosotros, aportándonos contactos muy interesantes. Todo se está haciendo, obviamente, de manera clandestina. Ambos sufren un estrecho seguimiento por parte de agentes pertenecientes a ciertos cuerpos poco amigos, si me permite el eufemismo.
—La Gestapo y la Falange —apunté recordando las palabras de Rosalinda.
—Veo que ya está informada. Así es, en efecto. No deseamos que pase lo mismo con usted, aunque no le garantizo que podamos evitarlo. Pero no se asuste antes de tiempo. Todo el mundo en Madrid vigila a todo el mundo: todo el mundo es sospechoso de algo y nadie se fía de nadie, pero, afortunadamente para nosotros, no cunde la paciencia: todos parecen tener una gran prisa, así que, si no logran encontrar nada de interés en unos cuantos días, olvidan el objetivo y pasan al siguiente. No obstante, si se siente vigilada, háganoslo saber y nosotros intentaremos averiguar de quién se trata. Y, sobre todo, no pierda la calma. Muévase con naturalidad, no intente despistarles ni se ponga nerviosa, ¿me entiende?
—Creo que sí —dije sin sonar demasiado convincente.
—La señora Fox —prosiguió cambiando de tema— está moviendo los hilos para anticipar su llegada, creo que ya tiene asegurado un puñado de potenciales clientas. Por ello, y habida cuenta de que tenemos el otoño prácticamente encima, sería oportuno que se instalara en Madrid lo antes posible. ¿Cuándo cree que podrá hacerlo?
—Cuando usted diga.
—Agradezco su buena disposición. Nos hemos tomado la libertad de gestionarle un pasaje de avión para el próximo martes, ¿le parece bien?
Me puse con disimulo las manos sobre las rodillas: temía que me empezaran a temblar.
—Estaré lista.
—Estupendo. Tengo entendido que la señora Fox le adelantó parcialmente el objetivo de su misión.
—Más o menos.
—Bien, pues yo se lo voy a especificar ahora con mayor detalle. Lo que necesitamos de usted en un principio es que nos remita informes periódicos acerca de ciertas señoras alemanas y algunas otras españolas las cuales, confiamos, van a convertirse en clientas suyas próximamente. Como le comentó su amiga la señora Fox, la escasez de telas está siendo un serio problema para las modistas españolas y sabemos de primera mano que hay un número de señoras residentes en Madrid ansiosas por encontrar a alguien que pueda proporcionarles tanto confección como tejidos. Y ahí es donde entrará usted en juego. Si nuestras previsiones no fallan, su colaboración será de gran interés para nosotros, puesto que en la actualidad nuestros contactos con el poder alemán en Madrid son nulos y con el poder español casi inexistentes, con excepción del coronel Beigbeder y ya por poco tiempo, me temo. La información que queremos obtener a través de usted se centrará fundamentalmente en datos sobre los movimientos de la colonia nazi residente en Madrid y de algunos españoles que con ellos se relacionan. Realizar un seguimiento individualizado de cada uno de ellos está absolutamente fuera de nuestro alcance; por eso hemos pensado que tal vez a través de sus esposas y amigas podamos obtener alguna idea sobre sus contactos, relaciones y actividades. ¿Todo en orden hasta aquí?
—Todo en orden, sí.
—Nuestro principal interés es conocer anticipadamente la agenda social de la comunidad alemana en Madrid: qué eventos organizan, con qué españoles y compatriotas alemanes se relacionan, dónde se reúnen y con qué frecuencia. Gran parte de su actividad estratégica se realiza por lo común más mediante eventos sociales privados que a través del trabajo digamos de despacho, y queremos infiltrar en ellos a gente de nuestra confianza. En estos casos, los representantes nazis suelen ir acompañados de sus esposas o amigas y éstas, se supone, deben ir convenientemente vestidas. Esperamos, por tanto, que usted pueda obtener información anticipada al respecto de las ocasiones en las que lucirán sus creaciones. ¿Cree que será posible?
—Sí, es normal que las clientas comenten sobre todo eso. El problema es que mi alemán es muy limitado.
