A partir de la marcha de Marcus y el desembarco de mi madre, la vida se me dio la vuelta como un calcetín. Llegó ella esquelética una tarde de nubes, con las manos vacías y el alma baqueteada, sin más equipaje que su viejo bolso, el vestido que llevaba puesto y un pasaporte falso prendido con un imperdible al tirante del sostén. Sobre su cuerpo parecía haber caído el paso de veinte años: la delgadez le marcaba las cuencas de los ojos y los huesos de las clavículas, y las primeras canas aisladas que yo recordaba eran ya mechones enteros de pelo gris. Se adentró en mi casa como un niño arrancado del sueño en mitad de la noche: desorientada, confusa, ajena. Como si no acabara de entender que su hija vivía allí y que, a partir de entonces, ella también iba a hacerlo.
En mi imaginación había previsto aquel reencuentro tan ansiado como un momento de alegría sin contención. No fue así. Si hubiera de elegir una palabra para describir la estampa, sería tristeza. Casi no habló y tampoco mostró el menor entusiasmo por nada. Tan sólo me abrazó con fuerza y se mantuvo después agarrada a mi mano como si temiera que fuera a escaparme a algún sitio. Ni una risa, ni una lágrima y muy pocas palabras, eso fue todo lo que hubo. Apenas quiso probar lo que para ella habíamos preparado entre Candelaria, Jamila y yo: pollo, tortillas, tomates aliñados, boquerones, pan moruno; todo aquello que supusimos que en Madrid llevaban tanto tiempo sin comer. No hizo el menor comentario respecto al taller, ni sobre la habitación que le había instalado con una gran cama de roble y una colcha de cretona que yo misma cosí. No me preguntó qué había sido de Ramiro, ni mostró curiosidad por la razón que me había impulsado a instalarme en Tetuán. Y, por supuesto, no pronunció palabra alguna respecto al funesto viaje que la había llevado hasta África ni mencionó una sola vez los horrores que había dejado atrás.
Tardó en aclimatarse, jamás habría imaginado ver a mi madre así. La resuelta Dolores, la que siempre estuvo al mando con la sentencia justa en el momento oportuno, había dejado paso a una mujer sigilosa y cohibida a la que me costaba trabajo reconocer. Me dediqué a ella en cuerpo y alma, dejé prácticamente de trabajar: no había más actos importantes previstos y mis clientas podrían aceptar la espera. Le llevé día a día el desayuno a la cama: bollos, churros, pan tostado con aceite y azúcar, cualquier cosa que la ayudara a recuperar algo de peso. La ayudé a bañarse y le corté el pelo, le cosí ropa nueva. Me costó sacarla de casa, pero poco a poco el paseo mañanero se fue convirtiendo en algo obligatorio. Recorríamos del brazo la calle Generalísimo, llegábamos hasta la plaza de la iglesia; a veces, si la hora cuadraba, la acompañaba a misa. Le mostré rincones y esquinas, la obligué a ayudarme a elegir telas, a oír coplas en la radio y a decidir qué íbamos a comer. Hasta que muy lentamente, pasito a paso, fue volviendo a su ser.
Nunca le pregunté qué había pasado por su cabeza a lo largo de ese tiempo de transición que pareció durar una eternidad: esperaba que me lo contara alguna vez, pero nunca lo hizo y yo tampoco insistí. Tampoco me intrigaba: intuí que aquel comportamiento no era más que una manera inconsciente de afrontar la incertidumbre que provoca el alivio cuando se mezcla con la pena y el dolor. Por eso, tan sólo la dejé adaptarse sin presionarla, manteniéndome a su lado, dispuesta a sostenerla si necesitaba apoyo y con un pañuelo a mano listo para secarle las lágrimas que nunca llegó a verter.
Noté su mejoría cuando empezó a tomar pequeñas decisiones por sí misma: hoy creo que voy a ir a misa de diez, qué te parece si me acerco con Jamila al mercado y compro arreglo para hacer un arroz. Poco a poco dejó de acobardarse cada vez que oía el ruido potente de algún objeto al caer o el motor de un avión sobrevolando la ciudad; la misa y el mercado pronto se convirtieron en rutinas y a ellas, después, les acompañaron algunos movimientos más. El más grande de todos fue volver a coser. A pesar de mis esfuerzos, desde que llegó no había logrado que mostrara el menor interés por la costura, como si aquello no hubiera sido el andamiaje de su existencia durante más de treinta años. Le enseñé los figurines extranjeros que ya compraba en Tánger yo misma, le hablé de mis clientas y sus caprichos, intenté animarla con el recuerdo de anécdotas de cualquier modelo que alguna vez cosimos juntas. Nada. No conseguí nada, como si le hablara en una lengua incomprensible. Hasta que una mañana cualquiera asomó la cabeza al taller y preguntó ¿te ayudo? Supe entonces que mi madre había vuelto a vivir.
