10

Los días que siguieron a la noche en que me mostró las pistolas fueron terribles. Candelaria entraba, salía y se movía incesante como una culebra ruidosa y corpulenta. Iba sin mediar palabra de su cuarto al mío, del comedor a la calle, de la calle a la cocina, siempre con prisa, concentrada, murmurando una confusa letanía de gruñidos y ronroneos cuyo sentido nadie era capaz de descifrar. No interferí en sus vaivenes ni le consulté sobre la marcha de las negociaciones: sabía que cuando todo estuviera listo, ella misma se encargaría de ponerme al corriente.

Pasó casi una semana hasta que, por fin, tuvo algo que anunciar. Regresó aquel día a casa pasadas las nueve de la noche, cuando ya estábamos todos sentados frente a los platos vacíos esperando su llegada. La cena transcurrió como siempre, agitada y combativa. A su término, mientras los huéspedes se esparcían por la pensión con rumbo a sus últimos quehaceres, nosotras comenzamos a recoger juntas la mesa. Y en el camino, entre el traslado de cubiertos, loza sucia y servilletas, ella, como con cuentagotas, me fue desgranando entre susurros el remate de sus planes: esta noche se resuelve por fin el asuntillo, chiquilla; ya está todo el pescado vendido; mañana por la mañana comenzamos a mover lo tuyo; qué ganitas que tengo, alma mía, de acabar con este jaleo de una maldita vez.

Apenas cumplimos con la faena, cada una se encerró en su cuarto sin cruzar una palabra más entre nosotras. El resto de la tropa, entretanto, liquidaba la jornada con sus rutinas nocturnas: las gárgaras de eucalipto y la radio, los bigudíes frente al espejo o el tránsito hacia el café. Intentando simular normalidad, lancé al aire las buenas noches y me acosté. Permanecí despierta un rato, hasta que los trajines se fueron poco a poco acallando. Lo último que oí fue a Candelaria salir de su cuarto y cerrar después, sin apenas ruido, la puerta de la calle.

Caí dormida a los pocos minutos de su marcha. Por primera vez en varios días, no di vueltas infinitas en la cama ni se metieron conmigo bajo la manta los oscuros presagios de las noches anteriores: cárcel, comisario, arrestos, muertos. Parecía como si el nerviosismo hubiera decidido por fin darme una tregua al saber que aquel siniestro negocio estaba a punto de terminar. Me sumergí en el sueño acurrucada junto al dulce presentimiento de que, a la mañana siguiente, empezaríamos a planificar el futuro sin la sombra negra de las pistolas sobrevolando nuestras cabezas.

Pero duró poco el descanso. No supe qué hora era, las dos, las tres quizá, cuando una mano me agarró el hombro y me sacudió enérgica.

—Despierta, niña, despierta.

Me incorporé a medias, desorientada, adormecida aún.

—¿Qué pasa, Candelaria? ¿Qué hace aquí? ¿Ya está de vuelta? —logré decir a trompicones.

—Un desastre, criatura, un desastre como la copa de un pino —respondió la matutera entre susurros.

Estaba de pie junto a mi cama y, entre las brumas de mi somnolencia, su figura voluminosa se me antojó más rotunda que nunca. Llevaba puesto un gabán que no le conocía, ancho y largo, cerrado hasta el cuello. Comenzó a desabotonarlo con prisa mientras lanzaba explicaciones aturulladas.

—El ejército tiene vigilados todos los accesos a Tetuán por carretera y los hombres que venían desde Larache a recoger la mercancía no se han atrevido a llegar hasta aquí. He estado esperando casi hasta las tres de la mañana sin que nadie apareciera y, al final, me han mandado a un morito de las cabilas para decirme que los accesos están mucho más controlados de lo que creían, que temen no poder salir vivos si se deciden a entrar.

—¿Dónde tenía que verles? —pregunté esforzándome por emplazar en su sitio todo lo que ella iba contando.

—En la Suica baja, en las traseras de una carbonería.

