6

Una voz suave intentó despertarme y con un esfuerzo inmenso logré entreabrir los ojos. A mi lado percibí dos figuras: borrosas primero, más nítidas después. Una de ellas pertenecía a un hombre de pelo canoso cuyo rostro aún difuso me resultó remotamente familiar. En la otra silueta se perfilaba una monja con impoluta toca blanca. Intenté ubicarme y sólo distinguí techos altos sobre la cabeza, camas a los lados, olor a medicamentos y sol a raudales entrando por las ventanas. Me di cuenta entonces de que estaba en un hospital. Las primeras palabras que musité aún las mantengo en la memoria.

—Quiero volver a mi casa.

—¿Y dónde está tu casa, hija mía?

—En Madrid.

Me pareció que las figuras cruzaban una mirada rápida. La monja me cogió la mano y la apretó con suavidad.

—Creo que de momento no va a poder ser.

—¿Por qué? —pregunté.

Respondió el hombre:

—El tránsito en el Estrecho está interrumpido. Han declarado el estado de guerra.

No logré entender lo que aquello significaba porque, apenas entraron las palabras en mis oídos, volví a caer en un pozo de debilidad y sueño infinito del que tardé días en despertar. Cuando lo hice, aún permanecí un tiempo ingresada. Aquellas semanas inmovilizada en el Hospital Civil de Tetuán sirvieron para poner algo parecido al orden en mis sentimientos y para sopesar el alcance de lo que los últimos meses habían supuesto. Pero eso fue al final, en las últimas jornadas, porque en las primeras, en sus mañanas y sus tardes, en las madrugadas, a la hora de las visitas que nunca tuve y en los momentos en los que me trajeron la comida que fui incapaz de probar, lo único que hice fue llorar. No pensé, no reflexioné, ni siquiera recordé. Sólo lloré.

Al cabo de los días, cuando se me secaron los ojos porque ya no quedaba más capacidad de llanto dentro de mí, como en un desfile de ritmo milimétrico empezaron a llegar a mi cama los recuerdos. Casi podía verlos acosarme, entrando en fila por la puerta del fondo del pabellón, aquella nave grande y llena de luz. Recuerdos vivos, autónomos, grandes y pequeños, que se acercaban uno tras otro y de un salto se encaramaban sobre el colchón y me ascendían por el cuerpo hasta que, por una oreja, o por debajo de las uñas, o por los poros de la piel, se me adentraban en el cerebro y lo machacaban sin atisbo de piedad con imágenes y momentos que mi voluntad habría querido no haber rememorado nunca más. Y después, cuando la tribu de memorias aún continuaba llegando pero su presencia era cada vez menos ruidosa, con frialdad atroz empezó a invadirme como un sarpullido la necesidad de analizarlo todo, de encontrar una causa y una razón para cada uno de los acontecimientos que en los últimos ocho meses habían sucedido en mi vida. Aquella fase fue la peor: la más agresiva, la más tormentosa. La que más dolió. Y aunque no podría calcular cuánto duró, sí sé con plena seguridad que fue una llegada inesperada la que logró ponerle fin.

Hasta entonces todas las jornadas habían transcurrido entre parturientas, hijas de la Caridad y camas metálicas pintadas de blanco. De vez en cuando aparecía la bata de un médico y a ciertas horas llegaban las familias de las otras ingresadas hablando en murmullos, haciendo arrumacos a los bebés recién nacidos y consolando entre suspiros a aquellas que, como yo, se habían quedado en mitad del camino. Estaba en una ciudad en la que no conocía a un alma: nunca nadie había ido a verme, ni esperaba que lo hicieran. Ni siquiera tenía del todo claro qué hacía yo misma en aquella población ajena: sólo fui capaz de rescatar un recuerdo embarullado de las circunstancias de mi llegada. Una laguna de espesa incertidumbre ocupaba en mi memoria el lugar en el que deberían haber estado las razones lógicas que me impulsaron a ello. A lo largo de aquellos días tan sólo me acompañaron los recuerdos mezclados con la turbiedad de mis pensamientos, las presencias discretas de las monjas y el deseo —mitad anhelante, mitad temeroso— de regresar a Madrid lo antes posible.

