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Me habían dicho que antes del inicio de la guerra había varios servicios de transporte diario que cubrían los setenta kilómetros que separaban Tetuán de Tánger. En aquellos días, sin embargo, el tránsito era reducido y los horarios cambiantes, por lo que nadie supo especificármelos con seguridad. Nerviosa, me dirigí por eso a la mañana siguiente al garaje de La Valenciana dispuesta a soportar lo que hiciera falta para que uno de sus grandes coches rojos me trasladara a mi destino. Si el día anterior había podido aguantar hora y media en comisaría rodeada de aquellos pedazos de carne con ojos, imaginé que también sería llevadera la espera entre conductores desocupados y mecánicos llenos de grasa. Volví a ponerme mi mejor traje de chaqueta, un pañuelo de seda protegiéndome la cabeza y unas grandes gafas de sol tras las que esconder mi ansiedad. Aún no eran las nueve cuando tan sólo me restaban unos metros para alcanzar el garaje de la empresa de autobuses en las afueras de la ciudad. Caminaba presta, concentrada en mis pensamientos: previendo el escenario del encuentro con el gerente del Continental y rumiando los argumentos que había pensado ofrecerle. A mi preocupación por el pago de la deuda se unía, además, otra sensación igualmente desagradable. Por primera vez desde mi marcha, iba a volver a Tánger, una ciudad con todas las esquinas plagadas de recuerdos de Ramiro. Sabía que aquello sería doloroso y que la memoria del tiempo que junto a él viví tomaría de nuevo forma real. Presentía que iba a ser un día difícil.

Me crucé en el camino con pocas personas y menos automóviles, aún era temprano. Por eso me sorprendió tanto que uno de ellos frenara justo a mi lado. Un Dodge negro y flamante de tamaño mediano. El vehículo me era del todo desconocido, pero la voz que de él surgió, no.

—Morning, dear. Qué sorpresa verte por aquí. ¿Puedo llevarte a algún sitio?

—Creo que no, gracias. Ya he llegado —dije señalando el cuartel general de La Valenciana.

Mientras hablaba, comprobé de reojo que mi clienta inglesa llevaba puesto uno de los trajes salidos de mi taller unas semanas atrás. Al igual que yo, se cubría el pelo con un pañuelo claro.

—¿Piensas coger un autobús? —preguntó con una ligera nota de incredulidad en la voz.

—Así es, voy a Tánger. Pero muchas gracias de todas maneras por ofrecerse a llevarme.

Como si acabara de escuchar un divertido chiste, de la boca de Rosalinda Fox emanó una carcajada cantarina.

—No way, sweetie. Ni hablar de autobuses, cariño. Yo también voy a Tánger, sube. Y no me hables más de usted, please. Ahora ya somos amigas, aren’t we?

Sopesé con rapidez el ofrecimiento y supuse que en nada contravenía las órdenes de don Claudio, así que acepté. Gracias a aquella inesperada invitación lograría evitar el incómodo viaje en un autobús de triste recuerdo y además, así, recorriendo el trayecto en compañía, me resultaría más fácil olvidar mi propio desasosiego.

Condujo a lo largo del paseo de las Palmeras, dejando atrás el garaje de los autobuses y bordeando residencias grandes y hermosas, escondidas casi en la frondosidad de sus jardines. Señaló una de ellas con un gesto.

—Ésa es mi casa, aunque creo que por poco tiempo. Probablemente me mude pronto otra vez.

—¿Fuera de Tetuán?

Rio como si acabara de oír un chiste disparatado.

—No, no, no; por nada del mundo. Tan sólo puede que me cambie a una residencia un poco más cómoda; esta villa es divina, pero ha estado bastante tiempo deshabitada y necesita unas reformas importantes. Las cañerías son un horror, casi no llega agua potable, y no quiero imaginar lo que sería pasar un invierno en esas condiciones. Se lo he dicho a Juan Luis y ya está buscando otro hogar a bit more comfortable.

Mencionó a su amante con toda naturalidad, segura, sin las vaguedades e imprecisiones del día de la recepción con los alemanes. Yo no mostré ninguna reacción: como si estuviera plenamente al tanto de lo que existía entre ellos; como si las referencias al alto comisario por su nombre de pila fueran algo con lo que yo estuviera del todo familiarizada en mi cotidianeidad de modista.

—Adoro Tetuán, it’s so, so beautiful. En parte me recuerda un poco a la zona blanca de Calcuta, con su vegetación y sus casas coloniales. Pero eso quedó atrás hace ya tiempo.

—¿No tienes intención de volver?

