La incertidumbre me asaltó en cuanto puse un pie en la calle. Caí en la cuenta de que tal vez me había precipitado al aceptar la propuesta del periodista sin consultar antes con Rosalinda, quizá ella tuviera otros planes para su impuesto invitado. Las dudas, sin embargo, tardaron poco en disolverse: tan pronto como ella llegó a probarse aquella tarde hecha un barullo de ímpetu y prisas.
—Tengo sólo media hora —dijo mientras se desabotonaba la camisa de seda con dedos ágiles—. Juan Luis me espera, aún hay mil detalles que preparar para la visita de Serrano Suñer.
Había pensado plantearle la cuestión con tacto y palabras bien medidas, pero decidí aprovechar el momento y abordar el asunto de inmediato.
—Marcus Logan me ha pedido que le acompañe a la recepción.
Hablé sin mirarla, simulando estar concentrada en desmontar su traje del maniquí.
—But that’s wonderful, darling!
No entendí las palabras, pero por su tono deduje que la noticia le había sorprendido gratamente.
—¿Te parece bien que vaya con él? —inquirí aún insegura.
—¡Por supuesto! Será estupendo tenerte cerca, sweetie. Juan Luis tendrá que mantener un rol muy institucional, así que espero poder pasar algún ratito con vosotros. ¿Qué vas a ponerte?
—Aún no lo sé; tengo que pensarlo. Creo que me haré algo con esa tela —dije señalando un rollo de seda cruda apoyado contra la pared.
—My God, vas a estar espectacular.
—Sólo si sobrevivo —murmuré con la boca llena de alfileres.
Realmente me iba a resultar difícil salir de aquel atolladero. Tras varias semanas de escaso trabajo, los quebraderos de cabeza y las obligaciones se me acumularon alrededor de repente, amenazando con sepultarme en cualquier momento. Tenía tantos encargos por terminar que madrugaba cada día como un gallo y rara era la noche que lograba acostarme antes de las tres de la mañana. El timbre no paraba de sonar y las clientas entraban y salían del taller sin descanso. Sin embargo, no me preocupó sentirme tan agobiada: casi lo agradecí. Así tenía menos ocasiones para pensar en qué demonios iba yo a hacer en aquella recepción para la que ya quedaba poco más de una semana.
Superado el escollo de Rosalinda, la segunda persona en enterarse de la inesperada invitación fue, inevitablemente, Félix.
—¡Pero bueno, lagarta, qué suerte! ¡Verde de envidia me dejas!
—Te cambiaría el puesto encantada —dije sincera—. El festejo no me hace la menor ilusión; sé que voy a sentirme fuera de lugar, acompañada de un hombre al que apenas conozco y rodeada de personas extrañas, y de militares y políticos por cuya culpa mi ciudad está asediada y yo no puedo volver a mi casa.
—No seas boba, nena. Vas a ser parte de un fasto que pasará a la historia de esta esquinita del mapa africano. Y, además, irás con un tipo que no está nada, pero que nada mal.
—¿Tú qué sabes, si no le conoces?
—¿Cómo que no? ¿Dónde crees tú que he llevado a merendar a la loba esta tarde?
—¿Al Nacional? —pregunté incrédula.
—Exactamente. Me ha salido tres veces más caro que los suizos de La Campana, porque la muy zorrupia se ha puesto hasta las cejas de té con pastas inglesas, pero ha valido la pena.
—¿Has llegado a verle, entonces?
—Y a hablarle. Hasta me ha dado fuego.
—Eres un caradura —dije sin poder contener una sonrisa—. ¿Y qué te ha parecido?
—Gratamente apetecible cuando se le reparen las averías. A pesar de la cojera y la media cara hecha un Cristo, tiene una pinta bárbara y parece todo un gentleman.