Sin embargo, mi soledad se quebró de forma imprevista una mañana. Precedido por la figura blanca y oronda de la hermana Virtudes, reapareció entonces aquel rostro masculino que días atrás había enunciado unas cuantas palabras borrosas relativas a una guerra.

—Te traigo una visita, hija —anunció la monja. En su tono cantarín me pareció distinguir un ligero poso de preocupación. Cuando el recién llegado se identificó, entendí por qué.

—Comisario Claudio Vázquez, señora —dijo el desconocido a modo de saludo—. ¿O es señorita?

Tenía el pelo casi blanco, empaque flexible, traje claro de verano y un rostro tostado por el sol en el que brillaban dos ojos oscuros y sagaces. Entre la flojedad que aún me invadía, no pude distinguir si se trataba de un hombre maduro con porte juvenil o un hombre joven prematuramente encanecido. En cualquier caso, poco importaba aquello en aquel momento: mayor urgencia me corría saber qué era lo que quería de mí. La hermana Virtudes le señaló una silla junto a una pared cercana; él la acercó en volandas hasta el flanco derecho de mi cama. Dejó el sombrero a los pies y se sentó. Con una sonrisa tan gentil como autoritaria indicó a la religiosa que preferiría que se retirara.

La luz entraba a raudales por las amplias ventanas del pabellón. Tras ellas, el viento mecía levemente las palmeras y los eucaliptos del jardín sobre un deslumbrante cielo azul, testimoniando un magnífico día de verano para cualquiera que no tuviera que pasarlo postrado en la cama de un hospital con un comisario de policía como acompañante. Con las sábanas blancas impolutas y estiradas hasta el extremo, las camas a ambos lados de la mía, como casi todas las demás, estaban desocupadas. Cuando la religiosa se marchó disimulando su contrariedad por no poder ser testigo de aquel encuentro, quedamos en el pabellón el comisario y yo en la sola compañía de dos o tres presencias encamadas y lejanas, y de una joven monja que fregaba silenciosa el suelo en la distancia. Yo estaba apenas incorporada, con la sábana cubriéndome hasta el pecho, dejando sólo emerger unos brazos desnudos cada vez más enflaquecidos, los hombros huesudos y la cabeza. Con el pelo recogido en una oscura trenza a un lado y la cara, delgada y cenicienta, agotada por el derrumbe.

—Me ha dicho la hermana que ya está usted algo más recuperada, así que tenemos que hablar, ¿de acuerdo?

Accedí moviendo tan sólo la cabeza, sin acertar a intuir siquiera qué querría tratar aquel hombre conmigo; desconocía que el desgarro y el desconcierto atentaran contra ley alguna. Sacó entonces el comisario un pequeño cuaderno del bolsillo interior de su chaqueta y consultó unas notas. Debía de haberlas estado revisando poco antes porque no necesitó pasar hojas para buscarlas: simplemente dirigió la vista a la página que tenía delante y allí estaban, ante sus ojos, los apuntes que parecía necesitar.

—Bien, voy a empezar haciéndole unas preguntas; diga simplemente sí o no. Usted es Sira Quiroga Martín, nacida en Madrid el 25 de junio de 1911, ¿cierto?

Hablaba con un tono cortés que no por ello dejaba de ser directo e inquisitivo. Una cierta deferencia hacia mi condición rebajaba el tono profesional del encuentro, pero no lo ocultaba del todo. Corroboré la veracidad de mis datos personales con un gesto afirmativo.

—Y llegó usted a Tetuán el pasado día 15 de julio procedente de Tánger.

Asentí una vez más.

—En Tánger estuvo hospedada desde el día 23 de marzo en el hotel Continental.

Nueva afirmación.

—En compañía de… —consultó su cuaderno— Ramiro Arribas Querol, natural de Vitoria, nacido el 23 de octubre de 1901.

