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—El creador del modelo, querida ignorante mía, es Mariano Fortuny y Madrazo, hijo del gran Mariano Fortuny, quien probablemente sea el mejor pintor del siglo XIX tras Goya. Fue un artista fantástico, muy vinculado con Marruecos, por cierto. Vino durante la guerra de África, quedó deslumbrado por la luz y el exotismo de esta tierra y se encargó de plasmarlo en muchos de sus cuadros; una de sus pinturas más conocidas es, de hecho, La batalla de Tetuán. Pero si Fortuny padre fue un pintor magistral, el hijo es un auténtico genio. Pinta también, pero en su taller veneciano diseña además escenografías para obras de teatro, y es fotógrafo, inventor, estudioso de técnicas clásicas y diseñador de telas y vestidos, como el mítico Delphos que tú, pequeña farsante, acabas de fusilarle en una reinterpretación doméstica intuyo que de lo más lograda.

Hablaba Félix tumbado en el sofá mientras entre sus manos mantenía la revista con la fotografía que había disparado mi memoria. Yo, agotada tras la intensidad de la tarde, escuchaba inmóvil desde un sillón, sin fuerzas aquella noche para sostener siquiera una aguja entre los dedos. Acababa de relatarle todos los acontecimientos de las últimas horas, empezando por el momento en que mi clienta anunciara su regreso al taller con un potente frenazo que hizo a los vecinos asomarse a los balcones. Subió corriendo, con la prisa resonando en los peldaños de la escalera. La esperaba con la puerta abierta y, sin pararme siquiera a saludarla, le propuse mi idea.

—Vamos a intentar hacer un Delphos de emergencia, ¿sabe de qué le hablo?

—¿Un Delphos de Fortuny? —inquirió incrédula.

—Un falso Delphos.

—¿Piensa que va a ser posible?

Nos sostuvimos un instante la mirada. La suya reflejaba un golpe de ilusión de pronto recuperada. La mía, no lo supe. Tal vez determinación y arrojo, ganas de triunfar, de salir con éxito de aquel trance. Probablemente también hubiera en el fondo de mis ojos cierto terror al fracaso, pero intenté que se intuyera lo menos posible.

—Ya lo he probado antes; creo que podremos conseguirlo.

Le mostré la tela que tenía prevista, una gran pieza de raso de seda azul grisáceo que Candelaria había conseguido en una de sus últimas piruetas con el caprichoso arte del cambalache. Obviamente, me guardé de mencionar su origen.

—¿A qué hora es el compromiso al que debe asistir?

—A las ocho.

Consulté la hora.

—Bien, esto es lo que vamos a hacer. Ahora mismo es casi la una. En cuanto acabe con la prueba que tengo en apenas diez minutos, voy a mojar la tela y la voy a secar. Necesitaré entre cuatro y cinco horas, lo cual nos pone en las seis de la tarde. Y al menos tendré que disponer de otra hora y media para la confección: es muy simple, tan sólo unas costuras lineales y además, ya tengo todas sus medidas, no precisará probarse. Aun así, necesitaré un tiempo para ello y para los remates. Eso nos lleva hasta casi la hora límite. ¿Dónde vive usted? Disculpe la pregunta, no es curiosidad…

—En el paseo de las Palmeras.

Debí de haberlo supuesto: muchas de las mejores residencias de Tetuán estaban allí. Una zona distante y discreta al sur de la ciudad, cerca del parque, casi a los pies del Gorgues imponente, con grandes viviendas rodeadas de jardines. Más allá, las huertas y los cañaverales.

—Entonces será imposible que le pueda hacer llegar el vestido hasta su domicilio.

Me miró interrogativa.

—Tendrá que venir aquí a vestirse —aclaré—. Llegue sobre las siete y media, maquillada, peinada, lista para salir, con los zapatos y las joyas que vaya a ponerse. Le aconsejo que no sean muchas ni excesivamente vistosas: el vestido no las demanda, quedará mucho más elegante con complementos sobrios, ¿me entiende?

Entendió a la perfección. Entendió, agradeció mi esfuerzo aliviada y se marchó de nuevo. Media hora más tarde y ayudada por Jamila, abordé la tarea más imprevista y temeraria de mi breve carrera de modista en solitario. Sabía lo que hacía, no obstante, porque en mis tiempos en casa de doña Manuela había ayudado a aquella misma labor en otra ocasión. Lo hicimos para una clienta con tanto estilo como dispares recursos económicos, Elena Barea se llamaba. En sus épocas prósperas, cosíamos para ella modelos suntuosos en las telas más nobles. A diferencia, sin embargo, de otras señoras de su entorno y condición, quienes en tiempos de mermada opulencia monetaria inventaban viajes, compromisos o enfermedades para excusar su imposibilidad de hacer frente a nuevos pedidos, ella nunca se ocultaba. Cuando las vacas flacas hacían su entrada en el irregular negocio de su marido, Elena Barea jamás dejaba de visitar nuestro taller. Volvía, se reía sin pudor de la volatilidad de su fortuna y, mano a mano con la dueña, ingeniaba la reconstrucción de viejos modelos para hacerlos pasar por nuevos alterando cortes, añadiendo adornos y recomponiendo las partes más insospechadas. O, con gran tino, elegía telas poco costosas y hechuras que requirieran una más simple elaboración: conseguía así adelgazar hasta el extremo el montante de las facturas sin mermar en demasía su elegancia. El hambre agudiza el ingenio, concluía siempre con una carcajada. Ni mi madre ni doña Manuela ni yo dimos crédito a lo que nuestros ojos vieron el día en que llegó con el más peculiar de sus encargos.

