20

La primavera fue transformándose en suave verano de noches luminosas y yo seguí compartiendo con Candelaria las ganancias del taller. El fajo de libras esterlinas del fondo del cajón aumentó hasta casi alcanzar el volumen necesario para el pago pendiente; faltaba ya poco para que se cumpliera el plazo de la deuda con el Continental y me reconfortaba saber que iba a ser capaz de conseguirlo, que por fin iba a poder pagar mi libertad. Por la radio y la prensa, como siempre, seguía las noticias de la guerra. Murió el general Mola, comenzó la batalla de Brunete. Félix mantenía sus incursiones nocturnas y Jamila continuaba a mi lado, progresando en su español dulce y raro, empezando a ayudarme en algunas pequeñas tareas, un hilván flojo, un botón, una presilla. Apenas nada interrumpía la monotonía de los días en el taller, tan sólo los ruidos de los quehaceres domésticos y los retazos de conversaciones ajenas en las viviendas vecinas que se adentraban por las ventanas abiertas del patio de luces. Eso, y el trote constante de los niños de los pisos superiores ya con vacaciones en el colegio, saliendo a jugar a la calle, a veces en tropel, a veces de uno en uno. Ninguno de aquellos sonidos me molestaba, todo lo contrario: me hacían compañía, conseguían que me sintiera menos sola.

Una tarde de mediados de julio, sin embargo, los ruidos y las voces fueron más altos, las carreras más precipitadas.

—¡Ya han llegado, ya han llegado! —Después vinieron más voces, gritos y portazos, nombres repetidos entre sollozos sonoros—: ¡Concha, Concha! ¡Carmela, mi hermana! ¡Por fin, Esperanza, por fin!

Oí cómo corrían muebles, cómo subían y bajaban con prisa decenas Je veces la escalera. Oí risas, oí llantos y órdenes. Llena la bañera, saca más toallas, trae la ropa, los colchones; a la niña, a la niña, dadle de comer a la niña. Y más llantos, y más gritos emocionados, más risas. Y olor a comida y ruido de cacharros a deshora en la cocina. Y otra vez —¡Carmela, Dios mío, Concha, Concha!—. Hasta bien entrada la medianoche no se calmó el ajetreo. Sólo entonces llegó Félix a mi casa y por fin pude preguntarle.

—¿Qué pasa en casa de los Herrera, que andan hoy todos tan alterados?

—¿No te has enterado? Han llegado las hermanas de Josefina. Han conseguido sacarlas de zona roja.

A la mañana siguiente volví a oír las voces y los trasiegos, aunque ya todo algo más calmado. Aun así, la actividad fue incesante a lo largo del día: las entradas y salidas, el timbre, el teléfono, las carreras de los niños por el pasillo. Y, entremedias, más sollozos, más risas, más llanto, más risa otra vez. Por la tarde llamaron a mi puerta. Pensé que tal vez era uno de ellos, quizá necesitaban algo, pedirme un favor, cualquier cosa prestada: media docena de huevos, una colcha, un jarrillo de aceite tal vez. Pero me equivoqué. Quien llamaba era una presencia del todo inesperada.

—Que dice la señora Candelaria que vaya en cuanto pueda para La Luneta. Se ha muerto el maestro, don Anselmo.

Paquito, el hijo gordo de la madre gorda, me traía sudoroso el recado.

—Vete adelantando tú y dile que voy en seguida.

Anuncié a Jamila la noticia y lloró con pena. Yo no derramé una lágrima, pero lo sentí en el alma. De todos los componentes de aquella tribu levantisca con la que conviví en los tiempos de la pensión, él era el más cercano, el que mantenía conmigo una relación más afectuosa. Me vestí con el traje de chaqueta más oscuro que tenía en el armario: aún no había hecho un hueco en mi guardarropa para el luto. Recorrimos Jamila y yo con prisa las calles, llegamos al portal de nuestro destino y ascendimos un tramo de escalera. No pudimos avanzar más, un denso grupo de hombres amontonados taponaba el acceso. Nos abrimos paso con los codos entre aquellos amigos y conocidos del maestro que respetuosamente esperaban turno para acercarse a darle el último adiós.