—No, no, de ninguna manera. Todo aquello es ya pasado: ocurrieron cosas que no fueron gratas y hubo gente que se portó conmigo de manera un poco fea. Además, me gusta vivir en sitios nuevos: antes en Portugal, ahora en Marruecos, mañana who knows, quién sabe. En Portugal residí algo más de un año; primero en Estoril y más tarde en Cascais. Después el ambiente cambió y yo decidí emprender otro rumbo.

Hablaba sin pausa, concentrada en la carretera. Tuve la sensación de que su español había mejorado desde nuestro primer encuentro; ya casi no se percibían restos del portugués, aunque aún seguía insertando intermitentemente palabras y expresiones en su propia lengua. Llevábamos la capota del auto bajada, el ruido del motor era ensordecedor. Casi tenía que gritar para hacerse oír.

—Hasta hace no demasiado tiempo había allí, en Estoril y Cascais, una deliciosa colonia de británicos y otros expatriados: diplomáticos, aristócratas europeos, empresarios ingleses del vino, americanos de las oil companies… Teníamos mil fiestas, todo era baratísimo: los licores, los alquileres, el servicio doméstico. Jugábamos como locos al bridge; era tan, tan divertido. Pero inesperadamente, casi de repente, todo cambió. De pronto, medio mundo pareció querer instalarse allí. La zona se llenó de nuevos Britishers que, después de haber vivido en las cuatro esquinas del Empire, se negaban a pasar su retiro bajo la lluvia del old country y elegían el dulce clima de la costa portuguesa. Y de españoles monárquicos que ya intuían lo que se les avecinaba. Y de judíos alemanes, incómodos en su país, calculando el potencial de Portugal para trasladar allí sus negocios. Los precios subieron immensely. —Se encogió de hombros con un gesto aniñado y añadió—: Supongo que aquello perdió su charm, su encanto.

A lo largo de tramos enteros, el paisaje amarillento se veía tan sólo interrumpido por parches de chumberas y cañaverales. Pasamos un paraje montañoso lleno de pinadas, descendimos de nuevo al secano. Las puntas de los pañuelos de seda que cubrían nuestras cabezas volaban al viento, brillantes bajo la luz del sol mientras ella seguía narrando los avatares de su llegada a Marruecos.

—En Portugal me habían hablado mucho de Marruecos, sobre todo de Tetuán. En aquellos tiempos yo era muy amiga del general Sanjurjo y su adorable Carmen, so sweet, ¿sabes que había sido bailarina? Johnny, mi hijo jugaba todos los días con su pequeño hijo Pepito. Sentí mucho la muerte de José Sanjurjo en aquel airplane crash, un terrible accidente. Era un hombre absolutamente encantador; no muy atractivo físicamente, to tell you the truth, pero tan simpático, tan jovial. Siempre me decía guapísssssima; de él aprendí mis primeras palabras en español. Él fue quien me presentó a Juan Luis en Berlín durante los juegos de invierno en febrero del año pasado, quedé fascinada por él, claro. Yo había ido desde Portugal con mi amiga Niesha, dos mujeres solas atravesando Europa en un Mercedes hasta llegar a Berlín, can you imagine? Nos hospedamos en el Adlon Hotel, supongo que lo conoces.

Hice un gesto que no quería decir ni sí, ni no, ni todo lo contrario; ella, entretanto, seguía charlando sin prestarme demasiada atención.

—Berlín, qué ciudad, my goodness. Los cabarets, las fiestas, los night clubs, todo tan vibrante, tan vital; la reverenda madre de mi internado anglicano habría muerto del horror si me hubiera visto allí. Una noche, casualmente, me encontré a los dos en el lounge del hotel having a drink, una copa. Sanjurjo estaba en Alemania visitando fábricas de armamento; Juan Luis, que había vivido allí varios años como military attaché de la embajada española, le servía de acompañante en su tournée. Mantuvimos a little chit-chat, un poquito de conversación. Al principio Juan Luis quiso ser discreto y no comentar nada delante de mí, pero José sabía que yo era una buena amiga. Estamos aquí para los juegos de invierno, y también nos preparamos para el juego de la guerra, dijo con una carcajada. My dear José: si no hubiese sido por aquel terrible accidente, tal vez sería él y no Franco quien ahora estaría al mando del ejército nacional, so sad. Anyway, cuando regresamos a Portugal, Sanjurjo nunca dejó de recordarme aquel encuentro y de hablarme de su amigo Beigbeder: de la muy buena impresión que yo había causado en él, de su vida en el maravilloso Marruecos español. ¿Sabes que José fue también alto comisario en Tetuán en los años veinte? Él mismo fue quien diseñó los jardines de la Alta Comisaría, so beautiful. Y el rey Alfonso XIII le concedió el título de marqués del Rif. El león del Rif le llamaban por eso, poor dear José.