Volví a asentir, esta vez bajando la mirada. Era la primera vez que oía su nombre después de todo aquel tiempo. El comisario Vázquez no pareció apreciar que me empezaba a faltar aplomo, o tal vez sí lo hizo y no quiso que yo lo notara; el caso es que prosiguió con su interrogatorio haciendo caso omiso a mi reacción.

—Y en el hotel Continental dejaron ambos una factura pendiente de tres mil setecientos ochenta y nueve francos franceses.

No repliqué. Simplemente volví la cabeza hacia un lado para evitar el contacto con sus ojos.

—Míreme —dijo.

No hice caso.

—Míreme —repitió. Su tono se mantenía neutro: no era más insistente la segunda vez que la anterior, ni más amable, ni tampoco más exigente. Era, simplemente, el mismo. Esperó paciente unos momentos, hasta que obedecí y le dirigí la mirada. Pero no respondí. Él reformuló su pregunta sin perder el temple.

—¿Es usted consciente de que en el hotel Continental dejaron una factura pendiente de tres mil setecientos ochenta y nueve francos?

—Creo que sí —respondí al fin con un hilo de voz. Y volví a despegar mi mirada de la suya, y volví a girar la cabeza hacia un lado. Y empecé a llorar.

—Míreme —requirió por tercera vez.

Esperó un tiempo, hasta que fue consciente de que en aquella ocasión yo ya no tenía la intención, o las fuerzas, o el valor suficiente para hacerle frente. Entonces oí cómo se levantaba de su silla, bordeaba mis pies y se acercaba al otro lado. Se sentó en la cama vecina sobre la que yo tenía depositada mi mirada; destrozó con su cuerpo la lisura de las sábanas y clavó sus ojos en los míos.

—Estoy intentando ayudarla, señora. O señorita, igual me da —aclaró con firmeza—. Está usted metida en un lío tremendo, aunque me consta que no es por voluntad propia. Creo que conozco cómo ha ocurrido todo, pero necesito que usted colabore conmigo. Si usted no me ayuda a mí, yo no voy a poder ayudarla a usted, ¿entiende?

Dije que sí con esfuerzo.

—Bien, pues deje de llorar y vamos a ello.

Me sequé las lágrimas con el embozo de la sábana. El comisario me concedió un breve minuto. Apenas intuyó que el llanto había remitido, volvió concienzudo a su tarea.

—¿Lista?

—Lista —murmuré.

—Mire, está usted acusada por la dirección del hotel Continental de haber dejado impagada una factura bastante abultada, pero eso no es todo. La cuestión, por desgracia, es mucho más compleja. Hemos sabido que también hay sobre usted una denuncia de la casa Hispano-Olivetti por estafa de veinticuatro mil ochocientas noventa pesetas.

—Pero yo, pero…

Un gesto de su mano me impidió proseguir con mi exculpación: aún tenía más noticias que ofrecerme.

—Y una orden de búsqueda por la sustracción de unas joyas de considerable valor en un domicilio particular en Madrid.

—Yo, no, pero…

El impacto de lo escuchado me anulaba la capacidad de pensar e impedía a las palabras salir ordenadas. El comisario, consciente de mi aturdimiento, intentó tranquilizarme.

—Ya lo sé, ya lo sé. Cálmese, no se esfuerce. He leído todos los papeles que traía en su maleta y con ellos he podido recomponer de manera aproximada los acontecimientos. He encontrado el escrito que dejó su marido, o su novio, o su amante, o lo que sea el tal Arribas, y también un certificado de la donación de las joyas a su favor, y un documento que expone que el anterior propietario de tales joyas es en realidad su padre.

No recordaba haber llevado aquellos papeles conmigo; no sabía qué había sido de ellos desde que Ramiro los guardó pero, si estaban entre mis cosas, seguramente era porque yo misma los había cogido de la habitación del hotel de manera inconsciente en el momento de mi marcha. Suspiré con cierto alivio al entender que tal vez en ellos podría estar la clave de mi redención.

—Hable con él, por favor, hable con mi padre —supliqué—. Está en Madrid, se llama Gonzalo Alvarado, vive en la calle Hermosilla 19.

