El bar del hotel El Minzah permanecía exactamente igual que un año atrás. Grupos animados de hombres y mujeres europeos vestidos con estilo llenaban las mesas y la barra bebiendo whisky, jerez y cócteles, formando grupos en los que la conversación saltaba de una lengua a otra como quien cambia un pañuelo de mano. En el centro de la estancia, un pianista amenizaba el ambiente con su música melodiosa. Nadie parecía tener prisa, todo seguía aparentemente igual que en el verano del 36 con la única excepción de que en la barra ya no me esperaba ningún hombre hablando en español con el barman, sino una mujer inglesa que charlaba con él en inglés mientras sostenía una copa en una mano.
—Sira, dear! —dijo llamando mi atención en cuanto percibió mi presencia—. ¿Un pink gin? —preguntó alzando su cóctel.
Lo mismo me daba tomar ginebra con angostura que tres tragos de aguarrás, así que acepté forzando una falsa sonrisa.
—¿Conoces a Dean? Es un viejo amigo. Dean, te presento a Sira Quiroga, my dressmaker, mi modista.
Miré al barman y reconocí su cuerpo enjuto y el rostro cetrino en el que encajaba un par de ojos de mirada oscura y enigmática. Recordé cómo hablaba con unos y con otros en los tiempos en que Ramiro y yo frecuentábamos su bar, cómo todo el mundo parecía recurrir a él cuando necesitaba un contacto, una referencia o una porción de información escurridiza. Noté sus ojos repasándome, ubicándome en el pasado a la vez que sopesaba mis cambios y me asociaba con la presencia evaporada de Ramiro. Habló él antes que yo.
—Creo que usted ya ha estado por aquí antes, hace un tiempo, ¿no?
—Tiempo atrás, sí —dije simplemente.
—Sí, creo que ya lo recuerdo. Cuántas cosas han pasado desde entonces, ¿verdad? Ahora hay muchos más españoles por aquí; cuando usted nos visitaba no eran tantos.
Sí, habían pasado muchas cosas. A Tánger habían llegado miles de españoles huyendo de la guerra, y Ramiro y yo nos habíamos marchado cada uno por su lado. Había cambiado mi vida, había cambiado mi país, mi cuerpo y mis afectos; todo había cambiado tanto que prefería no pararme a pensarlo, así que fingí concentrarme en buscar algo en el fondo del bolso y no contesté. Continuaron ellos su charla y sus confidencias alternando entre el inglés y el español, intentando a veces incluirme en aquellos chismorreos que en absoluto me interesaban; bastante tenía con tratar de poner orden en mis propios asuntos. Salían unos clientes, entraban otros: hombres y mujeres de aspecto elegante, sin prisa ni aparentes obligaciones. Rosalinda saludó a muchos de ellos con un gesto gracioso o un par de palabras simpáticas, como evitando el tener que dilatar cualquier encuentro más allá de lo imprescindible. Lo consiguió durante un tiempo: exactamente el transcurrido hasta que llegaron dos conocidas que nada más verla decidieron que el simple hola, cariño, me alegro de verte no les era suficiente. Se trataba de un par de especímenes de apariencia suprema, rubias, esbeltas y airosas, extranjeras imprecisas como aquellas cuyos gestos y posturas tantas veces emulé hasta hacer míos frente al espejo resquebrajado del cuarto de Candelaria. Saludaron a Rosalinda con besos volátiles, frunciendo los labios y sin apenas rozarse las mejillas empolvadas. Se instalaron entre nosotras con desparpajo y sin que nadie las invitara. Les preparó el barman sus aperitivos, sacaron pitilleras, boquillas de marfil y encendedores de plata. Mencionaron nombres y cargos, fiestas, encuentros y desencuentros de unos con otros y con otros más: recuerdas aquella noche en Villa Harris, no te puedes ni imaginar lo que le ha pasado a Lucille Dawson con su último novio, ah, por cierto, ¿sabes que Bertie Stewart se ha arruinado? Y así sucesivamente hasta que por fin una de ellas, la menos joven, la más enjoyada, planteó sin rodeos a Rosalinda lo que ambas debían de tener en sus mentes desde el momento en que la vieron.