Seguíamos avanzando a través de la aridez. Rosalinda, incontenible, conducía y hablaba sin descanso, saltando de un asunto a otro, cruzando fronteras y momentos del tiempo sin ni siquiera comprobar si yo la seguía o no en aquel laberinto vital que a retazos me iba desgranando. Paramos de pronto en medio de la nada, el frenazo levantó una nube de polvo y tierra seca. Dejamos pasar un rebaño de cabras famélicas al recaudo de un pastor con turbante mugriento y chilaba parda deshilachada. Cuando cruzó el último animal, levantó el palo que hacía de cayado para indicarnos que podíamos seguir nuestro camino y dijo algo que no comprendimos abriendo una boca llena de huecos negros. Reanudó ella entonces la conducción y la charla.

—Unos meses después llegaron los events, los acontecimientos de julio del año pasado. Yo just acababa de irme de Portugal y estaba en Londres, preparando mi nueva mudanza a Marruecos. Juan Luis me ha contado que la tarea durante el levantamiento fue a bit difficult en ciertos momentos: hubo algunos focos de resistencia, tiros y explosiones, hasta sangre en las fuentes de los queridos jardines de Sanjurjo. Pero los sublevados consiguieron su objetivo y Juan Luis contribuyó a su manera. Él mismo fue quien informó de lo que estaba pasando al jalifa Muley Hassan, al gran visir y al resto de los dignatarios musulmanes. Habla árabe perfectamente, you know: estudió en la Escuela de Lenguas Orientales en París y ha vivido muchos años en África. Es un gran amigo del pueblo marroquí y un apasionado de su cultura: los llama sus hermanos y dice que los españoles sois todos moros; es tan gracioso, so funny.

No la interrumpí, pero en mi mente se conformaron imágenes difusas de moros hambrientos luchando en tierra extraña, ofreciendo su sangre por una causa ajena a cambio de un mísero sueldo y los kilos de azúcar y harina que, según contaban, el ejército daba a las familias de las cabilas mientras sus hombres peleaban en el frente. La organización del reclutamiento de aquellos pobres árabes, me había contado Félix, corría a cargo del buen amigo Beigbeder.

—Anyway —prosiguió—, aquella misma noche consiguió poner a todas las autoridades islámicas del lado de los sublevados, algo que era fundamental para el éxito de la operación militar. Después, como reconocimiento, Franco lo designó alto comisario. Ya se conocían de antes, los dos habían coincidido en algún destino. Pero no eran exactamente amigos, no, no, no. De hecho, y a pesar de haber acompañado a Sanjurjo a Berlín meses antes, Juan Luis, initially, estaba fuera de todos los complots del alzamiento; los organizadores, no sé por qué, no habían previsto contar con él. En aquellos días ocupaba un puesto más bien administrativo como subdelegado de Asuntos Indígenas, vivía al margen de los cuarteles y las conspiraciones, en su propio mundo. Él es muy especial, un intelectual más que un hombre de acción militar, you know what I mean: le gusta leer, charlar, debatir, aprender otras lenguas… Dear Juan Luis, tan, tan romántico.

Seguía resultándome difícil casar la idea del hombre encantador y romántico que mi clienta dibujaba con la de un resolutivo alto mando del ejército sublevado, pero ni por lo más remoto se me ocurrió hacérselo saber. Llegamos entonces a un puesto de control vigilado por soldados indígenas armados hasta los dientes.

—Dame tu pasaporte, please.

Lo saqué del bolso junto con el permiso para cruzar el paso fronterizo que don Claudio me había facilitado el día anterior. Le tendí ambas acreditaciones; tomó el primer documento y descartó el segundo sin ni siquiera mirarlo. Juntó mi pasaporte con el suyo y con un papel doblado que probablemente fuera un salvoconducto de poder ilimitado capaz de facilitarle acceso hasta el mismo fin del mundo si hubiera tenido interés en visitarlo. Acompañó el lote con su mejor sonrisa y lo entregó a uno de los soldados moros, mejanis los llamaban. Se lo llevó él todo consigo dentro de una caseta encalada. Inmediatamente salió un militar español, se cuadró ante nosotras con el más marcial de sus saludos y, sin una palabra, nos indicó que siguiéramos nuestro camino. Ella continuó con su monólogo, retomándolo en un punto distinto a donde lo había dejado unos minutos atrás. Yo, entretanto, me esforcé por recuperar la serenidad. Sabía que no tenía por qué estar nerviosa, que todo estaba oficialmente en orden pero, con todo, no pude evitar que ante el paso de aquel control la sensación de angustia me cubriera el cuerpo como un sarpullido.