La puerta de la pensión estaba abierta y antes de cruzar siquiera el umbral percibí el olor a cirio encendido y un sonoro murmullo de voces femeninas rezando al unísono. Candelaria nos salió al encuentro en cuanto entramos. Iba embutida en un traje negro que le quedaba a todas luces estrecho y sobre su busto majestuoso se columpiaba una medalla con el rostro de una virgen. En el centro del comedor, sobre la mesa, un féretro abierto contenía el cuerpo ceniciento de don Anselmo vestido de domingo. Un escalofrío me recorrió la espalda al contemplarlo, noté cómo Jamila me clavaba las uñas en el brazo. Di un par de besos a Candelaria y ella dejó junto a mi oreja el reguero de un chorro de lágrimas.

—Ahí lo tienes, caído en el mismito campo de batalla.

Rememoré aquellas peleas entre plato y plato de las que tantos días fui testigo. Las raspas de los boquerones y los trozos de piel de melón africano, rugosa y amarilla, volando de un flanco a otro de la mesa. Las bromas venenosas y los improperios, los tenedores enhiestos como lanzas, los berridos de uno y otro bando. Las provocaciones y las amenazas de desahucio nunca cumplidas por la matutera. La mesa del comedor convertida en un auténtico campo de batalla, efectivamente. Intenté contener la risa triste. Las hermanas resecas, la madre gorda y unas cuantas vecinas, sentadas junto a la ventana y enlutadas todas de arriba abajo, continuaban desgranando los misterios del rosario con voz monótona y llorosa. Imaginé por un segundo a don Anselmo en vida, con un Toledo en la comisura de la boca, gritando furibundo entre toses que dejaran de rezar por él de una puñetera vez. Pero el maestro ya no estaba entre los vivos y ellas sí. Y delante de su cuerpo muerto, por presente y caliente que aún estuviera, podían ya hacer lo que les viniera en gana. Nos sentamos Candelaria y yo junto a ellas, la patrona acopló su voz al ritmo del rezo y yo fingí hacer lo mismo, pero mi mente andaba trotando por otros andurriales.

Señor, ten piedad de nosotros.

Cristo, ten piedad de nosotros.

Acerqué mi silla de enea a la suya hasta que nuestros brazos se tocaron.

Señor, ten piedad de nosotros.

—Tengo que preguntarle una cosa, Candelaria —le susurré al oído.

Cristo, óyenos.

Cristo, escúchanos.

—Dime, mi alma —respondió en voz igualmente baja.

Dios Padre Celestial, ten piedad de nosotros.

Dios Hijo, redentor del mundo.

—Me he enterado de que andan sacando a gente de zona roja.

Dios Espíritu Santo.

Santísima Trinidad, que eres un solo Dios.

—Eso dicen…

Santa María, ruega por nosotros.

Santa Madre de Dios.

Santa Virgen de las Vírgenes.

—¿Puede usted enterarse de cómo lo hacen?

Madre de Cristo.

Madre de la Iglesia.

—¿Para qué quieres tú saberlo?

Madre de la divina gracia.

Madre purísima.

Madre castísima.

—Para sacar a mi madre de Madrid y traérmela a Tetuán.

Madre virginal.

Madre inmaculada.

—Tendré que preguntar por ahí…

Madre amable.

Madre admirable.

—¿Mañana por la mañana?

Madre del buen consejo.

Madre del Creador.

Madre del Salvador.

—En cuanto pueda. Y ahora cállate ya y sigue rezando, a ver si entre todas subimos a don Anselmo al cielo.

El velatorio se prolongó hasta la madrugada. Al día siguiente enterramos al maestro, con sepelio en la misión católica, responso solemne y toda la parafernalia propia del más fervoroso de los creyentes. Acompañamos el féretro al cementerio. Hacía mucho viento, como tantos otros días en Tetuán: un viento molesto que alborotaba los velos, alzaba las faldas y hacía serpentear por el suelo las hojas de los eucaliptos. Mientras el sacerdote pronunciaba los últimos latines, me incliné hacia Candelaria y le transmití mi curiosidad en un susurro.

—Si las hermanas decían que el maestro era un ateo hijo de Lucifer, no sé cómo le han organizado este entierro.

—Déjate tú, déjate tú, a ver si se le va a quedar el alma vagando por los infiernos y va a venir luego su espíritu a tirarnos de los pies cuando estemos durmiendo…

Hice esfuerzos por no reír.

—Por Dios, Candelaria, no sea tan supersticiosa.

—Tú déjame a mí, que yo ya soy perra vieja y sé de lo que estoy hablando.

