Una de las actividades que me acompañaron desde la llegada de mi madre a Tetuán fue leer. Ella mantenía la costumbre de acostarse temprano, Félix ya no cruzaba el descansillo, y a mis noches comenzaron a sobrarle muchas horas. Hasta que, una vez más, a él se le ocurrió una solución para llenar mi tedio. Tuvo nombre de mujeres y llegó entre dos tapas: Fortunata y Jacinta. A partir de entonces, dediqué todo mi tiempo de asueto a la lectura de cuantos novelones había en casa de mi vecino. Con el transcurso de los meses conseguí acabarlos y comencé con los estantes de la Biblioteca del Protectorado. Cuando el verano de 1940 tocaba a su fin, ya había dado cuenta de las dos o tres decenas de novelas de la pequeña biblioteca local y me preguntaba con qué iba a entretenerme de allí en adelante. Y entonces, inesperadamente, a mi puerta llegó un nuevo texto. No en forma de novela, sino de telegrama azul. Y no para el disfrute de su lectura, sino para que actuara según las indicaciones. «Invitación personal. Fiesta privada en Tánger. Amistades de Madrid esperan. Primero septiembre. Siete tarde. Dean’s Bar».
El estómago me dio un vuelco y, a pesar de ello, no pude reprimir una carcajada. Sabía quién enviaba la misiva, no necesitaba firma. En tropel volvieron a mi memoria docenas de recuerdos: música, carcajadas, cócteles, urgencias inesperadas y palabras extranjeras, pequeñas aventuras, excursiones con la capota del coche bajada, ganas de vivir. Comparé aquellos días del pasado con el presente sosegado en el que las semanas transcurrían monótonas entre costuras y pruebas, seriales en la radio y paseos con mi madre al atardecer. Lo único moderadamente emocionante que viví en aquellos tiempos fue alguna película a la que Félix me arrastró, y las desventuras y amoríos de los personajes de los libros que noche a noche devoraba para superar el aburrimiento. Saber que Rosalinda me esperaba en Tánger me produjo una sacudida de alegría. Aunque fuera brevemente, la ilusión se ponía de nuevo en marcha.
En el día y la hora fijados, sin embargo, no encontré ninguna fiesta en el bar del El Minzah, tan sólo cuatro o cinco pequeños grupos aislados de gente desconocida y un par de bebedores solitarios en la barra. Tampoco tras ella estaba Dean. Demasiado temprano tal vez para el pianista, el ambiente era mortecino, distinto de tantas noches tiempo atrás. Me senté a esperar en una mesa discreta y rechacé al camarero que se acercó. Siete y diez, siete y cuarto, siete y veinte. Y la fiesta seguía sin empezar. A las siete y media me acerqué a la barra y pregunté por Dean. Ya no trabaja aquí, me dijeron. Ha abierto su propio negocio, Dean’s Bar. ¿Dónde? En la rue Amerique du Sud. Volé. En dos minutos estaba allí, apenas unos cientos de metros separaban ambos locales. Dean, enjuto y oscuro como siempre, captó mi presencia desde detrás de la barra apenas mi silueta se perfiló en la entrada. Su bar estaba más animado que el del hotel: no había muchos clientes, pero las conversaciones tenían un tono más alto, más distendido, y se oían algunas risas. El propietario no me saludó: tan sólo, con una breve mirada negra como el tizón, me señaló una cortina al fondo. A ella me dirigí. Terciopelo verde, pesado. Lo aparté y entré.
—Llegas tarde a mi fiesta.
Ni las paredes sucias, ni la luz mortecina de la triste bombilla; ni siquiera las cajas de bebidas y los sacos de café apilados alrededor restaban un ápice al glamour de mi amiga. Tal vez ella, tal vez Dean, o los dos quizá antes de abrir el bar aquella tarde, habían transformado temporalmente el pequeño almacén en un habitáculo exclusivo para un encuentro privado. Tan privado que sólo había dos sillas separadas por un barril cubierto con un mantel blanco. Sobre él, un par copas, una coctelera, una cajetilla de cigarrillos turcos y un cenicero. En un rincón, haciendo equilibrios sobre un montón de cajones, la voz de Billie Holiday cantaba Summertime desde un gramófono portátil.
