Alcancé la salida del pastelero Menahen en menos de cinco minutos. En el camino me enganché varias veces en clavos y astillas que la oscuridad me impidió ver. Me arañé una muñeca, me pisé el jaique, resbalé, y a punto estuve de perder el equilibrio y caer de espaldas al trepar por un montón de cajas de género acumuladas sin orden contra una pared. Una vez junto a la puerta, lo primero que hice fue acomodarme bien la ropa para que en la cara tan sólo se me vieran los ojos. Después descorrí el cerrojo herrumbroso, respiré hondo y salí.
No había nadie en el callejón, ni una sombra, ni un ruido. Por toda compañía encontré una luna que se movía a capricho entre las nubes. Eché a andar despacio y pegada a la orilla izquierda, llegué en seguida a La Luneta. Antes de volcarme en ella, me detuve en la esquina a estudiar el escenario. De los cables que atravesaban la calle colgaban luces amarillentas a modo de farolas callejeras. Miré a derecha e izquierda e identifiqué, dormidos, algunos de los establecimientos por los que durante el día deambulaba la vida alborotada. El hotel Victoria, la farmacia Zurita, el bar Levante donde a menudo cantaban flamenco, el estanco Galindo y un almacén de sal. El teatro Nacional, los bazares de los indios, cuatro o cinco tabernas de las que no conocía el nombre, la joyería La Perla de los hermanos Cohen y La Espiga de Oro donde cada mañana comprábamos el pan. Todos parados, cerrados. Silenciosos y quietos como los muertos.
Me adentré en La Luneta esforzándome por adaptar el ritmo al peso de la carga. Recorrí un tramo y giré hacia el mellah, el barrio hebreo. El trazado lineal de sus calles estrechísimas me reconfortó: sabía que no tenían pérdida, que la judería conformaba una cuadrícula exacta en la que era imposible desorientarse. Accedí después a la medina y, en principio, todo fue bien. Callejeé y pasé por sitios que me resultaron familiares: el Zoco del Pan, el de la Carne. Nadie se cruzó a mi paso: ni un perro, ni un alma, ni un mendigo ciego suplicando una limosna. A mi alrededor tan sólo se oía el ruido quedo de mis propias babuchas al arrastrarse sobre el empedrado y el runrún de alguna fuente perdida en la distancia. Notaba que cada vez me resultaba menos pesado andar cargando con las pistolas, que el cuerpo se me iba acostumbrando a sus nuevas dimensiones. De vez en cuando me tanteaba alguna parte para cerciorarme de que todo seguía en su sitio: ahora los costados, después los brazos, luego las caderas. No llegué a relajarme, seguía en tensión, pero al menos caminaba moderadamente tranquila por las calles oscuras y sinuosas, entre las paredes enjalbegadas y las puertas de madera tachonadas con clavos de gruesas cabezas.
Para apartar de mi cabeza la preocupación, me esforcé en imaginar cómo serían aquellas casas árabes por dentro. Había oído que hermosas y frescas, con patios, con fuentes y galerías de mosaicos y azulejos, con techos de madera repujada y el sol acariciando las azoteas. Imposible intuir todo aquello desde las calles a las que sólo asomaban sus muros encalados. Deambulé acompañada por aquellos pensamientos hasta que, al cabo de un rato impreciso, cuando creí haber andado lo suficiente y estar al cien por cien segura de no haber levantado la menor sospecha, decidí encaminarme hacia la Puerta de La Luneta. Y fue entonces, exactamente entonces, cuando al fondo del callejón por el que andaba percibí un par de figuras avanzando hacia mí. Dos militares, dos oficiales con breeches, fajines a la cintura y las gorras rojas de los Regulares; cuatro piernas que caminaban briosas, haciendo sonar las botas sobre los adoquines mientras hablaban entre ellos en voz baja y nerviosa. Contuve la respiración a la vez que mil imágenes funestas torpedearon mi mente como fogonazos contra un paredón. Creí, de pronto, que a su paso todas las pistolas iban a desprenderse de sus ataduras y a esparcirse con estrépito por el suelo, imaginé que a uno de ellos se le podría ocurrir tirarme de la capucha hacia atrás para descubrirme el rostro, que me harían hablar, que descubrían que era una compatriota española trampeando con armas con quien no debía, y no una nativa cualquiera camino de ningún sitio.