Desconocía a qué sitio se estaba refiriendo, pero no intenté averiguarlo. En mi cabeza aún adormecida se perfiló con trazos gruesos el alcance de nuestro fracaso: adiós al negocio, adiós al taller de costura. Bienvenido otra vez el desasosiego de no saber qué iba a ser de mí en los tiempos venideros.

—Todo ha terminado entonces —dije mientras me frotaba los ojos para intentar arrancarles los últimos restos del sueño.

—De eso nada, chiquilla —atajó la patrona terminando de despojarse del gabán—. Los planes se han torcido, pero por la gloria de mi madre yo te juro que esta noche salen zumbando de mi casa las pistolas. Así que arreando, morena: levántate de la cama, que no hay tiempo que perder.

Tardé en entender lo que me decía; tenía la atención fija en otro asunto: en la imagen de Candelaria desabrochándose el sayón informe que la cubría bajo el gabán, una especie de bata suelta de basta lana que apenas dejaba intuir las formas generosas de su cuerpo. Contemplé atónita cómo se desvestía, sin comprender el sentido de tal acto e incapaz de averiguar a qué se debía aquel desnudo precipitado a los pies de mi cama. Hasta que, desprovista de la saya, empezó a sacar objetos de entre sus carnes densas como la manteca. Y entonces lo entendí. Cuatro pistolas llevaba sujetas en las ligas, seis en la faja, dos en los tirantes del sostén y otro par de ellas debajo de las axilas. Las cinco restantes iban en el bolso, liadas en un trozo de paño. Diecinueve en total. Diecinueve culatas con sus diecinueve cañones a punto de abandonar el calor de aquel cuerpo robusto para trasladarse a un destino que en ese mismo momento comencé a sospechar.

—Y ¿qué es lo que quiere que haga? —pregunté atemorizada.

—Llevar las armas a la estación del tren, entregarlas antes de las seis de la mañana y traerte de vuelta para acá los mil novecientos duros en los que tenía apalabrada la mercancía. Sabes dónde está la estación, ¿no? Cruzando la carretera de Ceuta, a los pies del Gorgues. Allí podrán recogerla los hombres sin tener que entrar en Tetuán. Bajarán desde el monte e irán a por ella directamente antes de que amanezca, sin necesidad de pisar la ciudad.

—Pero ¿por qué tengo que llevarla yo? —Me notaba de pronto despierta como un búho, el susto había conseguido cortar la somnolencia de raíz.

—Porque al volver de la Suica dando un rodeo y pergeñando la manera de arreglar lo de la estación, el hijo de puta del Palomares, que salía del bar El Andaluz cuando ya estaban cerrando, me ha echado el alto junto al portón de Intendencia y me ha dicho que igual le cuadra esta noche pasarse por la pensión a hacerme un registro.

—¿Quién es Palomares?

—El policía con más mala sangre de todo el Marruecos español.

—¿De los de don Claudio?

—Trabaja a sus órdenes, sí. Cuando lo tiene delante, le hace la rosca al jefe pero, en cuanto campa a sus anchas, saca el cabrón una chulería y una mala baba que tiene acobardado con echarle la perpetua a medio Tetuán.

—Y ¿por qué la ha parado a usted esta noche?

—Porque le ha dado la gana, porque es así de desgraciado y le gusta repartir estopa y asustar a la gente, sobre todo a las mujeres; lleva años haciéndolo y en estos tiempos, más todavía.

—Pero ¿ha sospechado algo de las pistolas?

—No, hija, no; por suerte no me ha pedido que le abra el bolso ni se ha atrevido a tocarme. Tan sólo me ha dicho con su voz asquerosa, dónde vas tan de noche, matutera, no estarás metida en alguno de tus chalaneos, cacho perra, y yo le he contestado, vengo de hacerle una visita a una comadre, don Alfredo, que anda mala de unas piedras en el riñón. No me fío de ti, matutera, que eres muy guarra y muy fullera, me ha dicho luego el berraco, y yo me he mordido la lengua para no contestarle, aunque a punto he estado de cagarme en todos sus muertos, así que, con el bolso bien firme debajo del sobaco, he apretado el Paso encomendándome a María Santísima para que no se me movieran las pistolas del cuerpo, y cuando ya lo había dejado atrás, oigo otra vez su voz cochina a mi espalda, lo mismo me paso luego por la pensión y te hago un registro, zorra, a ver qué encuentro.