Llevábamos un año entero sin vernos, el que había transcurrido desde su marcha a Madrid. Seguía en los huesos, con la piel transparente y aquella onda rubia siempre a punto de caerle sobre el ojo. Pero su gesto no era el de los días despreocupados del pasado, ni siquiera el de los momentos más duros de la convivencia con su marido o su posterior convalecencia. No pude percibir con exactitud dónde radicaba el cambio, pero todo en ella se había trastocado un poco. Parecía algo mayor, más madura. Un poco cansada quizá. Por sus cartas había yo ido sabiendo de las dificultades que Beigbeder y ella misma habían encontrado en la capital. No me había dicho, en cambio, que tuviese prevista una visita a Marruecos.
Nos abrazamos, reímos como colegialas, halagamos con exageración nuestro vestuario y volvimos a reír. La había echado tanto de menos. Tenía a mi madre, cierto. Y a Félix. Y a Candelaria. Y mi taller y mi nueva afición por la lectura. Pero había extrañado tanto su presencia: aquellas llegadas intempestivas, su manera de ver las cosas desde un ángulo distinto al del resto del mundo. Sus ocurrencias, sus pequeñas excentricidades, el alboroto de su locuacidad. Quise saberlo todo y le lancé una catarata de preguntas: cómo marchaba su vida en Madrid, cómo estaba Johnny, cómo seguía Beigbeder, cuáles eran las razones que le habían hecho volver a África. Me respondió con vaguedades y anécdotas, evitando aludir a las dificultades. Hasta que yo dejé de martirizarla con mi curiosidad y entonces, mientras llenaba las copas, habló claro por fin.
—He venido a ofrecerte un trabajo.
Reí.
—Yo ya tengo un trabajo.
—Yo te voy a proponer otro.
Volví a reír y bebí. Pink gin, como tantas otras veces.
—Haciendo ¿qué? —dije al despegar la copa de mis labios.
—Lo mismo que ahora, pero en Madrid.
Me di cuenta de que hablaba en serio y se me secó la risa. Yo también alteré entonces el tono.
—Estoy a gusto en Tetuán. Las cosas van bien, cada vez mejor. A mi madre también le agrada vivir aquí. Nuestro taller funciona estupendamente; de hecho, estamos pensando en contratar a alguna aprendiza para que nos ayude. No nos hemos planteado volver a Madrid.
—No hablo de tu madre, Sira, tan sólo de ti. Y no haría falta cerrar el taller de Tetuán; seguramente se trataría de algo provisional. O, al menos, eso espero. Cuando todo terminara, podrías regresar.
—Cuando terminara ¿qué?
—La guerra.
—La guerra terminó hace más de un año.
—La vuestra, sí. Pero ahora hay otra.
Se levantó, cambió el disco y subió el volumen. Más jazz, esta vez sólo instrumental. Intentaba que nuestra conversación no se oyera tras la cortina.
—Hay otra guerra terrible. Mi país está metido en ella y el tuyo puede entrar en cualquier momento. Juan Luis ha hecho todo lo que ha podido para que España quede al margen, pero la marcha de los acontecimientos parece indicar que va a resultar muy difícil. Por eso queremos ayudar de todas las maneras posibles para minimizar la presión de Alemania sobre España. Si se lograra, vuestra nación quedaría fuera del conflicto y nosotros tendríamos más posibilidades de ganarlo.
Seguía sin entender cómo casaba mi trabajo con todo aquello, pero no la interrumpí.
—Juan Luis y yo —prosiguió— estamos intentando concienciar a algunos de nuestros amigos para que colaboren en la medida de sus posibilidades. Él no ha conseguido ejercer presión sobre el gobierno desde el ministerio, pero desde fuera también pueden hacerse cosas.
—¿Qué tipo de cosas? —pregunté con un hilo de voz. No tenía la menor idea de lo que pasaba por su cabeza. Mi rostro debió de resultarle divertido porque, por fin, rio.
—Don’t panic, darling. No te asustes. No estamos hablando de poner bombas en la embajada alemana o de sabotear grandes operaciones militares. Me refiero a discretas campañas de resistencia. Observación. Infiltraciones. Obtención de datos a través de pequeñas brechas here and there, por aquí y por allá. Juan Luis y yo no estamos solos en esto. No somos un par de idealistas en busca de amigos incautos a los que implicar en una fantasiosa maquinación.
