32

Al día siguiente acompañé a Marcus Logan a visitar a Rosalinda. Como en la noche de la recepción de Serrano, volvió a recogerme en mi casa y de nuevo caminamos juntos por las calles. Algo, sin embargo, había cambiado entre nosotros. La huida precipitada de la recepción de la Alta Comisaría, aquella carrera impulsiva a través de los jardines y el paseo ya sosegado entre las sombras de la ciudad en la madrugada habían logrado resquebrajar en cierta manera mis reticencias hacia él. Tal vez fuera de fiar, tal vez no; quizá nunca lo supiera. Pero, en cierta manera, aquello ya me daba igual. Sabía que se estaba esforzando en la evacuación de mi madre; sabía también que era atento y cordial conmigo, que se sentía a gusto en Tetuán. Y aquello era más que suficiente: no necesita saber de él nada más ni avanzar en ninguna otra dirección porque el día de su marcha no tardaría en llegar.

Aún la encontramos en la cama, pero con un aspecto más entonado. Había mandado arreglar la habitación, se había bañado, las contraventanas estaban ya abiertas y la luz entraba a raudales desde el jardín. Al tercer día se mudó del lecho a un sofá. Al cuarto cambió el camisón de seda por un vestido floreado, fue a la peluquería y volvió a agarrar las riendas de su vida.

Aunque su salud aún seguía trastocada, tomó la decisión de aprovechar al límite el tiempo que restaba hasta la llegada de su marido, como si aquellas semanas fueran las últimas que le quedaban por vivir. De nuevo asumió el papel de gran anfitriona, creando el clima ideal para que Beigbeder pudiera dedicarse a las relaciones públicas en un ambiente distendido y discreto, confiando ciegamente en el buen hacer de su amada. Nunca supe, sin embargo, cómo interpretaban muchos de los asistentes el hecho de que aquellos encuentros fueran ofrecidos por la joven amante inglesa y que el alto comisario del bando pro alemán se sintiera en ellas como en casa. Pero Rosalinda mantenía en pie su intención de acercar a Beigbeder a los británicos y muchas de aquellas recepciones menos protocolarias estuvieron destinadas a tal fin.

A lo largo de aquel mes, como ya había hecho antes y volvería a hacer después, invitó en varias ocasiones a sus amigos compatriotas de Tánger, a miembros del cuerpo diplomático, a agregados militares alejados de la órbita italogermana y a representantes de instituciones multinacionales de peso y caudal. Organizó también una fiesta para las autoridades gibraltareñas y para oficiales de un buque de guerra británico atracado en la roca, como ella llamaba al peñón. Y entre todos aquellos invitados circularon Juan Luis Beigbeder y Rosalinda Fox con un cóctel en una mano y un cigarrillo en la otra, cómodos, relajados, hospitalarios y cariñosos. Como si nada pasara; como si en España no siguieran matándose entre hermanos y Europa no anduviera ya calentando motores para la peor de sus pesadillas.

Llegué a estar varias veces cerca de Beigbeder y de nuevo fui testigo de su peculiar manera de ser. Solía ponerse prendas morunas a menudo, a veces unas babuchas, a veces una chilaba. Era simpático, desinhibido, un punto excéntrico y, por encima de todo, adoraba a Rosalinda hasta el extremo y así lo repetía ante cualquiera sin el menor rubor. Marcus Logan y yo, entretanto, seguimos viéndonos con asiduidad, ganando simpatía y un acercamiento afectivo que yo me esforzaba día a día por contener. De no haberlo hecho, probablemente aquella incipiente amistad no habría tardado en desembocar en algo mucho más pasional y profundo. Pero peleé porque aquello no ocurriera y mantuve férrea mi postura para que lo que nos empezaba a unir no fuera más allá. Las heridas causadas por Ramiro aún no se habían cerrado del todo; sabía que Marcus tampoco tardaría en marcharse y no quería volver a sufrir. Con todo, juntos nos convertimos en presencias asiduas en los eventos de la villa del paseo de las Palmeras, a veces incluso se nos unió un Félix exultante, feliz por integrarse en aquel mundo ajeno tan fascinante para él. En alguna ocasión salimos en bandada de Tetuán: Beigbeder nos invitó en Tánger a la inauguración del diario España, aquel periódico creado por iniciativa suya para transmitir hacia el mundo lo que los de su causa querían contar. Alguna otra vez viajamos los cuatro —Marcus, Félix, Rosalinda y yo— en el Dodge de mi amiga por el mero plaisir de hacerlo: para ir a Saccone & Speed en busca de suministros de buey irlandés, bacon y ginebra; a bailar en Villa Harris, a ver una película americana en el Capitol y a encargar los tocados más despampanantes en el taller de Mariquita la Sombrerera.

Y paseamos por la blanca medina de Tetuán, comimos cuscús, jarira y chuparquías, trepamos el Dersa y el Gorgues, y fuimos a la playa de Río Martín y al parador de Ketama, entre pinos y aún sin nieve. Hasta que el tiempo se agotó y lo indeseado se hizo presente. Y sólo entonces confirmamos que la realidad puede superar las más negras expectativas. Así me lo hizo saber la misma Rosalinda apenas una semana después de la llegada de su marido.

