En menos de una semana estaba instalada. Espoleada por Candelaria, fui organizando espacios y pidiendo muebles, aparatos y herramientas. Ella lo asumía todo con ingenio y billetes, dispuesta a dejarse hasta las pestañas en aquel negocio de azar aún borroso.
—Pide por esa boca, mi alma, que yo no he visto un gran taller de costura en toda mi puñetera vida, así que no tengo mucha idea de los aperos que necesita un negocio de semejante ralea. Si no anduviéramos con la maldita guerra encima, podríamos irnos tú y yo a Tánger, a comprar maravillas francesas en Le Palais du Mobilier y, ya de paso, media docena de bragas en La Sultana, pero como estamos en Tetuán con la pata quebrada y no quiero que te asocien mucho conmigo, lo que vamos a hacer es que tú vas a ir pidiendo cosas y yo me las voy a ingeniar para conseguirlas con mis contactos. Así que dale carrete, criatura: dime qué tengo que ir buscando y por dónde empiezo.
—Primero el salón. Tiene que representar la imagen de la casa, dar una sensación de elegancia y buen gusto —dije rememorando el taller de doña Manuela y todas aquellas residencias que conocí en mis entregas. Aunque el piso de Sidi Mandri, construido a la medida de la pequeña Tetuán, era mucho menor en empaque y dimensiones que las buenas casas de Madrid, el recuerdo de los viejos tiempos podría servirme como ejemplo para estructurar el presente.
—¿Y qué le ponemos?
—Un sofá divino, dos pares de buenas butacas, una amplia mesa de centro y dos o tres más pequeñas para que sirvan de auxiliares. Cortinones de damasco para los balcones y una gran lámpara. De momento, basta. Pocas cosas, pero con mucho estilo y la mejor calidad.
—No veo claro cómo conseguir todo eso, muchacha, que en Tetuán no hay tiendas con tanto tronío. Déjame que piense un poco; tengo yo un amigo que trabaja con un transportista, que a ver si consigo que me haga un porte… Bueno, tú no te preocupes, que yo me las arreglo de alguna manera, y si alguna de las cosas es de segunda o tercera mano pero de calidad de la buena, buena, no creo que importe mucho, ¿verdad? Así parecerá que la casa tiene más solera. Sigue arreando, niña.
—Figurines, revistas de moda extranjeras. Doña Manuela las tenía por docenas; cuando iban quedándose viejas nos las regalaba y yo me las llevaba a casa, nunca me cansaba de mirarlas.
—Eso va a ser también difícil de conseguir: ya sabes que desde el alzamiento las fronteras están cerradas y es muy poco lo que se recibe de fuera. Pero bueno, sé quién tiene un salvoconducto para Tánger, le tantearé a ver si me las puede traer como un favor; ya me pasará luego una buena factura a cambio pero, en fin, de eso ya Dios dirá…
—A ver si hay suerte. Y encárguese de que sea un buen montón de las mejores. —Rememoré los nombres de algunas de las que solía comprar yo misma en Tánger en los últimos tiempos, cuando Ramiro empezaba a desentenderse de mí. En sus hermosos dibujos y fotografías me refugié noches enteras—. Las americanas Harper’s Bazaar, Vogue y Vanity Fair, la francesa Madame Figaro —añadí—. Todas las que encuentre.
—Marchando. Más cosillas.
—Para el cuarto de pruebas, un espejo de tres cuerpos. Y otro par de butacas. Y un banco tapizado para dejar las prendas.
—Más.
—Telas. Trozos de tres o cuatro cuartas de los mejores tejidos que sirvan como muestras, no piezas enteras hasta que no veamos el asunto encaminado.
—Las mejores las tienen en La Caraqueña; de las de la burrakía que venden los moros junto al mercado ni hablar, que son mucho menos elegantes. Voy a ver también qué pueden conseguirme los indios de La Luneta, que son muy vivos y siempre andan con algo especial guardado en la trastienda. Y también tienen buenos contactos con la zona francesa, a ver si por allí también podemos sacar alguna cosilla interesante. Sigue pidiendo, morena.
