Con la primavera aumentó el volumen de trabajo. Cambiaba el tiempo y mis clientas demandaban modelos ligeros para las mañanas claras y las noches venideras del verano marroquí. Aparecieron algunas caras nuevas, otro par de alemanas, más judías. Gracias a Félix conseguí obtener una idea más o menos precisa de todas ellas. Solía cruzarse con las clientas en el portal y en la escalera, en el rellano y la calle al entrar o salir del taller. Las reconocía, las ubicaba; le entretenía buscar retazos de información aquí y allá para componer su perfil cuando le faltaba algún detalle: quiénes eran ellas y sus familias, adónde iban, de dónde venían. Más tarde, en los ratos en que dejaba a su madre derrumbada en el sillón, con los ojos en blanco y la baba aguardentosa colgando de la boca, él me desgranaba sus averiguaciones.
Así me enteré, por ejemplo, de detalles acerca de Frau Langenheim, una de las alemanas que pronto se hicieron asiduas. Su padre había sido embajador italiano en Tánger y su madre era inglesa, pero ella había tomado el apellido de su marido, un ingeniero de minas mayor, alto, calvo, reputado integrante de la pequeña pero resuelta colonia alemana del Marruecos español: uno de los nazis, me contó Félix, que de manera casi inesperada y ante el pasmo de los republicanos obtuvieron directamente de Hitler la primera ayuda externa para el ejército sublevado apenas unos días después del alzamiento. Hasta pasado algún tiempo no fui yo capaz de calibrar en qué medida la actuación del envarado marido de mi clienta había resultado crucial para el rumbo de la contienda civil, pero gracias a Langenheim y a Bernhardt, otro alemán residente en Tetuán para cuya mujer medio argentina también llegué a coser alguna vez, las tropas de Franco, sin tenerlo previsto y en un plazo minúsculo de tiempo, se hicieron con un buen arsenal de ayuda militar gracias al cual trasladaron a sus hombres hasta la Península. Meses después, en señal de gratitud y reconocimiento por la significativa actuación de su marido, mi clienta recibiría de manos del jalifa la mayor distinción en la zona del Protectorado y yo la vestiría de seda y organza para tal acto.
Mucho antes de aquel acto protocolario, Frau Langenheim llegó al taller una mañana de abril trayendo consigo a alguien a quien yo aún no conocía. Sonó el timbre y abrió Jamila; yo esperaba entretanto en el salón mientras fingía observar la trama de un tejido junto a la luz que entraba directa a través de los balcones. En realidad, no estaba observando nada; simplemente había adoptado aquella pose para recibir a mi clienta con la pretensión de adornarme de un aire de profesionalidad.
—Le traigo a una amiga inglesa para que conozca sus creaciones —dijo la esposa del alemán mientras se adentraba en la estancia con paso seguro.
A su lado apareció entonces una mujer rubia delgadísima con todo el aspecto de no ser tampoco un producto nacional. Calculé que tendría más o menos la misma edad que yo pero, por la desenvoltura con la que se comportaba, bien podría haber vivido ya mil vidas enteras del tamaño de la mía. Me llamaron la atención su frescura espontánea, la apabullante seguridad que irradiaba y la elegancia sin aspavientos con la que me saludó rozando sus dedos con los míos mientras con un gesto airoso se retiraba de la cara una onda de la melena. Tenía por nombre Rosalinda Fox, y la piel tan clara y tan fina que parecía hecha del papel de envolver los encajes, y una extraña forma de hablar en la que las palabras de lenguas distintas saltaban alborotadas en una cadencia extravagante y a veces un tanto incomprensible.
—Necesito un guardarropa urgentemente, so… I believe que usted y yo estamos condenadas… err… to understand each other. A entendernos, I mean —dijo rematando la frase con una leve carcajada.
Frau Langenheim rehusó sentarse con un tengo prisa, querida, he de irme ya. A pesar de su apellido y la mezcolanza de sus orígenes, hablaba con soltura en español.
—Rosalinda, cara mía, nos vemos esta tarde en el cóctel del cónsul Leonini —dijo entonces despidiéndose de su amiga—. Bye, sweetie, bye, adiós, adiós.
