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El 1 de abril de 1939 se publicó el último parte de guerra; a partir de entonces ya no hubo bandos ni dineros ni uniformes que dividieran al país. O, por lo menos, eso nos contaron. Mi madre y yo recibimos la noticia con sensaciones confusas, incapaces de anticipar lo que aquella paz iba a traer consigo.

—¿Y qué va a pasar ahora en Madrid, madre? ¿Qué vamos a hacer nosotras?

Hablábamos casi en susurros, inquietas, observando desde un balcón el bullicio del gentío echado en manadas a la calle. Llegaban cercanos los gritos, la explosión de euforia y nervios desatados.

—Qué más quisiera yo que saberlo —fue su sombría respuesta.

Las noticias volaban alborotadas. Se decía que iban a reinstaurar el tránsito de barcos de pasajeros en el Estrecho, que los trenes se estaban preparando para llegar otra vez a Madrid. El camino hasta nuestro pasado empezaba a despejarse, ya no había razón alguna que nos obligara a seguir en África.

—¿Tú quieres volver? —me preguntó por fin.

—No lo sé.

En verdad no lo sabía. De Madrid guardaba un baúl lleno de nostalgia: estampas de niñez y juventud, sabores, olores, los nombres de las calles y recuerdos de presencias. Pero, en lo más profundo, no sabía si aquello tenía peso suficiente como para forzar un regreso que implicaría desmontar aquello que con tanto esfuerzo había construido en Tetuán, la ciudad blanca donde estaban mi madre, mis nuevos amigos y el taller que nos daba de comer.

—Quizá, en principio, será mejor que nos quedemos —sugerí.

No me respondió: tan sólo asintió, dejó el balcón y volvió al trabajo, a refugiarse entre los hilos para no pensar sobre el alcance de aquella decisión.

Nacía un nuevo Estado: una Nueva España de orden, dijeron. Para unos llegó la paz y la victoria; ante los pies de otros se abrió, sin embargo, el más negro de los pozos. La mayoría de los gobiernos extranjeros legitimaron el triunfo de los nacionales y reconocieron su régimen sin dilación. Los tinglados de la contienda comenzaron a desmantelarse y las instituciones del poder fueron despidiéndose de Burgos y preparando su regreso a la capital. Empezó a tejerse un nuevo tapiz administrativo. Se inició la reconstrucción de todo lo devastado; se aceleraron los procesos de depuración de indeseables y los coadyuvantes de la victoria se pusieron en cola para recibir su porción del pastel. El gobierno de tiempos de guerra se mantuvo todavía unos meses ultimando decretos, medidas y ordenanzas: su remodelación hubo de esperar hasta bien entrado el verano. De ella, sin embargo, supe yo en julio, apenas llegó la noticia a Marruecos. Y antes de que el rumor trepara por los muros de la Alta Comisaría y se extendiera por las calles de Tetuán; mucho antes aún de que el nombre y la fotografía aparecieran en los diarios y toda España se preguntara quién era aquel señor moreno de bigote oscuro y gafas redondas; antes de todo eso, ya tenía yo conocimiento de quién había sido designado por el Caudillo para sentarse a su derecha en las sesiones de su primer Consejo de Ministros en tiempo de paz: don Juan Luis Beigbeder y Atienza en calidad de nuevo ministro de Asuntos Exteriores, el único integrante militar del gabinete con rango inferior al de general.

Rosalinda recibió la inesperada noticia con emociones encontradas. Satisfacción por lo que para él suponía tal cargo; tristeza al anticipar el abandono definitivo de Marruecos. Sentimientos revueltos en unos días frenéticos que el alto comisario pasó a caballo entre la Península y el Protectorado, abriendo asuntos allí, cerrando asuntos acá, dando carpetazo definitivo al estado de provisionalidad generado por los tres años de contienda y empezando a montar los andamios de las nuevas relaciones externas de la patria.