—Una máquina de coser, una Singer americana a ser posible. Aunque casi todo el trabajo se haga a mano, convendrá tenerla. También una buena plancha con su tabla. Y un par de maniquíes. Del resto de las herramientas mejor me encargo yo en un minuto, sólo dígame dónde está la mejor mercería.
Y así nos fuimos organizando. Yo encargaba primero y Candelaria después, desde la retaguardia, recurría incansable a sus artes del trapicheo para lograr lo que necesitábamos. A veces venían cosas camufladas y a deshora, tapadas con mantas y cargadas por hombres de rostro cetrino. A veces los trajines se hacían a las claras del día, observados por todo aquél que pasara por la calle. Llegaron muebles, pintores y electricistas; recibí paquetes, instrumentos de trabajo y pedidos diversos sin fin. Enfundada en mi nueva imagen de mujer de mundo llena de glamour y desenvoltura, desde mis taconazos supervisé el proceso de principio a fin. Con aire resuelto, las pestañas cuajadas de máscara y atusándome sin cesar la nueva melena, ventilé oportunamente cuantos imprevistos se presentaron y me di a conocer entre los vecinos. Todos me saludaron discretos cada vez que me crucé con ellos en el portal o la escalera. En el bajo había una sombrerería y un estanco; en el principal, frente a mí, vivían una señora mayor enlutada y un hombre joven con gafas y cuerpo regordete que intuí como su hijo. Arriba, sendas familias con multitud de niños que intentaban curiosear todo lo posible a fin de averiguar quién iba a ser su próxima vecina.
Todo estuvo listo en unos cuantos días: ya sólo nos faltaba ser capaces de hacer algo con ello. Recuerdo como si fuera hoy la primera noche que dormí allí, sola y atemorizada; apenas conseguí un minuto de sueño. En las horas aún tempranas oí los últimos trasiegos domésticos de las viviendas próximas: algún niño llorando, una radio puesta, la madre y el hijo de la puerta de enfrente discutiendo a voces, el sonido de la loza y el agua al salir del grifo mientras alguien terminaba de fregar los últimos platos de una cena tardía. A medida que avanzaba la madrugada, los ruidos ajenos se silenciaron y otros imaginarios ocuparon su lugar: me parecía que los muebles crujían más de la cuenta, que sonaban pasos sobre las baldosas del pasillo y que las sombras me acechaban desde las paredes recién pintadas. Sin haberse aún intuido el primer rayo de sol, me levanté incapaz de contener la ansiedad un segundo más. Me dirigí al salón, abrí las contraventanas y me asomé a esperar el amanecer. Desde el alminar de una mezquita sonó la llamada para el fayr, la primera oración del día. No había aún nadie en las calles y las montañas del Gorgues, apenas intuidas en la penumbra, empezaron a percibirse majestuosas con las primeras luces. Poco a poco, perezosamente, la ciudad se fue poniendo en movimiento. Las sirvientas moras comenzaron a llegar envueltas en sus jaiques y pañolones. En sentido inverso, algunos hombres salieron al trabajo y varias mujeres con velo negro, de dos en dos, de tres en tres, emprendieron presurosas el camino hacia una misa tempranera. No llegué a ver a los niños marchar a los colegios; tampoco vi abrirse los comercios y las oficinas, ni a las criadas salir a por churros, ni a las madres de familia partir para el mercado a elegir los productos que los moritos después llevarían hasta sus casas en canastos cargados a la espalda. Antes entré de nuevo en el salón y me senté en mi flamante sofá de tafetán granate. ¿A qué? A esperar a que por fin cambiara el rumbo de mi suerte.