—¿Y usted cree que de verdad va a venir?

—Lo mismo sí y lo mismo no —respondió encogiéndose de hombros—. Si consigue por ahí a alguna pobre golfa que le haga un apaño y lo deje bien aliviado, igual se olvida de mí. Pero, como no se le enderece la noche, no me extrañaría que tocara a la puerta dentro de un rato, sacara a los huéspedes a la escalera y me pusiera la casa patas arriba sin miramientos. No sería la primera vez.

—Entonces, usted ya no puede moverse de la pensión en toda la madrugada, por si acaso —susurré con lentitud.

—Talmente, mi alma —corroboró.

—Y las pistolas tienen que desaparecer inmediatamente para que no las encuentre aquí Palomares —añadí.

—Ahí estamos, sí, señor.

—Y la entrega tiene que hacerse hoy a la fuerza porque los compradores están esperando las armas y se juegan la vida si tienen que entrar a por ellas a Tetuán.

—Más clarito no lo has podido decir, reina mía.

Nos quedamos unos segundos en silencio, mirándonos a los ojos, tensas y patéticas. Ella de pie medio desnuda, con las lorzas de carne saliéndole a borbotones por los confines de la faja y el sostén; yo sentada con las piernas dobladas, aún entre las sábanas, en camisón, con el pelo revuelto y el corazón en un puño. Y acompañándonos, las negras pistolas desparramadas.

Habló la patrona finalmente, poniendo palabras firmes a la certeza.

—Tienes que encargarte tú, Sira. No nos queda otra salida.

—Yo no puedo, yo no, yo no… —tartamudeé.

—Tienes que hacerlo, chiquilla —repitió con voz oscura—. Si no, lo perdemos todo.

—Pero acuérdese de lo que yo ya tengo encima, Candelaria: la deuda del hotel, las denuncias de la empresa y de mi medio hermano. Como me pillen en ésta, para mí va a ser el fin.

—El fin bueno lo vamos a tener si llega esta noche el Palomares y nos agarra con todo esto en casa —replicó volviendo la mirada hacia las armas.

—Pero Candelaria, escúcheme… —insistí.

—No, escúchame tú a mí, muchacha, escúchame bien tú a mí ahora —dijo imperiosa. Hablaba con un siseo potente y los ojos abiertos como platos. Se agachó hasta ponerse a mi altura, aún estaba yo en la cama. Me agarró los brazos con fuerza y me obligó a mirarla de frente—. Yo lo he intentado todo, me he dejado el pellejo en esto y la cosa no ha salido —dijo entonces—. Así de perra es la suerte: a veces te deja que ganes y otras veces te escupe en la cara y te obliga a perder. Y esta noche a mí me ha dicho ahí te pudras, matutera. Ya no me queda ningún cartucho, Sira, yo ya estoy quemada en esta historia. Pero tú no. Tú eres ahora la única que aún puede lograr que no nos hundamos, la única que puede sacar la mercancía y recoger el dinero. Si no fuera necesario, no te lo estaría pidiendo, bien lo sabe Dios. Pero no nos queda otra, criatura: tienes que empezar a moverte. Tú estás metida en esto igual que yo; es asunto de las dos y en ello nos va mucho. Nos va el futuro, niña, el futuro entero. Como no consigamos ese dinero, no levantamos cabeza. Y ahora todo está en tus manos. Y tienes que hacerlo. Por ti y por mí, Sira. Por las dos.

