A finales de mes empezó a llover, una tarde, otra, otra. El sol apenas salió en tres días; hubo truenos, relámpagos, viento de locos y hojas de árboles sobre el suelo mojado. Seguía trabajando en las prendas que las mujeres cercanas me iban encargando; ropa sin gracia y sin clase, confecciones en telas burdas destinadas a proteger los cuerpos de las inclemencias de la intemperie con poca atención a la estética. Hasta que, entre una chaqueta para el nieto de una vecina y una falda tableada encargada por la hija de la portera, llegó Candelaria envuelta en uno de sus arrebatos.
—¡Ya lo tengo, niña, ya está, ya está todo arreglado!
Volvía de la calle con su chaquetón nuevo de cheviot amarrado con fuerza a la cintura, un pañuelo a la cabeza y sus viejos zapatos con los tacones torcidos llenos de barro. Sin dejar de hablar de forma atropellada se dispuso a quitarse prendas de encima a la vez que iba narrando los pormenores del gran descubrimiento. Su potente busto subía y bajaba acompasadamente mientras, con la respiración entrecortada, desgranaba sus noticias y se despojaba de capas como una cebolla.
—Vengo de la peluquería donde trabaja mi comadre la Remedios, que tenía unos asuntillos que arreglar yo con ella, y en esto que está la Reme haciéndole la ondulación permanente a una gabacha…
—¿Una qué? —interrumpí.
—Una gabacha: una franchute, una melindres —aclaró acelerada antes de proseguir—. En realidad eso es lo que me pareció a mí, que era una gabacha, porque luego descubrí que no era una francesa, sino una alemana a la que yo no conocía, porque a las demás, a la mujer del cónsul, y a las de Gumpert y Bernhardt, y a la de Langenheim, que no es germana, sino italiana, a ésas sí que las conozco yo más que de sobra, que algunas cosillas hemos tenido. Bueno, a lo que iba, que mientras le andaba dando al peine, la Reme me ha preguntado que dónde me he mercado yo este chaquetón tan estupendísimo que llevo puesto. Y yo, claro está, le he dicho que me lo ha hecho una amiga, y entonces la gabacha que luego, como te digo, ha resultado que no era gabacha sino alemana, me ha mirado y me ha remirado y se ha metido en la conversación, y con ese acento suyo que en vez de contarte algo parece que te va a meter un bocado en el pescuezo, pues me ha dicho la paya que ella necesita a alguien que le cosa, pero que le cosa bien, que a ver si sabe de alguna casa de modas de calidad, pero de calidad de la requetebuena, que llevaba poco tiempo en Tetuán y que se iba a quedar aquí una temporada, y que en fin, que necesitaba a alguien. Y yo le he dicho…
—Que venga aquí para que le cosa yo —adelanté.
—¡Pero qué dices, muchacha, tú estás majareta! Aquí no puedo yo meter a una gachí así, que esas señoronas se juntan con las generalas y las coronelas, y están acostumbradas a otras cosas y otros sitios, no sabes qué estilo se gastaba la alemana y el parné que debe de tener.
—¿Entonces?
—Pues entonces, no sé qué pájara me ha dado, que de pronto le he dicho que me he enterado de que van a abrir una casa de alta costura.
Tragué saliva con fuerza.
—¿Y se supone que de eso me voy a encargar yo?
—Pues claro, mi alma, ¿quién si no?
Volví a intentar tragar, pero esta vez no lo conseguí del todo. La garganta se me había quedado de pronto seca como el asperón.
—Y ¿cómo voy yo a montar una casa de alta costura, Candelaria? —pregunté acobardada.
La primera respuesta fue una carcajada. La segunda, tres palabras pronunciadas con tal desparpajo que no dejó lugar a la más diminuta de las dudas.
—Conmigo, chiquilla, conmigo.