Pasaron los dos hombres a mi lado; me pegué todo lo posible a la pared, pero la callejuela era tan estrecha que casi nos rozamos. No me hicieron el menor caso, sin embargo. Ignoraron mi presencia como si fuese invisible y continuaron con prisa su charla y su camino. Hablaban de destacamentos y municiones, de cosas de las que yo no entendía ni quería entender. Doscientos, doscientos cincuenta como mucho, dijo uno al pasar junto a mí. Que no, hombre, que no, que te digo yo que no, replicó el otro vehemente. No les vi las caras, no me atreví a levantar la vista, pero en cuanto noté que el sonido de las botas se desvanecía en la distancia, apreté el paso y saqué por fin el alivio a respirar.
Apenas unos segundos después, sin embargo, me di cuenta de que no debería haber cantado victoria tan pronto: al alzar la mirada descubrí que no sabía dónde estaba. Para mantenerme orientada tendría que haber girado a la derecha tres o cuatro esquinas antes, pero la aparición inesperada de los militares me despistó de tal manera que no lo hice. Me encontré de pronto perdida y un estremecimiento me recorrió la piel. Había transitado las calles de la medina muchas veces, pero no conocía sus secretos y entresijos. Sin la luz del día y en ausencia de los actos y los ruidos cotidianos, no tenía la menor idea de dónde me encontraba.
Decidí volver atrás y recomponer el recorrido, pero no fui capaz de lograrlo. Cuando creí que iba a salir a una plazoleta conocida, encontré un arco; cuando esperaba un pasadizo, me topé con una mezquita o un tramo de escalones. Proseguí moviéndome torpemente por callejas tortuosas, intentando asociar cada rincón con las actividades del día para poder orientarme. Sin embargo, a medida que andaba, cada vez me sentía más perdida entre aquellas calles enrevesadas que desafiaban las leyes de lo racional. Con los artesanos dormidos y sus negocios cerrados, no lograba distinguir si me movía por la zona de los caldereros y los hojalateros, o si avanzaba ya por la parte en la que a diario laboraban los hilanderos, los tejedores y los sastres. Allí donde a la luz del sol estaban los dulces con miel, las tortas de pan dorado, los montones de especias y los ramos de albahaca que me habrían ayudado a centrarme, sólo encontré puertas atrancadas y postigos apestillados. El tiempo daba la impresión de haberse parado, todo parecía un escenario vacío sin las voces de los comerciantes y los compradores, sin las recuas de borricos cargados de espuertas ni las mujeres del Rif sentadas en el suelo, entre verduras y naranjas que tal vez nunca lograran vender. Mi nerviosismo aumentó: no sabía qué hora sería, pero era consciente de que cada vez iba quedando menos tiempo para las seis. Aceleré el paso, salí de una callejuela, entré en otra, en otra, en otra más; retrocedí, enderecé de nuevo el rumbo. Nada. Ni una pista, ni una evidencia: todo se había convertido de pronto en un laberinto endemoniado del que no hallaba la forma de salir.
Los pasos aturdidos acabaron llevándome a la cercanía de una casa con un gran farol sobre la puerta. Oí de pronto risas, alboroto, voces desacompasadas coreando la letra de Mi jaca al acorde en un piano desafinado. Decidí aproximarme, ansiosa por dar con alguna referencia que me permitiera recuperar el sentido de la ubicación. Apenas me quedaban unos metros para alcanzarlo cuando una pareja salió atropellada del local hablando en español: un hombre con apariencia de ir bebido, aferrado a una mujer madura teñida de rubio que reía a carcajadas. Me di entonces cuenta de que estaba ante un burdel, pero ya era demasiado tarde para hacerme pasar por una nativa desgastada: la pareja estaba a tan sólo unos pasos de mí. Morita, vente conmigo, morita, guapa, que tengo una cosa que enseñarte, mira, mira, morita, dijo babeante el hombre alargando un brazo hacia mí mientras con la otra mano se agarraba obsceno la entrepierna. La mujer intentó contenerle, sujetándole entre risas mientras yo, de un salto, me aparté de su alcance y emprendí una carrera alocada ciñendo con todas mis fuerzas el jaique al cuerpo.