—No hay forma de que podamos localizarle. Las comunicaciones con Madrid son pésimas. La capital está convulsionada, hay mucha gente desubicada: retenidos, huidos, o saliendo, o escondidos, o muertos. Además, la cosa para usted es más complicada aún porque la denuncia partió del propio hijo de Alvarado, Enrique, creo recordar que es su nombre, su medio hermano, ¿no? Enrique Alvarado, sí —corroboró tras consultar sus notas—. Al parecer, una criada le informó hace unos meses de que usted había estado en la casa y salió de ella bastante alterada portando unos paquetes: presuponen que en ellos estaban las joyas, creen que Alvarado padre pudo haber sido víctima de un chantaje o sometido a algún tipo de extorsión. En fin, un asunto bastante feo, aunque estos documentos parecen eximirla de culpa.

Sacó entonces de uno de los bolsillos exteriores de la chaqueta los papeles que mi padre me había entregado en nuestro encuentro de meses atrás.

—Por fortuna para usted, Arribas no se los llevó junto con las joyas y el dinero, posiblemente porque podrían haberle resultado comprometedores. Debería haberlos destruido para salvaguardarse las espaldas pero, en su prisa por volatilizarse, no lo hizo. Quédele agradecida porque esto es, de momento, lo que va a salvarla de la cárcel —apuntó con ironía. Acto seguido, cerró los ojos brevemente, como intentando tragarse sus últimas palabras—. Perdone, no he querido ofenderla; imagino que en su ánimo no estará agradecer nada a un tipo que se ha portado con usted como lo ha hecho él.

No repliqué a su disculpa, sólo formulé débilmente otra pregunta.

—¿Dónde está ahora?

—¿Arribas? No lo sabemos con certeza. Puede que en Brasil, quizá en Buenos Aires. En Montevideo tal vez. Embarcó en un transatlántico de pabellón argentino, pero puede haber desembarcado en varios puertos. Iba acompañado al parecer de otros tres individuos: un ruso, un polaco y un italiano.

—¿Y no van a buscarle? ¿No van a hacer nada por seguir su rastro y detenerle?

—Me temo que no. Tenemos poco contra él: simplemente una factura impagada a medias con usted. A no ser que quiera usted denunciarle por las joyas y el dinero que le ha quitado, aunque, con sinceridad no creo que valga la pena. Es cierto que todo era suyo, pero la procedencia es un tanto turbia y usted está denunciada justo por lo mismo. En fin, creo que es difícil que volvamos a saber de su paradero; estos tipos suelen ser listos, tienen mucho mundo y saben cómo hacer para evaporarse y reinventarse a los cuatro días en cualquier punto del globo de la forma más insospechada.

—Pero íbamos a emprender una vida nueva, íbamos a abrir un negocio; estábamos esperando la confirmación —balbuceé.

—¿Se refiere a lo de las máquinas de escribir? —preguntó sacando un nuevo sobre del bolsillo—. No habrían podido: carecían de autorización. Los dueños de las academias en la Argentina no tenían el menor interés en expandir su negocio al otro lado del Atlántico y así se lo hicieron saber en el mes de abril. —Percibió el desconcierto en mi cara—. Arribas nunca se lo dijo, ¿verdad?

Recordé mis consultas diarias al mostrador de recepción, ilusionada, anhelante por el recibo de aquella carta que yo creía que iba a cambiar nuestras vidas y que ya llevaba meses en poder de Ramiro sin que jamás me lo hubiera comunicado. Mis agarraderas para defenderle iban disolviéndose, haciéndose humo. Me aferré con escasas fuerzas al último resquicio de esperanza que me quedaba.

—Pero él me quería…

Sonrió el comisario con un punto de amargura mezclada con algo parecido a la compasión.