Aguanté la cena con una tropa de nervios bailándome entre los intestinos. Antes de ésta, la patrona no pudo aclararme nada más porque, apenas formuló su anuncio, llegaron al comedor las hermanas comentando exultantes la liberación del Alcázar de Toledo. Al poco se sumaron el resto de los huéspedes, rebosando satisfacción un bando y rumiando su disgusto el otro. Jamila empezó entonces a poner la mesa y Candelaria no tuvo más remedio que dirigirse a la cocina para ir organizando la cena: coliflor rehogada y tortillas de un huevo; todo económico, todo blandito no fuera a darles a los hospedados por reduplicar la gesta del día en el frente lanzándose con furia a la cabeza los huesos de las chuletas.
Acabó la cena bien salpimentada con sus correspondientes tiranteces, y unos y otros se retiraron del comedor con prisa. Las mujeres y el cachalote de Paquito se dirigieron al cuarto de las hermanas para escuchar la arenga nocturna de Queipo de Llano desde Radio Sevilla. Los hombres marcharon a la Unión Mercantil para tomar el último café del día y charlar con unos y otros sobre el avance de la guerra. Jamila recogía la mesa y yo me disponía a ayudarla a fregar los platos en la pila cuando Candelaria, con un gesto imperioso de su cara morena, me indicó el pasillo.
—Vete para tu cuarto y espérame, que ahora mismo voy yo para allá.
No necesitó más de un par de minutos para reunirse conmigo; los que tardó en ponerse presurosa el camisón y la bata, comprobar desde el balcón que los tres hombres andaban ya alejados a la altura del callejón de Intendencia y asegurarse de que las mujeres estaban convenientemente abducidas por la alocada verborrea radiofónica del general sublevado. —¡Buenas noches, señores! ¡Arriba los corazones!—. Yo la esperaba apenas instalada en el filo de la cama, con la luz apagada, inquieta, nerviosa. Oírla llegar fue un alivio.
—Tenemos que hablar, niña. Tú y yo tenemos que hablar muy en serio —dijo en voz baja sentándose a mi lado—. Vamos a ver: ¿tú estás dispuesta a montar un taller? ¿Tú estás dispuesta a ser la mejor modista de Tetuán, a coser la ropa que aquí nunca nadie ha cosido?
—Dispuesta claro que estoy, Candelaria, pero…
—No hay peros que valgan. Ahora escúchame bien y no me interrumpas. Verás tú: después del encuentro con la alemana en la peluquería de mi comadre, me he estado informando por ahí y resulta que en los últimos tiempos contamos en Tetuán con gente que antes no vivía aquí. Igual que te ha pasado a ti, o a las raspas de las hermanas, a Paquito y la gorda de su madre, y a Matías el de los crecepelos: que con lo del alzamiento os habéis quedado todos aquí, atrapados como ratas, sin poder cruzar el Estrecho para volver a vuestras casas. Bien, pues hay otras personas a las que les ha pasado más o menos lo mismo, pero en vez de ser un hatajo de muertos de hambre como los que a mí me habéis caído en suerte, resulta que son gentes de posibles que antes no estaban y ahora sí están, ¿entiendes lo que te digo, niña? Hay una actriz muy famosa que vino con su compañía y se tuvo que quedar. Hay un buen puñado de extranjeras, sobre todo alemanas de las que, según dicen por ahí, algo han tenido que ver con sus maridos en ayudar al ejército a sacar las tropas de Franco para la Península. Y así, unas cuantas: no muchas, la verdad, pero sí las suficientes como para poderte dar trabajo una buena temporada si las consigues como clientas, porque ten en cuenta que ellas no le guardan fidelidad a ninguna modista porque no son de aquí. Y, además, y esto es lo más importante, tienen buenos duros y, al ser extranjeras, esta guerra les trae al pairo, o sea, que tienen cuerpo de jarana y no van a pasarse lo que dure el follón vistiendo de trapillo y atormentándose por quién gana cada batalla, ¿me sigues, mi alma?
—La sigo, Candelaria, claro que la sigo, pero…
—¡Sssssssshhhh! ¡Que he dicho que no quiero peros hasta que yo termine de hablar! Vamos a ver: lo que tú ahora necesitas, ahora mismito, ya, de hoy a mañana, es un local de campanillas donde ofrecer a la clientela lo mejor de lo mejor. Por mis muertos te juro que no he visto a nadie coser como tú en toda mi vida, así que hay que ponerse manos a la obra inmediatamente. Y sí, ya sé que no tienes ni un real, pero para eso está la Candelaria.