Nos sentamos la recién llegada y yo, y emprendí una vez más el protocolo de tantas otras primeras visitas: desplegué mi catálogo de poses y expresiones, hojeamos revistas y examinamos tejidos. La aconsejé y escogió; después reconsideró su decisión, rectificó y eligió de nuevo. La elegante naturalidad con la que se comportaba me hizo sentir cómoda a su lado desde el principio. A veces me resultaba fatigosa la artificialidad de mi comportamiento, sobre todo cuando tenía enfrente a clientas especialmente exigentes. No fue aquél el caso: todo fluyó sin tensiones ni demandas exageradas.
Pasamos al probador y tomé medidas de las estrechuras de sus huesos como de gato, las más pequeñas que jamás había anotado. Continuamos hablando de telas y formas, de mangas y escotes; recorrimos después de nuevo lo elegido, confirmamos y apunté. Un camisero de mañana en seda estampada, un tailleur de lana fría en tono rosa coral y un modelo de noche inspirado en la última colección de Lanvin. La cité para diez días después y con eso creí que ya habíamos terminado. Pero la nueva clienta decidió que todavía no era la hora de marcharse y, aún acomodada en el sofá, sacó una pitillera de carey y me ofreció un cigarrillo. Fumamos sin prisa, comentamos modelos y me expresó sus gustos en su media lengua de forastera. Señalando los figurines me preguntó cómo se decía bordado en español, cómo se decía hombrera, cómo se decía hebilla. Aclaré sus dudas, reímos ante la torpeza delicada de su pronunciación, volvimos a fumar y finalmente decidió irse, con calma, como si no tuviera nada que hacer ni nadie la esperara en ningún sitio. Antes se retocó el maquillaje contemplando sin demasiado interés su imagen en el espejo diminuto de su polvera. Recompuso después las ondas de su melena dorada y recogió el sombrero, el bolso y los guantes, todo elegante y de la mejor calidad pero en absoluto nuevo, noté. La despedí en la puerta, escuché su taconeo escalera abajo y no supe más de ella hasta muchos días después. Nunca me la crucé en mis paseos al caer la tarde, ni intuí su presencia en ningún establecimiento, ni nadie me habló de ella ni yo intenté averiguar quién era aquella inglesa a cuyo tiempo parecían sobrar tantas horas.
La actividad en aquellos días fue constante: el número creciente de clientas hacía las horas de trabajo interminables, peto logré calcular el ritmo con sensatez, cosí sin descanso hasta la madrugada y fui capaz de ir teniendo cada prenda lista en su plazo correspondiente. A los diez días de aquel primer encuentro, los tres encargos de Rosalinda Fox reposaban en sus respectivos maniquíes listos para la primera prueba. Pero ella no apareció. Ni lo hizo al día siguiente, ni al otro tampoco. Ni se molestó en llamar, ni me mandó un recado con nadie excusando su ausencia, posponiendo la cita o justificando su tardanza. Era la primera vez que me ocurría algo así con un encargo. Pensé que tal vez no tenía intención de regresar, que era una simple extranjera de paso, una de aquellas almas privilegiadas con capacidad para salir a su antojo del Protectorado y moverse libremente más allá de sus fronteras; una cosmopolita auténtica y no una falsa mundana como yo. Incapaz de encontrar una explicación razonable para tal comportamiento, opté por dejar el asunto al margen y ocuparme del resto de mis compromisos. Cinco días más tarde de lo previsto apareció como caída del cielo cuando yo estaba aún terminando de comer. Llevaba trabajando con prisa la mañana entera y conseguí por fin hacer un hueco para el almuerzo pasadas las tres de la tarde. Llamaron a la puerta, abrió Jamila mientras yo daba fin a un plátano en la cocina. Apenas oí la voz de la inglesa al otro extremo del pasillo, me lavé las manos en la pila y corrí a montarme en mis tacones. Salí presurosa a recibirla limpiándome los dientes con la lengua y retocándome el pelo con una mano mientras con la otra iba acoplando en su sitio las costuras de la falda y las solapas de la chaqueta. Su saludo fue tan largo como lo había sido su retraso.
—Tengo que pedirle mil disculpas por no haber venido antes y presentarme ahora de manera anesperada, ¿se dice así?
—Inesperada —corregí.
