Marcus Logan llegó arrastrando una pierna, casi sordo de un oído y con un brazo en cabestrillo. Todos sus desperfectos coincidían en el mismo lado del cuerpo, el izquierdo, el que quedó más cercano al estallido del cañonazo que le tumbó y a punto estuvo de matarle mientras cubría para su agencia los ataques de la artillería nacional en Madrid. Rosalinda lo arregló todo para que un coche oficial lo recogiera en el puerto de Tánger y lo trasladara directamente hasta el hotel Nacional de Tetuán.
Los aguardé sentada en uno de los sillones de mimbre del patio interior, entre maceteros y azulejos con arabescos. Por las paredes cubiertas de celosías trepaban las enredaderas y del techo colgaban grandes faroles morunos; el runrún de las conversaciones ajenas y el borboteo del agua de una pequeña fuente acompañaron mi espera.
Rosalinda llegó cuando el último sol de la tarde atravesaba la montera de cristal; el periodista, diez minutos después. A lo largo de los días previos había amasado en mi mente la imagen de un hombre impulsivo y brusco, alguien con el carácter agrio y los redaños suficientes como para intentar intimidar a quien se le pusiera por delante con tal de alcanzar sus intereses. Pero erré, como casi siempre se yerra cuando construimos preconcepciones a partir del frágil sustento de una simple acción o unas cuantas palabras. Erré y lo supe apenas el periodista chantajista cruzó el arco de acceso al patio con el nudo de la corbata flojo y traje de lino claro lleno de arrugas.
Nos reconoció al instante; tan sólo necesitó barrer la estancia con la mirada y comprobar que éramos las dos únicas mujeres jóvenes sentadas solas: una rubia con evidente aspecto de extranjera y una morena puro producto español. Nos preparamos para recibirle sin levantarnos, con las hachas de guerra escondidas a la espalda por si había que defenderse del más incómodo de los invitados. Pero no hizo falta sacarlas porque el Marcus Logan que apareció aquella temprana noche africana podría haber despertado en nosotras cualquier sensación excepto la de temor. Era alto y parecía estar a caballo entre los treinta y los cuarenta. Traía el pelo castaño algo despeinado y, al acercarse cojeando apoyado en un bastón de bambú, comprobamos que tenía el lado izquierdo de la cara lleno de restos de heridas y magulladuras. Aunque su presencia dejaba intuir al hombre que debió de ser antes del percance que a punto estuvo de acabar con su vida por el flanco izquierdo, en aquellos momentos era poco más que un cuerpo doliente que, apenas terminó de saludarnos con toda la cortesía que su lamentable estado le permitió desplegar, se desplomó en un sillón intentando sin éxito disimular sus molestias y el cansancio que se acumulaba en su cuerpo castigado por el largo viaje.
—Mrs Fox and Miss Quiroga, I suppose —fueron sus primeras palabras.
—Yes, we are, indeed —dijo Rosalinda en la lengua de los dos—. Nice meeting you, Mr Logan. And now, if you don’t mind, I think we should proceed in Spanish; I’m afraid my friend won’t be able to join us otherwise.
—Por supuesto, disculpe —dijo dirigiéndose a mí en un excelente español.
No tenía aspecto de ser un extorsionador sin escrúpulos, sino tan sólo un profesional que se buscaba la vida como buenamente podía y atrapaba al vuelo las oportunidades que se le cruzaban en el camino. Como Rosalinda, como yo. Como todos en aquellos tiempos. Antes de entrar de lleno en el asunto que le había llevado hasta Marruecos y reclamar de Rosalinda la confirmación de lo que ella le había prometido, prefirió presentarnos sus credenciales. Trabajaba para una agencia de noticias británica, estaba acreditado para cubrir la guerra española por ambos bandos y, aunque ubicado en la capital, pasaba los días en constante movimiento. Hasta que ocurrió lo inesperado. Lo ingresaron en Madrid, lo operaron de urgencia y, en cuanto pudieron, lo evacuaron a Londres. Había pasado varias semanas ingresado en el Royal London Hospital, soportando dolores y curas; encamado, inmovilizado, anhelando poder regresar a la vida activa.