Rellenó las copas y volvió a subir el volumen del gramófono. Encendimos otro par de cigarrillos. Se sentó de nuevo y hundió sus ojos claros en los míos. A su alrededor tenía unas ojeras grisáceas que nunca antes le había visto.
—Estamos ayudando a montar en Madrid una red de colaboradores clandestinos asociados al Servicio Secreto británico. Colaboradores desvinculados de la vida política, diplomática o militar. Gente poco conocida que, bajo la apariencia de una vida normal, se entere de cosas y después las transmita al SOE.
—¿Qué es el SOE? —murmuré.
—Special Operations Executive. Una nueva organización dentro del Servicio Secreto recién creada por Churchill, destinada a asuntos relacionados con la guerra y al margen de los operativos de siempre. Están captando gente por toda Europa. Digamos que se trata de un servicio de espionaje poco ortodoxo. Poco convencional.
—No te entiendo. —Mi voz seguía siendo un susurro.
Era verdad que no entendía nada. Servicio Secreto. Colaboradores clandestinos. Operativos. Espionaje. Infiltraciones. En mi vida había oído hablar de todo aquello.
—Bueno, tampoco creas que yo estoy acostumbrada a toda esta terminología. Para mí también es todo prácticamente nuevo, he tenido que aprender mucho a marchas forzadas. Juan Luis, como te dije por carta, ha estrechado su relación con nuestro embajador Hoare en los últimos tiempos. Y ahora que él tiene los días contados en el ministerio, ambos han decidido trabajar en conjunto. Hoare, no obstante, no controla directamente las operaciones del Servicio Secreto en Madrid. Digamos que las supervisa, que es el último responsable. Pero no las coordina de manera personal.
—¿Quién lo hace, entonces?
Esperé a que me dijera que ella misma y destapara por fin que aquello no era más que una broma. Y entonces las dos reiríamos a carcajadas y nos iríamos por fin a cenar y a bailar a Villa Harris, como tantas otras veces. Pero no lo hizo.
—Alan Hillgarth, nuestro naval attaché, el agregado naval de la embajada: él es quien se encarga de todo. Es un tipo muy especial, marino dentro de una familia de larga tradición en la Armada, casado con una dama de la alta aristocracia que también está implicada en sus actividades. Llegó a Madrid a la vez que Hoare para, bajo la tapadera de su puesto oficial, encargarse también de coordinar encubiertamente las actividades del SOE y el SIS, el Secret Intelligence Service.
SOE. Special Operations Executive. SIS. Secret Intelligence Service. Todo me sonaba igual de ajeno. Insistí para que me lo aclarara.
—El SIS, el Secret Intelligence Service, también conocido como el MI6, Directorate of Military Intelligence, Section 6: la sexta sección de la inteligencia militar, la agencia dedicada a las operaciones del Servicio Secreto fuera de Gran Bretaña. Actividades de espionaje en territorio no británico, para que nos entendamos. Opera desde antes de la Gran Guerra y su personal, que suele tener cobertura diplomática o militar, se implica en operaciones discretas normalmente a través de estructuras de poder ya establecidas, por medio de personas o autoridades influyentes en los países en los que actúa. El SOE, en cambio, es algo novedoso. Más arriesgado porque no depende sólo de profesionales pero, por eso mismo, se trata de algo mucho más flexible. Es un operativo de emergencia para los nuevos tiempos de guerra, por llamarlo de alguna manera. Están abiertos a colaborar con todo tipo de personas capaces de resultar de interés. La organización acaba de crearse y Hillgarth, el encargado en España, necesita reclutar agentes. Con urgencia. Y, para ello, están sondeando a gente de su confianza que puedan ponerlos en contacto con otras personas que, a su vez, puedan ayudarles directamente. Digamos que Juan Luis y yo somos de ese tipo de intermediarios. Hoare está casi recién llegado, apenas conoce a nadie. Hillgarth pasó toda la guerra civil como vicecónsul en Mallorca, pero también es nuevo en Madrid y aún no controla todo el terreno que pisa. A Juan Luis y a mí, a él como ministro ya abiertamente anglófilo y a mí como ciudadana británica, no nos han pedido implicación directa: saben que somos demasiado conocidos y siempre resultaríamos sospechosos. Pero sí han recurrido a nosotros para que les facilitemos contactos. Y nosotros hemos pensado en algunos amigos. Entre ellos, en ti. Por eso he venido a verte.
