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Tan pronto la casa estuvo recogida y recobramos todos la normalidad, Candelaria se lanzó a buscar un piso en el ensanche para instalar en él mi negocio.

El ensanche tetuaní, tan distinto de la medina moruna, había sido construido con criterios europeos para hacer frente a las necesidades del Protectorado español: para albergar sus instalaciones civiles y militares, y proporcionar viviendas y negocios para las familias de la Península que poco a poco habían ido haciendo de Marruecos su lugar de residencia permanente. Los edificios nuevos, con fachadas blancas, balcones ornamentados y un aire a caballo entre lo moderno y lo moruno, se distribuían en calles anchas y plazas espaciosas formando una cuadrícula llena de armonía. Por ella se movían señoras bien peinadas y señores con sombrero, militares de uniforme, niños vestidos a la europea y parejas de novios formales agarrados del brazo. Había trolebuses y algunos automóviles, confiterías, flamantes cafés y un comercio selecto y contemporáneo. Había orden y calma, un universo del todo distinto al bullicio, los olores y las voces de los zocos de la medina, ese enclave como del pasado, rodeado de murallas y abierto al mundo por siete puertas. Y entre ambos espacios, el árabe y el español, a modo casi de frontera se hallaba La Luneta, la calle que estaba a punto de dejar.

En cuanto Candelaria encontrara un piso para instalar el taller, mi vida daría un nuevo giro y yo me tendría que amoldar otra vez a él. Y anticipándome a ello, decidí cambiar: renovarme del todo, deshacerme de viejos lastres y empezar de cero. En escasos meses había dado un portazo en la cara a todo mi ayer; había dejado de ser una humilde modistilla para convertirme de manera alternativa o paralela en un montón de mujeres distintas. Candidata apenas incipiente a funcionaria, beneficiaria del patrimonio de un gran industrial, amante trotamundos de un sinvergüenza, ilusa aspirante a directiva de un negocio argentino, madre frustrada de un hijo nonato, sospechosa de estafa y robo cargada de deudas hasta las cejas y ocasional traficante de armas camuflada bajo la apariencia de una inocente nativa. En menos tiempo aún debería hacerme con una nueva personalidad porque ninguna de las anteriores me servía ya. Mi viejo mundo estaba en guerra y el amor se me había evaporado llevándose consigo mis bienes e ilusiones. El hijo que nunca nació se había licuado en un charco de coágulos de sangre al bajar de un autobús, una ficha con mis datos circulaba por las comisarías de dos países y tres ciudades, y el pequeño arsenal de pistolas que había trasladado pegado a la piel tal vez se habría llevado ya alguna vida por delante. Con intención de dar la espalda a un bagaje tan patético, resolví afrontar el porvenir tras una máscara de seguridad y valentía para evitar con ella que se entrevieran mis miedos, mis miserias y la puñalada que aún seguía clavada en el alma.

Decidí comenzar por el exterior, hacerme con una fachada de mujer mundana e independiente que no dejara vislumbrar ni mi realidad de víctima de un cretino, ni la oscura procedencia del negocio que estaba a punto de abrir. Para ello había que maquillar el pasado, inventar a toda prisa un presente y proyectar un futuro tan falso como esplendoroso. Y había que actuar con apremio; tenía que empezar ya. Ni una lágrima más, ni un lamento. Ni una mirada condescendiente hacia atrás. Todo debía ser presente, todo hoy. Para ello opté por una nueva personalidad que me saqué de la manga como un mago extrae una ristra de pañuelos o el as de corazones. Decidí trasmutarme y mi elección fue la de adoptar la apariencia de una mujer firme, solvente, vivida. Debería esforzarme para que mi ignorancia fuera confundida con altanería, mi incertidumbre con dulce desidia. Que mis miedos ni siquiera se sospecharan, escondidos en el paso firme de un par de altos tacones y una apariencia de determinación bien resuelta. Que nadie intuyera el esfuerzo inmenso que a diario aún tenía que hacer para superar poco a poco mi tristeza.