—Eso dicen todos los de su calaña. Mire, señorita, no se engañe: los tipos como Arribas sólo se quieren a sí mismos. Pueden ser afectivos y parecer generosos; suelen ser encantadores, pero a la hora de la verdad sólo les interesa su propio pellejo y, a la primera que las cosas se ponen un poco oscuras, salen escopeteados y saltan por encima de lo que haga falta con tal de no ser cogidos en un renuncio. Esta vez la gran perjudicada ha sido usted; mala suerte, ciertamente. Yo no dudo que él la estimara, pero un buen día le surgió otro proyecto mejor y usted se transformó para él en una carga que no le interesaba arrastrar. Por eso la dejó, no le dé más vueltas. Usted no tiene la culpa de nada, pero poco podemos hacer ya nosotros por enmendar lo irreversible.

No quise ahondar más en aquella reflexión sobre la sinceridad del amor de Ramiro; era demasiado doloroso para mí. Preferí retomar los asuntos prácticos.

—¿Y lo de Hispano-Olivetti? ¿Qué se supone que tengo yo que ver en eso?

Inspiró y expulsó aire con fuerza, como preparándose para abordar algo que no le resultaba grato.

—Ese asunto está más embrollado aún. De momento, ahí no hay pruebas fehacientes que la exculpen, aunque yo, personalmente, intuyo que se trata de otra jugarreta en la que la ha implicado su marido, o su novio, o lo que sea el tal Arribas. La versión oficial de los hechos es que usted figura como dueña de un negocio que ha recibido una cantidad de máquinas de escribir que nunca han sido pagadas.

—A él se le ocurrió constituir una empresa a mi nombre, pero yo no sabía… yo no conocía… yo no…

—Eso es lo que yo creo, que usted no tenía idea de todo lo que él hizo usándola como tapadera. Le voy a contar lo que yo intuyo que ocurrió en realidad; la versión oficial ya la sabe. Corríjame si me equivoco: usted recibió de su padre un dinero y unas joyas, ¿cierto?

Asentí.

—Y, después, Arribas se ofreció a registrar una empresa a su nombre y a guardar todo el dinero y las joyas en la caja fuerte de la compañía para la que trabajaba, ¿cierto?

Asentí otra vez.

—Bien, pues no lo hizo. O mejor dicho, sí lo hizo, pero no en calidad de simple depósito a su nombre. Con su dinero realizó una compra a su propia empresa simulando que se trataba de un encargo de la casa de importación y exportación que le menciono, Mecanográficas Quiroga, en la cual figuraba usted como propietaria. Pagó puntualmente con su dinero e Hispano-Olivetti no sospechó nada en absoluto: un pedido más, grande y bien gestionado, y punto. Arribas, por su parte, revendió aquellas máquinas, ignoro a quién o cómo. Hasta ahí todo correcto para Hispano-Olivetti en términos contables, y satisfactorio para Arribas que, sin haber invertido un céntimo de su propio canal había hecho un estupendo negocio a su favor. Bien, a las pocas semanas, volvió a tramitar otro gran pedido a su nombre, el cual fue una vez más oportunamente servido. El importe de este pedido no fue satisfecho en el acto; sólo se ingresó un primer plazo pero, habida cuenta de que usted ya figuraba como buena pagadora, nadie sospechó: imaginaron que el resto del montante sería satisfecho de manera conveniente en los términos establecidos. El problema es que tal pago nunca se realizó: Arribas revendió una vez más la mercancía, recogió de nuevo beneficios y se quitó de en medio, con usted y con todo su capital prácticamente intacto, además de unas buenas tajadas conseguidas con la reventa y la compra que nunca pagó. Un buen golpe, sí, señor, aunque alguien debió de sospechar algo porque, según tengo entendido, su salida de Madrid fue un poco precipitada, ¿verdad?

Recordé como en un fogonazo mi llegada a nuestra casa de la plaza de las Salesas aquella mañana de marzo, el ímpetu nervioso de Ramiro sacando la ropa del armario y llenando maletas de forma atropellada, la urgencia que me infundió para que yo hiciera lo mismo sin perder apenas un segundo. Con esas imágenes en la mente, corroboré la presuposición del comisario. Él prosiguió.

—Así que, a la postre, Arribas no sólo se ha quedado con su dinero, sino que además lo utilizó para conseguir mayores beneficios para sí mismo. Un tipo muy espabilado, sin duda alguna.