Cuando le llegaron noticias de que alguien relacionado con el alto comisario de España en Marruecos necesitaba una información que él podría facilitarle, vio el cielo abierto. Era consciente de que no estaba en condiciones físicas de volver a sus constantes idas y venidas por la Península, pero una visita al Protectorado podría ofrecerle la posibilidad de proseguir con su convalecencia retomando parcialmente el brío profesional. Antes de obtener autorización para viajar, tuvo que pelear con los médicos, con sus superiores y con todo aquél que se acercó por su cama intentando convencerle para que no se moviera, lo cual, sumado a su estado, le había puesto al borde del disparadero. Pidió entonces disculpas a Rosalinda por su brusquedad en la conversación telefónica, dobló y desdobló la pierna varias veces con gesto de dolor y se centró finalmente en cuestiones más inmediatas.
—Llevo sin comer nada desde esta mañana, ¿les importaría que las invitara a cenar y charlásemos entretanto?
Aceptamos; de hecho, yo estaba dispuesta a aceptar lo que fuera por hablar con él. Habría sido capaz de comer en una letrina o de hozar en el barro entre cochinos; habría masticado cucarachas y bebido matarratas para ayudar a tragarlas: cualquier cosa con tal de obtener la información que tantos días llevaba esperando. Llamó Logan con soltura a un camarero árabe de los que por el patio trajinaban sirviendo y recogiendo, pidió una mesa para el restaurante del hotel.
Un momento, señor, por favor. Salió el camarero en busca de alguien y apenas siete segundos después se nos acercó como una bala el maître español, untuoso y reverencial. Ahora mismo, ahora mismo, por favor, acompáñenme las señoras, acompáñenme el señor. Ni un minuto de espera para la señora Fox y sus amigos, faltaría más.
Nos cedió Logan el paso al comedor mientras el maître señalaba una ostentosa mesa central, un ruedo vistoso para que nadie se quedara aquella noche sin contemplar de cerca a la querida inglesa de Beigbeder. El periodista la rechazó con educación y señaló otra más aislada al Fondo. Todas estaban impecablemente preparadas con manteles impolutos, copas de agua y vino, y servilletas blancas dobladas sobre los platos de porcelana. Aún era temprano, no obstante, y apenas había una docena de personas repartidas por la sala.
Elegimos el menú y nos sirvieron un jerez para entretener la espera. Rosalinda asumió entonces en cierta manera el papel de anfitriona y fue quien arrancó la conversación. El encuentro previo en el patio había sido algo meramente protocolario, pero contribuyó a relajar la tensión. El periodista se había presentado y nos había detallado las causas de su estado; nosotras, a cambio, nos tranquilizamos al ver que no se trataba de un individuo amenazante y comentamos con él algunas trivialidades sobre la vida en el Marruecos español. Los tres sabíamos, sin embargo, que aquello no era una simple reunión de cortesía para hacer nuevos amigos, charlar sobre enfermedades o dibujar estampas pintorescas del norte de África. Lo que nos había llevado a encontrarnos aquella noche era una negociación pura y dura en la que había dos partes implicadas: dos flancos que en su momento habían dejado claramente expuestas sus demandas y sus condiciones. Había llegado la hora de mostrarlas sobre la mesa y comprobar hasta dónde podía llegar cada cual.
—Quiero que sepa que todo lo que me pidió el otro día por teléfono está solucionado —adelantó Rosalinda en cuanto el camarero se alejó con la comanda.
—Perfecto —replicó el periodista.
—Tendrá su entrevista con el alto comisario, en privado y tan extensa como estime conveniente. Se le entregará además un permiso de residencia temporal en la zona del Protectorado español —continuó Rosalinda— y se extenderán a su nombre invitaciones a todos los actos oficiales de las próximas semanas; alguno de ellos, le adelanto, será de gran relevancia.