Preferí no preguntar qué quería de mí exactamente. Lo hiciera o no, me lo iba a contar igual y el pánico iba a ser el mismo, así que decidí concentrarme en llenar de nuevo las copas. Pero la coctelera ya estaba vacía. Me levanté entonces y rebusqué entre las cajas apiladas contra la pared. Todo aquello era demasiado fuerte como para digerirlo a palo seco. Saqué una botella de algo que resultó ser whisky, le quité el tapón y di un largo trago directamente de la botella. Después se la pasé a Rosalinda. Me imitó y me la devolvió. Siguió hablando. Entretanto yo volví a beber.
—Hemos pensado que podrías montar un taller en Madrid y coser para las mujeres de los altos cargos nazis.
La garganta se me obstruyó, y el trago de whisky que iba ya camino abajo retornó a la boca y salió disparado en mil salpicaduras. Me limpié la cara con el dorso de la mano. Cuando por fin conseguí articular palabra, sólo salieron tres.
—Estáis locos perdidos.
No se dio por aludida y prosiguió sin alterarse.
—Todas ellas se vestían antes en París pero, desde que el ejército alemán invadió Francia en mayo, la mayoría de las casas de alta costura han cerrado, muy pocos quieren seguir trabajando en el París ocupado. La Maison Vionet, la Maison Chanel en la rue Chambon, la tienda de Schiaparelli en la place Vendôme: casi todos los grandes se han marchado.
Las menciones de Rosalinda a la alta costura parisina, ayudadas posiblemente por mi nerviosismo, los cócteles y los tragos de whisky, me produjeron de pronto una carcajada ronca.
—¿Y quieres que yo sustituya en Madrid a todos esos modistos?
No conseguí contagiarle mi risa y prosiguió hablando seria.
—Podrías intentarlo a tu manera y a pequeña escala. Es el momento óptimo, porque no hay demasiadas opciones: París queda out of the question y Berlín está demasiado lejos. O se visten en Madrid, o no estrenarán modelos en la temporada que está a punto de empezar, lo cual para ellas sería una tragedia porque la esencia de su existir en estos días se centra en una intensísima vida social. Me he estado informando: son varios los talleres madrileños que ya están de nuevo en activo, preparándose para el otoño. Se rumoreaba que Balenciaga iba a reabrir su atelier este año, pero finalmente no lo ha hecho. Aquí tengo los nombres de los que sí tienen previsto funcionar —dijo sacando una cuartilla doblada del bolsillo de la chaqueta—. Flora Villarreal; Brígida en la Carrera de San Jerónimo, 37; Natalio en Lagasca, 18; Madame Raguette en Bárbara de Braganza, 2; Pedro Rodríguez en Alcalá, 62; Cottret en Fernando VI, 8.
Algunos me resultaban familiares, otros no. Doña Manuela debería haber estado entre ellos, pero Rosalinda no la mencionó: posiblemente no había vuelto a abrir su taller. Cuando terminó de leer la lista rajó la nota en mil pequeños pedazos y los dejó en el cenicero lleno ya de colillas.
—A pesar de sus esfuerzos por presentar nuevas colecciones y ofrecer los mejores diseños, todos comparten, sin embargo, un mismo problema; todos tienen la misma limitación. Así que a ninguno va a resultarle fácil salir adelante con éxito.
—¿Qué limitación?
—La escasez de telas; la absoluta escasez de telas. Ni España ni Francia están produciendo tejidos para este tipo de costura; las fábricas que no han cerrado están dedicadas a cubrir las necesidades básicas de la población o a elaborar materiales destinados a la guerra. Con el algodón hacen uniformes; con el hilo, vendas: cualquier tejido tiene un destino prioritario más allá de la moda. Ese problema podrías superarlo tú llevándote las telas desde Tánger. Aquí sigue habiendo comercio, no hay problemas para las importaciones como en la Península. Llegan productos americanos y argentinos, aún hay mucho stock de telas francesas y lanas inglesas, de sedas indias y chinas de años anteriores: puedes llevarte de todo. Y, en caso de que necesitaras más suministros, encontraríamos la manera de que los recibieras. Si llegas a Madrid con género e ideas, y si yo logro hacer que se corra la voz a través de mis contactos, puedes convertirte en la modista de la temporada. No tendrás competencia, Sira: serás la única capaz de ofrecerles lo que quieren: ostentación, lujo, frivolidad absoluta, como si el mundo fuera un salón de baile y no el sangriento campo de batalla en el que ellos mismos lo han convertido. Y las alemanas, todas, acudirán como buitres hasta ti.