El primer movimiento fue encaminado a iniciar un cambio de estilo. La incertidumbre de los últimos tiempos, el aborto y la convalecencia habían menguado mi cuerpo en al menos seis o siete kilos. La amargura y el hospital se llevaron por delante la rotundidad de mis caderas, algo del volumen del pecho, parte de los muslos y cualquier tipo de adiposidad que algún día hubiera existido en el contorno de la cintura. No me esforcé por recuperar nada de aquello, me empecé a sentir cómoda en la nueva silueta: un paso más hacia adelante. Rescaté de la memoria la forma de vestir de algunas extranjeras de Tánger y decidí adaptarla a mi escueto guardarropa mediante arreglos y composturas. Sería menos estricta que mis compatriotas, más insinuante sin llegar al indecoro ni la procacidad. Los tonos más vistosos, las telas más livianas. Los botones de las camisas algo más abiertos en el escote y el largo de las faldas un poco menos largo. Ante el espejo resquebrajado del cuarto de Candelaria, recompuse, ensayé e hice míos aquellos glamurosos cruces de piernas que a diario observé a la hora del aperitivo en las terrazas, los andares elegantes recorriendo con garbo las anchas aceras del Boulevard Pasteur y la gracia de los dedos recién pasados por la manicura sosteniendo una revista de moda francesa, un gin-fizz o un cigarrillo turco con boquilla de marfil.

Por primera vez en más de tres meses presté atención a mi imagen y descubrí que necesitaba un enlucimiento de emergencia. Una vecina me depiló las cejas, otra me arregló las manos. Volví a maquillarme tras haber pasado meses con la cara lavada: elegí lápices para perfilar los labios, carmín para rellenarlos, colores para los párpados, rubor para las mejillas, eye-liner y máscara para las pestañas. Hice que Jamila me cortara el pelo con las tijeras de coser siguiendo al milímetro una fotografía del Vogue atrasado que traje en la maleta. La espesa mata morena que me llegaba a media espalda cayó en mechones desmadejados sobre el suelo de la cocina, como alas de cuervos muertos, hasta quedar en una melena rectilínea a la altura de la mandíbula, lisa, con raya a un lado y querencia a caer indómita sobre mi ojo derecho. Al infierno aquella manta calurosa que tanto fascinaba a Ramiro. No podría decir si el nuevo corte me favorecía o no, pero me hizo sentir más fresca, más libre. Renovada, distanciada para siempre de aquellas tardes bajo las aspas del ventilador en nuestro cuarto del hotel Continental; de aquellas horas eternas sin más abrigo que su cuerpo enredado con el mío y mi gran melena desparramada como un mantón sobre las sábanas.

Las intenciones de Candelaria quedaron materializadas apenas unos días después. Primero localizó en el ensanche tres inmuebles disponibles para inmediato alquiler. Me explicó los pormenores de cada uno de ellos, escudriñamos juntas lo que de bueno y malo tenía cada cual y finalmente nos decidimos.

El primer piso del que Candelaria me habló parecía en principio el sitio perfecto: amplio, moderno, a estrenar, cercano a correos y al teatro Español. «Hasta una ducha movible tiene igualita que un teléfono, chiquilla, sólo que, en puesto de oír la voz de quien habla contigo, te sale un chorro de agua que tú te apuntas para donde quieras», explicó la matutera asombrada ante el prodigio. Lo descartamos, sin embargo. La razón fue que colindaba con un solar aún vacío en el que campaban a sus anchas los gatos flacos y los desperdicios. El ensanche crecía, pero aún tenía aquí y allá puntos por urbanizar. Pensamos que tal situación quizá no ofreciera una buena imagen para esas clientas sofisticadas que pretendíamos captar, así que la opción del taller con ducha telefónica quedó descartada.

La segunda propuesta estaba emplazada en la principal vía de Tetuán, la que aún era la calle República, en una hermosa casa con torretas en las esquinas cerca de la plaza de Muley-el-Mehdi que pronto sería de Primo de Rivera. El local también reunía a primera vista todos los requisitos necesarios: era espacioso, tenía empaque y no lo flanqueaba un solar sin construir, sino que hacía él mismo esquina abriéndose a dos arterias céntricas y transitadas. De aquel lugar, sin embargo, nos espantó una vecina: en el edificio de al lado residía una de las mejores modistas de la ciudad, una costurera de cierta edad y sólido prestigio.

Sopesamos la situación y nos decidimos por descartar aquel piso también: mejor no importunar a la competencia.

Nos decantamos, pues, por la tercera opción. El inmueble que finalmente habría de convertirse en mi local de trabajo y residencia era un gran piso en la calle Sidi Mandri, en un edificio con fachada de azulejos cercano al Casino Español, el Pasaje Benarroch y el hotel Nacional, no lejos de la plaza de España, la Alta Comisaría y el palacio del jalifa con sus guardias imponentes vigilando la entrada, un despliegue exótico de turbantes y capas suntuosas mecidas por el aire.

