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Sir Samuel Hoare llegó a Madrid a finales de mayo de 1940 ostentando el pomposo título de embajador extraordinario en misión especial. Jamás había pisado suelo español, ni hablaba una palabra de nuestra lengua, ni mostraba la menor simpatía hacia Franco y su régimen, pero Churchill puso en él toda su confianza y le urgió para que aceptara el cargo: España era una pieza clave en el devenir de la guerra europea y allí quería él a un hombre fuerte sosteniendo su bandera. Para los intereses británicos era básico que el gobierno español mantuviese una postura neutral que respetara a un Gibraltar libre de invasiones y evitara que los puertos del Atlántico cayeran en manos alemanas. A fin de lograr un mínimo de cooperación, habían presionado a la hambrienta España mediante el comercio exterior, restringiendo el suministro de petróleo y apretando hasta la asfixia con la estrategia del palo y la zanahoria. A medida que las tropas alemanas avanzaban por Europa, sin embargo, aquello dejó de ser suficiente: necesitan implicarse en Madrid de una manera más activa, más operativa. Y con tal objetivo en su agenda aterrizó en la capital aquel hombre pequeño, algo desgastado ya, de presencia casi anodina; Sir Sam para sus colaboradores cercanos, don Samuel para los escasos amigos que acabaría haciendo en España.

No asumió Hoare el puesto con optimismo: no le agradaba el destino, era ajeno a la idiosincrasia española, ni siquiera tenía conocidos entre aquel extraño pueblo devastado y polvoriento. Sabía que no iba a ser bien recibido y que el gobierno de Franco era abiertamente antibritánico: para que aquello le quedara bien claro desde el principio, la misma mañana de su llegada los falangistas le plantaron en la puerta de su embajada una manifestación vociferante que le recibió al grito de «¡Gibraltar español!».

Tras la presentación de sus credenciales ante el Generalísimo, comenzó para él el tortuoso via crucis en el que su vida habría de convertirse a lo largo de los cuatro años que duraría su misión. Lamentó haber aceptado el cargo cientos de veces: se sentía tremendamente incómodo en aquel ambiente tan hostil, incómodo como nunca antes lo había estado en ningún otro de sus múltiples destinos. La atmósfera era angustiosa, el calor insoportable. Las agitaciones falangistas frente a su embajada eran el pan nuestro de cada día: les apedreaban las ventanas, les arrancaban los banderines y las insignias de los coches oficiales, e insultaban al personal británico sin que las autoridades de orden público movieran siquiera un pestaña. La prensa emprendió una agresiva campaña acusando a Gran Bretaña de ser culpable del hambre que España padecía. Su presencia tan sólo despertaba simpatías entre un número reducido de monárquicos conservadores, apenas un puñado de nostálgicos de la reina Victoria Eugenia con escaso poder de maniobra en el gobierno y aferrados a un pasado sin vuelta atrás.

Se sentía solo, andando a tientas en medio de la oscuridad. Madrid le superaba, encontraba el ambiente absolutamente irrespirable: le oprimía el lentísimo funcionamiento de la maquinaria administrativa, contemplaba aturdido las calles llenas de policías y falangistas armados hasta las cejas, y veía cómo los alemanes actuaban a su aire envalentonados y amenazantes. Haciendo de tripas corazón y cumpliendo con las obligaciones de su cargo, procedió apenas instalado a entablar relaciones con el gobierno español y, de forma particular, con sus tres miembros principales: el general Franco y los ministros Serrano Suñer y Beigbeder. Con los tres se reunió, a los tres sondeó y de los tres recibió respuestas altamente diferentes.

Con el Generalísimo obtuvo audiencia en El Pardo un soleado día de verano. A pesar de ello, Franco le recibió con las cortinas cerradas y la luz eléctrica encendida, sentado tras un escritorio sobre el que se alzaban arrogantes un par de grandes fotografías dedicadas de Hitler y Mussolini. En aquel ortopédico encuentro en el que hablaron por turnos, mediante intérprete y sin opción al más mínimo diálogo, Hoare quedó impactado por la desconcertante confianza en sí mismo del jefe del Estado: por la autocomplacencia de quien se creía elegido por la providencia para salvar a su patria y crear un nuevo mundo.

Lo que con Franco marchó mal, con Serrano Suñer se superó: todo fue peor. El poder del cuñadísimo estaba en su esplendor más fulgurante, tenía al país enteramente en sus manos: la Falange, la prensa, la policía y acceso personal e ilimitado al Caudillo, por quien muchos intuían que sentía un cierto desprecio ante su inferior capacidad intelectual. Mientras Franco, recluido en El Pardo, apenas se dejaba ver, Serrano parecía omnipresente: el perejil de todas las salsas, tan distinto de aquel hombre discreto que visitó el Protectorado en plena guerra, el mismo que se agachó a recoger mi polvera y cuyos tobillos contemplé largamente por debajo de un sofá. Como si hubiese renacido con el régimen, así surgió un nuevo Ramón Serrano Suñer: impaciente, arrogante, rápido como un rayo en sus palabras y actos, con sus ojos gatunos siempre alerta, el uniforme de Falange almidonado y el pelo casi blanco repeinado hacia atrás como un galán de cine. Siempre tenso, exquisitamente despectivo con cualquier representante de lo que él llamaba las «plutodemocracias». Ni en aquel primer encuentro ni en los muchos más que a lo largo del tiempo habrían de mantener, consiguieron Hoare y Serrano aproximarse a ningún territorio cercano a la empatía.