—Inesperada, sorry. He estado fuera a few days, tenía asuntos que arreglar en Gibraltar, aunque me temo que no lo he conseguido. Anyway, espero no llegar en un mal momento.
—En absoluto —mentí—. Pase, por favor.
La conduje al cuarto de pruebas y le mostré sus tres modelos. Los alabó mientras se iba despojando de sus propias prendas hasta quedar en ropa interior. Llevaba una combinación satinada que en su día debió de ser una preciosidad; el tiempo y el uso, sin embargo, la habían desprovisto en parte de su pasado esplendor. Sus medias de seda tampoco parecían precisamente recién salidas de la tienda en la que un día fueron compradas, pero rezumaban glamour y exquisita calidad. Una a una probé las tres creaciones sobre su cuerpo frágil y huesudo. La transparencia de su piel era tal que bajo ella parecían percibirse, azuladas, todas las venas de su organismo. Con la boca llena de alfileres, fui rectificando milímetros y ajustando pellizcos de tela sobre el frágil contorno de su silueta. En todo momento pareció satisfecha, se dejó hacer, asintió a las sugerencias que le propuse y apenas pidió cambios. Terminamos la prueba, aseguré que todo quedaría tres chic. La dejé vestirse otra vez y esperé en el salón. Tardó sólo un par de minutos en regresar y por su actitud deduje que, a pesar de su intempestiva llegada, tampoco aquel día parecía tener prisa por marcharse. Le ofrecí entonces té.
—Me muero por una taza de Darjeeling con una gota de leite, pero imagino que tendrá que ser té verde con hierbabuena, right?
No tenía la menor idea de a qué tipo de brebaje se estaba refiriendo, pero lo disimulé.
—Así es, té moruno —dije sin la menor turbación. La invité entonces a acomodarse y llamé a Jamila.
—Aunque soy inglesa —explicó—, he pasado la mayor parte de la meu vida en la India y, aunque es muy probable que nunca regrese allí, hay muchas cosas que aún echo de menos. Como el nosso té, por ejemplo.
—La entiendo. A mí también me cuesta hacerme a algunas cosas de esta tierra y a la vez echo en falta otras que dejé detrás.
—¿Dónde vivía antes? —quiso saber.
—En Madrid.
—¿Y antes?
A punto estuve de reír ante su pregunta: de olvidarme de las impostaciones inventadas para mi supuesto pasado y reconocer abiertamente que jamás había puesto los pies fuera de la ciudad que me vio nacer hasta que un sinvergüenza decidió arrastrarme con él para después dejarme tirada como una colilla. Pero me contuve y recurrí una vez más a mi falsa vaguedad.
—Bueno, en distintos sitios, aquí y allí, ya sabe, aunque Madrid es probablemente el lugar donde más tiempo he residido. ¿Y usted?
—Let’s see, vamos a repasar —dijo con gesto divertido—. Nací en Inglaterra, pero en seguida me llevaron a Calcuta. A los diez años mis padres me enviaron a estudiar de vuelta a Inglaterra, err… a los dieciséis regresé a la India y a los veinte volví de novo a Occidente. Una vez aquí, pasé una temporada again en London y después otro longo período en Suiza. Err… Later, otro año en Portugal, por eso, a veces, confundo las dos lenguas, el portugués y el español. Y ahora, finalmente, me he instalado en África: primeramente en Tánger y, desde hace un corto tempo, aquí, en Tetuán.
—Parece una vida interesante —dije incapaz de retener el orden de aquel barullo de destinos exóticos y palabras mal dichas.
—Well, según se mire —replicó encogiéndose de hombros mientras sorbía con cuidado para no quemarse con el vaso de té que Jamila acababa de servirnos—. No me habría importado en absoluto haber permanecido en la India, pero hubo ciertas cosas que ocurrieron inesperadamente y hube de trasladarme. A veces la suerte se encarga de tomar las decisiones por nosotros, right? After all, err… that’s life. Así es la vida, ¿no?
A pesar de la extraña pronunciación de sus palabras y de las evidentes distancias que separaban nuestros mundos, capté a la perfección a qué se estaba refiriendo. Terminamos el té hablando sobre cosas intrascendentes: los pequeños retoques que habría que hacer en las mangas del vestido de dupion de seda estampado, la fecha de la siguiente prueba. Miró la hora y al punto recordó algo.