Levantó él entonces la ceja del lado entero de la cara con gesto interrogativo.
—Esperamos en breve la visita de don Ramón Serrano Suñer, el cuñado de Franco; imagino que sabe de quién hablo.
—Sí, claro —corroboró.
—Viene a Marruecos a conmemorar el aniversario del alzamiento, pasará aquí tres días. Se están organizando diversos actos para recibirle; ayer precisamente llegó Dionisio Ridruejo, el director general de Propaganda. Ha venido a coordinar los preparativos con el secretario de la Alta Comisaría. Contamos con que usted asista a todos los eventos de carácter oficial en los que haya representación civil.
—Se lo agradezco enormemente. Y, por favor, haga extensible mi gratitud al alto comisario.
—Será un placer tenerle entre nosotros —respondió Rosalinda con un gracioso gesto de perfecta anfitriona que anticipó el desenvaine de un estoque—. Espero que comprenda que también tenemos algunas condiciones.
—Por supuesto —dijo Logan tras un trago de jerez.
—Toda la información que desee enviar al exterior deberá ser antes supervisada por la oficina de prensa de la Alta Comisaría.
—No hay problema.
Los camareros se acercaron en ese momento con los platos y me invadió una grata sensación de alivio. A pesar de la elegancia con la que ambos mantenían el pulso de la negociación, a lo largo de toda la charla entre Rosalinda y el recién llegado no había podido evitar sentirme un tanto incómoda, fuera de sitio, como si me hubiera colado en una fiesta a la que nadie me había invitado. Hablaban de cuestiones que me eran del todo ajenas, de asuntos que tal vez no entrañaran graves secretos oficiales pero que, desde luego, quedaban muy alejados de lo que se suponía que una simple modista debería oír. Me repetí a mí misma varias veces que yo no estaba fuera de lugar, que aquél era también mi sitio porque la razón que había provocado esa cena era la evacuación de mi propia madre. Aun así, me costó convencerme.
La llegada de la comida interrumpió unos instantes el intercambio de concesiones y requerimientos. Lenguados para las señoras, pollo con guarnición para el señor, anunciaron. Comentamos brevemente las viandas, la frescura del pescado de la costa mediterránea, la exquisitez de las verduras de la vega del Martín. Tan pronto como los camareros se retiraron, la conversación prosiguió por el lugar exacto en donde había quedado apenas unos minutos atrás.
—¿Alguna condición más? —inquirió el periodista antes de llevarse el tenedor a la boca.
—Sí, aunque yo no lo llamaría exactamente una condición. Se trata más bien de algo que nos conviene igualmente a usted y a nosotros.
—Será fácil de aceptar, entonces —dijo tras tragar el primer bocado.
—Eso espero —confirmó Rosalinda—. Verá, Logan: usted y yo nos movemos en dos mundos muy distintos, pero somos compatriotas y los dos sabemos que, en términos generales, el bando nacional tiene sus simpatías volcadas en los alemanes e italianos, y no sienten el menor afecto por los ingleses.
—Así es, ciertamente —corroboró él.
—Bien, por ese motivo, quiero proponerle que usted se haga pasar por amigo mío. Sin perder su identidad de periodista, por supuesto, pero un periodista afín a mí y, por extensión, al alto comisario. De esta manera, creemos que será recibido con un resquemor algo más moderado.
—¿Por parte de quién?
—De todos: autoridades locales españolas y musulmanas, cuerpo consular extranjero, prensa… En ninguno de estos colectivos cuento con fervorosos admiradores, todo hay que decirlo pero, al menos formalmente, me guardan un cierto respeto por mi cercanía al alto comisario. Si logramos introducirlo como amigo mío, tal vez podamos conseguir que ese respeto lo hagan extensivo a usted.
—¿Qué opina al respecto el coronel Beigbeder?
—Está absolutamente de acuerdo.
—No hay más que hablar entonces. No me parece una mala idea y, como usted dice, puede que sea positivo para todos. ¿Alguna condición más?