—So, en octubre del año pasado embarqué en Liverpool en un barco cafetero con destino a las West Indies y escala en Tánger. Y allí me quedé, tal como ya había previsto. El desembarco fue absolutely crazy, una locura total, porque el puerto de Tánger es tan, tan awful, tan espantoso; lo conoces, ¿verdad?

Esta vez sí asentí con conocimiento de causa. Cómo iba a haber olvidado mi llegada a él junto a Ramiro más de un año atrás. Sus luces, sus barcos, la playa, las casas blancas descendiendo desde el monte verde hasta llegar al mar. Las sirenas y aquel olor a sal y brea. Volví a concentrarme en Rosalinda y sus aventuras viajeras: aún no era momento para empezar a abrir el saco de la melancolía.

—Imagina, yo llevaba a Johnny, mi hijo, y a Joker, mi cocker spaniel, y además, el coche y dieciséis baúles con mis cosas: ropa, alfombras, porcelana, mis libros de Kipling y Evelyn Waugh, álbumes con fotografías, los palos de golf y my HMV, you know, un gramófono portátil con todos mis discos: Paul Whiteman y su orquesta, Bing Crosby, Louis Armstrong… Y, por supuesto, conmigo traía también un buen montón de cartas de presentación. Eso fue una de las cosas más importantes que mi padre me enseñó cuando era just a girl, tan sólo una niña, aparte de montar a caballo y jugar al bridge, of course. Nunca viajes sin cartas de presentación, decía siempre, poor daddy, murió hace unos años de un heart attack, ¿cómo se dice en español? —preguntó llevándose una mano al lado izquierdo de su pecho.

—¿Un ataque al corazón?

—That’s it, un ataque al corazón. Así que hice amigos ingleses en seguida gracias a mis cartas: viejos funcionarios retirados de las colonias, oficiales del ejército, gente del cuerpo diplomático, you know, los de siempre once again. Bastante aburridos en su mayoría, to tell you the truth, aunque gracias a ellos conocí a alguna otra gente encantadora. Alquilé una preciosa casita junto a la Dutch Legation, busqué una sirvienta y me instalé durante unos meses.

Pequeñas construcciones blancas y dispersas empezaron a salpicar el camino anticipando la inminencia de nuestra llegada a Tánger. Aumentó también el número de gente andando por el borde de la carretera, grupos de mujeres musulmanas cargadas de fardos, niños corriendo con las piernas al aire bajo las cortas chilabas, hombres cubiertos con capuchas y turbantes, animales, más animales, burros con cántaros de agua, un flaco rebaño de ovejas, de vez en cuando unas cuantas gallinas que corrían alborotadas. La ciudad, poco a poco, fue tomando forma y Rosalinda condujo diestramente hacia el centro, girando en las esquinas a toda velocidad mientras seguía describiendo aquella casa tangerina que tanto le gustaba y de la que no hacía mucho que se fue. Yo, entretanto, empecé a reconocer lugares familiares y a hacer esfuerzos por no recordar con quién los transité en un tiempo que creí feliz. Aparcó por fin en la plaza de Francia con un frenazo que hizo a decenas de transeúntes volver la vista hacia nosotras. Ajena a todos ellos, se quitó el pañuelo de la cabeza y se retocó el rouge en el retrovisor.

—Me muero por tomar un morning cocktail en el bar del El Minzah. Pero antes debo resolver un pequeño asunto. ¿Me acompañas?

—¿Adónde?

—Al Bank of London and South America. A ver si el odioso de mi marido me ha enviado la pensión de una maldita vez.

Me despojé yo también del pañuelo a la vez que me preguntaba cuándo dejaría aquella mujer de dar quiebros a mis suposiciones. No sólo resultó ser una madre amorosa cuando yo la intuía una joven alocada. No sólo me pedía ropa prestada para ir a recepciones con nazis expatriados cuando yo le imaginaba un guardarropa de lujo cosido por grandes modistas internacionales; no sólo tenía por amante a un poderoso militar que le doblaba la edad cuando yo la había previsto enamorada de un galán frívolo y extranjero. Todo aquello no era bastante para tumbar mis conjeturas, qué va. Ahora también resultaba que en su vida existía un marido ausente pero vivo, el cual no parecía demostrar excesivo entusiasmo por seguir proporcionándole sustento.

—Creo que no puedo ir contigo, yo también tengo cosas que hacer —dije en respuesta a su invitación—. Pero podemos quedar más tarde.

—All right. —Consultó el reloj—. ¿A la una?

Acepté. Aún no eran las once, tendría tiempo de sobra para lo mío. Suerte tal vez no, pero tiempo al menos sí tenía.