5

Dejamos Madrid a finales de marzo de 1936. Salí una mañana a comprar unas medias y al regresar encontré la casa revuelta y a Ramiro rodeado de maletas y baúles.

—Nos vamos. Esta tarde.

—¿Ya han contestado los de Pitman? —pregunté con un nudo de nervios agarrado a los intestinos. Respondió sin mirarme, descolgando del armario pantalones y camisas a toda velocidad.

—No directamente, pero he sabido que están estudiando con toda seriedad la propuesta. Así que creo que es el momento de empezar a desplegar alas.

—¿Y tu trabajo?

—Me he despedido. Hoy mismo. Me tenían más que harto, sabían que era cuestión de días que me fuera. Así que adiós, hasta nunca, Hispano-Olivetti. Otro mundo nos espera, mi amor; la fortuna es de los valientes, así que empieza a recoger porque nos marchamos.

No respondí y mi silencio le obligó a interrumpir su frenética actividad. Paró, me miró y sonrió al percibir mi aturdimiento. Se acercó entonces, me agarró por la cintura y con un beso arrancó de cuajo mis miedos y me practicó una transfusión de energía capaz de hacerme volar hasta Marruecos.

Las prisas apenas me concedieron unos minutos para despedirme de mi madre; poco más que un abrazo rápido casi en la puerta y un no te preocupes, que te escribiré. Agradecí no tener tiempo para prolongar el adiós: habría sido demasiado doloroso. Ni siquiera volví la mirada mientras descendía trotando por las escaleras: a pesar de su fortaleza, sabía que ella estaba a punto de echarse a llorar y no era momento para sentimentalismos. En mi absoluta inconsciencia, presentía que nuestra separación no duraría demasiado: como si África estuviera al alcance con tan sólo cruzar un par de calles y nuestra marcha no fuera a durar más allá de unas cuantas semanas.

Desembarcamos en Tánger un mediodía ventoso del principio de la primavera. Abandonamos un Madrid gris y bronco y nos instalamos en una ciudad extraña, deslumbrante, llena de color y contraste, donde los rostros oscuros de los árabes con sus chilabas y turbantes se mezclaban con europeos establecidos y otros que huían de su pasado en tránsito hacia mil destinos, con las maletas siempre a medio hacer llenas de sueños inciertos. Tánger, con su mar, sus doce banderas internacionales y aquella vegetación intensa de palmeras y eucaliptos; con callejuelas morunas y nuevas avenidas recorridas por suntuosos automóviles significados con las letras CD: corps diplomatique. Tánger, donde los minaretes de las mezquitas y el olor de las especias convivían sin tensión con los consulados, los bancos, las frívolas extranjeras en descapotables, el aroma a tabaco rubio y los perfumes parisinos libres de impuestos. Las terrazas de los balnearios del puerto nos recibieron con los toldos aleteando por la fuerza del aire marino, el cabo Malabata y las costas españolas en la distancia. Los europeos, ataviados con ropa clara y liviana, protegidos por gafas de sol y sombreros flexibles, tomaban aperitivos ojeando la prensa internacional con las piernas cruzadas en indolente desidia. Dedicados unos a los negocios, otros a la administración, y muchos de ellos a una vida ociosa y falsamente despreocupada: el preludio de algo incierto que aún estaba por venir y ni los más audaces podían presagiar.

A la espera de recibir noticias concretas de los dueños de las Academias Pitman, nos hospedamos en el hotel Continental, sobre el puerto y al borde de la medina. Ramiro cablegrafió a la empresa argentina para anunciarles nuestro cambio de dirección y yo me encargaba a diario de preguntar a los conserjes por la llegada de aquella carta que habría de marcar el principio de nuestro porvenir. Una vez obtuviéramos la respuesta, decidiríamos si nos quedábamos en Tánger o nos instalábamos en el Protectorado. Y entretanto, mientras la comunicación se demoraba en su travesía del Atlántico, empezamos a movernos por la ciudad entre expatriados como nosotros, aunados con aquella masa de seres de pasado difuso y futuro imprevisible dedicada en alma y cuerpo a la agotadora tarea de charlar, beber, bailar, asistir a espectáculos en el teatro Cervantes y jugarse a las cartas el mañana; incapaces de averiguar si lo que la vida les depararía era un destino rutilante o un siniestro final en algún agujero sobre el que aún no tenían pistas siquiera.