—Pero me asociarían contigo… —dije intentando agarrarme a algún soporte que me impidiera ser arrollada por aquel demente plan.
—En absoluto. Nadie tiene por qué hacerlo. Las alemanas de Madrid son en su mayoría recién llegadas y no tienen ningún contacto con las de Marruecos; nadie tiene que saber que tú y yo nos conocemos. Aunque, por supuesto, tu experiencia cosiendo para sus compatriotas en Tetuán te será de gran ayuda: conoces sus gustos, sabes cómo tratarlas y cómo debes comportarte con ellas.
Mientras ella hablaba, cerré los ojos y me limité a mover la cabeza de un lado a otro. Por unos segundos, mi mente se remontó a los meses tempranos de mi estancia en Tetuán, a la noche en que Candelaria me enseñó las pistolas y me propuso venderlas para abrir el taller. La sensación de pánico era la misma y el escenario, similar: dos mujeres escondidas en un cuartucho, una exponiendo un plan peligroso concienzudamente maquinado y la otra, aterrorizada, negándose a aceptarlo. Había diferencias, no obstante. Grandes diferencias. El proyecto que Rosalinda me presentaba pertenecía a otra dimensión.
Su voz me hizo retornar del pasado, abandonar el mísero dormitorio de la pensión de La Luneta y reubicarme en la realidad del pequeño almacén tras la barra del Dean’s Bar.
—Te crearemos la fama, tenemos maneras de hacerlo. Estoy bien relacionada en los círculos que nos interesan en Madrid, haremos correr el boca a boca para darte a conocer sin que nadie te vincule conmigo. El SOE se encargaría de todos los gastos iniciales: pagaría el alquiler del local, la instalación del taller y la inversión inicial en tejidos y materiales. Juan Luis resolvería el asunto de los trámites aduaneros y te facilitaría los permisos necesarios para pasar la mercancía de Tánger a España; tendría que ser un cargamento considerable porque, una vez él esté fuera del ministerio, las gestiones serán mucho más difíciles. Todo el rendimiento del negocio sería para ti. Sólo tendrías que hacer lo mismo que ahora en Marruecos, pero prestando más atención a lo que oigas de boca de clientas alemanas, o incluso de españolas vinculadas al poder y conectadas con los nazis, que también resultarían muy interesantes si lograras captarlas. Las alemanas están absolutamente ociosas y les sobra el dinero, tu atelier podría convertirse en un lugar de encuentro para ellas. Te enterarías de los sitios a los que van sus maridos, la gente con la que se reúnen, los planes que tienen y las visitas que reciben de Alemania.
—Apenas hablo el alemán.
—Eres capaz de comunicarte lo bastante como para que ellas se sientan cómodas contigo. Enough.
—Sé poco más que los números, los saludos, los colores, los días de la semana y un puñado de frases sueltas —insistí.
—No importa: ya hemos pensado en ello. Tenemos a alguien que podría ayudarte. Tú sólo tendrías que recopilar datos y hacerlos llegar después a su destino.
—¿Cómo?
Se encogió de hombros.
—Eso tendrá que decírtelo Hillgarth si finalmente aceptas. Yo no sé cómo funcionan esos operativos; me imagino que diseñarían algo específico para ti.
Volví a hacer un gesto negativo con la cabeza, esta vez más enfático.
—No voy a aceptar, Rosalinda.
Encendió otro cigarrillo y aspiró con fuerza.
—¿Por qué? —preguntó entre humo.
—Porque no —dije contundente. Tenía mil razones para no embarcarme en aquel sinsentido, pero preferí amontonarlas todas en una única negación. No. No iba a hacerlo. Tajantemente, no. Bebí otro trago de whisky de la botella, me supo a rayos.