Las lágrimas volvieron a asomárseme a los ojos.

—Pare. Guárdese el llanto, haga el favor: no vale la pena llorar sobre la leche derramada. Mire, realmente, todo ha ocurrido en el momento menos oportuno y más complicado.

Tragué saliva, logré contenerme y conseguí acomodarme de nuevo al diálogo.

—¿Por lo de la guerra que mencionó el otro día?

—Aún no se sabe en qué acabará todo esto pero, de momento, la situación es extremadamente compleja. Media España está en manos de los sublevados y la otra media permanece leal al gobierno. Hay un caos tremendo, desinformación y falta de noticias; en fin, un absoluto desastre.

—¿Y aquí? ¿Cómo están aquí las cosas?

—Ahora, moderadamente tranquilas; en las semanas de atrás todo ha estado mucho más revuelto. Aquí es donde empezó todo, ¿no lo sabe? De aquí surgió el alzamiento; de aquí, de Marruecos, salió el general Franco y aquí se inició el movimiento de tropas. Hubo bombardeos en los primeros días; la aviación de la República atacó la Alta Comisaría en respuesta a la sublevación, pero la mala suerte hizo que erraran su objetivo y uno de los Fokkers causó bastantes heridos civiles, la muerte de unos cuantos niños moros y la destrucción de una mezquita, con lo que los musulmanes han considerado tal acto como un ataque hacia ellos y se han puesto automáticamente del lado de los sublevados. Ha habido también, por la otra parte, numerosos arrestos y fusilamientos de defensores de la República contrarios al alzamiento: la cárcel europea está hasta arriba y han levantado una especie de campo de reclusión en El Mogote. Finalmente, con la caída del aeródromo de Sania Ramel aquí, muy cerca de este hospital, se acabaron los bastiones del gobierno en el Protectorado, así que ahora todo el norte de África está ya controlado por los militares sublevados y la situación más o menos calmada. Lo fuerte, ahora, está en la Península.

Se frotó entonces los ojos con el pulgar y el índice de la mano izquierda; desplazó después su palma lentamente hacia arriba, por las cejas, la frente y el nacimiento del pelo, por la coronilla y la nuca hasta llegar al cuello. Habló en tono bajo, como para sí mismo.

—A ver si acaba todo esto de una puñetera vez…

Le saqué de su reflexión; no pude contener la incertidumbre un segundo más.

—Pero ¿voy a poder marcharme o no?

Mi pregunta inoportuna le hizo volver a la realidad. Tajante.

—No. De ninguna manera. No va a poder ir usted a ningún sitio, y mucho menos a Madrid. Allí se mantiene de momento el gobierno de la República: el pueblo lo apoya y se está preparando para resistir lo que haga falta.

—Pero yo tengo que regresar —insistí con flojedad—. Allí está mi madre, mi casa…

Habló de nuevo esforzándose por mantener su paciencia a raya. Mi insistencia le estaba resultando cada vez más molesta, aunque intentaba no contrariarme, habida cuenta de mi condición clínica. En otras circunstancias posiblemente me habría tratado con muchas menos contemplaciones.

—Mire, yo no sé de qué pie cojea usted, si estará con el gobierno o a favor del alzamiento. —Su voz era de nuevo templada; había recuperado todo su vigor tras un breve instante de decaimiento; probablemente el cansancio y la tensión de los días convulsos le hubiera pasado una momentánea factura—. Si le soy sincero, después de todo lo que he tenido que ver en estas últimas semanas, su posición me importa más bien poco; es más, prefiero no enterarme. Yo me limito a seguir con mi trabajo intentando mantener las cuestiones políticas al margen; ya hay gente de sobra ocupándose, por desgracia, de ellas. Pero irónicamente la suerte, por una vez y aunque le cueste creerlo, ha caído de su lado. Aquí, en Tetuán, centro de la sublevación, estará del todo segura porque nadie excepto yo se va a preocupar de sus asuntos con la ley y, créame, son bastante turbios. Lo suficiente como para, en condiciones normales, mantenerla una buena temporada encarcelada.

