—Supongo que mi relación con Juan Luis debió de resultar algo sorprendente para muchas personas, pero para mí es como si lo nuestro hubiera estado escrito en las estrellas desde el principio de los tiempos.
Entre aquéllos a los que la pareja resultaba del todo inaudita estaba, desde luego, yo. Se me hacía enormemente difícil imaginar a la mujer que tenía enfrente, con su simpatía radiante, sus aires mundanos y sus toneladas de frivolidad, manteniendo una relación sentimental sólida con un sobrio militar de alto grado que, además, le doblaba la edad. Comíamos pescado y bebíamos vino blanco en la terraza mientras el aire del mar cercano hacía aletear los toldos de rayas azules y blancas sobre nuestras cabezas, trayendo olor a salitre y evocaciones tristes que yo me esforzaba por espantar centrando mi atención en la conversación de Rosalinda. Parecía como si tuviera unas enormes ganas de hablar de su relación con el alto comisario, de compartir con alguien una versión de los hechos completa y personal, alejada de las murmuraciones tergiversadas que sabía que corrían de boca en boca por Tánger y Tetuán. Pero ¿por qué conmigo, con alguien a quien apenas conocía? A pesar de mi camuflaje de modista chic, nuestros orígenes no podían ser más dispares. Y nuestro presente, tampoco. Ella provenía de un mundo cosmopolita acomodado y ocioso; yo no era más que una trabajadora, hija de una humilde madre soltera y criada en un barrio castizo de Madrid. Ella vivía un romance apasionado con un mando destacado del ejército que había provocado la guerra que asolaba a mi país; yo, entretanto, trabajaba noche y día para salir sola adelante. Pero, a pesar de todo, ella había decidido confiar en mí. Quizá porque pensó que aquélla podría ser una manera de pagarme el favor del Delphos. Quizá porque estimó que, al ser yo una mujer independiente y de su misma edad, podría comprenderla mejor. O quizá, simplemente, porque se sentía sola y tenía una necesidad imperiosa de desahogarse con alguien. Y ese alguien, en aquel mediodía de verano y en aquella ciudad de la costa africana, resulté ser yo.
—Antes de su muerte en aquel trágico accidente, Sanjurjo me había insistido en que, una vez instalada en Tánger, fuera a ver a su amigo Juan Luis Beigbeder a Tetuán; no paraba de referirse a nuestro encuentro en el Adlon de Berlín y a lo mucho que se alegraría él de verme again. Yo también, to tell you the truth, tenía interés en volver a encontrarme con él: me había parecido un hombre fascinante, tan interesante, tan educado, tan, tan, tan caballero español. Así que, cuando ya llevaba unos meses asentada, decidí que había llegado el momento de acercarme a la capital del Protectorado a saludarle. Para entonces, las cosas habían cambiado, obviously: él ya no estaba en su cometido administrativo de Asuntos Indígenas, sino que ocupaba el puesto más alto de la Alta Comisaría. Y hasta allí me encaminé en mi Austin 7. My God! Cómo olvidar aquel día. Llegué a Tetuán y lo primero que hice fue ir a ver al cónsul inglés, Monk-Mason, le conoces, ¿verdad? Yo le llamo old monkey, viejo mono; es un hombre tan, tan aburrido, poor thing.
Aproveché que me estaba llevando en aquel momento la copa de vino a la boca para hacer un gesto impreciso. No conocía al tal Monk-Mason, tan sólo había oído alguna vez hablar de él a mis clientas, pero me negué a reconocerlo ante Rosalinda.