—Quiero una copia de esto —dijo sacando de una pequeña caja lo que parecía un tubo reliado de tela color sangre. Rio ante nuestras caras de asombro—. Esto, señoras, es un Delphos, un vestido único. Es una creación del artista Fortuny: se hacen en Venecia y se venden sólo en algunos establecimientos selectísimos en las grandes ciudades europeas. Miren qué maravilla de color, miren qué plisado. Las técnicas para conseguirlos son secreto absoluto del creador. Sienta como un guante. Y yo, mi querida doña Manuela, quiero uno. Falso, por supuesto.

Tomó entre los dedos la tela por uno de sus extremos y como por arte de magia apareció un vestido de raso de seda roja, suntuosa y deslumbrante, que se prolongaba hasta el suelo con caída impecable y terminaba en forma redonda y abierta en la base; a toda rueda, solíamos denominar a aquel tipo de remate. Era una especie de túnica llena de miles de pliegues verticales diminutos. Clásica, simple, exquisita. Habían pasado cuatro o cinco años desde aquel día, pero en mi memoria permanecía intacto todo el proceso de realización del vestido porque participé de manera activa en todas sus fases. De Elena Barea a Rosalinda Fox, la técnica sería la misma; el único problema, sin embargo, era que apenas contábamos con tiempo y habría que trabajar a marcha forzada. Ayudada en todo momento por Jamila, calenté ollas de agua que al hervir volcamos en la bañera. Escaldándome las manos, introduje en ella la tela y la dejé en remojo. El cuarto de baño se llenó de humo mientas nosotras observábamos nerviosas el experimento a medida que el sudor nos llenaba de gotas la frente y el vaho hacía desaparecer nuestras imágenes del espejo. Al cabo de un rato decidí que se podía extraer el tejido, ya oscuro e irreconocible. Vaciamos el agua y, tomando cada una un extremo, retorcimos la banda con todas nuestras fuerzas, a lo largo, apretando en distinto sentido como tantas veces habíamos hecho con las sábanas de la pensión de La Luneta para eliminar hasta la última gota de agua antes de tenderlas al sol. Sólo que esta vez no íbamos a desplegar la pieza en toda su dimensión, sino precisamente lo contrario: el objetivo era mantenerla estrujada al máximo a lo largo del secado para que, una vez desprovista de humedad, permanecieran fijos todos los pliegues posibles en aquel gurruño en que la seda se había convertido. Metimos entonces el material retorcido en un barreño y nos dirigimos a la azotea cargándolo entre las dos. Volvimos a apretar los dos extremos en direcciones opuestas hasta que éste tomó el aspecto de una cuerda gruesa y se enrolló sobre sí mismo con la forma de un gran muelle; dispusimos después una toalla en el suelo y, como una serpiente enroscada, colocamos sobre ella el anticipo del vestido que pocas horas después habría de lucir mi clienta inglesa en su primera aparición pública del brazo del enigmático hombre de su vida.

Dejamos la tela secar al sol y entretanto volvimos a bajar a casa, cargamos de carbón la cocina económica y la hicimos funcionar con toda su potencia hasta conseguir la temperatura de un cuarto de calderas. Cuando la estancia se convirtió en un horno y calculamos que el sol de la tarde empezaba a flojear, regresamos a la azotea y recuperamos el género retorcido. Extendimos una nueva toalla sobre el hierro colado de la cocina y, encima de ella, la tela aún estrujada, anillada en sí misma. Cada diez minutos, sin extenderla nunca, le fui dando la vuelta para que el calor del carbón la secara de forma uniforme. Con un resto del tejido no usado, entre paseo y paseo a la cocina confeccioné un cinturón consistente en una triple capa de entretela forrada por una simple banda ancha de seda planchada. A las cinco de la tarde retiré el gurruño de la superficie de hierro y lo trasladé al taller. Tenía el aspecto de una morcilla caliente: nadie podría haber imaginado lo que en poco más de una hora pensaba hacer con aquello.

