Beigbeder y Rosalinda quedaron encantados con la entrevista del día siguiente. Por ella me enteré más tarde de que todo había transcurrido en un ambiente distendido, sentados ambos hombres en una de las terrazas de la vieja villa del paseo de las Palmeras, bebiendo brandy con soda frente a la vega del Martín y las laderas del imponente Gorgues, el inicio del Rif. Primero comieron los tres juntos: el ojo crítico de la inglesa necesitaba averiguar el grado de confianza de su compatriota antes de dejarlo a solas con su adorado Juan Luis. Bedouie, el cocinero árabe, les preparó tajine de cordero que acompañaron con un borgoña grand cru. Tras los postres y el café, Rosalinda se retiró y ellos se acomodaron en sendos sillones de mimbre para fumar un habano y adentrarse a fondo en su conversación.
Supe que eran casi las ocho de la tarde cuando el periodista regresó al hotel tras la entrevista, que no cenó aquella noche y que tan sólo pidió que le subieran fruta a la habitación. Supe que por la mañana se dirigió a la Alta Comisaría nada más desayunar, supe qué calles transitó y a qué hora regresó. De todas sus salidas y entradas aquel día, y el siguiente, y el siguiente también, tuve conocimiento detallado; me enteré de lo que comió, lo que bebió, de la prensa que hojeó y el color de sus corbatas. El trabajo me tenía ocupada la jornada entera, pero me mantuve al tanto en todo momento gracias a la labor eficaz de un par de discretos colaboradores. Jamila se encargaba del seguimiento completo a lo largo del día; a cambio de una perra chica, un joven botones del hotel me informaba con idéntico esmero de la hora a la que Logan se recogía por las noches; por diez céntimos más, incluso recordaba el menú de sus cenas, la ropa que mandaba a lavar y el momento en que apagaba la luz.
Aguanté a la espera tres días, recibiendo datos minuciosos sobre todos sus movimientos y aguardando a que me llegara alguna noticia al respecto del avance de las gestiones. Al cuarto, en vista de que no sabía de él, empecé a malpensar. Y tanto, tanto malpensé que en mi mente maquiné un elaborado plan de acuerdo con el cual Marcus Logan, una vez logrado su objetivo de entrevistar a Beigbeder y recopilar la información sobre el Protectorado que para su trabajo necesitaba, tenía previsto marcharse olvidándose de que aún le quedaba algo que resolver conmigo. Y para evitar que la ocasión corroborara mis perversas presuposiciones, decidí que tal vez sería conveniente que yo me adelantara. Por eso, a la mañana siguiente, apenas intuí las claras del día y oí al muecín llamar a la primera oración, salí de casa hecha un pincel y me instalé en una esquina del patio del Nacional. Con un nuevo tailleur color vino y una de mis revistas de moda bajo el brazo. A hacer guardia con la espalda bien recta y las piernas cruzadas. Por si acaso.
Sabía que lo que estaba haciendo era una absoluta majadería. Rosalinda había hablado de conceder a Logan un permiso de residencia temporal en el Protectorado, él me había dado su palabra comprometiéndose a ayudarme, las gestiones llevaban su tiempo. Si analizaba la situación con frialdad, era consciente de que no había nada que temer: todos mis miedos carecían de fundamento y aquella espera no era más que una demostración absurda de mis inseguridades. Lo sabía, sí, pero con todo y con eso, decidí no moverme.
Bajó a las nueve y cuarto, cuando el sol de la mañana entraba ya radiante a través de la montera de cristal. El patio se había animado con la presencia de huéspedes recién levantados y con el ajetreo de los camareros y el movimiento incesante de jóvenes botones marroquíes transportando bártulos y maletas. Aún cojeaba levemente y llevaba el brazo en cabestrillo con un pañuelo azul, pero su media cara magullada había mejorado y el aspecto que le proporcionaba la ropa limpia, las horas de sueño y el pelo húmedo recién peinado superaba con creces la apariencia que traía consigo el día de su desembarco. Sentí un pellizco de ansiedad al verle, pero lo disimulé con un golpe de melena y otro airoso cruce de piernas. Él también me vio al instante y se acercó a saludarme.
—Vaya, no sabía que las mujeres de África fueran tan madrugadoras.
—Ya conocerá el refrán: a quien madruga Dios le ayuda.
—¿Y a qué quiere que le ayude Dios, si me permite la pregunta? —dijo acomodándose en un sillón a mi lado.
—A que no se marche usted de Tetuán sin decirme cómo va todo, si lo de mi madre está ya en marcha.
—No le he dicho nada porque no se sabe nada aún —dijo. Despegó entonces el cuerpo del respaldo y se aproximó—. Todavía no confía en mí del todo, ¿verdad?
Su voz sonó segura y cercana. Cómplice, casi. Tardé unos segundos en contestarle mientras intentaba elaborar alguna mentira. Pero no logré ninguna, así que opté por ser franca.
—Discúlpeme, pero últimamente no confío en nadie.
—La entiendo, no se preocupe —dijo sonriendo aún con esfuerzo—. No corren buenos tiempos para la lealtad y la confianza.