A los tres o cuatro meses de su llegada logramos la serenidad. Con ella incorporada, los días se volvieron menos ajetreados. El negocio seguía marchando a buen ritmo, nos permitía pagar a Candelaria mes a mes y dejar para nosotras lo suficiente como para mantenernos con holgura, ya no había necesidad de trabajar sin resuello. Volvimos a entendernos bien, aunque ninguna era ya la que fue y ambas sabíamos que frente a nosotras teníamos a dos mujeres diferentes. La fuerte Dolores se había hecho vulnerable, la pequeña Sira era ya una mujer independiente. Pero nos aceptamos, nos apreciamos y, con los papeles bien definidos, nunca volvió a instalarse entre nosotras la tensión.
El ajetreo de mi primera etapa en Tetuán me parecía ya algo remoto, como si perteneciera a una etapa de mi vida ocurrida hacía siglos. Atrás quedaron las incertidumbres y las andanzas, las salidas hasta la madrugada y el vivir sin dar explicaciones; atrás quedó todo para dar paso al sosiego. Y, a veces también, a la más mortecina normalidad. La memoria del pasado, sin embargo, pervivía aún conmigo. Aunque la fuerza de la ausencia de Marcus se fue poco a poco diluyendo, su recuerdo quedó pegado a mí, como una compañía invisible cuyos contornos sólo yo podía percibir. Cuántas veces lamenté no haberme aventurado más en mi relación con él, cuántas veces me maldije por haber mantenido una actitud tan estricta, cuánto le eché de menos. Aun así, en el fondo me alegraba de no haberme dejado llevar por los sentimientos: de haberlo hecho, su lejanía probablemente habría sido mucho más dolorosa.
Con Félix no perdí el contacto, pero la llegada de mi madre trajo aparejada el fin de sus visitas nocturnas y con ello acabó el trasiego de puerta a puerta, las estrafalarias lecciones de cultura general y su compañía desbordada y entrañable.
Mi relación con Rosalinda también cambió: la presencia de su marido se alargó mucho más de lo previsto, absorbiendo su tiempo y su salud como una sanguijuela. Felizmente, al cabo de casi siete meses, Peter Fox aclaró sus ideas y resolvió regresar a la India. Nadie supo nunca cómo los efluvios del alcohol permitieron que se abriera en su mente un resquicio de lucidez, pero el caso fue que él mismo tomó la decisión una mañana cualquiera, cuando su mujer estaba ya al borde del colapso. No obstante, poca cosa buena acarreó su marcha más allá del alivio infinito. Por supuesto, jamás se convenció de que lo más sensato sería tramitar el divorcio de una vez y terminar con aquella farsa de matrimonio. Se suponía, al contrario, que iba a liquidar sus negocios en Calcuta y a regresar después para instalarse definitivamente con su esposa y su hijo, a disfrutar junto a ellos de una jubilación anticipada en el pacífico y barato Protectorado español. Y para que no se fueran acostumbrando a la buena vida antes de tiempo, decidió que, tras años sin modificaciones, tampoco aquella vez iba a subirles la pensión ni una sola libra esterlina.
—En caso de necesidad, que te ayude tu querido amigo Beigbeder —sugirió a modo de despedida.
Por fortuna para todos, nunca más volvió a Marruecos. A Rosalinda, sin embargo, el desgaste provocado por aquella convivencia tan ingrata le costó casi medio año de convalecencia. A lo largo de los meses posteriores a la marcha de Peter, ella permaneció en cama, sin apenas salir de casa en más de tres o cuatro ocasiones. El alto comisario trasladó prácticamente su lugar de trabajo a su dormitorio y allí solían pasar ambos largas horas, ella leyendo entre almohadones y él trabajando con sus papeles en una pequeña mesa junto a la ventana.
La exigencia médica de permanecer en cama hasta recuperar la normalidad no limitó del todo su ajetreo social, pero sí lo disminuyó en gran manera. Con todo, tan pronto como su cuerpo comenzó a mostrar los primeros síntomas de recuperación, se esforzó por seguir abriendo su casa a los amigos, dando pequeñas fiestas sin salir de entre las sábanas. A casi todas asistí, mi amistad con Rosalinda se mantenía sin fisuras. Pero nada nunca fue ya igual.