—Ninguna por nuestra parte —dijo Rosalinda alzando su copa a modo de pequeño brindis.
—Perfecto. Todo aclarado entonces. Bien, creo que ahora me corresponde a mí ponerlas a ustedes al tanto del asunto para el que me han requerido.
El estómago me dio un vuelco: había llegado la hora. La comida y el vino parecían haber aportado a Marcus Logan una dosis moderada de vigor, se le veía bastante más entonado. Aunque había mantenido la negociación con fría serenidad, se percibía en él una actitud positiva y una evidente voluntad de no importunar a Rosalinda y Beigbeder más allá de lo necesario. Supuse que tal vez ese temple tenía algo que ver con su profesión, pero me faltó criterio para confirmarlo; al fin y al cabo, aquél era el primer periodista que conocía en mi vida.
—Quiero que sepan antes de nada que mi contacto ya está sobre aviso y cuenta con el traslado de su madre para cuando movilicen el siguiente operativo de evacuación desde Madrid hasta la costa.
Tuve que agarrarme con fuerza al borde de la mesa para no levantarme y abrazarle. Me contuve, sin embargo: el comedor del hotel Nacional estaba ya lleno de comensales y nuestra mesa, gracias a Rosalinda, era el principal foco de atracción de la noche. Sólo habría faltado que una reacción impulsiva me hubiera llevado a abrazar con euforia salvaje a aquel extranjero para que todas las miradas y cuchicheos se hubieran volcado sobre nosotros de inmediato. Así las cosas, frené el entusiasmo e insinué mi alborozo tan sólo con una sonrisa y un leve gracias.
—Tendrá que facilitarme algunos datos; después los cablegrafiaré a mi agencia en Londres; desde allí se pondrán en contacto con Christopher Lance, que es quien está al mando de toda la operación.
—¿Quién es? —quiso saber Rosalinda.
—Un ingeniero inglés; un veterano de la Gran Guerra que lleva ya unos cuantos años instalado en Madrid. Hasta antes del alzamiento trabajaba para una empresa española con participación británica, la compañía de ingeniería civil Ginés Navarro e Hijos, con oficinas centrales en el paseo del Prado y sucursales en Valencia y Alicante. Ha participado con ellos en la construcción de carreteras y puentes, en un gran embalse en Soria, una planta hidroeléctrica cerca de Granada y un mástil para zepelines en Sevilla. Cuando estalló la guerra, los Navarro desaparecieron, no se sabe si por voluntad propia o a la fuerza. Los trabajadores formaron un comité y se hicieron cargo de la empresa. Lance pudo haberse marchado entonces, pero no lo hizo.
—¿Por qué? —preguntamos al unísono las dos.
El periodista se encogió de hombros mientras bebía un largo trago de vino.
—Es bueno para el dolor —dijo a modo de disculpa mientras alzaba la copa como para mostrarnos sus efectos medicinales—. En realidad —continuó—, no sé por qué Lance no regresó a Inglaterra, nunca he conseguido obtener de él una razón que realmente justifique lo que hizo. Antes de empezar la guerra los ingleses residentes en Madrid, como casi todos los extranjeros, no tomaban partido por la política española y contemplaban la situación con indiferencia, incluso con cierta ironía. Tenían conocimiento, por supuesto, de la tensión existente entre las derechas y los partidos de izquierda, pero lo veían como una muestra más del tipismo del país, como parte del folclore nacional. Los toros, la siesta, el ajo, el aceite y el odio entre hermanos, todo muy pintoresco, muy español. Hasta que aquello reventó. Y entonces vieron que la cosa iba en serio y empezaron a correr para salir de Madrid lo antes posible. Con unas cuantas excepciones, como fue el caso de Lance, que optó por enviar a su mujer a casa y quedarse en España.
—Un poco insensato, ¿no? —aventuré.