Cerró Candelaria el trato con el hebreo Jacob Benchimol, quien, a partir de entonces y con tremenda discreción, se convirtió en mi casero a cambio del puntual montante de trescientas setenta y cinco pesetas mensuales. Tres días después, yo, la nueva Sira Quiroga, falsamente metamorfoseada en quien no era pero tal vez algún día llegara a ser, tomé posesión del local y abrí de par en par las puertas de una nueva etapa de mi vida.

—Adelántate tú sola —dijo Candelaria entregándome la llave—. Mejor será que a partir de ahora no nos vean andar mucho juntas. Dentro de un ratillo voy yo para allá.

Me abrí paso entre el trasiego de La Luneta recibiendo constantes miradas masculinas. No recordaba haber sido objeto ni de una cuarta parte de ellas en los meses anteriores, cuando mi imagen era la de una joven insegura de pelo recogido en un moño sin gracia, que caminaba con flojera arrastrando la ropa y las heridas de un pasado que intentaba olvidar. Ahora me movía con fingido desparpajo, esforzándome por desprender a mi paso un aroma de arrogancia y savoir-faire que nadie habría imaginado apenas unas semanas atrás.

A pesar de que intenté imponer a mis pasos un ritmo sosegado, no tardé más de diez minutos en alcanzar el destino. Nunca me había fijado en aquel edificio aunque se encontraba tan sólo a unos metros de la calle principal del barrio español. Me complació a primera vista comprobar que reunía todas las condiciones que yo había considerado deseables: excelente localización y buen empaque de puertas afuera, cierto aire de exotismo árabe en la azulejería de la fachada, cierto aire de sobriedad europea en su planteamiento interior. Las zonas comunes de acceso eran elegantes y bien distribuidas; la escalera, sin ser demasiado ancha, tenía una hermosa barandilla de forja que giraba con gracia al ascender los tramos.

El portal estaba abierto, como todos en aquellos años. Supuse que existía una portera, pero no se dejó ver. Comencé a subir con inquietud, casi de puntillas, intentando ensordecer el sonido de mis pisadas. De cara al exterior había ganado seguridad y prestancia, pero dentro de mí seguía intimidada y prefería pasar desapercibida en la medida que fuera posible. Llegué a la planta principal sin cruzarme con nadie y encontré un rellano con dos puertas idénticas. Izquierda y derecha, ambas cerradas. La primera pertenecía a la vivienda de los vecinos que aún no conocía. La segunda era la mía. Saqué la llave del bolso, la inserté en la cerradura con dedos nerviosos, la giré. Empujé tímidamente y durante unos segundos no me atreví a entrar; tan sólo recorrí con la mirada lo que el hueco de la puerta me dejó ver. Un amplio recibidor de paredes despejadas y suelo de baldosas geométricas en blanco y granate. El arranque de un pasillo al fondo. A la derecha, un gran salón.

A lo largo de los años hubo muchos momentos en los que el destino me preparó quiebros insospechados, sorpresas y esquinazos imprevistos que hube de afrontar a matacaballo según fueron viniendo. Alguna vez estuve preparada para ellos; muchas otras, no. Nunca, sin embargo, fui tan consiente de estar accediendo a un ciclo nuevo como aquel mediodía de octubre en el que mis pasos se atrevieron por fin a traspasar el umbral y resonaron en la oquedad de una casa sin muebles. Atrás quedaba un pasado complejo y, como en una premonición, al frente se abría una magnitud de espacio desnudo que el tiempo se encargaría de ir llenando. ¿Llenando de qué? De cosas y afectos. De instantes, sensaciones y personas; llenando de vida.

Me dirigí al salón medio en penumbra. Tres balcones cerrados y protegidos por contraventanas de madera pintada de verde frenaban la luz del día. Las abrí una a una y el otoño marroquí entró en la estancia a chorros, colmando las sombras de dulces augurios.

Paladeé el silencio y la soledad, y demoré la actividad unos minutos.