Atrás dejé el prostíbulo lleno de carne de cuartel que jugaba al tute, berreaba coplas y sobaba con furia a las mujeres, evadidos todos momentáneamente de la certeza de que cualquier día próximo cruzarían el Estrecho para enfrentarse a la macabra realidad de la guerra. Y entonces, al alejarme del antro con toda la prisa del mundo pegada a la suela de las babuchas, la suerte por fin se puso de mi lado e hizo que me diera de bruces con el Zoco el Foki al volver la esquina.
Recobré el alivio por haber encontrado de nuevo la orientación: por fin sabía cómo salir de aquella jaula en la que la medina se había convertido. El tiempo volaba y yo hube de hacerlo también. Moviéndome con pasos tan largos y rápidos como mi coraza me permitía, alcancé en pocos minutos la Puerta de La Luneta. Un nuevo sobresalto, sin embargo, me esperaba junto a ella: allí estaba uno de los temidos controles militares que habían impedido la entrada de los larachíes en Tetuán. Unos cuantos soldados, barreras de protección y un par de vehículos: los efectivos suficientes como para intimidar a cualquiera que quisiera adentrarse en la ciudad con algún objetivo no del todo limpio. Noté que la garganta se me secaba, pero supe que no podía evadir el paso frente a ellos ni pararme a pensar qué hacer, así que, con la vista fijada una vez más en el suelo, decidí proseguir mi camino con el andar fatigoso que Candelaria me aconsejó. Traspasé el control con la sangre bombeándome las sienes y la respiración contenida, a la espera de que en cualquier momento me pararan y me preguntaran adónde iba, quién era, qué escondía. Para mi fortuna, apenas me miraron. Me ignoraron simplemente, como antes lo habían hecho los oficiales con los que me crucé en la estrechez de una calleja. Qué peligro iba a tener para el glorioso alzamiento aquella marroquí de paso cansino que atravesaba como una sombra las calles de la madrugada.
Descendí a la zona abierta del parque y me obligué a recuperar el sosiego. Atravesé con fingida calma los jardines llenos de sombras dormidas, tan extraños en aquella quietud sin los niños ruidosos, las parejas y los ancianos que a la luz del sol se movían entre las fuentes y las palmeras. A medida que avanzaba, la estación aparecía cada vez más nítida ante mis ojos. Comparada con las casas bajas de la medina, ésta se me antojó de pronto grandiosa e inquietante, medio moruna, medio andaluza, con sus torretas en las esquinas, con sus tejas y azulejos verdes, y enormes arcos en los accesos. Varios faroles tenues iluminaban la fachada y mostraban la silueta recortada contra el macizo del Gorgues, esos montes rocosos e imponentes por donde supuestamente habrían de llegar los hombres de Larache. Sólo en una ocasión había pasado yo junto a la estación, cuando el comisario me llevó en su automóvil del hospital a la pensión. El resto de las veces la había visto siempre en la distancia, desde el mirador de La Luneta, incapaz de calcular su magnitud. Al encontrarla de frente aquella noche, su tamaño me pareció tan amenazante que de inmediato empecé a echar de menos la acogedora angostura de las callejuelas de la morería.
Pero no era momento de permitir que los miedos me enseñaran los dientes otra vez, así que volví a rescatar el arrojo y me dispuse a cruzar la carretera de Ceuta, por la que a aquellas horas no circulaba ni el polvo. Intenté insuflarme ánimo calculando tiempos, diciéndome a mí misma que ya faltaba menos para que todo terminara, que ya había cubierto una gran parte del proceso. Me reconfortó pensar que pronto me libraría de las vendas apretadas, de las pistolas que me estaban magullando el cuerpo y de aquel ropón con el que tan extraña me sentía. Faltaba poco ya, muy poco.