—Ya hemos pensado en ello. Tenemos previsto incorporar una pequeña ayuda. Como sabrá, el coronel Beigbeder ocupó durante varios años el puesto de agregado militar en Berlín. En la embajada trabajaban entonces como cocineros un matrimonio español con dos hijas; al parecer el coronel se portó muy bien con ellos, los ayudó en algunos problemas, se preocupó por la educación de las niñas y, en definitiva, tuvieron un trato cordial que se interrumpió cuando él fue destinado a Marruecos. Bien, al enterarse de que el antiguo agregado había sido nombrado ministro, esta familia, ya de vuelta en España desde hace unos años, se puso en contacto con él solicitando de nuevo su ayuda. La madre murió antes de la guerra y el padre sufre de asma crónica y apenas se mueve de casa; no tiene tampoco adscripción política reconocida, algo que nos viene muy bien. El padre pidió a Beigbeder trabajo para sus hijas y nosotros ahora se lo vamos a ofrecer si usted nos da su consentimiento. Se trata de dos jóvenes de diecisiete y diecinueve años que entienden y hablan alemán con total fluidez. Yo no las conozco personalmente, pero la señora Fox se entrevistó con ambas hace unos días y quedó del todo satisfecha. Me ha pedido que le diga que con ellas en casa no echará de menos a Jamila. Desconozco quién es Jamila, pero espero que entienda el mensaje que le transmito.
Sonreí por primera vez desde el principio de la conversación.
—De acuerdo. Si la señora Fox las considera aceptables, yo también. ¿Saben coser?
—Creo que no, pero pueden ayudarle a llevar la casa y tal vez pueda enseñarles unos mínimos de costura. En cualquier caso, es muy importante que tenga claro que estas muchachas no deben saber a qué se dedica usted clandestinamente, así que tendrá que ingeniárselas para que la ayuden, pero sin identificar nunca ante ellas el objeto de su interés en que le traduzcan lo que no logre entender. ¿Otro cigarrillo?
Volvió a sacar la cajetilla de Craven A, volví a aceptarlo.
—Me las arreglaré, no se preocupe —dije tras expulsar con lentitud el humo.
—Prosigamos entonces. Como le he dicho, nuestro interés fundamental es mantenernos al tanto de la vida social de los nazis en Madrid. Pero, además, nos interesa conocer su movilidad y los contactos que tienen con Alemania: si viajan a su país y con qué propósito lo hacen; si reciben visitas, quiénes son los visitantes, cómo piensan recibirles… En fin, cualquier tipo de información adicional que pudiera resultarnos de interés.
—¿Y qué tendré que hacer con esa información, si es que la consigo?
—En cuanto al modo de transmitirnos los datos que logre captar, hemos estado pensando largamente al respecto y creemos haber dado con una manera de comenzar. Quizá no sea la forma de contacto definitiva, pero pensamos que vale la pena ponerla a prueba. El SOE utiliza varios sistemas de codificación con distintos niveles de seguridad. No obstante, antes o después, los alemanes acaban reventándolos todos. Es muy común utilizar códigos basados en obras literarias; poemas, especialmente. Yeats, Milton, Byron, Tennyson. Bien, nosotros vamos a intentar hacer algo distinto. Algo mucho más simple y, a la vez, más apropiado para sus circunstancias. ¿Sabe lo que es el código morse?
—¿El de los telegramas?
—Exacto. Es un código de representación de letras y números mediante señales intermitentes; señales auditivas, por lo general. Tales señales auditivas, sin embargo, tienen también una representación gráfica muy sencilla, a través de un simple sistema de puntos y breves rayas horizontales. Mire.
De su maletín sacó un sobre de tamaño mediano y de éste extrajo una especie de plantilla de cartón. Las letras del alfabeto y los números del cero al nueve se repartían en dos columnas. Junto a cada uno de ellos aparecía la correspondiente combinación de puntos y rayas que los identificaban.
—Imagine ahora que quiere transcribir una palabra cualquiera; Tánger, por ejemplo. Hágalo en voz alta.
Consulté la tabla y emití el nombre codificado.
—Raya. Punto raya. Raya punto. Raya raya punto. Punto. Punto raya punto.
—Perfecto. Visualícelo ahora. No, mejor póngalo sobre papel. Tenga, use esto —dijo sacando un portaminas de plata del bolsillo interior de su chaqueta—. Aquí mismo, en este sobre.
Transcribí las seis letras siguiendo de nuevo la tabla:
—Estupendo. Ahora mírelo con atención. ¿Le recuerda a algo? ¿Le resulta familiar?
Observé el resultado. Sonreí. Claro. Claro que me resultaba familiar. Cómo no iba a resultarme familiar algo que llevaba haciendo la vida entera.
—Son como puntadas —dije en voz baja.
—Exactamente —corroboró—. Ahí es a donde yo quería llegar. Verá, nuestra intención es que toda la información que tenga que transmitirnos sea encriptada mediante este sistema. Obviamente, habrá de afinar su capacidad de síntesis para expresar lo que quiere decir con el menor número de palabras posible, de lo contrario cada secuencia sería interminable. Y quiero que lo disfrace de tal modo que el resultado simule un patrón, un boceto o algo de ese estilo: cualquier cosa que pueda asociarse con una modista sin levantar la menor sospecha. No es necesario que sea algo real, sino que lo parezca, ¿me comprende?