—Es mucho peor de lo que había imaginado —dijo desplomándose en un sillón nada más entrar en mi taller.

Esta vez no parecía ofuscada, sin embargo. No estaba iracunda como cuando recibió la noticia. Esta vez tan sólo irradiaba tristeza, agotamiento y decepción: una densa y oscura decepción. Por Peter, por la situación en la que se veían inmersos, por ella misma. Tras media docena de años vagando sola por el mundo, creía estar preparada para todo; pensaba que la experiencia vital que a lo largo de ellos había acumulado le habría aportado los recursos necesarios para hacer frente a todo tipo de adversidades. Pero Peter resultó mucho más duro de lo previsto. Todavía asumía con ella su papel posesivo de padre y marido a la vez, como si no llevaran todos aquellos años viviendo separados; como si nada hubiera pasado en la vida de Rosalinda desde que se casó con él cuando aún era casi una niña. Le reprochaba la manera relajada en que estaba educando a Johnny: le disgustaba que no asistiera a un buen colegio, que saliera a jugar con los niños vecinos sin una niñera cerca y que, por toda práctica deportiva, se dedicara a lanzar piedras con el mismo buen tino que todos los moritos de Tetuán. Se quejaba también de la falta de programas de radio de su gusto, de la inexistencia de un club en el que poder reunirse con compatriotas, de que nadie hablara inglés a su alrededor y de la dificultad para conseguir prensa británica en aquella ciudad aislada.

No todo disgustaba al exigente Peter, sin embargo. De su entera satisfacción resultaron la ginebra Tanqueray y el Johnny Walker Black Label que en Tánger aún se conseguían por entonces a precio irrisorio. Solía beber al menos una botella de whisky diaria, convenientemente aderezada por un par de cócteles de ginebra antes de cada comida. Su tolerancia con el alcohol era asombrosa, equiparable casi al cruel trato que confería al servicio doméstico. Les hablaba con desagrado en inglés sin molestarse en asimilar que ellos no entendían ni una palabra de su idioma, y cuando por fin resultaba evidente que no le comprendían, les gritaba en hindustani, la lengua de sus antiguos empleados en Calcuta, como si la condición de servir al amo tuviera un lenguaje universal. Para su gran sorpresa, uno a uno fueron dejando de aparecer por la casa. Todos, desde los amigos de su mujer hasta el más humilde de los criados, supimos en pocos días la calaña de ser a la que Peter Fox pertenecía. Egoísta, irracional, caprichoso, borracho, arrogante y déspota: imposible encontrar menos atributos positivos en una sola persona.

Beigbeder, obviamente, dejó de pasar gran parte de su tiempo en casa de Rosalinda, pero siguieron viéndose a diario en otros sitios: en la Alta Comisaría, en escapadas a los alrededores. Para sorpresa de muchos —entre ellos yo misma—, Beigbeder dispensó en todo momento al marido de su amante un trato del todo exquisito. Le organizó un día de pesca en la desembocadura del río Smir y una cacería de jabalíes en Jemis de Anyera. Le facilitó el transporte a Gibraltar para que pudiera beber cerveza inglesa y hablar de polo y cricket con sus compatriotas. Hizo todo lo posible, en fin, por portarse con él como su cargo requería ante un invitado extranjero tan especial. Sus personalidades, sin embargo, no podían ser más dispares: resultaba curioso comprobar lo distintos que eran aquellos dos hombres tan significativos en la vida de la misma mujer. Tal vez por ello, precisamente, nunca llegaron a chocar.

—Peter considera a Juan Luis un español atrasado y orgulloso; como un anticuado caballero español caído de un cuadro del Siglo de Oro —me explicó Rosalinda—. Y Juan Luis piensa de Peter que es un snob, un incomprensible y absurdo snob. Son como dos líneas paralelas: nunca podrán entrar en conflicto porque jamás encontrarán un punto de encuentro. Con la única diferencia de que para mí, como hombre, Peter no le llega a Juan Luis ni a la altura del talón.

—¿Y nadie le ha contado a tu marido nada de lo vuestro?

—¿De nuestra relación? —preguntó mientras encendía un cigarrillo y apartaba de su ojo la melena—. Imagino que sí, que alguna lengua viperina se habrá acercado a su oído para soltarle algún veneno, pero a él le da exactamente igual.

—No entiendo cómo.

Se encogió de hombros.

—Yo tampoco, pero mientras no tenga que pagar casa y a su alrededor encuentre sirvientes, alcohol abundante, comida caliente y deportes sangrientos, creo que todo lo demás le es indiferente. Distinto sería si aún viviéramos en Calcuta; allí imagino que se esforzaría por mantener las formas mínimamente. Pero aquí no le conoce nadie; éste no es su mundo, así que le trae al fresco cualquier cosa que le cuenten sobre mí.

—Sigo sin comprenderlo.