Entré en la estación por la puerta principal, abierta de par en par. Me recibió un despliegue de luz fría alumbrando el vacío, incongruente con la noche oscura que acababa de dejar detrás. Lo primero que capté fue un gran reloj que marcaba las seis menos cuarto. Suspiré bajo la tela que me cubría el rostro: el retraso no había sido excesivo. Caminé con intencionada lentitud por el vestíbulo mientras con los ojos escondidos tras la capucha estudiaba aceleradamente el escenario. Las taquillas estaban cerradas y tan sólo había un viejo musulmán tumbado en un banco con un hatillo a los pies. Al fondo de la estancia, dos grandes puertas se abrían al andén. A la izquierda, otra daba paso a lo que un rótulo de letras bien trazadas indicaba que era la cantina. Busqué los tablones con los horarios y los encontré a la derecha. No me detuve a estudiarlos; simplemente me senté en un banco debajo de ellos y me dispuse a esperar. Tan pronto rocé la madera, noté que un sentimiento de gratitud me recorría el cuerpo de la cabeza a los pies. No fui consciente hasta entonces de lo cansada que estaba, del esfuerzo inmenso que había tenido que hacer para caminar sin parar cargando con todo aquel peso siniestro como una segunda piel de plomo.
A pesar de que nadie apareció en el vestíbulo en todo el tiempo que permanecí sentada inmóvil, a mis oídos llegaron sonidos que me hicieron saber que no estaba sola. Algunos provenían de fuera, del andén. Pasos y voces de hombres, quedas a veces, más altas en alguna ocasión. Eran voces jóvenes, supuse que serían los soldados a cargo de custodiar la estación e intenté no pensar en que probablemente tendrían órdenes expresas de disparar sin miramientos ante cualquier sospecha fundada. Desde la cantina llegó también algún que otro ruido. Me reconfortó oírlos, al menos así supe que el cantinero estaba activo y en su sitio. Dejé pasar diez minutos que transcurrieron con lentitud exasperante: no hubo tiempo para los veinte que Candelaria me indicó. Cuando las manecillas del reloj marcaron las seis menos cinco, hice acopio de fuerzas, me levanté pesadamente y me encaminé a mi destino.
La cantina era grande y tenía al menos una docena de mesas, todas sin ocupar excepto una en la que un hombre dormitaba con la cabeza escondida entre los brazos; a su lado descansaba vacío un porrón de vino. Me dirigí hacia el mostrador arrastrando las babuchas, sin tener la menor idea de qué era lo que debería decir o lo que allí tenía que oír. Tras la barra, un hombre moreno y enjuto con una colilla medio apagada entre los labios se afanaba en colocar platos y tazas en pilas ordenadas, sin prestar en apariencia la menor atención a aquella mujer de rostro tapado que a punto estaba de plantarse frente a él. Al verme alcanzar el mostrador, sin sacarse el resto del cigarrillo de la boca, dijo tan sólo en voz alta y ostentosa: a las siete y media, hasta las siete y media no sale el tren. Y después, en tono bajo, añadió unas palabras en árabe que no comprendí. Soy española, no le entiendo, murmuré tras el velo. Abrió la boca sin poder disimular su incredulidad, y el resto de su pitillo fue a parar al suelo en el descuido. Y entonces, atropelladamente, me transmitió el mensaje: vaya al urinario del andén y cierre la puerta, la están esperando.
Deshice mi camino despacio, retorné al vestíbulo y de allí salí a la noche. Antes, volví a arrebujarme en el jaique y a alzarme el velo hasta que casi me rozó las pestañas. El ancho andén parecía vacío y frente a él no había nada más que el macizo rocoso del Gorgues, oscuro e inmenso. Los soldados, cuatro, estaban juntos, fumando y hablando bajo uno de los arcos que daban acceso a las vías. Se estremecieron cuando vieron entrar una sombra, noté cómo se tensaban, cómo juntaban las botas y erguían las posturas, cómo aseguraban al hombro los fusiles.
—¡Alto ahí! —gritó uno de ellos en cuanto me vio. Noté que el cuerpo se me agarrotaba bajo el metal de las armas pegadas.