Quería seguir negándome; sabía que tenía motivos poderosos para decir no, ni hablar, de ninguna manera. Pero, a la vez, era consciente de que Candelaria tenía razón. Yo misma había aceptado entrar en aquel juego sombrío, nadie me había obligado. Formábamos un equipo en el que cada una tenía inicialmente un papel. El de Candelaria era negociar primero; el mío, trabajar después. Pero ambas éramos conscientes de que, a veces, los límites de las cosas son elásticos e imprecisos, que pueden moverse, desdibujarse o diluirse hasta desaparecer como la tinta en el agua. Ella había cumplido con su parte del trato y lo había intentado. La suerte le había dado la espalda y no lo había conseguido, Pero aún no estaban reventadas todas las posibilidades. De justicia era que ahora me arriesgara yo.

Tardé unos segundos en hablar; antes necesité espantar de mi cabeza algunas imágenes que amenazaban con saltarme a la yugular: el comisario, su calabozo, el rostro desconocido del tal Palomares.

—¿Ha pensado cómo tendría que hacerlo? —pregunté por fin con un hilo de voz.

Resopló con estrépito Candelaria, recuperando aliviada el ánimo perdido.

—Muy facilísimamente, prenda. Espérate un momentillo, que ahora mismito te lo voy a contar.

Salió de la habitación aún medio desnuda y retornó en menos de un minuto con los brazos llenos de lo que me pareció un trozo enorme de lienzo blanco.

—Vas a vestirte de morita con un jaique —dijo mientras cerraba la puerta a su espalda—. Dentro de ellos cabe el universo entero.

Así era, sin duda. A diario veía a las mujeres árabes arrebujadas dentro de aquellas prendas anchas sin forma, esa especie de capas amplísimas que cubrían la cabeza, los brazos y el cuerpo entero por delante y por detrás. Debajo de ellas, efectivamente, podría alguien ocultar lo que quisiera. Un trozo de tela solía cubrirles la boca y la nariz, y la cubierta les llegaba hasta las cejas. Tan sólo los ojos, los tobillos y los pies quedaban a la vista. Jamás se me habría ocurrido una manera mejor de andar por la calle cobijando un pequeño arsenal de pistolas.

—Pero antes tenemos que hacer otra cosa. Sal de la piltra de una vez, chiquilla, que hay que ponerse a trabajar.

Obedecí sin palabras, dejando que ella manejara la situación. Arrancó sin miramientos la sábana superior de mi cama y se la llevó a la boca. De un mordisco feroz desgarró el embozo y a partir de ahí empezó a rajar la tela, arrancando una banda longitudinal de un par de cuartas de ancho.

—Haz lo mismo con la bajera —ordenó. Entre dientes y tirones, apenas unos minutos tardamos entre las dos en reducir las sábanas de mi cama a un par de docenas de tiras largas de algodón—. Y ahora, lo que vamos a hacer es atarte estas bandas al cuerpo para sujetar con ellas las pistolas. Alza los brazos, que voy con la primera.

Y así, sin despojarme siquiera del camisón, los diecinueve revólveres fueron quedando adheridos a mi contorno, fajados con fuerza con los trozos de sábana. Cada tira se destinó a una pistola: primero envolvía Candelaria el arma en un doblez del tejido, después me la ponía contra el cuerpo y daba con la banda dos o tres vueltas alrededor. Al final anudaba con fuerza los extremos.

—Estás en los huesos, muchacha, no te quedan ya chichas donde amarrar la próxima —dijo tras cubrir por completo el frente y la espalda.

—En los muslos —sugerí.

Así lo hizo, hasta que por fin el cargamento en pleno encontró acomodo esparcido bajo el pecho, sobre las costillas, los riñones y las paletillas, en los costados, los brazos, las caderas y la parte superior de las piernas. Y yo quedé como una momia, cubierta de vendas blancas bajo las que se escondía una armadura tétrica y pesada que dificultaba todos mis movimientos, pero con la que tendría que aprender a moverme de inmediato.

—Ponte estas babuchas, son de la Jamila —dijo dejando a mis pies unas ajadas zapatillas de piel color parduzco—. Y ahora, el jaique —añadió sosteniendo la gran capa de lienzo blanco—. Eso es, envuélvete hasta la cabeza, que te vea yo cómo te queda.