—¿Tú crees que será fiable, Félix? —inquirí entonces con un punto de preocupación. A pesar de que Logan me había pedido que confiara en él, aún no estaba segura de poder hacerlo. Me respondió mi vecino con una carcajada.
—Imagino que no, pero a ti eso tiene que importarte poco. Tu nuevo amigo no es más que un simple periodista de paso, con quien hay en juego un trueque en el que está implicada la mujer que tiene el seso sorbido al alto comisario. Así que, por la cuenta que le trae y si no quiere salir de esta tierra en peores condiciones de las que traía cuando llegó, más le vale portarse bien contigo.
La perspectiva de Félix me hizo apreciar las cosas de otra manera. El desastroso final de mi historia con Ramiro me había convertido en una persona descreída y recelosa, pero lo que con Marcus Logan estaba en juego no era una cuestión de lealtad personal, sino un simple intercambio de intereses. Si usted me da, yo le doy; en caso contrario, no hay trato. Ésas eran las normas, no tenía por qué ir más allá obsesionándome constantemente con el alcance de su fiabilidad. Él era el primer interesado en una buena relación con el alto comisario, así que no había razón para que me fallara.
Aquella misma noche Félix me puso también al tanto de quién era exactamente Serrano Suñer. A menudo oía hablar de él en la radio y había leído su nombre en el periódico, pero apenas nada sabía del personaje que se escondía tras aquellos dos apellidos. Félix, como tantas otras veces, me facilitó el más completo de los informes.
—Como imagino que ya sabes, querida mía, Serrano es cuñado de Franco, casado con Zita, la hermana menor de Carmen Polo, una señora bastante más joven, más guapa y menos estirada que la mujer del Caudillo, por cierto, según he podido comprobar en algunas fotografías. Dicen que es un tipo tremendamente brillante, con una capacidad intelectual mil veces superior a la del Generalísimo, algo que a éste no le hace, por lo visto, la menor gracia. Antes de la guerra era abogado del Estado y diputado por Zaragoza.
—De derechas.
—Obviamente. El alzamiento, sin embargo, le cogió en Madrid. Lo detuvieron por su filiación política, estuvo preso en la cárcel Modelo y finalmente logró que lo llevaran a un hospital, padece una úlcera o algo así. Cuentan que entonces, gracias a la ayuda del doctor Marañón, se las arregló para escapar de allí disfrazado de mujer, con peluca, sombrero y los pantalones arremangados bajo el abrigo; ideal todo él.
Reímos imaginando la escena.
—Logró después huir de Madrid, llegó a Alicante y allí, disfrazado de nuevo de marinero argentino, salió de la Península embarcado en un torpedero.
—¿Y se fue de España? —pregunté entonces.
—No. Desembarcó en Francia y volvió a entrar a zona nacional por tierra, con su mujer y su ristra de criaturas, cuatro o cinco creo que tiene. Desde Irún se las arreglaron entonces para llegar a Salamanca, que es donde al principio tenía el bando nacional su cuartel general.
—Sería fácil, siendo familia de Franco.
Sonrío malévolo.
—Que te crees tú eso, mona. Se comenta que el Caudillo no movió un dedo por ellos. Podría haber propuesto a su cuñado como canje, algo común entre ambos bandos, pero nunca lo hizo. Y cuando lograron llegar a Salamanca, el recibimiento no fue, al parecer, excesivamente entusiasta. Franco y su familia estaban instalados en el palacio episcopal y cuentan que alojaron a toda la tropa de los Serrano Polo en un desván con unos cuantos catres desvencijados mientras la niña de Franco tenía un dormitorio enorme con cuarto de baño para ella sola. La verdad es que, más allá de todas esas maldades que circulan de boca en boca, no he logrado obtener mucha información sobre la vida privada de Serrano Suñer; lo siento, querida. Lo que sí sé es que en Madrid mataron a dos de sus hermanos ajenos a cuestiones políticas con los que estaba muy unido; al parecer eso le traumatizó y le animó a implicarse de forma activa en la construcción de lo que ellos llaman la Nueva España. El caso es que ha logrado convertirse en la mano derecha del general. De ahí que le llamen el cuñadísimo, por aquello de equipararlo con el Generalísimo. Se dice también que gran parte del mérito de su poder actual viene de la influencia de la poderosa doña Carmen, que ya estaba hasta el pelucón de que el tarambana de su otro cuñado, Nicolás Franco, influyera en gran manera sobre su marido. Así que, nada más llegar Serrano, se lo dejó bien clarito: «A partir de ahora, Paco, más Ramón y menos Nicolás».