Empezamos a ser como ellos y nos adentramos en un tiempo en el que hubo de todo excepto sosiego. Hubo horas de amor amontonado en la habitación del Continental mientras las cortinas blancas ondeaban con la brisa del mar; pasión furiosa bajo el ruido monótono de las aspas del ventilador mezclado con el ritmo entrecortado de nuestros alientos, sudor con sabor a salitre resbalando sobre la piel y las sábanas arrugadas desbordando la cama y derramándose por el suelo. Hubo también salidas constantes, vida en la calle de noche y de día. Al principio andábamos solos los dos, no conocíamos a nadie. Algunos días en que el levante no soplaba con fuerza, íbamos a la playa del Bosque Diplomático; por las tardes paseábamos por el recién construido boulevard Pasteur, o veíamos películas americanas en el Florida Kursaal o el Capitol, o nos sentábamos en cualquier café del Zoco Chico, el centro palpitante de la ciudad, donde lo árabe y lo europeo se imbricaban con gracia y comodidad.

Nuestro aislamiento duró, sin embargo, apenas unas semanas: Tánger era pequeño, Ramiro sociable hasta el extremo, y todo el mundo parecía en aquellos días tener una inmensa urgencia por tratar con unos y con otros. En breve fuimos empezando a saludar rostros, a conocer nombres y unirnos a grupos al entrar en los locales. Comíamos y cenábamos en el Bretagne, el Roma Park o en la Brasserie de la Plage y por las noches íbamos al Bar Russo, o al Chatham, o al Detroit en la plaza de Francia, o al Central con su grupo de animadoras húngaras, o a ver los espectáculos del music hall M’salah en su gran pabellón acristalado, lleno a rebosar de franceses, ingleses y españoles, judíos de nacionalidad diversa, marroquíes, alemanes y rusos que danzaban, bebían y discutían sobre política de aquí y de allá en un revoltijo de lenguas al son de una orquesta espectacular. A veces terminábamos en el Haffa, junto al mar, bajo carpas hasta el amanecer. Con colchonetas en el suelo, con gente recostada fumando kif y bebiendo té. Árabes ricos, europeos de fortuna incierta que en algún momento del pasado quizá también lo fueron o quizá no. Rara vez nos acostábamos antes del alba en aquel tiempo difuso, a caballo entre la expectación por la llegada de noticias desde la Argentina y la ociosidad impuesta ante su demora. Nos fuimos adaptando a circular por la nueva parte europea y a callejear por la moruna; a convivir con la presencia amalgamada de los trasterrados y los locales. Con las damas de tez de cera paseando sus caniches tocadas de pamela y perlas, y los barberos renegridos trabajando al aire libre con sus vetustas herramientas. Con los vendedores callejeros de pomadas y ungüentos, los atuendos impecables de los diplomáticos, los rebaños de cabras y las siluetas rápidas, huidizas y casi sin rostro de las mujeres musulmanas en sus jaiques y caftanes.

A diario llegaban noticias de Madrid. A veces las leíamos en los periódicos locales en español, Democracia, El Diario de África o el republicano El Porvenir. A veces simplemente las oíamos de boca de los vendedores de prensa que en el Zoco Chico gritaban titulares en un revoltijo de lenguas: La Vedetta di Tangeri en italiano, Le Journal de Tangier en francés. En ocasiones me llegaban cartas de mi madre, breves, simples, distanciadas. Supe así que mi abuelo había muerto callado y quieto en su mecedora, y entre líneas intuí lo difícil que, día a día, se estaba volviendo para ella el mero sobrevivir.

Fue también un tiempo de descubrimientos. Aprendí algunas frases en árabe, pocas pero útiles. Mi oído se acostumbró al sonido de otras lenguas —el francés, el inglés— y a otros acentos de mi propio idioma como la haketía, aquel dialecto de los judíos sefardíes marroquíes con fondo de viejo español que incorporaba también palabras del árabe y el hebreo. Averigüé que hay sustancias que se fuman o se inyectan o se meten por la nariz y trastornan los sentidos; que hay quien es capaz de jugarse a su madre en una mesa de bacarrá y que existen pasiones de la carne que admiten muchas más combinaciones que las de un hombre y una mujer sobre la horizontalidad de un colchón. Me enteré también de algunas cosas que pasaban por el mundo y de las que mi formación subterránea nunca había tenido conocimiento: supe que años atrás había habido en Europa una gran guerra, que en Alemania gobernaba un tal Hitler al que unos admiraban y otros temían, y que quien estaba un día en un sitio con aparente sentido de la permanencia, podía al siguiente volatilizarse para salvar sus huesos, para que no se los partieran a golpes, o para evitar terminar con ellos en un lugar peor que la más siniestra de sus pesadillas.