Con el único de los tres dignatarios con quien sí logró el embajador entenderse fue con Beigbeder. Desde la primera visita al palacio de Santa Cruz, la comunicación fue fluida. El ministro escuchaba, actuaba, se esforzaba por enmendar asuntos y resolver enredos. Se declaró ante Hoare tajante partidario de la no intervención en la guerra, reconoció sin tapujos las tremendas necesidades de la población hambrienta y se esforzó hasta la extenuación por abrir acuerdos y negociar pactos para paliarlas. Cierto fue que su persona resultó para el embajador en principio un tanto pintoresca, incluso excéntrica tal vez: absolutamente incongruente en su sensibilidad, cultura, maneras e ironía con la brutalidad del Madrid del brazo en alto y el ordeno y mando. Beigbeder, a ojos de Hoare, se sentía a todas luces incómodo entre la agresividad de los alemanes, la fanfarronería de los falangistas, la actitud despótica de su propio gobierno y las miserias cotidianas de la capital. Tal vez por eso, por su propia anormalidad en aquel mundo de locos, Beigbeder le resultara a Hoare un tipo simpático, un bálsamo con el que frotarse las magulladuras provocadas por los latigazos de los propios compañeros de filas del singular ministro de temple africano. Tuvieron desencuentros, cierto: puntos de vista enfrentados y actuaciones diplomáticas discutidas; reclamaciones, quejas y docenas de crisis que juntos intentaron solventar. Como cuando las tropas españolas entraron en Tánger en junio dando por finiquitado de un plumazo su estatuto de ciudad internacional. Como cuando estuvieron a punto de autorizar desfiles de tropas alemanas por las calles de San Sebastián. Como tantas otras tiranteces en aquellos tiempos de desorden y precipitación. A pesar de todo, la relación ente Beigbeder y Hoare se fue haciendo cada día más cómoda y cercana, constituyendo para el embajador el único refugio en aquel terreno tormentoso en el que los problemas no paraban de surgir como las malas hierbas.

A medida que se acoplaba al país, Hoare fue siendo consciente del largo alcance del poder de los alemanes en la vida española, de sus extensas ramificaciones en casi todos los órdenes de la vida pública. Empresarios, ejecutivos, agentes comerciales, productores de cine; personas dedicadas a actividades diversas con excelentes contactos en la administración y el poder trabajaban como agentes al servicio nazi. Pronto supo también del mando férreo que ejercían sobre los medios de comunicación. La oficina de prensa de la Embajada de Alemania, con plena autorización de Serrano Suñer, decidía a diario qué información sobre el Tercer Reich se publicaba en España, cómo y con qué palabras, insertando a su gusto cuanta propaganda nazi desearan en toda la prensa española y, de manera más descarada y ofensiva, en el diario Arriba, el órgano de la Falange que monopolizaba la mayor parte del escaso papel que para periódicos se disponía en aquellos tiempos de penuria. Las campañas contra los británicos eran sangrientas y constantes, plagadas de mentiras, insultos y perversas manipulaciones. La figura de Churchill era motivo de las más malignas caricaturas y el Imperio británico, causa de constante mofa. El más simple accidente en una fábrica o de un tren correo en cualquier provincia española se atribuía sin el menor reparo a un sabotaje de los pérfidos ingleses. Las quejas del embajador ante tales atropellos, siempre, inexcusablemente, caían en saco roto.

Y mientras Sir Samuel Hoare iba acomodándose mal que bien a su nuevo destino, el antagonismo entre los ministerios de Gobernación y Exteriores era cada vez más evidente. Serrano, desde su todopoderosa posición, organizó una estratégica campaña a su manera: difundió rumores venenosos sobre Beigbeder, y alimentó con ello la idea de que sólo en sus propias manos se enderezaría la situación. Y a medida que la estrella del antiguo alto comisario caía como una piedra en el agua, Franco y Serrano, Serrano y Franco, dos absolutos desconocedores de la política internacional, ninguno de los cuales había visto el mundo ni por un agujero, se sentaban a tomar chocolate con picatostes en El Pardo y, mano a mano, diseñaban sobre el mantel de la merienda un nuevo orden mundial con la pasmosa osadía a la que sólo pueden llevar la ignorancia y la soberbia.