El día 10 de agosto se produjo el anuncio oficial y el 11, a través de la prensa, se hizo pública la formación del gabinete destinado a cumplir los destinos históricos bajo el signo triunfante del general Franco. Todavía conservo, amarillentas y a punto de deshacerse en pedacitos entre los dedos, un par de páginas arrancadas del diario Abc de aquellos días con las fotografías y el perfil biográfico de los ministros. En el centro de la primera de ellas, como el sol en el universo, aparece Franco orondo en un retrato circular. A su izquierda y su derecha, ocupando puestos preferentes en las dos esquinas superiores, Beigbeder y Serrano Suñer: Exteriores y Gobernación, las mejores carteras en sus manos. En la segunda de las páginas se desgranan todos los detalles de filiación y se loan los atributos de los recién nombrados con la retórica grandilocuente de la época. A Beigbeder le definieron como ilustre africanista y profundo conocedor del islam; se alabó su dominio del árabe, su sólida formación, su larga residencia en pueblos musulmanes y su magnífica labor como agregado militar en Berlín. «La guerra ha revelado al gran público el nombre del coronel Beigbeder —decía Abc—. Organizó el Protectorado y, en nombre de Franco y siempre acorde con el Caudillo, consiguió la colaboración espléndida de Marruecos, que tanta importancia ha tenido». Y, como premio, pum: el mejor ministerio para el señor. De Serrano Suñer se alababa su prudencia y energía, su enorme capacidad de trabajo y su bien probado prestigio. Para él, por los méritos acumulados, el Ministerio de Gobernación: el encargado de todos los asuntos internos de la patria en su nueva era.

El valedor para la sorprendente entrada del anónimo Beigbeder en aquel gobierno fue, según supimos más tarde, el propio Serrano. En su visita a Marruecos quedó impresionado por su comportamiento con la población musulmana: el acercamiento afectivo, el dominio de la lengua, el aprecio entusiasta por su cultura, las efectivas campañas de reclutamiento e incluso, paradójicamente, las simpatías hacia los afanes independentistas de la población. Un hombre trabajador y entusiasta este Beigbeder, políglota, con buena mano para tratar con extranjeros y fiel a la causa, debió de pensar el cuñado; seguro que no nos da problemas. Al conocer la noticia, a mi mente volvió como un destello la noche de la recepción y el final de la conversación que oí escondida tras el sofá. Nunca volví a preguntar a Marcus si había trasladado al alto comisario lo que yo allí escuché pero, por el bien de Rosalinda y del hombre al que tanto quería, deseé que la confianza que Serrano tenía entonces en él hubiera ganado consistencia con el paso del tiempo.

Al día siguiente de saltar su nombre a la tinta de los papeles y a las ondas de la radio, Beigbeder se trasladó a Burgos y con ello terminó para siempre la conexión formal con su Marruecos feliz. Todo Tetuán acudió a darle su adiós: moros, cristianos y hebreos sin distinción. En nombre de los partidos políticos marroquíes, Sidi Abdeljalak Torres pronunció un sentido discurso y entregó al nuevo ministro un pergamino enmarcado en plata en el que se hacía constar su nombramiento de hermano predilecto de los musulmanes. Él, visiblemente emocionado, respondió con frases llenas de afecto y gratitud. Rosalinda derramó unas lágrimas, pero éstas duraron poco más de lo que el bimotor tardó en despegar del aeródromo de Sania Ramel, sobrevolar Tetuán en vuelo raso a modo de despedida, y alejarse en la distancia para cruzar el Estrecho. Sentía en lo más profundo la marcha de su Juan Luis, pero la prisa por reunirse con él le requería ponerse en funcionamiento lo antes posible.

En los días posteriores, Beigbeder aceptó en Burgos la cartera ministerial de manos del depuesto conde de Jordana, se incorporó al nuevo gobierno y comenzó a recibir una catarata de visitas protocolarias. Rosalinda, entretanto, viajó a Madrid en busca de una casa en la que asentar el campamento base para la nueva etapa a la que se enfrentaba. Y así transcurrió el fin de agosto del año de la victoria, con él aceptando los parabienes de embajadores, arzobispos, agregados militares, alcaldes y generales, mientras ella negociaba un nuevo alquiler, desmontaba la hermosa casa de Tetuán y organizaba el traslado de sus innumerables enseres, cinco criados moros, una docena de gallinas ponedoras y todos los sacos de arroz, azúcar, té y café de los que pudo hacer acopio en Tánger.

La residencia elegida estaba situada en la calle Casado del Alisal, entre el parque del Retiro y el Museo del Prado, a un paso de la iglesia de los Jerónimos. Se trataba de una gran vivienda sin duda a la altura de la querida del más inesperado de los nuevos ministros; un inmueble al alcance de cualquiera dispuesto a pagar la suma de algo menos de mil pesetas mensuales, una cantidad que Rosalinda estimó ridícula y por la que la mayoría del Madrid hambriento de la primera posguerra habría estado dispuesto a dejarse cortar tres dedos de una mano.