—Cuando le dije que tenía intención de visitar a Beigbeder, el cónsul quedó tremendamente impactado. Como sabrás, a diferencia de los alemanes y los italianos, His majesty’s government, nuestro gobierno, no tiene prácticamente contacto alguno con las autoridades españolas del bando nacional porque sólo sigue reconociendo como legítimo al régimen republicano, así que Monk-Mason pensó que mi visita a Juan Luis podría resultar muy conveniente para los intereses británicos. So, antes del mediodía me dirigí a la Alta Comisaría en mi propio automóvil y acompañada tan sólo por Joker, mi perro. Mostré en la entrada la carta de presentación que Sanjurjo me había entregado antes de morir y alguien me condujo hasta el secretario personal de Juan Luis atravesando pasillos llenos de militares y escupideras, how very disgusting, ¡qué asco! Inmediatamente Jiménez Mouro, su secretario, me llevó a su despacho. Teniendo en cuenta la guerra y su posición, imaginaba que encontraría al nuevo alto comisario vestido con un imponente uniforme lleno de medallas y condecoraciones, pero no, no, no, todo lo contrario: al igual que aquella noche en Berlín, Juan Luis llevaba un simple traje oscuro de calle que le confería el aspecto de cualquier cosa excepto de un militar rebelde. Le alegró enormemente mi visita: se mostró encantador, charlamos y me invitó a comer, pero yo ya había aceptado la invitación previa de Monk-Mason, así que quedamos para el día siguiente.
Las mesas a nuestro alrededor se fueron poco a poco terminando de llenar. Rosalinda saludaba de vez en cuando a unos y otros con un simple gesto o una breve sonrisa, sin mostrar interés en interrumpir su narración sobre aquellos primeros encuentros con Beigbeder. También yo identifiqué algunos rostros familiares, gente que había conocido de la mano de Ramiro y a la que preferí ignorar. Por eso seguíamos cada una concentrada en la otra: ella hablando, yo escuchando, las dos comiendo nuestro pescado, bebiendo vino frío y haciendo caso omiso al ruido del mundo.
—Llegué al día siguiente a la Alta Comisaría esperando encontrar algún tipo de comida ceremoniosa acorde con el entorno: una gran mesa, formalidades, camareros alrededor… Pero Juan Luis había dispuesto que nos prepararan una simple mesa para dos junto a una ventana abierta al jardín. Fue un lunch inolvidable, en el que él habló, habló y habló sin parar sobre Marruecos, sobre su Marruecos feliz, como él lo llama. Sobre su magia, sus secretos, su fascinante cultura. Tras el almuerzo decidió enseñarme los alrededores de Tetuán, so beautiful. Salimos en su coche oficial, imagina, seguidos por un séquito de motoristas y ayudantes, so embarrassing! Anyway, acabamos en la playa, sentados en la orilla mientras el resto esperaba en la carretera, can you believe it?
Rio ella y sonreí yo. La situación descrita era realmente peculiar: la más alta personalidad del Protectorado y una extranjera recién llegada que podría ser su hija, flirteando abiertamente al borde del mar mientras la comitiva motorizada los observaba sin pudor desde la distancia.
—Y entonces él cogió dos piedras, una blanca y otra negra. Se llevó las manos a la espalda y volvió a sacarlas con los puños cerrados. Elige, dijo. Elige qué, pregunté. Elige una mano. Si en ella está la piedra negra, hoy vas a irte de mi vida y no voy a volver a verte más. Si la que sale es la blanca, entonces significa que el destino quiere que te quedes conmigo.
—Y salió la piedra blanca.
—Salió la piedra blanca, efectivamente —confirmó con una radiante sonrisa—. Un par de días después mandó dos coches a Tánger: un Chrysler Royal para transportar mis cosas y, para mí, el Dodge Roadster en el que hoy hemos venido, un regalo del director de la Banca Hassan de Tetuán que Juan Luis ha decidido que sea para mí. No nos hemos separado desde entonces, excepto cuando sus obligaciones le imponen algún viaje. De momento yo estoy instalada con mi hijo Johnny en la casa del paseo de las Palmeras, en una residencia grandiosa con un cuarto de baño digno de un marajá y el retrete como el trono de un monarca, pero cuyas paredes se caen a trozos y no tiene ni siquiera agua corriente. Juan Luis sigue residiendo en la Alta Comisaría porque así se lo exige el cargo; no nos planteamos vivir juntos, pero él, no obstante, ha decidido que tampoco tiene por qué ocultar su relación conmigo, aunque a veces pueda exponerle a situaciones algo comprometidas.
—Porque está casado… —sugerí.
Hizo un mohín de despreocupación y se retiró un mechón de pelo de la cara.