Llegó Jamila temprano. Nos sonreímos nerviosas, era el primer día para las dos. Candelaria me había cedido sus servicios y yo agradecí el gesto: nos habíamos tomado un gran cariño y la joven sería para mí una gran aliada, una hermana pequeña. «Yo me busco una Fatima en dos minutos; tú llévate a la Jamila, que es muy buena muchacha, ya verás lo bien que te ayuda». Así que conmigo vino la dulce Jamila, encantada de quitarse de encima la intensa faena de la pensión y emprender junto a su siñorita una nueva actividad laboral que permitiera a su juventud llevar una existencia algo menos fatigosa.
Llegó Jamila, sí, pero nadie vino tras ella. Ni ese primer día, ni el siguiente, ni el siguiente tampoco. Las tres mañanas abrí los ojos antes del amanecer y me compuse con idéntico esmero. La ropa y el pelo impecables, la casa impoluta; las revistas glamurosas con sus mujeres elegantes sonriendo en las portadas, las herramientas ordenadas en el taller: todo perfecto al milímetro en espera de que alguien requiriera mis servicios. Nadie, sin embargo, parecía tener la intención de hacerlo.
A veces oía ruidos, pasos, voces en la escalera. Corría entonces de puntillas a la puerta y miraba ansiosa por la mirilla, pero los sonidos nunca resultaban ser para mí. Con el ojo pegado a la abertura redonda, vi pasar las figuras de niños ruidosos, señoras con prisa y padres con sombrero, criaditas cargadas, mozos de reparto, la portera y su mandil, el cartero tosiendo y un sinfín de figurantes más. Pero no llegó nadie dispuesto a encargar su guardarropa en mi taller.
Dudé entre avisar a Candelaria o seguir pacientemente a la espera. Dudé un día, dos, tres, hasta casi perder la cuenta. Por fin me decidí: iría a La Luneta y le pediría que intensificara sus contactos, que tocara todos los resortes necesarios para que las posibles clientas supieran que el negocio ya estaba en marcha. O lo conseguía o, a ese ritmo, nuestra empresa conjunta moriría antes de empezar. Pero no tuve ocasión de dar el paso y requerir la actuación de la matutera porque, precisamente aquella mañana, por fin el timbre sonó.
—Guten morgen. Mi nombre es Frau Heinz, soy nueva en Tetuán y necesito algunas prendas.
La recibí vestida con un traje de chaqueta que pocos días antes yo misma me había cosido. Azul plomo, falda de tubo estrecha como un lápiz, chaqueta entallada, sin camisa debajo y con el primer botón justo en el punto antecedente al milímetro a partir del cual el escote perdería su decencia. Y aun así, tremendamente elegante. Por todo aderezo, del cuello me colgaba una larga cadena de plata rematada en unas tijeras antiguas del mismo metal; no servían para cortar de puro viejas, pero las encontré en el bazar de un anticuario mientras buscaba una lámpara y de inmediato decidí convertirlas en parte de mi nueva imagen.
Apenas me miró la recién llegada a los ojos mientras se presentaba: su vista parecía más preocupada por calibrar la prestancia del establecimiento para cerciorarse de que éste estaba a la altura de lo que ella precisaba. Me resultó sencillo atenderla: sólo tuve que imaginar que yo no era yo misma, sino doña Manuela reencarnada en una extranjera atractiva y competente. Nos sentamos en el salón, cada una en una butaca; ella con pose resuelta un tanto hombruna y yo con mi mejor cruce de piernas mil veces ensayado. Me dijo con su media lengua lo que quería. Dos trajes de chaqueta, dos de noche. Y un conjunto para jugar al tenis.
—Ningún problema —mentí.