—Probablemente esté un poco loco, sí —dijo medio en broma—. Pero es un buen tipo y sabe lo que se trae entre manos; no es ningún aventurero temerario ni un oportunista de los que en estos tiempos florecen por todas partes.
—¿Qué es lo que hace exactamente? —inquirió entonces Rosalinda.
—Presta ayuda a quien la necesita. Saca de Madrid a quien puede, los lleva hasta algún puerto del Mediterráneo y allí los embarca en buques británicos de todo tipo: lo mismo le sirve un barco de guerra que un paquebote o un carguero de limones.
—¿Cobra algo? —quise saber.
—No. Nada. Él no gana nada. Hay quien sí saca rendimiento con estos asuntos; él no.
Iba a explicarnos algo más, pero en ese momento se acercó a nuestra mesa un joven militar con breeches, botas brillantes y la gorra bajo el brazo. Saludó marcial con rostro concentrado y tendió un sobre a Rosalinda. Extrajo ella una cuartilla doblada, la leyó y sonrió.
—I’m truly very sorry, pero van a tener que perdonarme —dijo introduciendo sus cosas precipitadamente en el bolso. La pitillera, los guantes, la nota—. Ha surgido algo anesperado; inesperado, perdón —añadió. Se acercó a mi oído—. Juan Luis ha vuelto de Sevilla antes de tiempo —susurró impetuosa.
A pesar de su tímpano reventado, probablemente el periodista también la oyó.
—Sigan hablando, ya me contarán —añadió en voz alta—. Sira, darling, te veré pronto. Y usted, Logan, esté preparado para mañana. Un coche le recogerá aquí a la una. Comerá en mi casa con el alto comisario y dispondrá después de toda la tarde para seguir con su entrevista.
El joven militar y el descaro de múltiples miradas acompañaron a Rosalinda a la salida. En cuanto despareció de nuestra vista, urgí a Logan para que continuara con sus explicaciones en el mismo punto en el que las había dejado.
—Si Lance no obtiene beneficios y no le mueven cuestiones políticas, ¿por qué actúa entonces de esa manera?
Volvió a encogerse de hombros con un gesto que excusaba su incapacidad para encontrar una explicación razonable.
—Hay gente así, les llaman pimpinelas. Lance es un personaje un tanto singular; una especie de cruzado de las causas perdidas. Según él, no hay nada político en su conducta, le mueven tan sólo cuestiones humanitarias: probablemente habría hecho lo mismo con los republicanos si hubiera caído en zona nacional. Tal vez le venga la vena por ser hijo de un canónigo de la catedral de Wells, quién sabe. El caso es que, en el momento de la sublevación, el embajador Sir Henry Chilron y la mayor parte de su personal se habían trasladado a San Sebastián para pasar el verano y en Madrid quedaba sólo al mando un funcionario que no fue capaz de estar a la altura de las circunstancias. Así que Lance, como miembro veterano de la colonia británica, tomó en cierta manera las riendas de forma totalmente espontánea. Como dicen ustedes los españoles, sin encomendarse a Dios ni al diablo, abrió la embajada para refugiar en principio a los ciudadanos británicos, apenas algo más de trescientas personas entonces según mis informaciones. Ninguno estaba en principio directamente implicado en política, pero en su mayoría eran conservadores simpatizantes de las derechas, así que buscaron protección diplomática en cuanto tuvieron conocimiento del cariz de los acontecimientos. El caso es que la situación sobrepasó lo esperado: a la embajada corrieron a refugiarse varios cientos de personas más. Alegaban haber nacido en Gibraltar o en un barco inglés durante una travesía, tener parientes en Gran Bretaña, haber hecho negocios con la Cámara de Comercio Británica; cualquier subterfugio para mantenerse al amparo de la Union Jack, nuestra bandera.
—¿Por qué precisamente en su embajada?
—No fue sólo la nuestra, ni mucho menos. De hecho, la nuestra fue una de las más reacias a proporcionar refugio. Todas hicieron prácticamente lo mismo en los primeros días: acogieron a sus propios ciudadanos y a algunos españoles con necesidad de protegerse.