—Creo que sí.
—Bien, vamos a hacer una prueba.
Sacó del interior del maletín una carpeta llena de hojas de papel blanco; tomó una, cerró la carpeta y la colocó sobre la superficie de piel.
—Imagine que el mensaje es «Cena en la residencia de la baronesa de Petrino el día 5 de febrero a las ocho. Asistirá la condesa de Ciano con su marido». Después le aclararé quiénes son estas personas, no se preocupe. Lo primero que tiene que hacer es eliminar cualquier palabra superflua: artículos, preposiciones, etcétera. De esta manera, acortaremos el mensaje considerablemente. Vea: «Cena residencia baronesa Petrino 5 febrero ocho noche. Asiste condesa Ciano y marido». De veinticinco palabras hemos pasado a trece, un gran ahorro. Y ahora, después de la depuración de términos sobrantes, vamos a proceder a la inversión del orden. En vez de transcribir el código de izquierda a derecha tal como es lo común, vamos a hacerlo de derecha a izquierda. Y empezará siempre por el ángulo inferior derecho de la superficie con la que trabaje, en sentido ascendente. Imagine un reloj que marca las cuatro y veinte; imagine después que el minutero empieza a retroceder, ¿me sigue?
—Sí; déjeme probar, por favor.
Me pasó la carpeta, la coloqué sobre mis muslos. Cogí el portaminas y dibujé una forma aparentemente amorfa que cubría la mayor parte del papel. Circular por un lado, recta por los extremos. Imposible de interpretar por el ojo no experto.
—¿Qué es eso?
—Espere —dije sin alzar la vista.
Terminé de perfilar la figura, clavé la mina en el interior del extremo inferior derecho de la misma y, en paralelo al contorno, fui transcribiendo las letras con sus signos en morse, sustituyendo los puntos por rayas cortas. Raya larga, raya corta, raya larga otra vez, ahora dos cortas. Cuando acabé, todo el perímetro interior de la silueta estaba bordeado por lo que parecía un inocente pespunteo.
—¿Listo? —preguntó.
—Todavía no. —Del pequeño costurero que siempre llevaba en el bolso saqué unas tijeras y con ellas recorté la forma dejando un borde de apenas un centímetro a su alrededor.
—Ha dicho que quería algo asociado con una modista, ¿no? —dije entregándosela—. Pues aquí lo tiene: el patrón de una manga de farol. Con el mensaje dentro.
La línea recta de sus labios apretados se fue poco a poco transformando en una levísima sonrisa.
—Fantástico —murmuró.
—Puedo preparar patrones de varias piezas cada vez que me comunique con usted. Mangas, delanteros, cuellos, talles, puños, costados; dependerá de la longitud. Puedo hacer tantas formas como mensajes tenga que transmitirle.
—Fantástico, fantástico —repitió en el mismo tono sosteniendo aún el recorte entre los dedos.
—Y ahora tendrá que decirme cómo se lo voy a hacer llegar.
Aún se tomó unos segundos para seguir observando mi obra con un ligero gesto de asombro. La depositó finalmente en el interior de su maletín.
—De acuerdo, sigamos. Nuestra intención es que, si no hay contraorden, nos transmita información dos veces por semana. En principio, los miércoles a primera hora de la tarde y los sábados por la mañana. Hemos pensado que la entrega deberá realizarse en dos sitios distintos, ambos públicos. Y en ningún caso mediará el menor contacto entre usted y quien la recoja.
—¿No será usted quien lo haga?
—No, siempre que pueda evitarlo. Y, sobre todo, nunca en el lugar asignado para las entregas de los miércoles. Difícil lo tendría: hablo del salón de belleza de Rosa Zavala, junto al hotel Palace. Ahora mismo se trata del mejor establecimiento de ese tipo en Madrid o, al menos, del más reputado entre las extranjeras y las españolas más distinguidas. Deberá hacerse clienta asidua y visitarlo con regularidad. En realidad, es muy deseable que llene su vida de rutinas de manera que sus movimientos sean altamente previsibles y parezcan del todo naturales. En ese salón hay una estancia nada más entrar a la derecha donde las clientas se despojan de sus bolsos, sombreros y ropa de abrigo. Una de las paredes está por completo cubierta de pequeños armarios individuales donde las señoras pueden dejar esas pertenencias. Usted utilizará siempre el último de estos armarios, el que hace ángulo con el fondo de la estancia. En la entrada suele haber una muchacha joven no excesivamente espabilada: su trabajo consiste en ayudar a las clientas con sus enseres, pero muchas de ellas se encargan de hacerlo solas y rechazan su ayuda, así que no resultará anormal que usted lo haga también; déjele después una buena propina y quedará contenta. Cuando abra la puerta de su armario y se disponga a dejar en él sus cosas, ésta tapará su cuerpo casi por completo, de manera que se intuirán sus movimientos, pero nadie podrá ver nunca lo que hace y deshace dentro de él. En ese momento, será cuando se encargue de sacar lo que tenga que hacernos llegar, enrollado en forma de tubo. No le llevará más que unos segundos. Deberá dejarlo en la balda superior del armario. Asegúrese de empujarlo hasta el fondo, de manera que nunca sea posible detectarlo desde fuera.