—No, no; eso no es lo realmente importante, también yo estoy casada; eso es sólo asunto nuestro, our concern, algo del todo personal. El problema es más de índole pública; oficial, digamos: hay quien piensa que una inglesa puede ejercer sobre él una influencia poco recomendable, y así nos lo hacen saber abiertamente.
—¿Quién piensa así? —Me hablaba con tanta confianza que, sin ni siquiera pararme a sopesarlo, me sentí legitimada de manera natural para pedir aclaraciones cuando no alcanzaba a comprender del todo lo que ella me estaba contando.
—Los miembros de la colonia nazi en el Protectorado. Langenheim y Bernhardt sobre todo. Suponen que el alto comisario debería ser gloriously pro-German en todas las facetas de su vida: cien por cien fiel a los alemanes, que son quienes están ayudando a su causa en vuestra guerra; aquéllos que desde un principio accedieron a facilitarles aviones y armamento. De hecho, Juan Luis estuvo al tanto del viaje que desde Tetuán realizaron a Alemania en aquellos primeros días para entrevistarse con Hitler en Bayreuth, donde asistía como cada año al festival wagneriano. Anyway, Hitler consultó con el almirante Canaris, Canaris recomendó que aceptara prestar la ayuda solicitada, y desde allí mismo dio el Führer la orden de enviar al Marruecos español todo lo requerido. De no haberlo hecho, las tropas del ejército español en África no habrían podido cruzar el Estrecho, así que esa ayuda germana fue crucial. Desde entonces, obviamente, las relaciones entre los dos ejércitos son muy estrechas. Pero los nazis de Tetuán creen que mi cercanía y el afecto que Juan Luis siente por mí pueden llevarle a adoptar una postura más pro-British y menos fiel a los alemanes.
Recordé los comentarios de Félix al respecto del marido de Frau Langenheim y su compatriota Bernhardt, sus referencias a aquella temprana ayuda militar que habían gestionado en Alemania y que, al parecer, no sólo no había cesado, sino que era cada vez más notoria en la Península. Rememoré también la ansiedad de Rosalinda por causar una impresión impecable en aquel primer encuentro formal suyo con la comunidad germana del brazo de su amante, y entonces creí entender lo que ella me estaba contando, pero minimicé su importancia e intenté tranquilizarla al respecto.
—Pero probablemente a ti todo eso no deba preocuparte demasiado. Él puede seguir leal a los alemanes estando a la vez contigo, son dos cosas distintas: lo oficial y lo personal. Seguro que los que así piensan no tienen razón.
—Sí la tienen, claro que la tienen.
—No te entiendo.
Desplazó con prisa la vista por la terraza semivacía. La conversación se había ido alargando tanto que apenas quedaban ya dos o tres mesas ocupadas. El viento había cesado, los toldos apenas se movían. Varios camareros con chaquetilla blanca y tarbush —el gorro moruno de fieltro rojo— trabajaban en silencio sacudiendo al aire servilletas y manteles. Bajó entonces Rosalinda el tono de voz hasta convertirlo casi en su susurro; un susurro que, a pesar de su escaso volumen, transmitía un incuestionable tono de determinación.
—Tienen razón en sus presuposiciones porque yo, my dear, tengo la intención de hacer todo lo que esté en mi mano para que Juan Luis establezca relaciones cordiales con mis compatriotas. No puedo soportar la idea de que vuestra guerra termine favorablemente para el ejército nacional, y que Alemania resulte ser la gran aliada del pueblo español y Gran Bretaña, en cambio, una potencia enemiga. Y voy a hacerlo por dos razones. La primera, por simple patriotismo sentimental: porque quiero que la nación del hombre al que amo sea amiga de mi propio país. La segunda razón, however, es mucho más pragmática y objetiva: los ingleses no nos fiamos de los nazis, las cosas están empezando a ponerse feas. Tal vez sea un poco aventurado hablar de otra futura gran guerra europea, pero nunca se sabe. Y si eso llegara a ocurrir, me gustaría que vuestro país estuviera a nuestro lado.