—¿Y después?
—Algunas legaciones han seguido muy activas a la hora de proporcionar asilo e implicase de una manera directa o indirecta en el tráfico de refugiados. Chile, sobre todo; Francia, Argentina y Noruega, también. Otras, en cambio, una vez transcurridos los primeros tiempos de incertidumbre, se negaron a seguir con aquello. Lance, no obstante, no actúa como representante del gobierno británico; todo lo que hace es por sí mismo. Nuestra embajada, como le he dicho, ha sido una de las que se han negado a seguir implicadas en dar asilo y facilitar la evacuación de refugiados. Tampoco se dedica Lance a ayudar al bando nacional en abstracto, sino a personas que, a título individual, tienen necesidad de salir de Madrid. Por razones ideológicas, por razones familiares: por lo que sea. Es cierto que comenzó instalándose en la embajada y, de alguna manera, logró que le concediesen el cargo de agregado honorario para gestionar la evacuación de ciudadanos británicos en los primeros días de guerra pero, a partir de entonces, actúa por su cuenta y riesgo. Cuando a él le interesa, normalmente para impresionar a los milicianos y centinelas en los controles de las carreteras, hace un uso ostentoso de toda la parafernalia diplomática que tiene a mano: brazalete rojo, azul y blanco en la manga para identificarse, banderitas en el automóvil y un salvoconducto enorme lleno de sellos y estampillas de la embajada, de seis o siete sindicatos obreros y del Ministerio de la Guerra, todo lo que tiene a mano. Es un tipo bastante peculiar este Lance: simpático, charlatán, siempre vestido con ropa llamativa, con chaquetas y corbatas que hacen daño a la vista. A veces creo que exagera todo un poco para que nadie lo tome demasiado en serio y así no sospechen de él.
—¿Cómo realiza los traslados hasta la costa?
—No lo sé con exactitud, él es reacio a contar detalles. En un principio creo que comenzó con vehículos de la embajada y camiones de su empresa, hasta que éstos le fueron requisados. Últimamente parece que utiliza una ambulancia del cuerpo escocés puesta a disposición de la República. Suele además ir acompañado por Margery Hill, una enfermera del hospital Anglo-Americano, ¿lo conoce?
—Creo que no.
—Está en la calle Juan Montalvo, junto a la Ciudad Universitaria, prácticamente en el frente. Allí me llevaron en principio cuando me hirieron, después me trasladaron para operarme al hospital que han montado en el hotel Palace.
—¿Un hospital en el Palace? —pregunté incrédula.
—Sí, un hospital de campaña, ¿no lo sabía?
—No tenía idea. Cuando dejé Madrid el Palace era, junto con el Ritz, el más lujoso de los hoteles.
—Pues ya ve, ahora lo dedican a otras funciones, hay muchas cosas que han cambiado. Allí permanecí ingresado unos días, hasta que decidieron evacuarme a Londres. Antes de ser ingresado en el hospital Anglo-Americano, yo ya conocía a Lance: la colonia británica en Madrid es en estos días muy reducida. Después vino a verme varias veces al Palace; parte de su autoimpuesta tarea humanitaria es también ayudar en lo posible a todos sus compatriotas en dificultades. Por eso sé algo de cómo funciona todo el proceso de evacuación, pero tan sólo conozco los detalles que él mismo me quiso contar. Los refugiados llegan normalmente por su cuenta al hospital; a veces los mantienen un tiempo haciéndolos pasar por enfermos, hasta que preparan el siguiente convoy. Suelen ir ambos, Lance y la enfermera Hill, en todos los trayectos: ella, al parecer, es única sorteando a funcionarios y milicianos en los controles si las cosas se ponen adversas. Y, además, se las suele arreglar para llevarse de vuelta a Madrid todo lo que puede sacar de los barcos de la Royal Navy: medicamentos, material para curas, jabón, comida enlatada…
—¿Cómo hacen el viaje?