Y descubrí también, con la más inmensa desazón, que en cualquier momento y sin causa aparente, todo aquello que creemos estable puede desajustarse, desviarse, torcer su rumbo y empezar a cambiar. Contrariamente a los conocimientos sobre las aficiones de unos y otros, sobre política europea e historia de las patrias de los seres que nos rodeaban, aquella enseñanza no la adquirí porque nadie me la contara, sino porque me tocó vivirla en primera persona. No recuerdo el momento exacto ni qué fue en concreto lo que pasó pero, en algún punto indeterminado, las cosas entre Ramiro y yo comenzaron a cambiar.

Al principio no hubo más que una mera alteración en las rutinas. Nuestra implicación con otra gente fue aumentando y empezó el interés definido por ir a este sitio o a aquél; ya no vagabundeábamos sin prisas por las calles, no nos dejábamos llevar por la inercia como hacíamos los primeros días. Yo prefería nuestra etapa anterior, solos, sin más nadie que el uno y el otro y el mundo ajeno alrededor, pero entendía que Ramiro, con su personalidad arrolladora, había empezado a ganar simpatías por todas partes. Y lo que él hiciera para mí bien hecho estaba, así que aguanté sin replicar todas las horas interminables que pasamos entre extraños a pesar de que en la mayoría de las ocasiones yo apenas entendía lo que hablaban, a veces porque lo hacían en lenguas que no eran la mía, a veces porque discutían sobre lugares y asuntos que yo aún desconocía: concesiones, nazismo, Polonia, bolcheviques, visados, extradiciones. Ramiro se desenvolvía medianamente en francés e italiano chapurreaba algo de inglés y conocía algunas expresiones en alemán. Había trabajado para empresas internacionales y mantenido contactos con extranjeros, y a donde no llegaba con las palabras exactas, lo lucía con gestos, circunloquios y sobrentendidos. La comunicación no presentaba para él ningún problema y en poco tiempo se hizo una figura popular en los círculos de expatriados. Nos resultaba difícil entrar a un restaurante y no saludar en más de dos o tres mesas, llegar a la barra del hotel El Minzah o a la terraza del café Tingis y no ser requeridos para acoplarnos a la charla animada de algún grupo. Y Ramiro se acomodaba a ellos como si los conociera de toda la vida, y yo me dejaba arrastrar, convertida en su sombra, en una presencia casi siempre muda, indiferente a todo lo que no fuera sentirle a mi lado y ser su apéndice, una extensión siempre complaciente de su persona.

Hubo un tiempo, el que duró la primavera más o menos, en el que combinamos ambas facetas y logramos el equilibrio. Manteníamos nuestros ratos de intimidad, nuestras horas exclusivas. Manteníamos la llama de los días de Madrid y, a la vez, nos abríamos a los nuevos amigos y avanzábamos en los vaivenes de la vida local. En algún momento, sin embargo, la balanza empezó a descompensarse. Lentamente, muy poquito a poco, pero de manera irreversible. Las horas públicas empezaron a filtrarse en el espacio de nuestros momentos privados. Las caras conocidas dejaron de ser simples fuentes de conversación y anécdotas, y empezaron a configurarse como personas con pasado, planes de futuro y capacidad de intervención. Sus personalidades salieron del anonimato y comenzaron a perfilarse con rotundidad, a resultar interesantes, atrayentes. Aún recuerdo algunos de sus nombres y apellidos; aún conservo en mi memoria el recuerdo de sus rostros que ya serán calaveras y de sus procedencias lejanas que yo entonces era incapaz de ubicar en el mapa. Iván, el ruso elegante y silencioso, estilizado como un junco, con mirada huidiza y un pañuelo saliendo siempre del bolsillo de su chaqueta como una flor de seda fuera de temporada. Aquel barón polaco cuyo nombre hoy se me escapa que pregonaba su supuesta fortuna a los cuatro vientos y sólo tenía un bastón con el puño de plata y dos camisas desgastadas en el cuello por el roce de la piel contra los años. Isaac Springer, el judío austríaco con su gran nariz y su pitillera de oro. La pareja de croatas, los Jovovic, tan bellos ambos, tan parecidos y ambiguos que a veces pasaban por amantes y a veces por hermanos. El italiano sudoroso que siempre me miraba con ojos turbios, Mario se llamaba, tal vez Mauricio, no sé ya. Y Ramiro comenzó a intimar cada vez más con ellos, a hacerse partícipe de sus anhelos y preocupaciones, parte activa en sus proyectos. Y yo veía cómo día a día, suave, suavemente, él iba acercándose más a ellos y alejándose de mí.