—¿Quién lo recogerá?
—Alguien de nuestra confianza, no se preocupe. Alguien que esa misma tarde, muy poco después de que usted salga, entrará en el salón para peinarse igual que usted lo habrá hecho con anterioridad y utilizará su mismo armario.
—Y ¿si está ocupado?
—No suele estarlo porque es el último. No obstante, si se diera el caso, utilice el anterior. Y, si éste también lo estuviera, el siguiente. Y así sucesivamente. ¿Le queda claro? Repítamelo todo, por favor.
—Peluquería los miércoles a primera hora de la tarde. Utilizaré el último armario, abriré la puerta y, mientras dejo mis cosas dentro, del bolso o del sitio donde lo lleve guardado sacaré un tubo en el que habré liado todos los patrones que tengo que entregarle.
—Sujételos con una cinta o una banda elástica. Disculpe la interrupción; prosiga.
—Dejaré entonces el tubo en el estante más alto y lo empujaré hasta que toque el fondo. Después, cerraré el armario e iré a peinarme.
—Muy bien. Vamos ahora con la entrega de los sábados. Para estos días hemos previsto trabajar en el Museo del Prado. Tenemos un contacto infiltrado entre los encargados del guardarropa. Para estas ocasiones, lo más conveniente es que llegue al museo con una de esas carpetas que utilizan los artistas, ¿sabe a qué me refiero?
Recordé la que utilizaba Félix para sus clases de pintura en la escuela de Bertuchi.
—Sí, me haré con una de ellas sin problemas.
—Perfecto. Llévela consigo y meta dentro útiles de dibujo básicos: un cuaderno, unos lápices; en fin, lo normal, podrá conseguirlos en cualquier parte. Junto a eso, deberá introducir lo que tenga que entregarme, esta vez dentro de un sobre abierto de tamaño cuartilla. Para hacerlo identificable, prenda sobre él un recorte de tela de algún color vistoso pinchado con un alfiler. Irá al museo todos los sábados sobre las diez de la mañana, es una actividad muy común entre los extranjeros residentes en la capital. Llegue con su carpeta cargada con su material y con cosas que la identifiquen dentro, por si hubiera algún tipo de vigilancia: otros dibujos previos, bocetos de trajes, en fin, cosas relacionadas una vez más con sus tareas habituales.
—De acuerdo. ¿Qué hago con la carpeta cuando llegue?
—La entregará en el guardarropa. Deberá dejarla siempre junto con algo más: un abrigo, una gabardina, alguna pequeña compra; intente que la carpeta vaya siempre acompañada, que no resulte demasiado evidente ella sola. Diríjase después a alguna de las salas, pasee sin prisa, disfrute de las pinturas. Al cabo de una media hora, regrese al guardarropa y pida que le devuelvan la carpeta. Vaya con ella entonces a una sala y siéntese a dibujar durante al menos otra media hora más. Fíjese en las ropas que aparecen en los cuadros, simule que está inspirándose en ellos para sus posteriores creaciones; en fin, actúe como le parezca más convincente pero, ante todo, confirme que el sobre ha sido retirado del interior. En caso contrario, tendrá que regresar el domingo y repetir la operación, aunque no creo que sea necesario: la cobertura del salón de peluquería es nueva, pero la del Prado ya la hemos utilizado con anterioridad y siempre ha dado resultados satisfactorios.
—¿Tampoco aquí sabré quién va a llevarse los patrones?
—Siempre alguien de confianza. Nuestro contacto en el guardarropa se encargará de traspasar el sobre desde su carpeta hasta otra pertenencia dejada por nuestro enlace en la misma mañana, es algo que puede realizarse con gran facilidad. ¿Tiene hambre?
Miré la hora. Era más de la una. No sabía si tenía hambre o no: había estado tan abstraída en absorber cada sílaba de las instrucciones que apenas había percibido el paso del tiempo. Volví a contemplar el mar, parecía haber cambiado de color. Todo lo demás seguía exactamente igual: la luz contra las paredes blancas, las gaviotas, las voces en árabe desde la calle. Hillgarth no esperó mi respuesta.
—Seguro que sí. Venga conmigo, por favor.