—Pero si usted no tiene una perra tampoco; si está todo el día quejándose de que no le llega ni para darnos de comer.
—Ando canina, talmente: las cosas han estado muy dificilísimas en los últimos tiempos para conseguir mercancía. En los puestos fronterizos han colocado destacamentos con soldados armados hasta las cejas, y no hay manera humana de traspasarlos para llegar a Tánger en busca de género si no es con cincuenta mil salvoconductos que a mi menda nadie le va a dar. Y alcanzar Gibraltar está aún más complicado, con el tráfico del Estrecho cerrado y los aviones de guerra en vuelo raso dispuestos a bombardear todo lo que por allí se mueva. Pero tengo algo con lo que podemos conseguir los cuartos que necesitamos para montar el negocio; algo que, por primera vez en toda mi puñetera vida, ha venido a mí sin que yo lo buscara y para lo que no he necesitado salir de mi casa siquiera. Ven para acá que te lo enseñe.
Se dirigió entonces a la esquina de la habitación donde se acumulaba el montón de trastos inútiles.
—Date antes un garbeo por el pasillo y comprueba que las hermanas siguen con la radio puesta —ordenó en un susurro.
Cuando volví con la confirmación de que así era, ya había retirado de su sitio las jaulas, el canasto, los orinales y las palanganas. Delante de ella sólo quedaba el baúl.
—Cierra bien la puerta, echa el pestillo, enciende la luz y acércate —requirió imperiosa sin levantar la voz más de lo justo.
La bombilla pelada del techo llenó de pronto la estancia de luminosidad mortecina. Llegué a su lado cuando acababa de levantar la tapa. En el fondo del baúl sólo había un trozo de manta arrugado y mugriento. Lo alzó con cuidado, casi con esmero.
—Asómate bien.
Lo que vi me dejó sin habla; casi sin pulso, casi sin vida. Un montón de pistolas oscuras, diez, doce, tal vez quince, quizá veinte, ocupaban la base de madera en desorden, cada cañón apuntando a un lado, como un pelotón dormido de asesinos.
—¿Las has visto? —bisbisó—. Pues cierro. Dame los trastos, que los ponga encima, y vuelve a apagar la luz.
La voz de Candelaria, aun queda, era la de siempre; la mía nunca lo supe porque el impacto de lo que acababa de contemplar me impidió formular palabra alguna en un buen rato. Volvimos a la cama y ella al cuchicheo.
—Habrá quien aún piense que lo del alzamiento se hizo por sorpresa pero eso es mentira cochina. Quien más y quien menos sabía que algo fuerte se estaba cociendo. La cosa llevaba ya un tiempo preparándose, y no sólo en los cuarteles y en el Llano Amarillo. Cuentan que hasta en el Casino Español había un arsenal entero escondido detrás de la barra, vete tú a saber si es verdad o no. En las primeras semanas de julio tuve alojado en este cuarto a un agente de aduanas pendiente de destino, o eso al menos decía él. La cosa me olía rara, para qué te voy a engañar, porque para mí que aquel hombre ni era agente de aduanas ni nada que se le parezca pero, en fin, como yo nunca pregunto porque a mí tampoco me gusta que nadie se meta en mis chalaneos, le arreglé su cuarto, le puse un plato caliente en la mesa y santas pascuas. A partir del 18 de julio no le volví a ver más. Igual se unió al alzamiento, que salió por piernas por las cabilas hacia la zona francesa, que se lo llevaron para el Monte Hacho y lo fusilaron al amanecer: ni tengo la menor idea de lo que fue de él, ni he querido hacer averiguaciones. El caso es que, a los cuatro o cinco días, me mandaron a un tenientillo a por sus pertenencias. Yo le entregué sin preguntar lo poco que había en su armario, le dije vaya usted con Dios y di el asunto del agente por terminado. Pero al limpiar la Jamila el cuarto para el siguiente huésped y ponerse a barrer debajo de la cama, la oí de pronto pegar un grito como si hubiera visto al mismísimo demonio con el pincho en la mano o lo que lleve el demonio de los musulmanes, que a saber qué será. El caso es que ahí, en la esquina, al fondo, le había arreado un escobazo al montón de pistolas.