Habían previsto organizar su convivencia de manera similar a como lo habían hecho en Tetuán. Cada uno mantendría su propia residencia —él en un destartalado palacete anexo al ministerio y ella en su nueva mansión—, aunque pasarían juntos todo el tiempo posible. Antes de marcharse definitivamente y en una casa ya casi vacía en la que retumbaban las voces con eco, Rosalinda organizó su última fiesta: en ella nos mezclamos escasos españoles, bastantes europeos y un buen puñado de árabes insignes para dar nuestro adiós a aquella mujer que, con su aparente fragilidad, había entrado en la vida de todos nosotros con la fuerza de un vendaval. A pesar de la incertidumbre del período que ante ella se abría, y haciendo esfuerzos por apartar de su mente las noticias que llegaban respecto a lo que acontecía en Europa, no quiso mi amiga separarse con pena de aquel Marruecos en el que tan feliz había sido. Nos hizo por eso prometer entre brindis que la visitaríamos en Madrid tan pronto como estuviera instalada y nos aseguró que, en correspondencia, regresaría a Tetuán asiduamente.

Fui la última en marchar aquella noche, no quise hacerlo sin despedirme a solas de quien tanto había supuesto en aquella etapa de mi vida africana.

—Antes de irme quiero darte algo —dije. Le había preparado una pequeña caja de plata moruna transformada en un costurero—. Para que me recuerdes cuando necesites coserte un botón y no me tengas cerca.

La abrió ilusionada, le encantaban los regalos por insignificantes que fueran. Carretes diminutos de hilos de varios colores, un minúsculo alfiletero y un canutero de agujas, unas tijeras que casi parecían de juguete y un pequeño surtido de botones de nácar, hueso y cristal, eso fue lo que encontró dentro.

—Preferiría tenerte a mi lado para que me siguieras solucionando estos problemas, pero me encanta el detalle —dijo abrazándome—. Como el genio de la lámpara de Aladin, cada vez que abra la caja, de ella saldrás tú.

Reímos: optamos por afrontar la despedida con el buen humor taponando la tristeza; nuestra amistad no se merecía un final amargo. Y con el ánimo en positivo, obligándose a no borrar de su rostro la sonrisa, partió al día siguiente con su hijo rumbo a la capital en avión, mientras el personal de servicio y las posesiones avanzaban traqueteantes atravesando los campos del sur de España bajo la lona verde oliva de un vehículo militar. Aquel optimismo duró poco, sin embargo. Al día siguiente de su marcha, el 3 de septiembre de 1939 y ante la negativa germana a retirarse de la invadida Polonia, Gran Bretaña declaró la guerra a Alemania y la patria de Rosalinda Fox hizo su entrada en lo que acabaría siendo la segunda guerra mundial, el conflicto más sangriento de la historia.

El gobierno español se asentó por fin en Madrid y lo mismo hicieron las legaciones diplomáticas tras lavar la cara a sus instalaciones, cubiertas hasta entonces por una sucia pátina con color de guerra y abandono. Y así, mientras Beigbeder se iba familiarizando con las dependencias oscuras de la sede de su ministerio —el viejo palacio de Santa Cruz—, Rosalinda no perdió un segundo de su tiempo y se implicó con entusiasmo paralelo en la doble labor de acondicionar su nueva residencia y lanzarse de cabeza a la piscina de las relaciones sociales del Madrid más elegante y cosmopolita: un reducto inesperado de abundancia y sofisticación; una isla del tamaño de una uña flotando en mitad del negro océano que era la capital devastada tras su caída.

Tal vez otra mujer de una naturaleza distinta habría optado por esperar con prudencia hasta que su influyente compañero sentimental comenzara a establecer vínculos con los poderosos de los que incuestionablemente habría de rodearse. Pero Rosalinda no era de esa pasta y, por mucho que adorara a su Juan Luis, no tenía la menor intención de convertirse en una sumisa querida agarrada a la estela de su cargo. Llevaba dando tumbos sola por el mundo desde antes de cumplir los veinte años y, en aquellas circunstancias, por mucho que los contactos de su amante pudieran haberle abierto mil puertas, decidió una vez más ingeniárselas por sí misma. Utilizó para ello las estrategias de aproximación en las que ya era tan hábil: inició el contacto con viejos conocidos de otros tiempos y geografías, y a través de éstos, y de sus amigos, y de los amigos de sus amigos, vinieron nuevas caras, nuevos cargos y títulos con nombres extranjeros o largamente compuestos en caso de ser españoles. No tardaron en llegar a su buzón las primeras invitaciones a recepciones y bailes, a almuerzos, cócteles y cacerías. Antes de que Beigbeder fuese siquiera capaz de sacar la cabeza de entre las montañas de papeles y responsabilidades que se acumulaban entre las paredes de su lúgubre despacho, Rosalinda había ya comenzado a adentrarse en una red de relaciones sociales destinada a mantenerla entretenida en el nuevo destino al que su ajetreada vida la acababa de llevar.