Traté de protestar, alarmada y llena de pánico. No me dejó; frenó mis intenciones alzando una mano y prosiguió hablando.

—Imagino que en Madrid se pararán la mayoría de los trámites policiales y todos los procesos judiciales que no sean políticos o de envergadura mayor: con lo que allí les ha caído, no creo que nadie tenga interés en andar persiguiendo por Marruecos a una presunta estafadora de una firma de máquinas de escribir y supuesta ladrona del patrimonio de su padre denunciada por su propio hermano. Hace unas semanas se trataría de asuntos medianamente serios pero, a día de hoy, son sólo una cuestión insignificante en comparación con lo que en la capital se les viene encima.

—¿Entonces? —pregunté indecisa.

—Entonces lo que usted va a hacer es no moverse; no realizar el menor intento para salir de Tetuán y poner todo de su parte para no causarme el más mínimo problema. Mi cometido es velar por la vigilancia y seguridad de la zona del Protectorado y no creo que usted sea una grave amenaza para la misma. Pero, por si acaso, no quiero perderla de vista. Así que va a quedarse aquí una temporada y se va a mantener al margen de cualquier tipo de líos. Y no entienda esto como un consejo o una sugerencia, sino como una orden en toda regla. Será como una detención un tanto particular: no la meto en el calabozo ni la confino a un arresto domiciliario, así que gozará de una relativa libertad de movimientos. Pero queda terminantemente desautorizada para abandonar la ciudad sin mi previo consentimiento, ¿está claro?

—¿Hasta cuándo? —pregunté sin corroborar lo que me pedía. La idea de quedarme sola de forma indefinida en aquella ciudad desconocida se me presentaba ante los ojos como la peor de las opciones.

—Hasta que la situación se calme en España y veamos cómo se resuelven las cosas. Entonces decidiré qué hacer con usted; ahora mismo no tengo ni tiempo ni manera de encargarme de sus asuntos. Con inmediatez, sólo tendrá que hacer frente a un problema: la deuda con el hotel de Tánger.

—Pero yo no tengo con qué pagar esa cantidad… —aclaré de nuevo al borde de las lágrimas.

—Ya lo sé: he revisado de arriba abajo su equipaje y, aparte de ropa revuelta y algunos papeles, he comprobado que no lleva nada más. Pero, de momento, usted es la única responsable que tenemos y en ese asunto está igual de implicada que Arribas. Así que, ante la ausencia de él, será usted quien haya de responder a la demanda. Y, de ésta, me temo que no la voy a poder librar porque en Tánger saben que la tengo aquí, perfectamente localizada.

—Pero él se llevó mi dinero… —insistí con la voz rota de nuevo por el llanto.

—También lo sé, y deje de llorar de una maldita vez, haga el favor. En su escrito el mismo Arribas lo aclara todo: con sus propias palabras expresa abiertamente lo sinvergüenza que es y su intención de dejarla en la estacada y sin un céntimo, llevándose todos sus bienes. Y con un embarazo a rastras que acabó perdiendo nada más pisar Tetuán, apenas bajó del autobús.

El desconcierto de mi rostro, mezclado con las lágrimas, mezclado con el dolor y la frustración, le obligó a enunciar una pregunta.

—¿No se acuerda? Fui yo quien la estaba esperando allí. Habíamos recibido un aviso de la gendarmería de Tánger alertando sobre su llegada Al parecer, un botones del hotel comentó algo con el gerente sobre su marcha precipitada, le pareció que iba en un estado bastante alterado y saltó la alarma. Descubrieron entonces que habían abandonado la habitación con intención de no volver más. Como el importe que debían era considerable, alertaron a la policía, localizaron al taxista que la llevó hasta La Valenciana y averiguaron que se dirigía hacia aquí. En condiciones normales habría mandado a alguno de mis hombres en su busca, pero, según están las cosas de convulsas en los últimos tiempos, ahora prefiero supervisarlo todo directamente para evitar sorpresas desagradables, así que decidí acudir yo mismo en su busca. Apenas bajó del autobús se desmayó en mis brazos; yo mismo la traje hasta aquí.