Las noticias de los dueños de las Academias Pitman parecían no llegar nunca y, para mi sorpresa, a Ramiro tal demora no daba la impresión de causarle la menor inquietud. Cada vez pasábamos menos tiempo solos en la habitación del Continental. Cada vez había menos susurros, menos alusiones a todo lo que hasta entonces le había encantado de mí. Apenas mencionaba lo que antes le enloquecía y nunca se cansaba de nombrar: el lustre de mi piel, mis caderas de diosa, la seda de mi pelo. Apenas dedicaba piropos a la gracia de mi risa, a la frescura de mi juventud. Casi nunca se reía ya con lo que antes llamaba mi bendita inocencia, y yo notaba cómo cada vez generaba en él menos interés, menos complicidad, menos ternura. Fue entonces, en medio de aquellos tristes días en los que la incertidumbre amenazaba dándome tirones en la conciencia, cuando comencé a sentirme mal. No sólo mal de espíritu, sino también mal de cuerpo. Mal, mal, fatal, peor. Quizá mi estómago no acababa de acostumbrarse a las nuevas comidas, tan distintas a los pucheros de mi madre y a los platos simples de los restaurantes de Madrid. Tal vez aquel calor tan denso y húmedo de principios de verano tenía algo que ver en mi creciente debilidad. La luz del día se me hacía demasiado violenta, los olores de la calle me causaban asco y ganas de vomitar. A duras penas conseguía juntar fuerzas para levantarme de la cama, las arcadas se repetían en los momentos más insospechados y el sueño se apoderaba de mí a todas horas. A veces —las menos— Ramiro parecía preocuparse: se sentaba a mi lado, me ponía la mano en la frente y me decía palabras dulces. A veces —las más— se distraía, se me perdía. No me hacía caso, se me iba yendo.

Dejé de acompañarle en las salidas nocturnas: apenas tenía energía y ánimo para sostenerme en pie. Empecé a quedarme sola en el hotel, horas largas, espesas, asfixiantes; horas de calima pegajosa, sin brizna de aire, como sin vida. Imaginaba que él se dedicaba a lo mismo que en los últimos tiempos y con las mismas compañías: copas, billar, conversación y más conversación; cuentas y mapas trazados en cualquier trozo de papel sobre el mármol blanco de las mesas de los cafés. Creía que hacía lo mismo que conmigo pero sin mí y no fui capaz de adivinar que había avanzado hacia otra fase, que había más; que ya había traspasado las fronteras de la mera vida social entre amigos para adentrarse en un territorio nuevo que no le era del todo desconocido. Hubo más planes, sí. Y también timbas, partidas feroces de póquer, fiestas hasta las claras del día. Apuestas, alardes, oscuras transacciones y proyectos desorbitados. Mentiras, brindis al sol y la emergencia de un flanco de su personalidad que durante meses había permanecido oculta. Ramiro Arribas, el hombre de las mil caras, me había enseñado hasta entonces sólo una. Las demás tardaría poco en conocerlas.

Cada noche volvía más tarde y en un estado peor. El faldón de la camisa medio sacado por encima de la cintura del pantalón, el nudo de la corbata casi a la altura del pecho, sobreexcitado, oliendo a tabaco y whisky, tartamudeando excusas con voz pastosa si me encontraba despierta. Algunas veces ni siquiera me rozaba, caía en la cama como un peso muerto y quedaba dormido al instante, respirando con ruidos que me impedían conciliar el sueño en las escasas horas que restaban hasta que entrara del todo la mañana. Otras me abrazaba torpemente, babeaba su aliento en mi cuello, apartaba la ropa que le estorbaba y se descargaba en mí. Y yo le dejaba hacer sin un reproche, sin entender del todo qué era lo que nos estaba pasando, incapaz de poner nombre a aquel despego.

Algunas noches nunca llegó. Ésas fueron las peores: madrugadas de desvelo frente a las luces amarillentas de los muelles reflejadas sobre el agua negra de la bahía, amaneceres apartando a manotazos las lágrimas y la amarga sospecha de que tal vez todo hubiera sido una equivocación, una inmensa equivocación para la que ya no había marcha atrás.