Lo extendí sobre la mesa de cortar y poco a poco, con cuidado extremo, fui deshaciendo el engendro tubular. Y, mágicamente, ante mis ojos nerviosos y el estupor de Jamila, la seda fue apareciendo plisada y brillante, hermosa. No habíamos conseguido pliegues permanentes como las del auténtico modelo de Fortuny porque no teníamos medios ni conocimiento técnico para ello, pero sí fuimos capaces de obtener un efecto similar que duraría al menos una noche: una noche especial para una mujer necesitada de espectacularidad. Desplegué el tejido en toda su dimensión y lo dejé enfriar. Lo corté después en cuatro piezas con las que compuse una especie de estrecha funda cilíndrica que había de adaptarse al cuerpo como una segunda piel. Practiqué un simple cuello a la caja y trabajé las aberturas para los brazos. Sin tiempo para remates ornamentales, en poco más de una hora el falso Delphos estaba terminado: una versión casera y precipitada de un modelo revolucionario dentro del mundo de la haute couture; una imitación tramposa con potencial sin embargo para impactar a todo aquél que fijara su vista en el cuerpo que habría de lucirlo apenas treinta minutos después.

Estaba probando sobre él el efecto del cinturón cuando sonó el timbre. Sólo entonces caí en la cuenta de mi aspecto lamentable. El sudor provocado por el agua hirviendo me había descompuesto el maquillaje y la melena; el calor, los esfuerzos al retorcer la tela, las subidas y bajadas a la azotea y todo el trabajo imparable de la tarde habían conseguido dejarme como si me hubieran pasado por encima los Regulares de Caballería a pleno galope. Corrí a mi cuarto mientras Jamila acudía a abrir; me cambié de ropa a toda prisa, me peiné, me recompuse. El resultado del trabajo había sido satisfactorio y yo no podía menos que estar a la altura.

Salí a recibir a Rosalinda imaginando que me esperaría en el salón, pero al pasar junto a la puerta abierta del taller, vi su figura frente al maniquí que portaba su vestido. Estaba de espaldas a mí, no pude apreciar su rostro. Desde la puerta pregunté simplemente.

—¿Le gusta?

Se giró de inmediato y no me respondió. Con pasos ágiles se plantó a mi lado, me tomó una mano y la apretó con fuerza.

—Gracias, gracias, a million gracias.

Venía con el pelo recogido en un moño bajo, sus ondas naturales algo más marcadas de lo habitual. Llevaba un maquillaje discreto en los ojos y pómulos; el rouge de la boca, sin embargo, era mucho más espectacular. Sus stilettos la elevaban casi un palmo por encima de su altura natural. Un par de pendientes de oro blanco y brillantes, largos, divinos, componían todo su aderezo. Olía a perfume delicioso. Se despojó de su ropa de calle y la ayudé a ponerse el vestido. El plisado irregular de la túnica cayó azul, cadencioso y sensual sobre su cuerpo, marcando la exquisitez de su osamenta, la delicadeza de sus miembros, modelándolo y revelando las curvas y formas con elegancia y suntuosidad. Ajusté la banda ancha a su cintura y la anudé a la espalda. Contemplamos el resultado en el espejo sin mediar palabra.

—No se mueva —dije.

Salí al pasillo, llamé a Jamila y la hice entrar. Al contemplar a Rosalinda vestida se tapó de inmediato la boca para contener un grito de asombro y admiración.

—Dese la vuelta para que pueda verla bien. Gran parte del trabajo es suyo. Sin ella nunca lo habría conseguido.

La inglesa sonrió a Jamila agradecida y dio un par de vueltas sobre sí misma con gracia y estilo. La muchacha mora la contempló azorada, tímida y feliz.

—Y ahora, apúrese. Apenas quedan diez minutos para las ocho.

Jamila y yo nos instalamos en un balcón para verla salir, mudas, agarradas del brazo y casi agazapadas en una esquina a fin de no ser percibidas desde la calle. Era ya prácticamente de noche. Miré hacia abajo esperando encontrar aparcado una vez más su pequeño coche rojo, pero en su lugar había un automóvil negro, brillante, imponente, con banderines en su parte delantera cuyos colores, en la distancia y sin apenas luz, fui incapaz de distinguir. En cuanto la silueta de seda azulada pareció intuirse en el portal, los faros se encendieron y un hombre uniformado descendió del lado del copiloto y abrió con rapidez la puerta trasera. Se mantuvo marcial a su espera hasta que ella, elegante y majestuosa, salió a la calle y se acercó al auto con pasos breves. Sin prisa, como exhibiéndose llena de orgullo y seguridad. No pude apreciar si había alguien más en el asiento: en cuanto ella se acomodó, el hombre uniformado cerró la portezuela y volvió raudo a su sitio. El vehículo se puso entonces en marcha, potente, alejándose veloz en la noche, llevando dentro a una mujer ilusionada y el vestido más fraudulento de toda la historia de la falsa alta costura.