—Tengo que irme —dijo levantándose—. Había olvidado que debo hacer some shopping, unas compras antes de regresar a arreglarme. Me han invitado a un cóctel en casa del cónsul belga.
Hablaba sin mirarme mientras ajustaba los guantes a los dedos, el sombrero a la cabeza. Yo la observaba entretanto con curiosidad, preguntándome con quién iría aquella mujer a todas esas fiestas, con quién compartiría su libertad para salir y entrar, su despreocupación de niña acomodada y aquel constante deambular por el mundo saltando de un continente a otro para hablar lenguas alborotadas y tomar té con aromas de mil pueblos. Comparando su vida aparentemente ociosa con mi trabajoso día a día, sentí de pronto en el espinazo la caricia de algo parecido a la envidia.
—¿Sabe dónde puedo comprar un traje de baño? —preguntó entonces súbitamente.
—¿Para usted?
—No. Para el meu filho.
—¿Perdón?
—My son. No, that’s English, sorry. ¿Mi hijo?
—¿Su hijo? —pregunté incrédula.
—Mi hijo, that’s the word. Se llama Johnny, tiene cinco años and he’s so sweet… Todo un amor.
—Yo también llevo poco tiempo en Tetuán, no creo que pueda ayudarla —dije intentando no mostrar mi desconcierto. En la vida idílica que apenas unos segundos atrás acababa de imaginar para aquella mujer liviana y aniñada, tenían cabida los amigos y los admiradores, las copas de champán, los viajes transcontinentales, las combinaciones de seda, las fiestas hasta el amanecer, los trajes de noche de haute couture y, con mucho esfuerzo, tal vez un marido joven, frívolo y atractivo como ella. Pero nunca habría podido adivinar que tuviera un hijo porque jamás la imaginé como una madre de familia. Y sin embargo, al parecer lo era.
—En fin, no se preocupe, ya encontraré algún sitio —dijo a modo de despedida.
—Buena suerte. Y recuerde, la espero en cinco días.
—Aquí estaré, I promise.
Se fue y no cumplió su promesa. En vez de al quinto día, apareció al cuarto: sin aviso previo y cargada de prisas. Jamila me anunció su llegada cerca del mediodía mientras yo probaba a Elvirita Cohen, la hija del propietario del teatro Nacional de mi antigua calle de La Luneta y una de las mujeres más hermosas que en mi vida he llegado a ver.
—Siñora Rosalinda decir que necesitar ver a siñorita Sira.
—Dile que espere, que estoy con ella en un minuto.
Fueron más de uno, más de veinte probablemente, porque aún tuve que hacer unos cuantos ajustes al vestido que aquella hermosa judía de piel tersa habría de lucir en algún evento social. Me hablaba sin prisas en su haketía musical: sube un poco aquí, mi reina, qué lindo queda, mi weno, sí.
Por Félix, como siempre, me había enterado de la situación de los hebreos sefardíes de Tetuán. Pudientes algunos, humildes otros, discretos todos; buenos comerciantes, instalados en el norte de África desde su expulsión de la Península siglos atrás, españoles por fin de pleno derecho desde que el gobierno de la República accediera a reconocer oficialmente su origen apenas un par de años antes. La comunidad sefardí suponía más o menos una décima parte de la población que Tetuán tenía en aquellos años, pero en sus manos estaba gran parte del poder económico de la ciudad. Ellos habían construido la mayoría de los nuevos edificios del ensanche y establecido muchos de los mejores negocios y comercios de la ciudad: joyerías, zapaterías, tiendas de tejidos y confecciones. Su poderío financiero se reflejaba en sus centros educativos —la Alianza Israelita—, en su propio casino y en las varias sinagogas que los recogían para sus rezos y celebraciones. Probablemente en alguna de ellas acabara luciendo Elvira Cohen el vestido de grosgrain que le estaba probando en el momento en que recibí la tercera visita de la imprevisible Rosalinda Fox.
Esperaba en el salón con apariencia inquieta, de pie, junto a uno de los balcones. Se saludaron de lejos ambas clientas con distante cortesía: la inglesa distraída, la sefardí sorprendida y curiosa.