—Lo único cierto, darling, es que no le importo en absoluto —dijo con una mezcla de sarcasmo y tristeza—. Cualquier cosa tiene para él más valor que yo: una mañana de pesca, una botella de ginebra o una partida de cartas. Yo no le he importado jamás; lo raro sería que empezara a hacerlo ahora.

Y mientras Rosalinda batallaba contra un monstruo en medio del infierno, a mí también, por fin, me dio un vuelco la vida. Era martes, hacía viento. Marcus Logan apareció en mi casa antes del mediodía.

Habíamos seguido consolidándonos como amigos: como buenos amigos, nada más. Ambos éramos conscientes de que el día más inesperado él tendría que irse, de que su presencia en mi mundo no era más que un tránsito provisional. A pesar de esforzarme por deshacerme de ellas, las cicatrices que me dejó Ramiro tenían aún forma de costurones; no estaba preparada para volver a sentir el desgarro de una ausencia. Nos atrajimos Marcus y yo, sí, mucho, y no faltaron ocasiones para que aquello se convirtiera en algo más. Hubo complicidad, roces y miradas, comentarios velados, estima y deseo. Hubo cercanía, hubo ternura. Pero yo me esforcé por amarrar mis sentimientos; me negué a avanzar más y él lo aceptó. Contenerme me costó un esfuerzo inmenso: dudas, incertidumbre, noches de desvelo. Pero antes que enfrentarme al dolor de su abandono, preferí quedarme con los recuerdos de los momentos memorables que juntos pasamos en aquellos días alborotados e intensos. Noches de risas y copas, de pipas de kif y partidas ruidosas de continental. Viajes a Tánger, salidas y charlas; instantes que nunca volvieron y en mi depósito de recuerdos atesoré como memorias del fin de una etapa y el inicio de nuevos caminos.

Con el timbrazo inesperado de Marcus en mi casa de Sidi Mandri, llegó aquella mañana el final de un tiempo y el principio de otro. Una puerta se cerraba y otra se iba abriendo. Y yo en medio, incapaz de retener lo que acababa, anhelando abrazar lo que venía.

—Tu madre está en camino. Anoche embarcó en Alicante rumbo a Orán en un mercante británico. Llegará a Gibraltar en tres días. Rosalinda se encargará de que pueda cruzar el Estrecho sin problemas, ya te dirá ella cómo va a hacerse el traslado.

Quise darle las gracias desde lo más profundo de mi ser, pero las siete letras de la palabra necesaria se cruzaron con un torrente de lágrimas en su camino de salida, y el llanto arrambló con ellas y se las llevó por delante. Por eso, tan sólo fui capaz de abrazarle con todas mis fuerzas y dejarle empapadas las solapas de la chaqueta.

—A mí también me ha llegado el momento de ponerme de nuevo en marcha —añadió unos segundos después.

Le miré sorbiéndome la nariz. Sacó él un pañuelo blanco y me lo tendió.

—Me reclama mi agencia. Mi cometido en Marruecos está terminado, tengo que volver.

—¿A Madrid?

Se encogió de hombros.

—De momento, a Londres. Después, a donde me envíen.

Volví a abrazarle, volví a llorar. Y cuando fui por fin capaz de contener el barullo de emociones y pude empezar a controlar aquel alborotado pelotón de sentimientos en el que la mayor de las alegrías se mezclaba con una inmensa tristeza, mi voz rota por fin pidió paso.

—No te vayas, Marcus.

—Ojalá estuviera en mi mano. Pero no puedo quedarme, Sira, me necesitan en otro destino.

Volví a mirar su cara ya tan querida. Aún había en ella restos de cicatrices, pero del hombre maltrecho que llegó al Nacional una noche de verano quedaba ya muy poco. Aquel día recibí a un desconocido llena de nervios y temores; ahora me enfrentaba a la dolorosa tarea de despedir a alguien muy próximo, más quizá de lo que yo misma me atrevía a reconocer.

Sorbí de nuevo.

—Cuando quieras regalarle un traje a alguna de tus novias, ya sabes dónde estoy.

—Cuando quiera una novia, vendré a buscarte —dijo tendiendo su mano hacia mi rostro. Intentó secar mis lágrimas con sus dedos, me estremeció el contacto de su caricia y deseé con rabia que aquel día nunca hubiera tenido que llegar.

—Embustero —murmuré.

—Guapa.

Sus dedos se arrastraron por mi cara hasta el nacimiento del pelo y se enredaron en él avanzando hasta la nuca. Nuestros rostros se acercaron, despacio, como si temieran culminar lo que llevaba tanto tiempo flotando en el aire.

El chasquido inesperado de una llave nos hizo separarnos. Entró Jamila jadeante, traía un mensaje urgente en su español arrebatado.

—Siñora Fox dice siñorita Sira ir corriendo a las Palmeras.

La máquina estaba en marcha, había llegado el final. Marcus cogió su sombrero y yo no pude resistirme a abrazarle una vez más. No hubo palabras, no había nada más que decir. Unos segundos después, de su presencia sólida y cercana tan sólo quedó el rastro de un leve beso en mi pelo, la imagen de su espalda y el ruido doloroso de la puerta al cerrarse tras él.