—¿Y usted entonces las descubrió y se las quedó? —pregunté con un hilo de voz.
—¿Y qué iba a hacer si no? ¿Me iba a ir en busca del teniente a su tabor, con la que está cayendo?
—Se las podía haber entregado al comisario.
—¿A don Claudio? ¡Tú estás trastornada, muchacha!
Esta vez fui yo quien con un sonoro «sssssssshhhhhh» requerí silencio y discreción.
—¿Cómo le voy a dar yo a don Claudio las pistolas? ¿Qué quieres, que me encierre de por vida, con lo enfilada que me tiene? Me las quedé porque en mi casa estaban y, además, el agente de aduanas se quitó de en medio dejándome a deber quince días, de manera que las armas eran más o menos su pago en especias. Esto vale un dineral, niña, y más ahora, con los tiempos que corren, así que las pistolas son mías y con ellas puedo hacer lo que se me antoje.
—¿Y piensa venderlas? Puede ser muy peligroso.
—Nos ha jodido, claro que es peligroso, pero necesitamos el parné para montar tu negocio.
—No me diga, Candelaria, que se va a meter en ese lío sólo por mí…
—No, hija, no —interrumpió—. Vamos a ver si me explico. En el lío no me voy a meter yo sola: nos vamos a meter las dos. Yo me ocupo de buscar quien compre la mercancía y con lo que saque por ella, montamos tu taller y vamos a medias.
—¿Y por qué no las vende para usted misma y va tirando con lo que consiga sin abrirme a mí un negocio?
—Porque eso es pan para hoy y hambre para mañana, y a mí me interesa más algo que me dé un rendimiento a largo plazo. Si vendo el género y en dos o tres meses voy echando al puchero lo que por él consiga, ¿de qué voy a vivir luego si la guerra se alarga?
—¿Y si la pillan intentando comerciar con las pistolas?
—Pues le digo a don Claudio que es cosa de las dos y nos vamos juntitas a donde nos mande.
—¿A la cárcel?
—O al cementerio civil, a ver por dónde nos sale el payo.
A pesar de que había anunciado esta última funesta premonición con un guiño lleno de burla, la sensación de pánico me aumentaba por segundos. La mirada de acero del comisario Vázquez y sus serias advertencias aún permanecían frescas en mi memoria. Manténgase al margen de cualquier asunto feo, no me haga ninguna jugada, compórtese decentemente. Las palabras que de su boca habían salido componían todo un catálogo de cosas indeseables. Comisaría, cárcel de mujeres. Robo, estafa, deuda, denuncia, tribunal. Y ahora, por si faltaba algo, venta de armas.
—No se meta en ese lío, Candelaria, que es muy peligroso —rogué muerta de miedo.
—¿Y qué hacemos entonces? —inquirió en un susurro atropellado. ¿Vivimos del aire? ¿Nos comemos los mocos? Tú has llegado sin un céntimo y a mí ya no me queda de dónde sacar. Del resto de los huéspedes sólo me pagan la madre, el maestro y el telegrafista, y ya veremos hasta cuándo son capaces de estirar lo poco que tienen. Los otros tres desgraciados y tú os habéis quedado con lo puesto, pero no puedo largaros a la calle, a ellos por caridad y a ti porque lo único que me faltaba ya es tener detrás de mí a don Claudio pidiendo explicaciones. Así que tú me dirás cómo me las ingenio.