—Tengo un problema —dijo acercándose a mí de manera precipitada tan pronto como el chasquido de la puerta anunció que estábamos solas.
—Cuénteme. ¿Quiere sentarse?
—Preferiría una copa. A drink, please.
—Me temo que no puedo ofrecerle más que té, café o un vaso de agua.
—¿Evian?
Negué con la cabeza mientras pensaba que debería hacerme con un pequeño bar destinado a levantar el ánimo de las clientas en momentos de crisis.
—Never mind —susurró mientras se acomodaba con languidez. Yo hice lo mismo en el sillón de enfrente, crucé las piernas con desparpajo automático y esperé a que me informara sobre la causa de su visita intempestiva. Antes sacó la pitillera, encendió un cigarrillo y la arrojó con descuido sobre el sofá. Tras la primera calada, densa y profunda, se dio cuenta de que no me había ofrecido otro a mí, me pidió disculpas e hizo un gesto encaminado a enmendar su comportamiento. La frené antes, no, gracias. Esperaba a otra clienta en breve y no quería olor a tabaco en los dedos dentro de la intimidad del probador. Volvió a cerrar la pitillera, habló por fin.
—Necesito an evening gown, err… un traje espectacular para esta misma noite. Me ha surgido un compromiso anesperado y tengo que ir vestida like a princess.
—¿Como una princesa?
—Right. Como una princesa. Es una forma de falar, obviously. Necesito algo muito, muito elegante.
—Tengo su traje de noche preparado para la segunda prueba.
—¿Puede estar listo hoy?
—Absolutamente imposible.
—¿Y algún otro modelo?
—Me temo que no puedo ayudarla. No tengo nada que ofrecerle: no trabajo con confección hecha, todo lo realizo por encargo.
Volvió a dar una larga chupada a su cigarrillo, pero esta vez no lo hizo de manera ausente, sino observándome con fijeza a través del humo. Había desaparecido de su rostro el gesto de niña despreocupada de las veces anteriores y su mirada era ahora la de una mujer nerviosa pero decidida a no dejarse vencer fácilmente.
—Necesito una solución. Cuando hice mi mudanza desde Tánger a Tetuán, preparé unos trunks, unos baúles para ser enviados a mi madre a Inglaterra con cosas que ya no iba a usar. Por error, el baúl con mis evening gowns, con todos los meus trajes de noite, ha acabado también allí inesperadamente, estoy espetando que me lo envíen back, de vuelta. Acabo de enterarme de que esta noite he sido invitada a una recepción ofrecida by the German consul, el cónsul alemán. Err… It’s the first time, la primera ocasión en que voy a asistir públicamente a un evento acompañando a… a… a una persona con la que mantengo una… una… una liason muito especial.
Hablaba deprisa pero con cautela, esforzándose para que yo comprendiera todo lo que me decía en aquella tentativa de español que, por efecto de sus nervios, sonaba aportuguesado como nunca y más salpicado de palabras en su propia lengua inglesa que en ninguno de nuestros encuentros anteriores.
—Well, it is… mmm… It’s muito importante for… for… for him, para esa persona y para mí que yo cause una buona impressao entre los miembros de la German colony, de la colonia alemana en Tetuán. So far, hasta ahora, Mrs Langenheim me ha ayudado a conocer a algunos de ellos individually porque ella es half English, medio inglesa, err… pero esta noite es la primera vez que voy a aparecer en público con esa persona, openly together, juntos abiertamente, y por eso necesito ir extremely well dressed, muy muy bien vestida, y… y…
La interrumpí: no había ninguna necesidad de que siguiera afanándose tanto para no llegar a nada.
—Lo siento enormemente, se lo prometo. Me encantaría poderla ayudar, pero me resulta del todo imposible. Como acabo de decirle, no tengo nada hecho en mi atelier y soy incapaz de terminar su vestido en apenas unas cuantas horas: necesito al menos tres o cuatro días para ello.
Apagó el pitillo en silencio, ensimismada. Se mordió el labio y se tomó unos segundos antes de levantar la vista y atacar de nuevo con una pregunta a todas luces incómoda.
—¿Tal vez sería posible que usted me prestara uno de sus trajes de noite?