Me encogí de hombros con un gesto elocuente.
—¿Ha desayunado? —preguntó entonces.
—Sí, gracias —mentí. Ni había desayunado ni tenía ganas de hacerlo. Lo único que necesitaba era confirmar que no me iba a dejar abandonada sin cumplir su palabra.
—Bueno, entonces tal vez podríamos…
Un torbellino envuelto en un jaique se interpuso entre nosotros interrumpiendo la conversación: Jamila sin resuello.
—Frau Langenheim espera en casa. Va a Tánger, a comprar telas. Necesita que siñorita Sira decir cuántos metros comprar.
—Dile que espere dos minutos; estoy con ella en seguida. Que se siente, que vaya viendo los nuevos figurines que trajo Candelaria el otro día.
Jamila se fue de nuevo a la carrera y yo me disculpé ante Logan.
—Es mi sirvienta; tengo a una clienta esperando, debo marcharme.
—En ese caso, no la distraigo más. Y no se preocupe: todo está ya en funcionamiento y antes o después nos llegará la confirmación. Pero tenga en cuenta que puede ser cuestión de días o de semanas, tal vez lleve más de un mes; es imposible adelantar nada —dijo levantándose. Parecía también más ágil que unos días atrás, se le notaba mucho menos dolorido.
—De verdad, no sé cómo agradecérselo —repliqué—. Y ahora, si me disculpa, debo marcharme: tengo una gran cantidad de trabajo esperando, apenas me queda un minuto libre. Va a haber varios actos sociales dentro de pocos días y mis clientas necesitan nuevos trajes.
—¿Y usted?
—¿Yo, qué? —pregunté confusa sin entender la pregunta.
—¿Usted tiene previsto asistir a alguno de esos eventos? ¿A la recepción de Serrano Suñer, por ejemplo?
—¿Yo? —dije con una pequeña carcajada mientras me retiraba el pelo de la cara—. No, yo no voy a esas cosas.
—¿Por qué no?
Mi primer impulso fue volver a reír, pero me contuve cuando comprobé que hablaba en serio, que su curiosidad era genuina. Estábamos ya de pie, uno junto a otro, cercanos. Aprecié la textura del lino claro de su chaqueta y las rayas de la corbata; olía bien: a jabón bueno, a hombre limpio. Yo mantenía mi revista entre los brazos, él se sostenía con una mano apoyada en el bastón. Le miré y entreabrí la boca para contestarle, tenía respuestas en abundancia para justificar mi ausencia en aquellas celebraciones ajenas: porque nadie me había invitado, porque ése no era mi mundo, porque nada tenía yo que ver con toda aquella gente… Finalmente, sin embargo, decidí no darle ninguna réplica; tan sólo me encogí de hombros y dije:
—Debo irme.
—Espere —dijo agarrándome el brazo con suavidad—. Venga conmigo a la recepción de Serrano Suñer, sea mi pareja esa noche.
La invitación sonó como un trallazo y me dejó tan anonadada que cuando intenté encontrar excusas para rechazarla, a mi boca no llegó ninguna.
—Acaba de decirme que no sabe cómo agradecer mis gestiones. Bien, ya tiene una manera de hacerlo: acompáñeme a ese acto. Podría ayudarme a saber quién es quién en esta ciudad, me vendría muy bien para mi trabajo.
—Yo… yo tampoco conozco a nadie apenas, llevo muy poco tiempo aquí.
—Además, será una noche interesante; puede que hasta lo pasemos bien —insistió.
Aquello era un disparate, un absurdo sinsentido. Qué iba a hacer yo en una fiesta en honor al cuñado de Franco, rodeada por altos mandos militares y por las fuerzas vivas locales, por gentes de posibles y representantes de países extranjeros. La propuesta era del todo ridícula, sí, pero frente a mí tenía a un hombre esperando una respuesta. Un hombre que estaba gestionando la evacuación de la persona que más me importaba en la tierra; un extranjero desconocido que me había pedido que confiara en él. En mi mente se cruzaron ráfagas veloces de pensamientos contrapuestos. Unos me conminaban a negarme, insistían en que aquello era una extravagancia sin cabeza ni pies. Otros, en cambio, me recordaban el refrán castizo que tantas veces escuché en boca de mi madre acerca de los bien nacidos y los agradecidos.
—De acuerdo —dije tras tragar saliva con fuerza—. Iré con usted.
La figura de Jamila volvió a vislumbrarse en el hall haciendo aspavientos exagerados, intentando imponerme prisa para reducir la espera de la exigente Frau Langenheim.
—Perfecto. Le comunicaré el día y la hora exactos en cuanto reciba la invitación.
Le estreché la mano, recorrí el vestíbulo taconeando con paso presuroso y sólo al llegar a la puerta me giré. Marcus Logan seguía de pie al fondo, mirándome apoyado en su bastón. Aún no se había movido del sitio donde yo le había dejado y su presencia alejada se había convertido en una silueta a contraluz. Su voz, sin embargo, sonó rotunda.
—Me alegro de que haya aceptado acompañarme. Y quédese tranquila: no tengo prisa por marcharme de Marruecos.