—Yo puedo seguir cosiendo para las mismas mujeres; trabajaré más, me quedaré despierta la noche entera si hace falta. Repartiremos entre las dos todo lo que gane…
—¿Cuánto es eso? ¿Cuánto te crees que puedes conseguir haciendo pingos para las vecinas? ¿Cuatro perras mal contadas? ¿Se te ha olvidado ya lo que debes en Tánger? ¿Piensas quedarte a vivir en este cuartucho para los restos? —Las palabras le salían a borbotones de la boca en una catarata de siseos aturullados—. Mira, chiquilla, tú con tus manos tienes un tesoro que no se lo salta un gitano, y pecado mortal es que no lo aproveches como Dios manda. Ya sé que la vida te ha dado palos fuertes, que tu novio se portó contigo muy malamente, que estás en una ciudad en la que no quieres estar, lejos de tu tierra y de tu familia, pero esto es lo que hay, que lo pasado pasado está, y el tiempo jamás recula. Tienes que tirar para adelante, Sira. Tienes que ser valiente, arriesgarte y pelear por ti. Con la malaventura que llevas a rastras ningún señorito va a venir a tocarte a la puerta para ponerte un piso y, además, después de tu experiencia, tampoco creo que tengas interés en volver a depender de un hombre en una buena temporada. Eres muy joven y a tu edad aún puedes aspirar a rehacer la vida por ti misma; a algo más que marchitar tus mejores años haciendo dobladillos y suspirando por lo que has perdido.
—Pero lo de las pistolas, Candelaria, lo de vender las pistolas… —musité acobardada.
—Eso es lo que hay, criatura; eso es lo que tenemos y por mis muertos te juro que voy a arrancarle todo el beneficio que pueda. ¿Qué te crees tú, que a mí no me gustaría que fuera algo más curiosito, que en vez de pistolas me hubieran dejado un cargamento de relojes suizos o de medias de cristal? Pues claro que sí. Pero resulta que lo único que tenemos son armas, y resulta que estamos en guerra, y resulta que hay gente que puede estar interesada en comprarlas.
—Pero ¿y si la pillan? —volví a preguntar con incertidumbre.
—¡Y vuelta la burra al trigo! Pues si me trincan, rezamos al Cristo de Medinaceli para que don Claudio tenga un poco de misericordia, nos comemos una temporadita en la trena, y aquí paz y después gloria. Además, te recuerdo que ya sólo te quedan menos de diez meses para pagar tu deuda y, al paso que llevas, no vas a poderte hacer cargo de ella ni en veinte años cosiendo para las mujeres de la calle. Así que, por muy honrada que quieras ser, como sigas en tus trece de la cárcel al final no te va a salvar ni el Santo Custodio. De la cárcel o de acabar abriéndote de piernas en cualquier burdel de medio pelo para que se desahoguen contigo los soldados que vuelvan machacados del frente, que también es una salida a considerar en tus circunstancias.
—No sé, Candelaria, no sé. Me da mucho miedo…
—A mí también me entran las cagaleras de la muerte, a ver si te crees tú que yo soy de yeso. No es lo mismo trapichear con mis apaños que intentar colocar docena y media de revólveres en tiempos de contienda. Pero no tenemos otra salida, criatura.
—¿Y cómo lo haría?
—Tú de eso no te preocupes, que ya me buscaré yo mis contactos. No creo que tarde más de unos cuantos días en traspasar la mercancía. Y entonces buscamos un local en el mejor sitio de Tetuán, lo montamos todo y empiezas.
—¿Cómo que empiezas? ¿Y usted? ¿Usted no va a estar conmigo en el taller?
Rio calladamente y movió la cabeza con gesto negativo.
—No, hija, no. Yo me voy a encargar de conseguirte el dinero para pagar los primeros meses de un buen alquiler y comprar lo que necesites. Y después, cuando todo esté listo, tú te vas a poner a trabajar y yo me voy a quedar aquí, en mi casa, esperando el fin de mes para que compartamos los beneficios. Además, no es bueno que te asocien conmigo: yo tengo una fama nada más que regular y no pertenezco a la clase de las señoras que necesitamos como clientas. Así que yo me encargo de poner los dineros iniciales y tú las manos. Y después repartimos. Eso se llama invertir.
Un ligero aroma a Academias Pitman y a los planes de Ramiro invadió de pronto la oscuridad de la habitación y a punto estuvo de trasladarme a una antigua etapa que no tenía el menor interés en revivir. Espanté la sensación con manotazos invisibles y retorné a la realidad en busca de más aclaraciones.