En el transcurso de los mismos no hice nada; tan sólo me mantuve de pie en el centro del vacío, asimilando mi nuevo lugar en el mundo. Al cabo de un breve tiempo, cuando supuse que era hora de salir del letargo acumulé por fin una dosis razonable de decisión y me puse en marcha. Con el antiguo taller de doña Manuela como referencia, recorrí el piso entero y parcelé mentalmente sus zonas. El salón actuaría como gran recepción; allí se presentarían ideas, se consultarían figurines, se elegirían telas y hechuras y se harían los encargos. La habitación más cercana al salón, una especie de comedor con un mirador en la esquina, se convertiría en cuarto de pruebas. Una cortina en mitad del corredor separaría aquella zona exterior del resto del piso. El siguiente tramo de pasillo y sus correspondientes habitaciones servirían de zona de trabajo: taller, almacén, cuarto de plancha, depósito de acabados e ilusiones, todo lo que cupiera. El tercer trecho, el del fondo de la vivienda, el más oscuro y de menor presencia, sería para mí. Allí existiría mi yo verdadero, la mujer dolorida y a la fuerza trasterrada, llena de deudas, demandas e inseguridades. La que por todo capital contaba con una maleta medio vacía y una madre sola en una ciudad lejana que peleaba por su resistencia. La que sabía que para montar aquel negocio había sido necesario el precio de un buen montón de pistolas. Ése sería mi refugio, mi espacio íntimo. De ahí hacia fuera, si por fin conseguía que la suerte dejara de volverme la espalda, estaría el territorio público de la modista llegada de la capital de España para montar en el Protectorado la más soberbia casa de modas que la zona nunca hubiera conocido.

Regresé a la entrada y oí que alguien llamaba con los nudillos a la puerta. Abrí inmediatamente, sabía quién era. Candelaria entró escurriéndose como una lombriz robusta.

—¿Cómo lo ves, niña? ¿Te ha gustado? —preguntó ansiosa. Se había arreglado para la ocasión; traía puesto uno de los trajes que yo le había cosido, un par de zapatos que de mí había heredado y le quedaban dos números pequeños, y un peinado un tanto aparatoso que le había hecho a toda prisa su comadre Remedios. Tras el torpe maquillaje de los párpados, sus ojos oscuros mostraban un brillo contagioso. Aquél era también un día especial para la matutera, el principio de algo nuevo e inesperado. Con el negocio que a punto estaba de arrancar, había echado un órdago a la grande por primera y única vez toda en su tormentosa vida. Quizá la nueva etapa compensara las hambres de su infancia, las tundas de palos que le propinó su marido y las amenazas continuas que de boca de la policía llevaba años oyendo. Había pasado tres cuartas partes de su existencia trampeando, maquinando argucias, huyendo hacia delante y echando pulsos a la mala fortuna; tal vez había llegado la hora de sentarse a descansar.

No respondí inmediatamente a la pregunta sobre qué me parecía el local; antes le sostuve unos instantes la mirada y me paré a calibrar todo lo que aquella mujer había supuesto para mí desde que el comisario me descargara en su casa como el que deja un bulto indeseable.

La miré en silencio y frente a ella, inesperada, se cruzó la sombra de mi madre. Muy poco tenían que ver Dolores y la matutera. Mi madre era todo rigor y templanza, y Candelaria, a su lado, pura dinamita. Su forma de ser, sus códigos éticos y la forma en que enfrentaban ambas los envites del destino eran del todo dispares pero, por primera vez, aprecié entre ellas una cierta sintonía. Cada una a su manera y en su mundo, las dos pertenecían a una estirpe de mujeres valientes y luchadoras, capaces de abrirse paso en la vida con lo poco que la suerte les pusiera por delante. Por mí y por ellas, por todas nosotras, tenía que pelear para que aquel negocio saliera a flote.

—Me gusta mucho —respondí por fin sonriendo—. Es perfecto, Candelaria; no podría haber imaginado un sitio mejor.

Me devolvió la sonrisa y un pellizco en la mejilla, cargados los dos de afecto y de una sabiduría tan vieja como los tiempos. Ambas intuíamos que a partir de entonces todo sería distinto. Nos seguiríamos viendo, sí, pero sólo de cuando en cuando y discretamente, íbamos a dejar de compartir techo, ya no presenciaríamos juntas las broncas sobre el mantel; no recogeríamos la mesa al terminar la cena, ni hablaríamos con susurros en la oscuridad de mi mísera habitación. Nuestros caminos estaban a punto de separarse, cierto. Pero las dos sabíamos que, hasta el fin de los días, nos uniría algo de lo que jamás nadie iba a oírnos hablar.