La imitación de la voz de la mujer de Franco nos hizo reír a ambos otra vez.
—Serrano es un tipo muy inteligente, según cuentan —prosiguió Félix—. Muy sagaz; mucho más preparado que Franco en lo político, en lo intelectual y en lo humano. Es además tremendamente ambicioso y un trabajador infatigable; dicen que se pasa el día pimpán, pimpán, pimpán, intentando construir una base jurídica sobre la que legitimar al bando nacional y el poder supremo de su pariente. O sea, que está trabajando para dotar de un orden institucional civil a una estructura puramente militar, ¿entiendes?
—Por si ganan la guerra —anticipé.
—Por si la ganan, que vaya usted a saber.
—Y ¿gusta Serrano a la gente? ¿Le tienen afecto?
—Regulín regulán. A los arrastrasables, a los militares de alta graduación, quiero decir, no les agrada en absoluto. Lo consideran un intruso incómodo; hablan idiomas distintos, no se entienden. Ellos serían felices con un Estado puramente cuartelero, pero Serrano, que es más listo que todos ellos, les intenta hacer ver que eso sería un disparate, que de esa manera jamás lograrían obtener legitimidad ni reconocimiento internacional. Y Franco, aunque no tiene ni pajolera idea de política, confía en él en ese sentido. Así que, aun a disgusto, los demás se lo tienen que tragar. Tampoco acaba de convencer a los falangistas de siempre. Al parecer él era íntimo amigo de José Antonio Primo de Rivera porque habían estudiado juntos en la universidad, pero no llegó nunca a militar en Falange antes de la guerra. Ahora ya sí: ha entrado por el aro y es más papista que el Papa, pero los falangistas de antes, los camisas viejas, lo ven como un arribista, un oportunista recién adherido a su credo.
—Entonces, ¿quién le apoya? ¿Sólo Franco?
—Y su santa esposa, que no es moco de pavo. Aunque ya veremos lo que dura el cariño.
También hizo Félix de salvavidas en los preparativos para el evento. Desde que le comuniqué la noticia y fingió morderse con gesto teatral los cinco dedos de la mano para mostrarme su envidia, no había habido noche en la que no cruzara a mi casa para aportarme algún dato interesante sobre la fiesta; retazos y miguitas que había obtenido aquí o allá en su constante afán exploratorio. No pasábamos aquellos ratos en el salón como habíamos hecho hasta entonces: tenía tanto quehacer acumulado que nuestros encuentros nocturnos se trasladaron temporalmente al taller. A él, sin embargo, esa pequeña mudanza no pareció importarle: le encantaban los hilos, las telas y los entresijos tras las costuras, y siempre tenía alguna idea que aportar para el modelo con el que estuviera trabajando. Alguna vez acertaba; otras muchas, sin embargo, tan sólo sugería los más puros disparates.
—¿Esta maravilla de terciopelo dices que es para el modelete de la mujer del presidente de la Audiencia? Hazle un agujero en el culo, a ver si así alguien se fija en ella. Qué desperdicio de tela, mira que es fea la pajarraca —decía mientras pasaba los dedos por los trozos de tejido montados sobre un maniquí.
—No toques —advertí con contundencia concentrada en mis pespuntes sin ni siquiera mirarle.