Quería anticipar en mi mente el traslado de mi madre, tener una idea de en qué iba a consistir su aventura.
—Sé que salen de madrugada. Lance ya conoce todos los controles, y eso que son más de treinta; a veces tardan en recorrer el trayecto más de doce horas. Se ha hecho, además, un especialista en la psicología de los milicianos: se baja del auto, habla con ellos, les llama camaradas, les muestra su impresionante salvoconducto, les ofrece tabaco, bromea y se despide con «Viva Rusia» o «Mueran los fascistas»: cualquier cosa con tal de poder seguir su camino. Lo único que nunca hace es sobornarles: él mismo se lo impuso como principio y, que yo sepa, siempre lo ha mantenido. También es extremadamente escrupuloso con las leyes de la República, jamás las desacata. Y, por supuesto, evita en todo momento provocar contratiempos o incidentes que pudieran perjudicar a nuestra embajada. Sin ser uno de ellos más que a título honorario, cumple sin embargo con un rigurosísimo código de ética diplomática.
Apenas había terminado la respuesta cuando yo ya estaba lista para disparar la siguiente pregunta; estaba demostrando ser una alumna aventajada en el aprendizaje de las técnicas interrogatorias del comisario Vázquez.
—¿A qué puertos lleva a los refugiados?
—A Valencia, a Alicante, a Denia, depende. Estudia la situación, diseña un plan sobre la marcha y al final, de una u otra manera, se las arregla para embarcar su cargamento.
—Pero esas personas ¿tienen papeles, permisos, salvoconductos…?
—Para moverse dentro de España, normalmente sí. Para marchar al extranjero, probablemente no. Por eso, la operación del embarque suele ser la más compleja: Lance necesita burlar controles, adentrarse en los muelles y pasar desapercibido entre los centinelas, negociar con los oficiales de los barcos, colar a los refugiados y esconderlos por si hay registros. Todo, además, debe hacerse de forma cuidadosa, sin levantar sospechas. Es algo muy delicado, se juega acabar él mismo en una cárcel. Pero, de momento, siempre lo ha conseguido con éxito.
Terminamos la cena. Logan había necesitado esfuerzo para manipular los cubiertos; su brazo izquierdo no estaba operativo al cien por cien. Aun así, dio buena cuenta del pollo, dos grandes platos de natillas y varias copas de vino. Yo, en cambio, abstraída escuchándole, apenas probé el lenguado y no pedí postre.
—¿Quiere café? —preguntó.
—Sí, gracias.
En realidad, jamás tomaba café después de cenar excepto cuando tenía que quedarme trabajando hasta tarde. Pero aquella noche tenía dos buenas razones para aceptar el ofrecimiento: prolongar todo lo posible la conversación y mantenerme bien despejada para no perder el menor detalle.
—Cuénteme cosas de Madrid —le pedí entonces. Mi voz surgió queda, quizá anticipaba ya que lo que iba a oír no me resultaría grato.
Me miró fijamente antes de contestar.
—No sabe nada, ¿verdad?
Posé la mirada en el mantel e hice un gesto negativo. Conocer los detalles de la próxima evacuación de mi madre me había relajado: ya no estaba nerviosa. Marcus Logan, a pesar de su cuerpo machacado, había conseguido serenarme con su actitud sólida y segura. Sin embargo, con la distensión no llegó la alegría, sino una densa tristeza por todo lo oído. Por mi madre, por Madrid, por mi país. Noté de pronto una flojedad inmensa y presentí que las lágrimas se me acercaban a los ojos.
—La ciudad está muy deteriorada y hay escasez de productos básicos. La situación no es buena, pero cada cual se las va arreglando como puede —dijo sintetizando la respuesta en un puñado de vagas obviedades—. ¿Le importa que le haga una pregunta? —añadió entonces.
—Pregunte lo que quiera —respondí con los ojos aún fijos en la mesa. El futuro de mi madre estaba en sus manos, cómo negarme.
