19

Al día siguiente las cosas volvieron a la normalidad. A media tarde llamaron a la puerta; me extrañó, no tenía ninguna cita prevista. Era Félix. Sin mediar palabra se escurrió dentro y cerró tras de sí. Me sorprendió su comportamiento: nunca solía aparecer en mi casa hasta bien entrada la noche. Una vez a salvo de las miradas indiscretas de su madre tras la mirilla, habló con prisa e ironía.

—Hay que ver, nena, cómo vamos prosperando.

—¿Por qué lo dices? —pregunté extrañada.

—Por la dama etérea que me he cruzado ahora mismo en el portal.

—¿Rosalinda Fox? Venía a probarse. Y además, esta mañana me ha mandado un ramo de flores como agradecimiento. Es a ella a quien ayer ayudé a salir del pequeño atolladero.

—No me digas que la rubia flaca que acabo de ver es la del Delphos.

—La misma.

Se tomó unos segundos para paladear con gusto lo que acababa de oír. Después prosiguió con un toque de sorna.

—Vaya, qué interesante. Has sido capaz de resolver un problema a una señora muy, muy, pero que muy especial.

—¿Especial en qué?

—Especial, querida mía, en que tu clienta probablemente sea ahora mismo la mujer con mayor poder en sus manos para solucionar cualquier asunto dentro del Protectorado. Aparte de los propios de la costura, claro, que para ésos te tiene a ti, la emperatriz del remedo.

—No te entiendo, Félix.

—¿Me estás diciendo que no sabes quién es la tal Rosalinda Fox a la que ayer hiciste un modelazo en unas cuantas horas?

—Una inglesa que ha pasado la mayor parte de su vida en la India y tiene un hijo de cinco años.

—Y un amante.

—Alemán.

—Frío, frío.

—¿No es un alemán?

—No, querida. Estás muy, pero que muy equivocada.

—¿Cómo lo sabes?

Sonrió malévolo.

—Porque lo sabe todo Tetuán. Su amante es otro.

—¿Quién?

—Alguien importante.

—¿Quién? —repetí tirándole de la manga, incapaz de contener la curiosidad.

Volvió a sonreír con picardía y se tapó la boca con gesto teatral, como queriendo transmitirme un gran secreto. Susurró en mi oído, lentamente.

—Tu amiga es la querida del alto comisario.

—¿El comisario Vázquez? —inquirí incrédula.

Respondió a mi conjetura primero con una carcajada y después con una explicación.

—No, loca, no. Claudio Vázquez se encarga sólo de la policía: de mantener a raya la delincuencia local y a la tropa de descerebrados que tiene a sus órdenes. Dudo mucho que consiga tiempo libre para amoríos extramaritales o, al menos, para tener una amiguita fija y ponerle una villa con piscina en el paseo de las Palmeras. Tu clienta, preciosa, es la amante del teniente coronel Juan Luis Beigbeder y Atienza, alto comisario de España en Marruecos y gobernador general de las Plazas de Soberanía. El cargo militar y administrativo más importante de todo el Protectorado, para que me entiendas.

—¿Estás seguro, Félix? —murmuré.

—Que hasta los ochenta años viva mi madre sana como una pera si te miento. Nadie sabe desde cuándo están juntos, ella lleva poco más de un mes instalada en Tetuán: lo suficiente en cualquier caso para que todo el mundo sepa ya quién es y qué es lo que hay entre los dos. Él es alto comisario por nombramiento oficial de Burgos desde hace poco, aunque prácticamente desde el principio de la guerra asumió el mando en funciones. Cuentan que tiene a Franco la mar de contento porque no para de reclutarle moritos peleones para mandarlos al frente.

Ni en la más rocambolesca de mis fantasías habría podido imaginar a Rosalinda Fox enamorada de un teniente coronel del bando nacional.

—¿Cómo es él?

El tono intrigado de mi pregunta le hizo reír de nuevo con ganas.

—¿Beigbeder? ¿No le conoces? La verdad es que ahora se deja ver menos, debe de pasar la mayor parte del tiempo encerrado en la Alta Comisaría, pero antes, cuando era subdelegado de Asuntos Indígenas, podías encontrártelo por la calle en cualquier momento. Entonces, claro, pasaba desapercibido: no era más que un oficial serio y anónimo que apenas hacía vida social. Andaba casi siempre solo y no solía asistir a los saraos de la Hípica, el hotel Nacional o el Salón Marfil, ni se pasaba la vida jugando a las cartas como hacía, por ejemplo, el tranquilón del coronel Sáenz de Buruaga, que el día del alzamiento hasta dictó las primeras órdenes desde la terraza del casino. Un tipo discreto y un tanto solitario Beigbeder, vaya.