—Déjala, Churruca, ¿no ves que es una mora? —dijo otro acto seguido.
Me quedé parada, sin avanzar, sin retroceder. Tampoco ellos se aproximaron: permanecieron donde estaban, a unos veinte o treinta metros, discutiendo qué hacer.
—A mí lo mismo me da que sea una mora que una cristiana. El sargento ha dicho que tenemos que pedir identificación a todo el mundo.
—Joder, Churruca, qué torpe eres. Ya te hemos dicho diez veces que se refería a todo el mundo español, no a los musulmanes, que no te enteras, macho —aclaró otro.
—Los que no os enteráis sois vosotros. A ver, señora, documentación.
Creí que las piernas se me iban a doblar, que me iba a caer desfallecida. Supuse que aquello ya era, irremediablemente, el fin. Contuve la respiración y noté cómo un sudor frío empapaba todos los recodos de mi piel.
—Mira que eres zote, Churruca —dijo a su espalda la voz de otro compañero—. Que las nativas no van por ahí con una cédula de identificación, a ver cuándo aprendes que esto es África y no la plaza mayor de tu pueblo.
Demasiado tarde: el soldado escrupuloso estaba ya a dos pasos de mí, con una mano adelantada esperando algún documento mientras buscaba mi mirada entre los pliegues de tela que me cubrían. No la encontró, sin embargo: la mantuve fija en el suelo, concentrada en sus botas manchadas de barro, en mis viejas babuchas y en el escaso medio metro que separaba ambos pares de pies.
—Como el sargento se entere de que has andado molestando a una marroquí libre de sospecha, te vas a comer tres días como tres soles de arresto en la Alcazaba, chaval.
La funesta posibilidad de aquel castigo hizo por fin entrar en razón al tal Churruca. No pude ver la cara de mi redentor: mi vista seguía concentrada en el suelo. Pero la amenaza del arresto surtió su efecto y el soldado puntilloso y cabezota, tras pensárselo durante unos segundos angustiosos, retiró la mano, se giró y se alejó de mí.
Bendije la sensatez del compañero que lo frenó y cuando los cuatro soldados volvieron a estar juntos bajo el arco, me di la vuelta y reemprendí mi camino hacia ningún sitio concreto. Comencé a recorrer el andén despacio, sin rumbo, intentando tan sólo recuperar la serenidad. Una vez lo conseguí, por fin pude concentrar mi esfuerzo en dar con los urinarios. Empecé entonces a prestar atención a lo que había alrededor: un par de árabes dormitando en el suelo con las espaldas apoyadas en los muros y un perro flaco cruzando las vías. Tardé poco en encontrar el objetivo; para mi fortuna, estaba casi al final del andén, en el extremo opuesto al que ocupaban los soldados. Conteniendo la respiración, empujé la puerta de paneles de cristal granulado y entré en una especie de distribuidor. Apenas había luz y no quise buscar la palomilla, preferí acostumbrar los ojos a la oscuridad. Vislumbré la señal de hombres a la izquierda y la de mujeres a la derecha. Y al fondo, contra la pared, percibí lo que parecía un montón de tela que lentamente comenzaba a moverse. Una cabeza tapada por una capucha emergió cautelosa del bulto, sus ojos se cruzaron con los míos en la penumbra.
—¿Trae la mercancía? —preguntó con voz española. Hablaba quedo y rápido.
Moví la cabeza afirmativamente y el bulto se irguió sigiloso hasta convertirse en la figura de un hombre vestido, como yo, a la usanza moruna.
—¿Dónde está?
Me bajé el velo para poder hablar con más facilidad, me abrí el jaique y expuse ante él mi cuerpo fajado.
—Aquí.
—Dios mío —murmuró tan sólo. En aquellas dos palabras se concentraba un mundo de sensaciones: asombro, ansiedad, urgencia. Tenía el tono grave, parecía una persona educada.
—¿Se lo puede quitar usted misma? —preguntó entonces.
—Necesitaré tiempo —susurré.
Me indicó un aseo de señoras y entramos los dos. El espacio era estrecho y por una pequeña ventana se colaba un resto de luz de luna, suficiente como para no necesitar más iluminación.