—Perdona, nena; es que el género tiene un lustre…
—Por eso, precisamente: ten cuidado, no vayas a dejar los dedos marcados. Venga, vamos a lo nuestro, Félix. Cuéntame, ¿de qué te has enterado hoy?
La visita de Serrano Suñer era en aquellos días la comidilla de Tetuán. En las tiendas, los estancos y las peluquerías, en la consulta de cualquier médico, en los cafés y los corrillos de las aceras, en los puestos del mercado y a la salida de misa, no se hablaba de otra cosa. Yo, sin embargo, andaba tan ocupada que apenas podía permitirme poner un pie en la calle. Pero para eso tenía a mi buen vecino.
—No se lo va a perder nadie, allí va a estar juntito lo mejor de cada casa para hacer el rendevouz al cuñadísimo: el jalifa y su gran séquito, el gran visir y el majzen, su gobierno en pleno. Todas las altas autoridades de la administración española, militares cargados de condecoraciones, los letrados y magistrados, los representantes de los partidos políticos marroquíes y de la comunidad israelita, el cuerpo consular al completo, los directores de los bancos, los funcionarios de postín, los empresarios potentes, los médicos, todos los españoles, árabes y judíos de alto copete y, por supuesto, algún que otro advenedizo como tú, pequeña sinvergüenza, que te vas a colar por la puerta falsa con tu cronista renqueante del bracete.
Rosalinda, no obstante, me había advertido que la sofisticación y el glamour del evento serían bastante escuetos: Beigbeder tenía la intención de honrar al invitado con todos los honores, pero no olvidaba que estábamos en tiempo de guerra. No habría por eso despliegues ostentosos, ni baile, ni más música que la de la banda jalifiana. Aun así, a pesar de la comedida austeridad, aquélla iba a ser la más brillante recepción de todas las que la Alta Comisaría había organizado en mucho tiempo, y la capital del Protectorado, por eso, se movía agitada preparándose para ella.
Me instruyó Félix también en algunas cuestiones protocolarias. Nunca supe dónde las había aprendido él, pues su bagaje social era nulo y su círculo de amistades casi tan escaso como el mío. Los puntales de su vida se sostenían sobre el trabajo rutinario en el Negociado de Abastos, su madre y sus miserias, las esporádicas excursiones nocturnas a garitos de mala fama y los recuerdos de algún ocasional viaje a Tánger antes de que empezara la guerra, eso era todo. Ni siquiera había puesto un pie en España en toda su vida. Pero adoraba el cine y conocía todas las películas americanas fotograma a fotograma, y era un lector voraz de revistas extranjeras, un observador sin atisbo de vergüenza y el curioso más incorregible. Y listo como un zorro, así que, recurriendo a una fuente u otra, no le costó el menor trabajo hacerse con las herramientas necesarias para adiestrarme y convertirme en una elegante invitada sin sombra alguna de falta de pedigrí.
Algunos de sus consejos fueron innecesarios por obvios. En mis tiempos junto al indeseable de Ramiro, había conocido y observado a gentes de los rangos y procedencias más diversas. Asistimos juntos a mil fiestas y recorrimos decenas de locales y buenos restaurantes tanto en Madrid como en Tánger; gracias a ello tenía asimiladas un montón de pequeñas rutinas para desenvolverme con desparpajo en reuniones sociales. Félix, no obstante, decidió comenzar mi instrucción por el andamiaje más elemental.