No tenía la menor idea de cómo demonios sería un conjunto para semejante actividad, pero no estaba dispuesta a reconocer mi ignorancia así tuviera delante un pelotón de fusilamiento. Consultamos las revistas y examinamos hechuras. Para los trajes de noche eligió sendos modelos de dos de los grandes creadores de aquellos años, Marcel Rochas y Nina Ricci, seleccionados de entre las páginas de una revista francesa con toda la alta costura de la temporada otoño-invierno de 1936. Las ideas para los trajes de día las extrajo del Harper’s Bazaar americano: dos modelos de la casa Harry Angelo, un nombre que yo no había oído mencionar jamás aunque me cuidé muy mucho de declararlo abiertamente. Encantada por el despliegue de revistas en mi posesión, la alemana se esforzó por preguntarme en su rudimentario español dónde las había conseguido. Simulé no entenderla: si llegara a enterarse de las artimañas de mi socia la matutera para hacerse con ellas, mi primera clienta habría salido por piernas en aquel mismo momento y no habría vuelto a verla más. Pasamos después a la selección de las telas. Con las muestras que diversas tiendas me habían facilitado, expuse ante sus ojos todo un catálogo cuyos colores y calidades fui describiendo uno a uno.
La toma de decisiones fue relativamente rápida. Chifón, terciopelos y organzas para la noche; franela y cachemir para el día. Del modelo y tejido para el equipo de tenis no hablamos: ya me las ingeniaría en su momento. La visita duró una hora larga. En medio de la misma, Jamila, vestida con un kaftán color turquesa y con sus ojazos negros pintados con khol, hizo su aparición silenciosa con una bandeja bruñida que contenía pastas morunas y té dulce con hierbabuena. La germana aceptó encantada y con un guiño cómplice apenas perceptible, transmití a mi nueva sirvienta mi gratitud. La última tarea consistió en la toma de medidas. Apunté los datos en un cuaderno de tapas de piel con facilidad: la versión cosmopolita de doña Manuela en la que me había transmutado me estaba resultando de lo más útil. Concertamos la primera prueba para cinco días después y nos despedimos con la más exquisita educación. Adiós, Frau Heinz, muchas gracias por su visita. Adiós, Fräulein Quiroga, hasta la vista. Apenas cerré la puerta, me tapé la boca con las manos para evitar un grito y agarroté las piernas para no patear con ellas el suelo como un potro salvaje. De haber podido dar rienda suelta a mis impulsos, tan sólo habría explayado el entusiasmo de saber que nuestra primera clienta estaba en la red y ya no había marcha atrás.
Trabajé mañana, tarde y noche a lo largo de las siguientes jornadas. Era la primera vez que componía piezas de aquella envergadura por mí misma, sin supervisión ni ayuda de mi madre o doña Manuela. Puse por ello en la tarea los cinco sentidos multiplicados por cincuenta mil y, con todo, el temor a fallar no dejó de acompañarme ni un solo segundo. Descompuse mentalmente los modelos de las revistas y cuando las imágenes no dieron para más, afilé la imaginación e intuí todo aquello que no fui capaz de ver. Marqué las telas con jaboncillo y corté piezas con tanto miedo como precisión. Armé, desarmé y volví a armar. Hilvané, sobrehilé, compuse, descompuse y recompuse sobre un maniquí hasta que percibí el resultado como satisfactorio. Mucho había cambiado la moda desde que yo había empezado a moverme en aquel mundo de hilos y telas. Cuando entré en el taller de doña Manuela mediados los años veinte, predominaban las líneas sueltas, las cinturas bajas y los largos cortos para el día, y las túnicas lánguidas de cortes limpios y exquisita simplicidad para la noche. La década de los treinta trajo consigo largos más largos, cinturas ajustadas, cortes al bies, hombreras marcadas y siluetas voluptuosas. Cambiaba la moda como cambiaban los tiempos, y con ellos las exigencias de la clientela las artes de las modistas. Pero supe adaptarme: ya me habría gustado haber conseguido para mi propia vida la facilidad con la que era capaz de acoplarme a los caprichos de las tendencias dictadas desde París.