Me contempló con una media sonrisa.

—Perfecta, una morita más. Antes de salir, que no se te olvide, tienes que ajustarte también a la cara el velo para que te tape la boca y la nariz. Hala, vamos para afuera, que ahora tengo que explicarte rapidito por dónde vas a salir.

Empecé a caminar con dificultad, consiguiendo a duras penas mover el cuerpo a un ritmo normal. Las pistolas pesaban como plomos y me obligaban a llevar las piernas entreabiertas y los brazos separados de los costados. Salimos al pasillo, Candelaria delante y yo detrás desplazándome torpemente; un gran bulto blanco que chocaba contra las paredes, los muebles y los quicios de las puertas. Hasta que, sin darme cuenta, golpeé una repisa y tiré al suelo todo lo que en ella había: un plato de Talavera, un quinqué apagado y el retrato color sepia de algún Pariente de la patrona. La cerámica, el cristal del retrato y la pantalla del quinqué se hicieron añicos tan pronto chocaron contra las baldosas, y el estrépito provocó que, en los cuartos vecinos, los somieres comenzaran a crujir al romperse el sueño de los huéspedes.

—¿Qué ha pasado? —gritó la madre gorda desde la cama.

—Nada, que se me ha caído un vaso de agua al suelo. A dormir todo el mundo —respondió Candelaria con autoridad.

Intenté agacharme para recoger el estropicio, pero no pude doblar el cuerpo.

—Deja, deja, niña, que ya lo arreglo yo luego —dijo apartando con el pie unos cuantos cristales.

Y entonces, inesperadamente, una puerta se abrió apenas a tres metros de nosotras. Al encuentro nos salió la cabeza llena de rulillos de Fernanda, la más joven de las añosas hermanas. Antes de que tuviera ocasión de preguntarse qué había pasado y qué hacía una mora con un jaique tumbando los muebles del pasillo a esas horas de la madrugada, Candelaria le lanzó un dardo que la dejó muda y sin capacidad de reacción.

—Como no se meta en la cama ahora mismo, mañana en cuanto me levante le cuento a la Sagrario que anda usted viéndose con el practicante del dispensario los viernes en la cornisa.

El pánico a que la pía hermana se enterara de sus amoríos pudo más que la curiosidad y, sin mediar palabra, Fernanda volvió a escurrirse como una anguila dentro de su habitación.

—Tira para adelante, chiquilla, que se nos está haciendo tarde —dispuso entonces la matutera en un susurro imperioso—. Es mejor que nadie vea que sales de esta casa, a ver si va a andar por aquí cerca el Palomares y la cagamos antes de empezar. Así que vamos para afuera.

Salimos al pequeño patio en la parte trasera del edificio. Nos recibieron la noche negra, una parra retorcida, un puñado de enredos y la vieja bicicleta del telegrafista. Nos cobijamos en una esquina y comenzamos de nuevo a hablar en voz baja.

—Y ahora, ¿qué hago? —musité.

Parecía tenerlo ella todo bien pensado y habló con determinación en tono quedo.

—Te vas a subir a ese poyete y vas a saltar la tapia, pero tienes que hacerlo con mucho cuidado, no se te vaya a enredar el jaique entre las piernas y te dejes el morro contra el suelo.

Observé la tapia de unos dos metros de altura y el murete adosado al que tendría que encaramarme para llegar a su parte más alta y poder pasar al lado contrario. Preferí no preguntarme si sería capaz de lograrlo lastrada por el peso de las pistolas y envuelta en todos aquellos metros de tela, así que me limité a pedir más instrucciones.

—Y ¿desde allí?