—Bueno, querida, y ¿cómo te van a ti las cosas en Tetuán? La verdad es que fue una sorpresa tremenda para todos conocer tu marcha inesperada. Todo fue tan, tan precipitado…
Una pequeña carcajada cuajada de cinismo precedió la respuesta de Rosalinda.
—Oh, mi vida en Tetuán es maravillosa. Tengo una casa de ensueño y unos amigos fantásticos, como my dear Sira, que tiene el mejor atelier de haute couture de todo el norte de África.
Me miraron con curiosidad y yo les repliqué con un golpe de melena y una sonrisa más falsa que Judas.
—Bueno, tal vez podamos acercarnos algún día y visitarla. Nos encanta la moda y lo cierto es que ya estamos un poquito aburridas de las modistas de Tánger, ¿verdad, Mildred?
La más joven asintió efusiva y recogió el testigo de la conversación.
—Nos encantaría ir a verte a Tetuán, Rosalinda querida, pero todo ese asunto de la frontera está tan pesado desde el principio de la guerra española…
—Aunque, quizá tú, con tus contactos, pudieras conseguirnos unos salvoconductos; así podríamos visitaros a ambas. Y tal vez tendríamos también oportunidad de conocer a alguien más entre tus nuevos amigos…
Las rubias se sucedían rítmicas en el avance hacia su objetivo; el barman Dean seguía impasible tras la barra, dispuesto a no perderse un segundo de aquella escena. Rosalinda, entretanto, mantenía en su rostro una sonrisa congelada. Continuaron hablando, quitándose una a otra la palabra.
—Eso sería genial: tout le monde en Tánger, querida, se muere por conocer a tus nuevas amistades.
—Bueno, por qué no decirlo con confianza, para eso estamos entre auténticas amigas, ¿no? En realidad nos morimos por conocer a una de tus amistades en particular. Nos han dicho que se trata de alguien muy, muy especial.
—Tal vez alguna noche puedas invitarnos a una de las recepciones que él ofrece, así podrás presentarle a tus viejos amigos de Tánger. Nos encantaría asistir, ¿verdad, Olivia?
—Sería formidable. Estamos tan aburridas de ver siempre las mismas caras que alternar con los representantes del nuevo régimen español sería para nosotras algo fascinante.
—Sí, sería tan, tan fantástico… Además, la empresa que representa mi marido tiene unos nuevos productos que pueden resultar muy interesantes para el ejército nacional; tal vez con un empujoncito tuyo consiguiera introducirlos en el Marruecos español.
—Y mi pobre Arnold está ya un poco cansado de su puesto actual en el Bank of British West África; tal vez en Tetuán, entre tu círculo, pudiera encontrar algo más a su medida…
La sonrisa de Rosalinda se fue poco a poco desvaneciendo y ni siquiera se molestó en intentar ponérsela de nuevo. Simplemente, cuando estimó que ya había oído suficientes tonterías, decidió ignorar a las dos rubias y se dirigió a mí y al barman alternativamente.
—Sira, darling, ¿nos vamos a comer al Roma Park? Dean, please, be a love y apunta nuestros aperitivos en mi cuenta.
Movió él la cabeza negativamente.
—Invita la casa.
—¿A nosotras también? —preguntó súbita Olivia. O tal vez era Mildred.
Antes de que el barman pudiera responder, Rosalinda lo hizo por él.
—A vosotras no.
—¿Por qué? —preguntó Mildred con gesto de asombro. O tal vez era Olivia.
—Porque sois unas bitches. ¿Cómo se dice en español, Sira, darling?
—Un par de zorras —dije sin un atisbo de duda.
—That’s it. Un par de zorras.
Abandonamos el bar del El Minzah conscientes de las múltiples miradas que nos seguían: aun para una sociedad cosmopolita y tolerante como la de Tánger, los amoríos públicos de una joven inglesa casada y un militar rebelde, maduro y poderoso eran un suculento bocado para poner un toque de aliño a la hora del aperitivo.