—Hay prisa, no podemos perder un minuto. El retén de la mañana está a punto de llegar y revisan la estación de arriba abajo antes de que salga el primer tren. Tendré que ayudarla —anunció cerrando la puerta a su espalda.
Dejé caer el jaique al suelo y puse los brazos en cruz para que aquel desconocido comenzara a trastear por mis rincones, desatando nudos, destensando vendas y liberando mi esqueleto de su siniestra cobertura.
Antes de comenzar, se bajó la capucha de la chilaba y frente a mí descubrí el rostro serio y armonioso de un español de edad media con barba de varios días. Tenía el pelo castaño y rizado, despeinado por efecto del ropaje bajo el que probablemente llevara tiempo camuflado. Sus dedos empezaron a trabajar, pero la labor no resultaba sencilla. Candelaria se había esforzado a conciencia y ni una sola de las armas se había movido de su sitio, pero los nudos eran tan prietos y los metros de tela tantos que desprender de mi contorno todo aquello nos llevó un rato más largo de lo que aquel desconocido y yo habríamos deseado. Nos mantuvimos callados los dos, rodeados de azulejos blancos y acompañados tan sólo por la placa turca del suelo, el sonido acompasado de nuestras respiraciones y el murmullo de alguna frase suelta que marcaba el ritmo del proceso: ésta ya está, ahora por aquí, muévase un poco, vamos bien, levante más el brazo, cuidado. A pesar del apremio, el hombre de Larache actuaba con una delicadeza infinita, casi con pudor, evitando en lo posible acercarse a los recodos más íntimos o rozar mi piel desnuda un milímetro más allá de lo estrictamente necesario. Como si temiera manchar mi integridad con sus manos, como si el cargamento que llevaba adherido fuera una exquisita envoltura de papel de seda y no una negra coraza de artefactos destinados a matar. En ningún momento me incomodó su cercanía física: ni sus caricias involuntarias, ni la intimidad de nuestros cuerpos casi pegados. Aquél fue, sin duda, el momento más grato de la noche: no porque un hombre recorriera mi cuerpo después de tantos meses, sino porque creía que, con aquel acto, estaba llegando el principio del fin.
Todo se desarrollaba a buen ritmo. Las pistolas fueron saliendo una a una de sus escondrijos y yendo a parar a un montón en el suelo. Quedaban muy pocas ya, tres o cuatro, no más. Calculé que en cinco, en diez minutos como mucho, todo estaría terminado. Y entonces, inesperadamente, el sosiego se rompió, haciéndonos contener el aliento y frenar en seco la tarea. Del exterior, aún en la distancia, llegaron los sonidos agitados del comienzo de una nueva actividad.
Tomó aire el hombre con fuerza y se sacó un reloj del bolsillo.
—Ya está aquí el retén de reemplazo, se han adelantado —anunció. En su voz quebrada percibí angustia, inquietud, y la voluntad de no transmitirme ninguna de aquellas sensaciones.
—¿Qué hacemos ahora? —susurré.
—Salir de aquí lo antes posible —dijo de inmediato—. Vístase, rápido.
—¿Y las pistolas que quedan?
—No importan. Lo que hay que hacer es huir: los soldados no tardarán en entrar para comprobar que todo está en orden.
Mientras yo me envolvía en el jaique con manos temblorosas, él se desató de la cintura un saco de tela mugrienta e introdujo las pistolas a puñados.
—¿Por dónde salimos? —musité.
—Por ahí —dijo alzando la cabeza y señalando con la barbilla la ventana—. Primero va a saltar usted, después tiraré las pistolas y saldré yo. Pero escúcheme bien: si yo no llegara a unirme a usted, coja las pistolas, corra con ellas en paralelo a la vía y déjelas junto al primer cartel que encuentre anunciando una parada o una estación, ya irá alguien a buscarlas. No eche la vista atrás y no me espere; tan sólo salga corriendo y escape. Vamos, prepárese para subir, apoye un pie en mis manos.