En mi memoria empezaron entonces a cobrar forma algunos recuerdos borrosos. El calor asfixiante de aquel autobús al que todo el mundo, efectivamente, llamaba La Valenciana. El griterío en su interior, las cestas con pollos vivos, el sudor y los olores que desprendían los cuerpos y los bultos que los pasajeros, moros y españoles, acarreaban con ellos. La sensación de una humedad viscosa entre los muslos. La debilidad extrema al descender una vez llegados a Tetuán, el espanto al notar que una sustancia caliente me chorreaba por las piernas. El reguero negro y espeso que iba dejando a mi paso y, nada más tocar el asfalto de la nueva ciudad, una voz de hombre proveniente de una cara medio tapada por la sombra del ala de un sombrero. «¿Sira Quiroga? Policía. Acompáñeme, por favor». En aquel momento me sobrevino una flojedad infinita y noté cómo la mente se me nublaba y las piernas dejaban de sostenerme. Perdí la consciencia y ahora, semanas después, volvía a tener frente a mí aquel rostro que aún no sabía si pertenecía a mi verdugo o mi redentor.

—La hermana Virtudes se ha encargado de irme transmitiendo informes de su evolución. Llevo días intentando hablar con usted, pero me han negado el acceso hasta ahora. Me han dicho que tiene anemia perniciosa y unas cuantas cosas más. Pero, en fin, parece que ya se encuentra mejor, por eso me han autorizado a verla hoy y van a darle el alta en los próximos días.

—Y ¿adónde voy a ir? —Mi angustia era tan inmensa como mi temor. Me sentía incapaz de enfrentarme por mí misma a una realidad desconocida. Nunca había hecho nada sin ayuda, siempre había tenido a alguien que marcara mis pasos: mi madre, Ignacio, Ramiro. Me sentía inútil, inepta para enfrentarme sola a la vida y sus envites. Incapaz de sobrevivir sin una mano que me llevara agarrada con fuerza, sin una cabeza decidiendo por mí. Sin una presencia cercana en la que confiar y de la que depender.

—En eso ando —dijo—, buscándole un sitio, no crea que es fácil encontrarlo tal como están las cosas. De todas maneras, me gustaría conocer algunos datos sobre su historia que aún se me escapan, así que, si se siente con fuerzas, quisiera volver a verla mañana para que usted misma me resuma todo lo que pasó, por si hubiera algún detalle que nos ayudara a resolver los problemas en los que la ha metido su marido, su novio…

—… o lo que quiera que sea ese hijo de mala madre —completé con una mueca irónica tan débil como amarga.

—¿Estaban casados? —preguntó.

Negué con la cabeza.

—Mejor para usted —concluyó tajante. Consultó entonces el reloj—. Bien, no quiero cansarla más —dijo levantándose—, creo que por hoy es suficiente. Volveré mañana, no sé a qué hora; cuando tenga un hueco, estamos hasta arriba.

Lo contemplé mientras se dirigía hacia la salida del pabellón, andando con prisa, con el paso elástico y determinado de quien no está acostumbrado a perder el tiempo. Antes o después, cuando me recuperara, debería averiguar si en verdad aquel hombre confiaba en mi inocencia o si simplemente deseaba librarse de la pesada carga que conmigo había caído como del cielo en el momento más inoportuno. No pude pensarlo entonces: estaba exhausta y acobardada, y lo único que ansiaba era dormir un sueño profundo y olvidarme de todo.

El comisario Vázquez regresó la tarde siguiente, a las siete, tal vez a las ocho, cuando el calor era ya menos intenso y la luz más tamizada. Nada más verle atravesar la puerta en el otro extremo del pabellón, me apoyé sobre los codos y, con gran esfuerzo, arrastrándome casi, me incorporé. Cuando llegó hasta mí, se sentó en la misma silla del día anterior. Ni siquiera le saludé. Sólo carraspeé, preparé la voz y me dispuse a narrar todo lo que él quería oír.