No todo, sin embargo, fue al cien por cien exitoso en aquellos primeros meses en Madrid. Irónicamente, a pesar de sus magníficas dotes para las relaciones públicas, con quien no logró establecer el menor vínculo de afecto fue con sus propios compatriotas. Sir Maurice Peterson, el embajador de su país, fue el primero en negarle el pan y la sal. A instancias de él mismo, tal falta de aceptación se hizo pronto extensiva a la práctica totalidad de los miembros del cuerpo diplomático británico destacado en la capital. En la figura de Rosalinda Fox no pudieron o no quisieron ellos ver a una potencial fuente de información de primera mano procedente de un miembro del gobierno español, ni siquiera a una compatriota a la que invitar protocolariamente a sus actos y celebraciones. Tan sólo percibieron en ella a una incómoda presencia que ostentaba el indigno honor de compartir su vida con un ministro de aquel nuevo régimen proalemán hacia el que el gobierno de su graciosa majestad no mostraba la menor simpatía.

Aquellos días tampoco fueron un camino de rosas para Beigbeder. El hecho de que hubiera permanecido a lo largo de la guerra en la periferia de las maquinaciones políticas hizo que en numerosas ocasiones resultara ninguneado como ministro en favor de otros dignatarios con más peso en la forma y más poderío en el fondo. Por ejemplo, Serrano Suñer: el ya poderoso Serrano de quien todos recelaban y por el que muy pocos en el fondo parecían sentir la menor simpatía. «Tres cosas hay en España que acaban con mi paciencia: el subsidio, la Falange y el cuñao de su excelencia», ironizaba un dicho castizo entre los madrileños. «Por la calle abajo viene el Señor del Gran Poder: antes era el Nazareno y hoy es Serrano Suñer», decían que cantaban con guasa en Sevilla, cambiando el acento del segundo apellido.

Aquel Serrano que tan grata sensación se había llevado del alto comisario en su visita a Marruecos se fue convirtiendo en su azote más virulento a medida que las relaciones de España con Alemania se estrechaban y las ansias expansionistas de Hitler reptaban por Europa con rapidez tremebunda. Tardó muy poco en empezar el cuñadísimo a dar leña: en cuanto Gran Bretaña declaró la guerra a Alemania, Serrano supo que se había equivocado radicalmente al proponer a Franco que designara a Beigbeder para Exteriores. Aquel ministerio, creía, debería haber sido desde un principio para sí mismo, y no para aquel desconocido proveniente de tierra africana, por atinadas que fueran sus dotes interculturales y varios los idiomas en que se desenvolvía. Beigbeder, según él, no era un hombre para ese puesto. No estaba lo suficientemente comprometido con la causa alemana, defendía la neutralidad de España en la guerra europea y no mostraba intención de someterse a ciegas a las presiones y exigencias que del Ministerio de Gobernación emanaban. Y, además, tenía una amante inglesa, aquella rubia joven y atractiva a la que él mismo había conocido en Tetuán. En tres palabras: no le servía. Por eso, apenas un mes después de la constitución del nuevo Consejo de Ministros, el propietario de la cabeza más privilegiada y el ego más grandioso del gobierno comenzó imparable a extender sus tentáculos por terreno ajeno como un pulpo voraz, acaparándolo todo y apropiándose a su antojo de competencias propias del Ministerio de Asuntos Exteriores sin ni siquiera consultar a su titular y sin perder, de paso, la menor ocasión para echarle en cara que sus devaneos sentimentales podrían acabar costando un alto precio a las relaciones de España con los países amigos.

Entre aquella madeja de opiniones tan dispares, nadie parecía estar del todo al tanto del terreno que en realidad pisaba el antiguo alto comisario. Convencidos por las maquinaciones de Serrano, para los españoles y los alemanes él era probritánico porque mostraba tibieza en sus afectos por los nazis y tenía sus sentimientos puestos en una inglesa frívola y manipuladora. Para los británicos que le desairaban, era proalemán porque pertenecía a un gobierno que apoyaba entusiasta al Tercer Reich. Rosalinda, tan idealista siempre, lo consideraba un potencial reactivador del cambio político: un mago capaz de reorientar el cauce de su gobierno si en ello se empeñara. Él, por su parte, con un humor admirable habida cuenta de lo lamentable de las circunstancias, se veía a sí mismo como un simple tendero y así se lo intentaba hacer ver a ella.