Hice un gesto negativo mientras intentaba inventar alguna excusa verosímil tras la que esconder el lamentable hecho de que, en realidad, no tenía ninguno.
—Creo que no. Toda mi ropa quedó en Madrid al estallar la guerra y me ha sido imposible recuperarla. Aquí apenas tengo unos cuantos trajes de calle, pero nada de noche. Hago muy poca vida social, ¿sabe? Mi prometido está en la Argentina y yo…
Para mi gran alivio, me interrumpió inmediatamente.
—I see, ya veo.
Permanecimos en silencio durante unos segundos eternos sin cruzarnos la mirada, escondiendo cada una su incomodidad con la atención concentrada en puntos opuestos de la estancia. Una en dirección a los balcones, otra al arco que separaba el salón de la entrada. Fue ella quien rompió la tensión.
—I think I must leave now. Tengo que irme.
—Créame que lo siento. Si hubiéramos tenido algo más de tiempo…
No concluí la frase: noté de pronto que no tenía el menor sentido evocar lo irremediable. Intenté cambiar de asunto, desviar la atención de la triste realidad que anticipaba una larga noche de fracaso con quien sin duda era el hombre del que estaba enamorada. Me seguía intrigando la vida de aquella mujer otras veces tan resuelta y airosa que en aquel momento, con gesto concentrado, recogía sus cosas y se acercaba a la puerta.
—Mañana estará todo listo para la segunda prueba, ¿de acuerdo? —dije a modo de inútil consuelo.
Sonrió vagamente y, sin más palabras, se fue. Y yo me quedé sola, de pie, inmóvil, en parte consternada por mi incapacidad para ayudar a una clienta en apuros y en parte aún intrigada por la extraña forma en la que ante mis ojos se iba configurando la vida de Rosalinda Fox, aquella joven madre trotamundos que perdía baúles llenos de trajes de noche como quien, con las prisas de una tarde de lluvia, se deja olvidada la cartera en un banco del parque o encima de la mesa de un café.
Me asomé al balcón medio tapada por una contraventana y la observé alcanzar la calle. Se dirigió sin prisa a un automóvil rojo intenso aparcado ante mi mismo portal. Supuse que alguien la estaba esperando, tal vez el hombre a quien tanto interés tenía en complacer aquella noche. No pude resistir la curiosidad y me esforcé por buscar su rostro, maquinando en mi mente escenas imaginarias. Supuse que se trataba de un alemán, posiblemente ésa sería la razón de su anhelo por causar buena impresión entre sus compatriotas. Lo intuía joven, atractivo, vividor; mundano y resolutivo como ella. Apenas tuve tiempo para seguir elucubrando porque, en cuanto alcanzó el auto y abrió la puerta de la derecha —la que supuestamente debería corresponder al lado del copiloto—, percibí con asombro que allí se encontraba el volante y que era ella misma quien tenía intención de conducir. Nadie la esperaba en aquel coche inglés con volante a la derecha: sola arrancó el motor y sola se fue tal como había llegado. Sin hombre, sin vestido para aquella noche y, muy probablemente, sin la menor esperanza de poder encontrar remedio alguno a lo largo de la tarde.
Mientras intentaba diluir el mal sabor de boca del encuentro, me dispuse a restablecer el orden de los objetos que la presencia de Rosalinda había alterado. Recogí el cenicero, soplé las cenizas que habían caído sobre la mesa, enderecé una esquina de la alfombra con la punta del zapato, ahuequé los cojines sobre los que nos habíamos acomodado y me dispuse a reordenar las revistas que ella había hojeado mientras yo terminaba de atender a Elvirita Cohen. Cerré un Harper’s Bazaar abierto por un anuncio de barras de labios de Helena Rubinstein y a punto estaba de hacer lo mismo con el ejemplar de primavera de Madame Figaro cuando reconocí la fotografía de un modelo que me resultó remotamente familiar. A mi mente llegaron entonces mil recuerdos de otro tiempo como una bandada de pájaros. Sin ser apenas consciente de lo que hacía, grité con todas mis fuerzas el nombre de Jamila. Una alocada carrera la trajo al salón en un soplo.
—Vete volando a casa de Frau Langenheim y pídele que localice a la señora Fox. Tiene que venir a verme inmediatamente; dile que se trata de un asunto de máxima urgencia.