A punto estuve de decirle abiertamente que nuestro pobre país no estaba en situación de plantearse ninguna guerra futura, que bastante desgracia tenía con la que ya estábamos viviendo. Aquella guerra nuestra, sin embargo, parecía resultarle a ella del todo ajena, a pesar de ser su amante un importante activo en uno de sus bandos. Opté al fin por seguirle el paso, por mantener la conversación centrada en un porvenir que tal vez no llegara nunca y no ahondar en la tragedia del presente. Mi día ya llevaba encima una buena dosis de amargura, preferí no entristecerlo aún más.
—Y ¿cómo piensas hacerlo? —pregunté tan sólo.
—Well, no creas que tengo grandes contactos personales en Whitehall, not at all —dijo con una pequeña carcajada. Automáticamente hice un apunte mental para preguntar a Félix qué era Whitehall, pero mi expresión de atención concentrada no dejó entrever mi ignorancia. Ella prosiguió—. Pero ya sabes cómo funcionan estas cosas: redes de conocidos, relaciones encadenadas… Así que he pensado intentarlo en principio con unos amigos que tengo aquí en Tánger, el coronel Hal Durand, el general Norman Beynon y su mujer Mary, todos ellos con excelentes contactos con el Foreign Office. Ahora mismo están todos pasando una temporada en Londres, pero tengo previsto reunirme con ellos más adelante, presentarles a Juan Luis, intentar que hablen y congenien.
—¿Y crees que él accederá, que te dejará intervenir así como así en sus asuntos oficiales?
—But of course, dear, por supuesto —afirmó sin el menor rastro de duda mientras con un airoso movimiento de cabeza se retiraba del ojo izquierdo otra onda de su melena—. Juan Luis es un hombre tremendamente inteligente. Conoce muy bien a los alemanes, ha convivido con ellos muchos años y teme que el precio que España deba pagar a la larga por toda la ayuda que está recibiendo acabe siendo demasiado caro. Además, tiene un alto concepto de los ingleses porque jamás hemos perdido una guerra y, after all, él es un militar y para él esas cosas son muy importantes. Y sobre todo, my dear Sira, y esto es lo principal, Juan Luis me adora. Como él mismo se encarga de repetir a diario, por su Rosalinda sería capaz de descender hasta el mismo infierno.
Nos levantamos cuando las mesas de la terraza estaban ya dispuestas para la cena y las sombras de la tarde trepaban por las tapias. Rosalinda se empeñó en pagar la comida.
—Por fin he conseguido que mi marido me transfiera mi pensión; déjame que te invite.
Caminamos sin prisa hasta su coche y emprendimos el camino de regreso hacia Tetuán casi con el tiempo justo para no traspasar el límite de las doce horas concedidas por el comisario Vázquez. Pero no sólo fue la dirección geográfica lo que invertimos en aquel viaje, sino también la trayectoria de nuestra comunicación. Si en el sentido de ida y a lo largo del resto del día había sido Rosalinda quien monopolizó la conversación, en el de vuelta había llegado el momento de trastocar los papeles.
—Debes de pensar que soy inmensamente aburrida, centrada todo el tiempo en mí y en mis cosas. Háblame de ti. Tell me now, cuéntame cómo te han ido las gestiones que has hecho esta mañana.
—Mal —dije simplemente.
—¿Mal?
—Sí, mal, muy mal.
—I’m sorry, really. Lo siento. ¿Algo importante?
Pude decirle que no. En comparación con sus propias preocupaciones, mis problemas carecían de los ingredientes necesarios para despertar su interés: en ellos no había implicados militares de alto rango, cónsules o ministros; no había intereses políticos, ni cuestiones de Estado o presagios de grandes guerras europeas, ni nada remotamente relacionado con las sofisticadas turbulencias en las que ella se movía. En el humilde territorio de mis preocupaciones sólo tenían cabida un puñado de miserias cercanas que casi podían contarse con los dedos de una mano: un amor traicionado, una deuda por pagar y un gerente de hotel poco comprensivo, el diario faenar para levantar un negocio, una patria llena de sangre a la que no podía volver y la añoranza de una madre ausente. Pude decirle que no, que mis pequeñas tragedias no eran importantes. Pude callarme mis asuntos, mantenerlos escondidos para compartirlos tan sólo con la oscuridad de mi casa vacía. Pude, sí. Pero no lo hice.