Hasta que Beigbeder reventó. Iban a echarle y él lo sabía. Iban a prescindir de él, a darle una patada en el trasero y mandarle a la calle: ya no les interesaba para su cruzada gloriosa. Le habían arrancado de su Marruecos feliz y le habían asignado a un puesto altamente deseable para después atarle de pies y manos y meterle una bola de trapo en la boca. Jamás habían valorado sus opiniones: de hecho, es probable que jamás se las pidieran. Nunca pudo tener iniciativa ni criterio, no le querían más que para llenar con su nombre una cartera ministerial y para que actuara como un funcionario servil, pusilánime y mudo. Aun así, sin gustarle en absoluto la situación, acató la jerarquía y trabajó incansable por aquello que se le estaba pidiendo, soportando con entereza el maltrato sistemático al que Serrano le mantuvo sometido durante meses. Primero fueron los pisotones, los empujones, el quítate tú para que me ponga yo. Aquellos empujones tardaron poco en convertirse en humillantes collejas. Y las collejas pronto se tornaron en patadas en los riñones, y las patadas pasaron finalmente a ser a cuchilladas en la yugular. Y cuando Beigbeder intuyó que lo siguiente sería pisarle la cabeza, entonces, estalló.

Estaba cansado, harto de las impertinencias y la altivez del cuñadísimo, del oscurantismo de Franco en sus decisiones; harto de nadar a contracorriente y sentirse ajeno a todo, de estar al mando de un barco que, desde el momento en que inició su travesía, llevaba un rumbo equivocado. Por eso, tal vez queriendo emular una vez más a sus añorados amigos musulmanes, resolvió liarse, como un turbante moruno, la manta a la cabeza. Había llegado el momento de que la amistad discreta que hasta entonces había mantenido con Hoare saliera a la luz y se hiciera pública: de que traspasara los reductos privados, los despachos y los salones en los que hasta entonces se había mantenido. Y con ella por bandera, se echó a la calle: a plena calle, sin cobijo alguno. Al aire, bajo la solanera impenitente del verano. Empezaron a comer juntos casi a diario en las mesas más visibles de los restaurantes más conocidos. Y después, como dos árabes recorriendo las estrechas callejuelas de la morería de Tetuán, así agarraba Beigbeder al embajador por el brazo llamándole «hermano Samuel» y, con ostentosa parsimonia, paseaban por las aceras de Madrid. Desafiante Beigbeder, provocador, quijotesco casi. Un día, otro y otro, charlando en íntima cercanía con el enviado de los enemigos, demostrando con arrogancia su desprecio por los alemanes y los germanófilos. Y así pasaban por la Secretaría General del Movimiento en la calle Alcalá; por la sede del diario Arriba y ante la Embajada de Alemania en la Castellana, por las mismas puertas del Palace o del Ritz, auténticos avisperos de nazis. Para que todos vieran bien visto cómo se entendían el ministro de Franco y el embajador de los indeseables. Y mientras tanto Serrano, al borde de la crisis nerviosa y con la úlcera reconcomida, recorría a grandes zancadas su despacho de punta a punta, mesándose los cabellos y preguntándose a gritos dónde querría llegar el demente de Beigbeder con aquel insensato comportamiento.

A pesar de que los esfuerzos de Rosalinda habían conseguido despertar en él una cierta simpatía por Gran Bretaña, el ministro no era tan imprudente como para, sin mayor razón que el puro romanticismo, lanzarse en los brazos de un país extranjero como lo hacía cada noche en los de su amada. Gracias a ella había desarrollado una cierta simpatía por esa nación, sí. Pero si se volcó de lleno en Hoare, si por él quemó todas sus naves, fue por algunas razones más. Tal vez porque era un utópico y creía que en la Nueva España las cosas no marchaban como él pensaba que debían funcionar. Quizá porque era la única forma que tenía de mostrar abiertamente su oposición a entrar en la guerra al lado de las potencias del Eje. Puede que lo hiciera como reacción de rechazo ante quien le había humillado hasta el extremo, alguien con quien se suponía que tendría que haber trabajado hombro con hombro en el levantamiento de aquella patria en ruinas en cuya demolición habían participado con tanto afán. Y posiblemente se acercó a Hoare sobre todo porque se sentía solo, inmensamente solo en un entorno amargo y hostil.

De todo esto no me enteré yo porque lo viviera de primera mano, sino porque Rosalinda, a lo largo de todos aquellos meses, me mantuvo informada través de una cadena de extensas cartas que yo recibía en Tetuán como agua de mayo. A pesar de su agitada vida social, la enfermedad la obligaba a permanecer aún largas horas en cama, horas que dedicaba a escribir cartas y a leer las que sus amigos le enviábamos. Y así establecimos una costumbre que nos mantuvo vinculadas con un hilo invisible a lo largo de los tiempos y las geografías. En sus últimas noticias de finales de agosto de 1940, me decía que los periódicos de Madrid hablaban ya de la inminente salida del gobierno del ministro de Asuntos Exteriores. Pero para ello aún tuvimos que esperar unas cuantas semanas, seis o siete. Y a lo largo de ellas, pasaron cosas que, una vez más, alteraron para siempre el curso de mi vida.