—¿Y si no gano nada? ¿Y si no consigo clientela?
—Pues la hemos jiñado. Pero no me seas ceniza antes de tiempo, alma de cántaro. No hay que ponerse en lo peor: tenemos que ser positivas y echarle un par de narices al asunto. Nadie va a venir a solucionarnos a ti y a mí la vida con todas las miserias que llevamos a rastras, así que, o luchamos por nosotras, o no nos va a quedar más salida que quitarnos el hambre a guantazos.
—Pero yo le di mi palabra al comisario de que no iba a meterme en ningún problema.
Candelaria hubo de hacer un esfuerzo para no carcajearse.
—También me prometió a mí mi Francisco delante del cura de mi pueblo que me iba a respetar hasta el fin de los días, y el hijo de mala madre me daba más palos que a una estera, maldita sea su estampa. Parece mentira, muchacha, lo inocente que sigues siendo con la de mandobles que te ha propinado la suerte últimamente. Piensa en ti, Sira, piensa en ti y olvídate del resto, que en estos malos tiempos que nos ha tocado vivir, aquél que no come se deja comer. Además, la cosa tampoco es tan grave: nosotras no vamos a liarnos a pegar tiros contra nadie, simplemente vamos a poner en movimiento una mercancía que nos sobra, y a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. Si todo resulta bien, don Claudio va a encontrarse con tu negocio montado, limpito y reluciente, y si te pregunta algún día de dónde has sacado los cuartos, le dices que te los he prestado yo de mis ahorros, y si no se lo cree o no le gusta la idea, que te hubiera dejado en el hospital a cargo de las hermanas de la Caridad en vez de traerte a mi casa y ponerte a mi recaudo. Él anda siempre liado con un montón de follones y no quiere problemas, así que, si se lo damos todo hecho sin hacer ruido, no va a molestarse en andar con investigaciones; te lo digo yo, que lo conozco bien, que son ya muchos años los que llevamos midiéndonos las fuerzas, tú por eso quédate tranquila.
Con su desparpajo y su particular filosofía vital, sabía que Candelaria llevaba razón. Por más vueltas que diéramos a aquel asunto, por mucho que lo pusiéramos boca arriba, boca abajo, del derecho y del revés, en resumidas cuentas aquel triste plan no era más que una solución sensata para remediar las miserias de dos mujeres pobres, solas y desarraigadas que arrastraban en tiempos turbulentos un pasado tan negro como el betún. La rectitud y la honradez eran conceptos hermosos, pero no daban de comer, ni pagaban las deudas, ni quitaban el frío en las noches de invierno. Los principios morales y la intachabilidad de la conducta habían quedado para otro tipo de seres, no para un par de infelices con el alma desportillada como éramos nosotras por aquellos días. Mi falta de palabras fue interpretada por Candelaria como prueba de asentimiento.
—Entonces, ¿qué? ¿Empiezo mañana a mover el género?
Me sentí bailando a ciegas en el filo de un precipicio. En la distancia, las ondas radiofónicas seguían transmitiendo entre interferencias la charla bronca de Queipo desde Sevilla. Suspiré con fuerza. Mi voz sonó por fin, baja y segura. O casi.
—Vamos a ello.
Satisfecha mi futura socia, me dio un pellizco cariñoso en la mejilla, sonrió y se dispuso a marcharse. Se recompuso la bata e irguió su corpulencia sobre las desvencijadas zapatillas de paño que probablemente llevaban acompañándola la mitad de su existencia de malabarista del sobrevivir. Candelaria la matutera, oportunista, peleona, desvergonzada y entrañable, ya estaba en la puerta rumbo al pasillo cuando, aún a media voz, lancé mi última pregunta. En realidad, apenas tenía que ver con todo lo que habíamos hablado aquella noche, pero sentía una cierta curiosidad por conocer su respuesta.
—Candelaria, ¿usted con quién está en esta guerra?
Se volvió sorprendida, pero no dudó un segundo en responder con un potente susurro.
—¿Yo? A muerte con quien la gane, mi alma.