—Cuando hayas saltado, estarás en el patio del colmado de don Leandro; desde ahí, subiéndote en las cajas y los toneles que tiene arrumbados, podrás pasar sin problemas al patio siguiente, que es el de la pastelería del hebreo Menahen. Allí, al fondo, encontrarás una puertecilla de madera que te sacará a una callejuela transversal, que es por donde él entra los sacos de harina para el obrador. Una vez fuera, olvídate de quién eres: tápate bien, encógete, y echa a andar hacia el barrio judío y, desde allí, entras después en la morería. Pero ten mucho cuidadito, niña: ve sin prisas y cerca de las paredes, arrastrando un poco los pies, como si fueras una vieja, que nadie te vaya a ver caminando garbosa, a ver si algún indeseable va a intentar algo contigo, que hay mucho españolito que anda medio chiflado por el embrujo de las musulmanas.

—¿Y luego?

—Cuando llegues al barrio moro, date unas cuantas vueltas por sus calles y asegúrate de que nadie se fija en ti o te sigue los pasos. Si te cruzas con alguien, cambia de rumbo con disimulo o aléjate todo lo posible. Al cabo de un rato, vuelve a salir a la Puerta de La Luneta y baja hasta el parque, sabes por dónde te digo, ¿verdad?

—Creo que sí —dije esforzándome por trazar a ciegas el recorrido.

—Una vez allí, te vas a dar de frente con la estación: cruza la carretera de Ceuta y métete en ella por donde pilles abierto, despacito y bien tapada. Lo más probable es que no haya por allí más que un par de soldados medio dormidos que no te harán ni puñetero caso; seguramente te encuentres a algún marroquí esperando el tren para Ceuta; los cristianos no empezarán a llegar hasta más tarde.

—¿A qué hora sale el tren?

—A las siete y media. Pero los moros, ya sabes, llevan otro ritmo con los horarios, así que a nadie extrañará que andes por allí antes de las seis de la mañana.

—¿Y yo también debo subirme, o qué es lo que tengo que hacer?

Se tomó Candelaria unos segundos antes de responder e intuí que a su plan apenas le quedaba ya camino por el que avanzar.

—No; tú en principio no tienes que coger el tren. Cuando llegues a la estación, siéntate un ratillo en el banco que está debajo del tablón de los horarios, deja que te vean allí y así sabrán que eres tú quien lleva la mercancía.

—¿Quién tiene que verme?

—Eso da lo mismo: quien tenga que verte, te verá. A los veinte minutos, levántate del banco, vete para la cantina y arréglatelas como puedas para que el cantinero te diga dónde tienes que dejar las pistolas.

—¿Así, sin más? —pregunté alarmada—. Y si el cantinero no está, o si no me hace caso, o si no puedo hablarle, entonces ¿qué hago?

—Ssssshhhhh. No alces la voz, a ver si van a oírnos. Tú no te preocupes, que de alguna manera te enterarás de lo que hay que hacer —dijo impaciente, incapaz de imponer a sus palabras una seguridad de la que a todas luces carecía. Decidió entonces sincerarse—. Mira, niña, todo ha salido esta noche tan malísimamente que no han sabido decirme más que eso: que las pistolas tienen que estar en la estación a las seis de la mañana, que la persona que las lleve tiene que sentarse veinte minutos debajo del tablón de los horarios, y que el cantinero será quien le diga cómo hay que hacer la entrega. Más no sé, hija mía, y mira que lo lamento. Pero tú no sufras, prenda, que ya verás como una vez allí todo se endereza.

Quise decirle que lo dudaba mucho, pero la preocupación de su cara me aconsejó no hacerlo. Por primera vez desde que la conocía, la capacidad de resolución de la matutera y aquella tenacidad suya para solventar con ingenio los trances más turbios parecían haber tocado fondo. Pero yo sabía que si ella hubiera estado en disposición de actuar, no se habría amedrentado: habría logrado llegar a la estación y cumplir el cometido usando cualquiera de sus argucias. El problema era que aquella vez mi patrona estaba atada de pies y manos, inmovilizada en su casa por la amenaza de un registro policial que tal vez llegara aquella noche o tal vez no. Y yo sabía que, si no era capaz de reaccionar y agarrar firme las riendas, aquello sería el final para las dos. Así que saqué fuerzas de donde no existían y me armé de valor.