—¿Qué poder crees tú que tengo yo dentro de este gobierno para propiciar un acercamiento hacia tu país? Poco, mi amor, muy poco. Soy sólo uno más dentro de un gabinete en el que casi todos están a favor de Alemania y de una posible intervención española en la guerra europea combatiendo a su lado. Les debemos dinero y favores; el destino de nuestra política exterior estaba marcado desde antes de terminar la guerra, desde antes de que me eligieran para el cargo. ¿Piensas que tengo alguna capacidad para orientar nuestras acciones en otro sentido? No, mi querida Rosalinda; no tengo la más mínima. Mi labor como ministro de esta Nueva España no es la de un estratega o un negociador diplomático; es tan sólo la de un vendedor de ultramarinos o un mercader del Zoco del Pan. Mi trabajo se centra en conseguir préstamos, regatear en los acuerdos comerciales, ofrecer a los países extranjeros aceite, naranjas y uvas a cambio de trigo y petróleo, y aun así, para lograr todo eso tengo también que batallar a diario dentro del propio gabinete, peleando con los falangistas para que me dejen actuar al margen de sus desvaríos autárquicos. Tal vez sea capaz de arreglármelas para conseguir lo suficiente para que el pueblo no se nos muera este invierno de hambre y de frío, pero nada, nada en absoluto puedo hacer por alterar la voluntad del gobierno en su actitud ante esta guerra.

Así pasaron aquellos meses para Beigbeder, ahogado por las responsabilidades, lidiando con los de dentro y los de fuera, apartado de las maquinaciones del verdadero poder de mando, cada día más solo entre los suyos. Para no caer en picado en la desazón más densa, en esos días tan negros buscaba refugio en la nostalgia del Marruecos que había dejado atrás. Tanto echaba de menos aquel otro mundo que en el ministerio, sobre la mesa de su propio despacho, tenía siempre abierto un Corán cuyos versículos en árabe recitaba en voz alta de cuando en cuando para pasmo de quien estuviera cerca. Tanto anhelaba aquella tierra que tenía su residencia oficial en el palacio de Viana llena de ropajes marroquíes y, apenas regresaba a ella al caer la tarde, se quitaba el aburrido terno gris y se vestía con una chilaba de terciopelo; tanto que hasta comía directamente de las fuentes con tres dedos, a la manera moruna, y no cesaba de repetir a quien quisiera oírle que los marroquíes y los españoles éramos todos hermanos. Y algunas veces, cuando por fin se quedaba solo tras haber peleado uno y mil asuntos a lo largo del día, entre el chirriar de los tranvías que atiborrados de gente atravesaban las sucias calles, creía oír el ritmo de las chirimías, las dulzainas y los panderos. Y en las mañanas más grises hasta le parecía que, confundido con los humos malolientes que emergían de las alcantarillas, a su nariz llegaba el olor a flor de azahar, a jazmín y hierbabuena, y entonces se veía de nuevo caminando entre las paredes encaladas de la medina tetuaní, bajo la luz tamizada por la sombra de las enredaderas, con el ruido del agua brotando de las fuentes y el viento meciendo los cañaverales.

A la nostalgia se aferraba como un náufrago a un pedazo de madera en mitad de la tormenta, pero cerca estaba siempre, como la sombra de una guadaña, la ácida lengua de Serrano dispuesta a sacarle del ensueño.

—Por Dios bendito, Beigbeder, deje ya de una santa vez de decir que los españoles somos todos moros. ¿Tengo yo acaso cara de moro? ¿Tiene el Caudillo cara de moro? Pues ya está bien de repetir insensateces, coño, que me tiene hasta la coronilla, todo el puñetero día con la misma cantinela.

Fueron días difíciles, sí. Para los dos. A pesar del tenaz empeño que Rosalinda puso en congraciarse con el embajador Peterson, las cosas no lograron enderezarse en los meses venideros. El único gesto que para finales de aquel año de la victoria había obtenido de sus compatriotas fue una invitación para asistir junto con otras madres a cantar con su hijo villancicos alrededor del piano de la embajada. Para que las cosas dieran un vuelco, hubieron de esperar hasta mayo de 1940, cuando Churchill fue nombrado primer ministro y decidió reemplazar de manera fulminante a su representante diplomático en España. Y, a partir de entonces, la situación cambió. De forma radical. Para todos.