—Mire, mi gestión ya está hecha y puedo garantizarle que van a actuar con su madre tal como me han prometido, por eso no se preocupe. —Hablaba en tono más bajo, más cercano—. Sin embargo, para lograrlo, digamos que he tenido que inventar un panorama que no sé si se corresponde mucho o poco con la realidad. He tenido que decir que ella se encuentra en una situación de alto riesgo y necesita ser evacuada urgentemente, no ha hecho falta aportar mayores detalles. Pero me gustaría saber hasta dónde he acertado o hasta dónde he mentido. La respuesta en nada va a cambiar las cosas, pero yo, personalmente, quisiera conocerla. Así que, si no le importa, cuénteme, por favor, ¿en qué situación está en verdad su madre, cree que corre auténtico peligro en Madrid?
Llegó un camarero con los cafés, removimos el azúcar a la vez haciendo chocar las cucharillas contra la porcelana de las tazas a ritmo acompasado. Al cabo de unos segundos, alcé el rostro y le miré de frente.
—¿Quiere saber la verdad? Pues la verdad es que creo que su vida no corre riesgo, pero yo soy lo único que mi madre tiene en el mundo y ella lo único que tengo yo. Siempre hemos vivido solas, peleando juntas para salir adelante: sólo somos dos mujeres trabajadoras. Hubo, sin embargo, un día en que yo me equivoqué y le fallé. Y ahora lo único que quiero es recuperarla. Antes me ha dicho que su amigo Lance no actúa por motivos políticos, que tan sólo le mueven cuestiones humanitarias. Calcule usted mismo si reunir a una madre sin recursos con su única hija es o no es una razón humanitaria; yo no lo sé.
No pude decir nada más, sabía que las lágrimas estaban a punto de escapárseme a borbotones.
—Tengo que irme, mañana debo madrugar, tengo mucho trabajo, gracias por la cena, gracias por todo…
Las frases salieron con voz rota, a trompicones, a la vez que me levantaba y cogía mi bolso apresurada. Intenté no alzar la cara para evitar que él percibiera el reguero húmedo que me corría por las mejillas.
—La acompaño —dijo levantándose disimulando el dolor.
—No hace falta, gracias: vivo aquí al lado, a la vuelta de la esquina.
Le di la espalda y emprendí el camino hacia la salida. Apenas había avanzado unos pasos cuando noté su mano rozar mi codo.
—Es una suerte que viva cerca, así tendré que andar menos. Vamos.
Pidió con un gesto al maître que cargaran la cuenta a su habitación y salimos. No me habló ni intentó tranquilizarme; no dijo una palabra al respecto de lo que acababa de oír. Tan sólo se mantuvo a mi lado en silencio y dejó que por mí misma fuera recuperando el sosiego. Nada más pisar la calle, paró en seco. Apoyándose en su bastón miró el cielo estrellado y aspiró aire con ansia.
—Huele bien Marruecos.
—El monte está cerca, el mar también —repliqué ya más calmada—. Será por eso, supongo.
Caminamos despacio, me preguntó cuánto tiempo llevaba en el Protectorado, cómo era la vida en aquella tierra.
—Volveremos a vernos, la mantendré informada en cuanto me llegue algún dato nuevo —dijo cuando le indiqué que habíamos llegado a mi casa—. Y quédese tranquila; tenga la seguridad de que van a hacer todo lo posible por ayudarla.
—Muchas gracias, de verdad, y disculpe mi reacción. A veces me cuesta trabajo contenerme. No son tiempos fáciles, ¿sabe? —susurré con un punto de pudor.
Intentó sonreír, pero sólo lo consiguió a medias.
—La entiendo perfectamente, no se preocupe.
Esta vez no hubo lágrimas, el mal trago había pasado ya. Tan sólo nos sostuvimos brevemente la mirada, nos dimos las buenas noches y emprendí la subida de la escalera pensando en lo poco que se ajustaba aquel Marcus Logan al amenazante oportunista que Rosalinda y yo habíamos anticipado.