Miré la ventana, alta y estrecha. Creí imposible que cupiéramos por ella, pero no lo dije. Estaba tan asustada que tan sólo me dispuse a obedecer, confiando ciegamente en las decisiones de aquel masón anónimo de quien jamás llegaría a conocer siquiera el nombre.
—Espere un momento —anunció entonces, como si hubiera olvidado algo.
Se abrió la camisa de un tirón y del interior extrajo una pequeña bolsa de tela, una especie de faltriquera.
—Guárdese antes esto, es el dinero pactado. Por si acaso la cosa se complica una vez fuera.
—Pero aún quedan pistolas… —tartamudeé mientras me palpaba el cuerpo.
—No importa. Usted ya ha cumplido su parte, así que debe cobrar —dijo mientras me colgaba la bolsa al cuello. Me dejé hacer, inmóvil, como anestesiada—. Vamos, no podemos perder un segundo.
Reaccioné por fin. Apoyé un pie en sus manos cruzadas y me impulsé hasta agarrarme al borde de la ventana.
—Ábrala, deprisa —requirió—. Asómese. Dígame rápido qué ve y qué oye.
La ventana daba al campo oscuro, el movimiento provenía de otra zona fuera del alcance de mi vista. Ruidos de motores, ruedas chirriando sobre la gravilla, pasos firmes, saludos y órdenes, voces imperiosas repartiendo funciones. Con ímpetu, con brío, como si el mundo estuviera a punto de acabar cuando aún no había comenzado la mañana.
—Pizarro y García, a la cantina. Ruiz y Albadalejo, a las taquillas. Vosotros a las oficinas y vosotros dos a los urinarios. Vamos, todos cagando leches —gritó alguien con rabiosa autoridad.
—No se ve a nadie, pero vienen hacia acá —anuncié con la cabeza aún fuera.
—Salte —ordenó entonces.
No lo hice. La altura era inquietante, necesitaba sacar antes el cuerpo, me negaba inconscientemente a salir sola. Quería que el hombre de Larache me asegurara que iba a venir conmigo, que me llevaría de su mano allá a donde tuviera que ir.
La agitación se oía cada vez más cerca. El rechinar de las botas sobre el suelo, las voces fuertes repartiendo objetivos. Quintero, al urinario de señoras; Villana, al de hombres. No eran a todas luces los reclutas desidiosos que encontré a mi llegada, sino una patrulla de hombres frescos con ansia por llenar de actividad el principio de su jornada.
—¡Salte y corra! —repitió enérgico el hombre agarrándome las piernas e impulsándome hacia arriba.
Salté. Salté, caí y sobre mí cayó el saco de las pistolas. Apenas había alcanzado el suelo cuando oí el estruendo precipitado de puertas abiertas a patadas. Lo último que llegó a mis oídos fueron los gritos broncos que increpaban a quien ya nunca más vi.
—¿Qué haces en el urinario de mujeres, moro? ¿Qué andas tirando por la ventana? Villarta, rápido, sal a ver si ha arrojado algo al otro lado.
Empecé a correr. A ciegas, con furia. Cobijada en la negrura de la noche y arrastrando el saco con las armas; sorda, insensible, sin saber si me seguían ni querer preguntarme qué habría sido del hombre de Larache frente al fusil del soldado. Se me salió una babucha y una de las últimas pistolas acabó de desatarse de mi cuerpo, pero no me detuve a recoger ninguna de las pérdidas. Tan sólo continué la carrera en la oscuridad siguiendo el trazado de la vía, medio descalza, sin parar, sin pensar. Atravesé campo llano, huertas, cañaverales y pequeñas plantaciones. Tropecé, me levanté y seguí corriendo sin un respiro, sin calcular la distancia que mis zancadas cubrían. Ni un ser vivo salió a mi encuentro y nada se interpuso en el ritmo desquiciado de mis pies hasta que, entre las sombras, logré percibir un cartel lleno de letras. Apeadero de Malalien, decía. Aquél sería mi destino.