—La verdad es que se trataba de algo muy importante para mí. Quiero sacar a mi madre de Madrid y traerla a Marruecos, pero necesito para ello una elevada cantidad de dinero de la que no dispongo porque antes tengo que destinar mis ahorros a realizar otro pago urgente. Esta mañana he intentado posponer ese pago, pero no lo he conseguido, así que, de momento, me temo que la cuestión de mi madre va a resultar imposible. Y lo peor es que, según dicen, cada vez va siendo más difícil moverse de una zona a otra.
—¿Está sola en Madrid? —preguntó con gesto en apariencia preocupado.
—Sí, sola. Absolutamente sola. No tiene a nadie más que mí.
—¿Y tu padre?
—Mi padre… bueno, es una historia larga; el caso es que no están juntos.
—Cuánto lo siento, Sira, querida. Debe de ser muy duro para ti saber que ella está en zona roja, expuesta a cualquier cosa entre toda esa gente…
La miré con tristeza. Cómo hacerle comprender lo que ella no entendía, cómo meter en aquella hermosa cabeza de ondas rubias la trágica realidad de lo que en mi país estaba pasando.
—Esa gente es su gente, Rosalinda. Mi madre está con los suyos, en su casa, en su barrio, entre sus vecinos. Ella pertenece a ese mundo, al pueblo de Madrid. Si quiero traerla conmigo a Tetuán no es porque tema por lo que pueda sucederle allí, sino porque es lo único que tengo en esta vida y, cada día que pasa, se me hace más cuesta arriba no saber nada de ella. No he recibido noticias suyas desde hace un año: no tengo la menor idea de cómo está, no sé cómo se mantiene, ni de qué vive, ni cómo soporta la guerra.
Como un globo al ser pinchado, toda aquella farsa de mi fascinante pasado se desintegró en el aire en apenas un segundo. Y lo más curioso fue que me dio exactamente igual.
—Pero… Me habían dicho que… que tu familia era…
No la dejé acabar. Ella había sido sincera conmigo y me había expuesto su historia sin tapujos: había llegado el momento de que yo hiciera lo mismo. Tal vez no le gustara la versión de mi vida que iba a contarle; quizá pensara que era muy poco glamurosa comparada con las aventuras a las que ella estaba acostumbrada. Posiblemente decidiera que a partir de aquel momento nunca más iba a compartir pink gins conmigo ni a ofrecerme viajes a Tánger en su Dodge descapotable, pero no pude resistirme a narrarle con detalle mi verdad. Al fin y al cabo, era la única que tenía.
—Mi familia somos mi madre y yo. Las dos somos modistas, simples modistas sin más patrimonio que nuestras manos. Mi padre nunca ha tenido relación con nosotras desde que nací. Él pertenece a otra clase, a otro mundo: tiene dinero, empresas, contactos, una mujer a la que no quiere y dos hijos con los que no se entiende. Eso es lo que tiene. O lo que tenía, no lo sé: la primera y última vez que le vi aún no había empezado la guerra y ya presentía que le iban a matar. Y mi prometido, ese novio atractivo y emprendedor que supuestamente está en la Argentina gestionando empresas y resolviendo asuntos financieros, no existe. Es cierto que hubo un hombre con el que mantuve una relación y puede que ahora ande en aquel país metido en negocios, pero ya no tiene nada que ver conmigo. No es más que un ser indeseable que me partió el corazón y me robó todo lo que tenía; prefiero no hablar de él. Ésa es mi vida, Rosalinda, muy distinta a la tuya, ya ves.
Como réplica a mi confesión articuló una parrafada en inglés en la que sólo atiné a captar la palabra Morocco.
—No he entendido nada —dije confusa.
Retornó el español.
—He dicho que a quién demonios importa de dónde vienes cuando eres la mejor modista de todo Marruecos. Y respecto a lo de tu madre, bueno, como decís los españoles, Dios aprieta pero no ahoga. Ya verás como todo termina resolviéndose.