Sin una palabra más, se concentró de nuevo en la liturgia y no volvió a dirigirme ni la mirada hasta después del último requiescat in pacem. Bajaron entonces el cuerpo a la fosa y cuando los enterradores empezaron a echar sobre él las primeras paletadas de tierra, el grupo comenzó a desmigarse. Ordenadamente nos fuimos dirigiendo hacia la verja del cementerio hasta que Candelaria se agachó de pronto y, simulando abrocharse la hebilla de un zapato, dejó que las hermanas se adelantaran con la gorda y las vecinas. Las contemplamos rezagadas mientras avanzaban de espaldas como una bandada de cuervos, con sus velos negros cayéndoles hasta la cintura; medio manto, los llamaban.

—Anda, vámonos tú y yo a darnos un homenaje en memoria del pobre don Anselmo, que a mí, hija mía, con las penas es que me entran unas hambres…

Callejeamos hasta llegar a El Buen Gusto, elegimos nuestros pasteles y nos sentamos a comerlos en un banco de la plaza de la iglesia, entre palmeras y parterres. Y finalmente le hice la pregunta que llevaba conteniendo en la punta de la lengua desde el principio de la mañana.

—¿Ha podido averiguar ya algo de lo que le dije?

Asintió con la boca llena de merengue.

—La cosa está complicada. Y cuesta unos buenos dineros.

—Cuéntemelo.

—Hay quien se encarga de las gestiones desde Tetuán. No he podido enterarme bien de todos los detalles, pero parece que en España la cosa se mueve a través de la Cruz Roja Internacional. Localizan a la gente en zona roja y, de alguna manera, la consiguen trasladar hasta algún puerto de Levante, no me preguntes cómo porque no tengo ni pajolera idea. Camuflados, en camiones, andando, sabe Dios. El caso es que allí los embarcan. A los que quieren entrar en zona nacional, los llevan a Francia y los cruzan por la frontera en las Vascongadas. Y a los que quieren venir a Marruecos, los mandan hasta Gibraltar si pueden, aunque muchas veces la cosa está difícil y tienen que llevarlos primero a otros puertos del Mediterráneo. El siguiente destino suele ser Tánger y después, al final, llegan a Tetuán.

Noté que el pulso se me aceleraba.

—¿Y usted sabe con quién tendría yo que hablar?

Sonrió con un punto de tristeza y me dio en el muslo una palmadita cariñosa que me dejó la falda manchada de azúcar glasé.

—Antes de hablar con nadie, lo primero que hay que hacer es tener disponible un buen montón de billetes. Y en libras esterlinas. ¿Te dije o no te dije yo que el dinero de los ingleses era el mejor?

—Tengo sin tocar todo lo que he ahorrado en estos meses —aclaré ignorando su pregunta.

—Y también tienes pendiente la deuda del Continental.

—A lo mejor me llega para las dos cosas.

—Lo dudo mucho, mi alma. Te costaría doscientas cincuenta libras.

La garganta se me secó de pronto y el hojaldre quedó atrapado en ella como una pasta de engrudo. Comencé a toser, la matutera me palmeó la espalda. Cuando conseguí finalmente tragar, me soné la nariz y pregunté.

—¿Usted no me lo prestaría, Candelaria?

—Yo no tengo una perra, criatura.

—¿Y lo del taller que le he ido dando?

—Ya está gastado.

—¿En qué?

Suspiró con fuerza.

—En pagar este entierro, en las medicinas de los últimos tiempos y en un puñado de facturas pendientes que don Anselmo había dejado por unos cuantos sitios. Y menos mal que el doctor Maté era amigo suyo y no me va a cobrar las visitas.

La miré con incredulidad.

—Pero él tendría que tener dinero guardado de su pensión de jubilado —sugerí.

—No le quedaba un real.

—Eso es imposible: hacía meses que apenas salía a la calle, no tenía gastos…

Sonrió con una mezcla de compasión, tristeza y guasa.

—No sé cómo se las arregló el viejo del demonio, pero consiguió hacer llegar todos sus ahorros al Socorro Rojo.

A pesar de lo lejana que de mi alcance quedaba la cantidad de dinero necesaria conjuntamente para conseguir llevar a mi madre hasta Marruecos sin dejar de saldar mi deuda, la idea no paraba de bullirme en la cabeza. Aquella noche apenas dormí, ocupada como estuve en dar un millón de vueltas al asunto. Fantaseé con las más disparatadas opciones y conté y reconté mil veces los billetes ahorrados pero, a pesar de todo el empeño que puse, no conseguí con ello que éstos se multiplicaran. Y entonces, casi al amanecer, se me ocurrió otra solución.