La estación estaba a unos cien metros del rótulo, tan sólo la alumbraba un farol amarillento. Paré mi carrera alocada antes de alcanzarla, nada más llegar al cartel que la precedía. Busqué rápidamente en todas direcciones por si allí hubiera ya alguien a quien poder entregar las armas. Tenía el corazón a punto de reventar y la boca seca llena de polvo y carbonilla, hice esfuerzos imposibles por enmudecer el sonido entrecortado de mi respiración. Nadie me salió al encuentro. Nadie esperaba la mercancía. Tal vez llegaran más tarde, tal vez no lo hicieran jamás.
Tomé la decisión en menos de un minuto. Dejé el saco en el suelo, lo aplané para que se viera lo menos posible y comencé a apilar pequeñas rocas sobre él con ritmo febril, arañando el suelo, arrancando tierra, piedras y matojos hasta dejarlo medianamente cubierto. Cuando supuse que ya no resultaba un bulto sospechoso, me marché.
Sin apenas tiempo para recuperar el aliento, emprendí la carrera otra vez hacia donde se vislumbraban las luces de Tetuán. Desprovista ya de la carga, decidí desprenderme también del resto de mis lastres. Me abrí el jaique sin detenerme y, con dificultad, conseguí deshacer poco a poco los últimos nudos. Las tres pistolas que aún permanecían amarradas fueron cayendo por el camino, una primero, otra después, la última al fin. Cuando llegué a la cercanía de la ciudad, en el cuerpo sólo me quedaba agotamiento, tristeza y heridas. Y una faltriquera llena de billetes colgada del cuello. De las armas, ni rastro.
Volví a incorporarme a la cuneta de la carretera de Ceuta y retomé el paso lento. Había perdido también la otra babucha, así que me camuflé de nuevo en la figura de una mora descalza y embozada que emprendía con cansancio el ascenso a la Puerta de La Luneta. Ya no me esforcé por simular un andar fatigado: mis piernas, simplemente, no daban para más. Notaba los miembros entumecidos, tenía ampollas, suciedad y magulladuras por todas partes y una debilidad infinita clavada en los huesos.
Me adentré en la ciudad cuando las sombras comenzaban a aclararse. En una mezquita cercana sonaba el muecín llamando a los musulmanes a la primera oración y el cornetín del Cuartel de Intendencia tocaba diana. De La Gaceta de África salía caliente la prensa del día y por La Luneta circulaban entre bostezos los limpiabotas más madrugadores. El pastelero Menahen ya tenía encendido el horno y don Leandro andaba apilando el género del colmado con el mandil bien amarrado a la cintura.
Todas aquellas escenas cotidianas pasaron ante mis ojos como pasan las cosas ajenas, sin hacerme fijar la atención, sin dejar poso. Sabía que Candelaria se sentiría satisfecha cuando le entregara el dinero y me creería ejecutora de una proeza memorable. Yo, en cambio, no sentía en mi interior el menor rastro de nada parecido a la complacencia. Tan sólo notaba el negro mordisco de una desazón inmensa.
Mientras corría frenética por el campo, mientras clavaba las uñas en la tierra y tapaba con ella el saco, mientras caminaba por la carretera; a lo largo de todas las últimas acciones de aquella larga noche, por la mente se me habían cruzado mil imágenes conformando secuencias distintas con un solo protagonista: el hombre de Larache. En una de ellas, los soldados descubrían que no había tirado nada por la ventana, que todo había sido una falsa alarma, que aquel individuo no era más que un árabe somnoliento y confundido; lo dejaban entonces marchar, el ejército tenía orden expresa de no importunar a la población nativa a no ser que percibieran algo alarmante. En otra muy distinta, apenas abrió la puerta del urinario, el soldado comprobó que se trataba de un español emboscado; lo arrinconó en el retrete, le apuntó con el fusil a dos palmos de la cara y requirió refuerzos a gritos. Llegaron éstos, lo interrogaron, tal vez lo identificaron, tal vez se lo llevaron retenido al cuartel, tal vez él intentó huir y lo mataron de un tiro en la espalda cuando saltaba a las vías. En medio de las dos premoniciones cabían mil secuencias más; sin embargo, sabía que nunca lograría conocer cuál de ellas estaba más próxima a la certeza.
Entré en el portal exhausta y llena de temores. Sobre el mapa de Marruecos se alzaba la mañana.