—Tiene razón, Candelaria: ya encontraré yo la manera, pierda cuidado. Pero antes, dígame una cosa.

—Lo que tú quieras, criatura, pero date prisa, que quedan ya menos de dos horas para las seis —añadió intentando disimular su alivio al verme dispuesta a seguir peleando.

—¿Adónde van a ir a parar las armas? ¿Quiénes son esos hombres de Larache?

—Eso a ti lo mismo te da, muchacha. Lo importante es que lleguen a su destino a la hora prevista; que las dejes donde te digan y que recojas los dineros que te tienen que dar: mil novecientos duros, acuérdate bien y cuenta los billetes uno a uno. Y, luego, te vuelves para acá echando las muelas, que yo te estaré esperando con los ojos como candiles.

—Nos estamos exponiendo mucho, Candelaria —insistí—. Déjeme por lo menos saber con quién nos estamos jugando los cuartos.

Suspiró con fuerza y el busto, apenas medio tapado por la bata ajada que se había echado encima en el último minuto, volvió a subir y bajar como impulsado por un inflador.

—Son masones —me dijo entonces al oído, como con miedo a pronunciar una palabra maldita—. Estaba previsto que llegaran esta noche en una camioneta desde Larache, lo más seguro es que ya anden escondidos por las fuentes de Buselmal o en alguna huerta de la vega del Martín. Vienen por las cabilas, no se atreven a andar por la carretera. Probablemente recojan las armas en donde tú las dejes y ni siquiera las suban al tren. Desde la misma estación, digo yo que volverán a su ciudad atravesando de nuevo las cabilas y esquivando Tetuán, si es que no los pillan antes, Dios no lo quiera. Pero en fin, eso no es nada más que un suponer, porque la verdad es que no tengo ni pajolera idea de lo que esos hombres se traen entre manos.

Suspiró con fuerza mirando al vacío y prosiguió en un murmullo.

—Lo que sí sé, criatura, porque todo el mundo lo sabe también, es que los sublevados se han ensañado a conciencia con todos los que tenían algo que ver con la masonería. A algunos les metieron un tiro en la cabeza entre las mismas paredes del local en donde se reunían; los más afortunados huyeron a todo correr a Tánger o a la zona francesa. A otros se los llevaron para el Mogote y cualquier día los fusilan y a tomar viento. Y probablemente unos cuantos anden escondidos en sótanos, buhardillas y zaguanes, temiendo que cualquier día alguien dé un chivatazo y los saquen de sus refugios a culatazo limpio. Por esa razón no he encontrado a nadie que se haya atrevido a comprar la mercancía pero, a través de unos y otros, conseguí el contacto de Larache y por eso sé que será allí a donde irán a parar las pistolas.

Me miró entonces a los ojos, seria y oscura como nunca antes la había visto.

—La cosa está muy fea, niña, muy requetefeísima —dijo entre dientes—. Aquí no hay piedad ni miramientos y, en cuantito alguien se significa una miajita, se lo llevan por delante antes de decir amén. Ya han muerto muchos pobres desgraciados, gente decente que nunca mató una mosca ni a nadie jamás hizo el menor mal. Ten mucho cuidado, chiquilla, no vayas a ser tú la próxima.

Volví a sacar de la nada una pizca de ánimo para que ambas nos convenciéramos de algo en lo que ni yo misma creía.

—No se preocupe usted, Candelaria; ya verá como salimos de ésta de alguna manera.

Y sin una palabra más, me dirigí al poyete y me dispuse a trepar con el más siniestro de los cargamentos bien amarrado a la piel. Atrás dejé a la matutera, observándome desde debajo de la parra mientras se santiguaba entre susurros y sarmientos. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que la Virgen de los Milagros te acompañe, alma mía. Lo último que oí fue el sonoro beso que dio a sus dedos en cruz al final de la persignación. Un segundo después desaparecí tras la tapia y caí como un fardo en el patio del colmado.