—¿Atractivo?

—A mí, desde luego, no me seduce en absoluto, pero igual para vosotras tiene su encanto, que las mujeres sois muy raritas.

—Descríbemelo.

—Alto, delgado, adusto. Moreno, repeinado. Con gafas redondas, bigote y pinta de intelectual. A pesar de su cargo y de los tiempos que corren, suele ir vestido de paisano, con unos trajes oscuros aburridísimos.

—¿Casado?

—Probablemente, aunque al parecer aquí siempre ha vivido solo. Pero no es infrecuente entre los militares que no lleven a las familias a todos sus destinos.

—¿Edad?

—La suficiente para ser su padre.

—No me lo puedo creer.

Rio una vez más.

—Allá tú. Si trabajaras menos y salieras más, seguro que en algún momento te cruzarías con él y podrías comprobar lo que te digo con tus propios ojos. Callejea aún a veces, aunque ahora va siempre con un par de escoltas a su lado. Cuentan que es un señor cultísimo, que habla varios idiomas y ha vivido muchos años fuera de España; nada que ver en principio con los salvapatrias a los que por estas tierras estamos acostumbrados, aunque, obviamente, su actual puesto indica que está del lado de ellos. Tal vez tu clienta y él se conocieran en el extranjero; a ver si te lo explica ella algún día y me lo cuentas luego tú a mí, ya sabes que me fascinan estos flirts tan románticos. Bueno, te dejo, nena; me llevo a la bruja al cine. Programa doble: La hermana sor Sulpicio y Don Quintín el amargao, menuda tarde de glamour me espera. Con este tormento de la guerra, no se recibe ni una película decente desde hace casi un año. Con las ganas que yo tengo de un buen musical americano. ¿Te acuerdas de Fred Astaire y Ginger Rogers en Sombrero de copa? «I just got and invitation through the mail / your presence is requested this evening / it’s formal: top hat, white tie and tails…».

Salió canturreando y cerré tras él. Esta vez no fue su madre la que quedó indiscreta tras la mirilla, sino yo misma. Le observé mientras, con aquella cancioncilla aún en la boca, sacaba con un tintineo el llavero del bolsillo, localizaba el llavín de su puerta y lo introducía en la cerradura. Cuando desapareció, me adentré de nuevo en el taller y retomé mi labor, esforzándome aún por dar crédito a lo que acababa de oír. Intenté seguir trabajando un rato más, pero noté que me faltaban las ganas. O las fuerzas. O las dos cosas. Recordé entonces la turbulenta actividad del día anterior y decidí darme el resto de la tarde libre. Pensé en imitar a Félix y su madre e ir al cine, me merecía un poco de distracción. Con aquel propósito en mente salí de casa pero mis pasos, de manera inexplicable, se dirigieron en un sentido distinto al debido y me llevaron hasta la plaza de España.

Me recibieron los macizos de flores y las palmeras, el suelo de guijarros de colores y los edificios blancos de alrededor. Los bancos de piedra estaban, como tantas otras tardes, llenos de parejas de novios y grupos de amigas. De los cafetines cercanos salía un agradable olor a pinchitos. Atravesé la plaza y avancé hacia la Alta Comisaría que tantas veces había visto desde mi llegada y tan escasa curiosidad había despertado en mí hasta entonces. Muy cerca del palacio del jalifa, una gran edificación blanca de estilo colonial rodeada de jardines frondosos albergaba la principal dependencia de la administración española. Entre la vegetación se distinguían sus dos plantas principales y una tercera retranqueada, las torretas en las esquinas, las contraventanas verdes y los remates de ladrillo anaranjado. Soldados árabes, imponentes, estoicos bajo turbantes y largas capas, hacían guardia ante la gran verja de hierro. Mandos impecables del ejército español en África con uniforme color garbanzo entraban y salían por una pequeña puerta lateral, imperiosos en sus breeches y botas altas abrillantadas. Pululaban también, moviéndose de un lado a otro, algunos soldados indígenas, con guerreras a la europea, pantalones anchos y una especie de vendas pardas en las pantorrillas. La bandera nacional bicolor ondeaba contra un cielo azul que ya parecía querer anunciar el principio del verano. Me mantuve observando aquel movimiento incesante de hombres uniformados hasta que fui consciente de las múltiples miradas que mi inmovilidad estaba recibiendo. Azorada e incómoda, me giré y retorné a la plaza. ¿Qué buscaba frente a la Alta Comisaría, qué pretendía encontrar en ella, para qué había ido hasta allí? Para nada, probablemente; al menos, para nada en concreto más allá de observar de cerca el hábitat en el que se movía el inesperado amante de mi última clienta.