—¿Por qué no, darling? Por miedo, right? —Hablaba ahora en voz baja y segura. La música había terminado; sólo se oía el ruido de la aguja arañando la pizarra del disco y algunas voces y risas procedentes del otro lado de la cortina—. Todos tenemos miedo, todos estamos muertos de miedo —murmuró—. Pero eso no es justificación suficiente. Tenemos que implicarnos, Sira. Tenemos que ayudar. Tú, yo, todos, cada uno en la medida de sus posibilidades. Tenemos que aportar nuestro grano de arena para que esta locura no siga avanzando.
—Además, no puedo volver a Madrid. Tengo asuntos pendientes. Tú sabes cuáles.
La cuestión de las denuncias de los tiempos de Ramiro estaba aún sin resolver. Desde el final de la guerra había hablado sobre ello con el comisario Vázquez en un par de ocasiones. Él había intentado enterarse de cómo estaba la situación en Madrid, pero no había logrado nada. Todo anda aún muy revuelto, vamos a dejar pasar el tiempo, esperar a que las cosas se calmen, me decía. Y yo, sin intención ya de regresar, esperaba. Rosalinda conocía la situación, yo misma se la había contado.
—También hemos pensado en eso. En eso, y en que tienes que estar cubierta, protegida ante cualquier eventualidad. Nuestra embajada no podría hacerse responsable de ti en caso de que hubiera algún problema y el asunto es arriesgado para una ciudadana española tal como están las cosas ahora mismo. Pero Juan Luis ha tenido una idea.
Quise preguntar cuál era, pero la voz no me salió del cuerpo. Tampoco hizo falta: ella me la expuso inmediatamente.
—Puede conseguirte un pasaporte marroquí.
—Un pasaporte falso —apostillé.
—No, sweetie: auténtico. Él sigue teniendo excelentes amigos en Marruecos. Podrías ser ciudadana marroquí en apenas unas horas. Con otro nombre, obviously.
Me levanté y noté que me costaba mantener el equilibrio. En mi cerebro, entre charcos de ginebra y whisky, chapoteaban alborotadas todas aquellas palabras tan ajenas. Servicio Secreto, agentes, dispositivos. Nombre falso, pasaporte marroquí. Me apoyé contra la pared e intenté recobrar la serenidad.
—Rosalinda, no. No sigas, por favor. No puedo aceptar.
—No es necesario que tomes una decisión ahora mismo. Piénsatelo.
—No hay nada que pensar. ¿Qué hora es?
Consultó el reloj; yo intenté hacer lo mismo con el mío, pero los números parecían derretirse ante mis ojos.
—Las diez menos cuarto.
—Tengo que volver a Tetuán.
—Había previsto que un coche te recogiera a las diez, pero creo que no estás en condiciones de ir a ningún sitio. Quédate a dormir en Tánger. Yo me encargo de que te den una habitación en el El Minzah y de que avisen a tu madre.
Una cama en la que dormir para olvidar toda aquella siniestra conversación se me antojó como el más tentador de los ofrecimientos. Una cama grande con sábanas blancas, en una hermosa habitación en la que despertar al día siguiente para descubrir que aquel encuentro con Rosalinda había sido una pesadilla. Una extravagante pesadilla salida de la nada. La lucidez saltó de pronto desde algún remoto rincón de mi cerebro.
—No pueden avisar a mi madre. No tenemos teléfono, ya lo sabes.
—Haré que alguien llame a Félix Aranda y él se lo dirá. Me ocuparé además de que te recojan y te lleven a Tetuán mañana por la mañana.
—¿Y tú dónde te alojas?
—En casa de unos amigos ingleses en la rue de Hollande. No quiero que nadie sepa que estoy en Tánger. Me han traído directamente en auto desde su residencia, ni siquiera he pisado la calle.
Guardó silencio durante unos segundos y volvió a hablar en tono más bajo otra vez. Más bajo y más denso.
—Las cosas están muy feas para Juan Luis y para mí, Sira. Nos vigilan permanentemente.
—¿Quién? —pregunté con voz ronca.
Sonrió con tristeza y media boca.
—Todos. La policía. La Gestapo. La Falange.
El miedo salió de mí en forma de pregunta apenas susurrada con voz pastosa.
—Y a mí, ¿también van a vigilarme?
—No lo sé, darling, no lo sé.
Sonreía de nuevo, esta vez con la boca entera. No logró, sin embargo, que un punto de desazón se le quedara colgando de las comisuras.