—No hables con la boca llena, no hagas ruido al comer y no te limpies con la manga, ni te metas el tenedor hasta la campanilla, ni te bebas el vino de un trago, ni alces la copa chisteando al camarero para que te la vuelva a llenar. Usa el «por favor» y el «muchas gracias» cuando convenga, pero tan sólo musitado, sin grandes efusiones. Y ya sabes, di simplemente «encantada» por aquí y «encantada» por allá si te presentan a alguien, nada de «el gusto es mío» ni ordinarieces de ese estilo. Si te hablan de algo que no conoces o no entiendes, márcate una de tus deslumbrantes sonrisas y mantente calladita asintiendo tan sólo con la cabeza de tanto en tanto. Y cuando no tengas más remedio que hablar, acuérdate de reducir tus imposturas al mínimo minimórum, a ver si van a pillarte en alguna de ellas: una cosa es que hayas echado al aire unas cuantas mentirijillas para promocionarte como haute couturier, y otra, que te metas tú misma en la boca del lobo pavoneándote ante gente con perspicacia o caché suficiente como para cazar al vuelo tus embustes. Si algo te causa asombro o te complace enormemente, di sólo «admirable», «impresionante» o un adjetivo similar; en ningún momento muestres tu entusiasmo con aspavientos, ni con palmadas en el muslo o frases como «talmente un milagro», «arrea mi madre» o «me he quedao pasmá». Si algún comentario te parece gracioso, no te rías a carcajadas enseñando las muelas del juicio ni dobles el cuerpo sujetándote la barriga. Tan sólo sonríe, pestañea y evita comentario alguno. Y no des tu opinión cuando no te la pidan, ni hagas intervenciones indiscretas del tipo «¿usted quién es, buen hombre?» o «no me diga que esa gorda es su señora».
—Todo eso ya lo sé, querido Félix —dije entre risas—. Soy una simple modista, pero no vengo de las cavernas. Cuéntame otras cosas un poco más interesantes, por favor.
—De acuerdo, monada, como tú quieras; sólo intentaba ser útil, por si acaso se te escapaba algún detallito. Vayamos a lo serio, pues.
Y así, a lo largo de varias noches, Félix me fue desgranando los perfiles de los invitados más destacados, y uno a uno fui memorizando sus nombres, puestos y cargos y, en numerosas ocasiones, también sus caras gracias al despliegue de periódicos, revistas, fotografías y anuarios que él trajo. De esa manera supe dónde vivían, a qué se dedicaban, cuántos posibles tenían y cuáles eran sus posiciones en el orden local. En realidad, todo aquello me interesaba bastante poco, pero Marcus Logan contaba con que yo le ayudara a identificar a personas relevantes y para eso necesitaba antes ponerme al día.
—Imagino que, dada la procedencia de tu acompañante, vosotros estaréis sobre todo con los extranjeros —dijo—. Supongo que, además del cogollito local, vendrán también algunos otros de Tánger; el cuñadísimo no tiene previsto ir allí en su tournée, así que, ya sabes, si Mahoma no va a la montaña…
Aquello me reconfortó: mezclada entre un grupo de expatriados a los que nunca había visto ni probablemente volviera a ver en mi vida, me sentiría más segura que en medio de ciudadanos locales con quienes a diario me cruzaría en cualquier esquina. Me informó Félix también del orden que seguiría el protocolo, cómo se llevarían a cabo los saludos y cómo iría transcurriendo todo paso a paso. Le escuché memorizando los detalles mientras cosía con tanta intensidad como no lo había hecho en mi vida.
Hasta que llegó por fin la gran fecha. A lo largo de la mañana fueron saliendo del taller los últimos encargos en brazos de Jamila; a mediodía todo el trabajo quedó entregado y por fin vino la calma. Imaginé que el resto de las invitadas estarían ya terminando de comer, disponiéndose a reposar en la penumbra de sus dormitorios con las contraventanas cerradas o esperando su turno en el salón de haute coiffure de Justo y Miguel. Las envidié: sin apenas tiempo para un bocado, aún tuve que dedicar la hora de la siesta a coser mi propio traje. Cuando me puse manos a la obra, eran las tres menos cuarto. La recepción comenzaría a las ocho, Marcus Logan había mandado un recado avisando de que me recogería a las siete y media. Tenía un mundo por hacer y menos de cinco horas por delante.