El final tardó poco en acercarse. Dispuesta a confirmar de una vez por todas la causa de mi malestar pero sin querer preocupar a Ramiro, me encaminé una mañana temprano hasta la consulta de un médico en la calle Estatuto. Doctor Bevilacqua, medicina general, trastornos y enfermedades, rezaba la placa dorada en su puerta. Me escuchó, me examinó, preguntó. Y no necesitó ni prueba de la rana ni ningún otro procedimiento para asegurar lo que yo ya presentía y Ramiro, después supe, también. Regresé al hotel con una mezcla de sentimientos aturullados. Ilusión, ansiedad, alegría, pavor. Esperaba encontrarle aún acostado, despertarle a besos para comunicarle la noticia. Pero nunca pude hacerlo. Jamás hubo ocasión de decirle que íbamos a tener un hijo porque cuando yo llegué él ya no estaba, y junto a su ausencia sólo encontré el cuarto revuelto, las puertas de los armarios de par en par, los cajones sacados de sus guías y las maletas dispersas por el suelo.

Nos han robado, fue lo primero que pensé.

Me faltó entonces el aire y tuve que sentarme en la cama. Cerré los ojos y respiré hondo, una, dos, tres veces. Cuando los abrí de nuevo, recorrí con la vista la habitación. Un solo pensamiento se repetía en mi mente: Ramiro, Ramiro, ¿dónde está Ramiro? Y entonces, en el paseo descarriado de mis pupilas por la estancia, éstas se toparon con un sobre en la mesilla de noche de mi lado de la cama. Apoyado contra el pie de la lámpara, con mi nombre en mayúsculas escrito con el trazo vigoroso de aquella letra que habría sido capaz de reconocer en el mismo fin del mundo.

Sira, mi amor:

Antes de que sigas leyendo quiero que sepas que te adoro y que tu recuerdo vivirá en mí hasta el fin de los días. Cuando leas estas líneas yo ya no estaré cerca, habré emprendido un nuevo rumbo y, aunque lo deseo con toda mi alma, me temo que no es posible que tú y la criatura que intuyo que esperas tengáis, de momento, cabida en él.

Quiero pedirte disculpas por mi comportamiento contigo en los últimos tiempos, por mi falta de dedicación a ti; confío en que entiendas que la incertidumbre generada por la ausencia de noticias de las Academias Pitman me impulsó a buscar otros caminos por los que poder emprender el tránsito al futuro. Fueron varias las propuestas estudiadas y una sola la elegida; se trata de una aventura tan fascinante como prometedora, pero exige mi dedicación en cuerpo y alma y, por eso, no es posible contemplar a día de hoy tu presencia en ella.

No me cabe la menor duda de que el proyecto que hoy emprendo resultará un éxito absoluto pero, de momento, en sus estadios iniciales, necesita una cuantiosa inversión que supera mis capacidades financieras, por lo que me he tomado la libertad de coger prestado el dinero y las joyas de tu padre para hacer frente a los gastos iniciales. Espero poder algún día devolverte todo lo que hoy adquiero en calidad de préstamo para que, con los años, puedas cederlo a tus descendientes igual que tu padre hizo contigo. Confío también en que el recuerdo de tu madre en su abnegación y fortaleza al criarte te sirva de inspiración en las etapas sucesivas de tu vida.

Adiós, vida mía. Tuyo siempre,

RAMIRO

PD. Te aconsejo que abandones Tánger lo antes posible; no es un buen lugar para una mujer sola y, menos aún, en tu actual condición. Me temo que puede haber quien tenga cierto interés en encontrarme y, si no dan conmigo, puede que intenten buscarte a ti. Al dejar el hotel, trata de hacerlo discretamente y con poco equipaje: aunque voy a procurarlo por todos los medios, con la urgencia de mi partida no sé si voy a tener oportunidad de liquidar la factura de los últimos meses y jamás podría perdonarme que ello te trastornara en manera alguna.

No recuerdo qué pensé. En mi memoria conservo intacta la imagen del escenario: la habitación revuelta, el armario vacío, la luz cegadora entrando por la ventana abierta y mi presencia sobre la cama deshecha, sosteniendo la carta con una mano, agarrando el embarazo recién confirmado con la otra mientras por las sienes me resbalaban gotas espesas de sudor. Los pensamientos que en aquel momento pasaron por mi mente, sin embargo, o nunca existieron o no dejaron huella porque jamás pude rememorarlos. De lo que sí tengo certeza es de que me puse manos a la obra como una máquina recién conectada, con movimientos llenos de prisa pero sin capacidad para la reflexión o la expresión de sentimientos. A pesar del contenido de la carta y aun en la distancia, Ramiro seguía marcando el ritmo de mis actos y yo, simplemente, me limité a obedecer. Abrí una maleta y la llené a dos manos con lo primero que cogí, sin pararme a pensar sobre lo que me convenía llevar y lo que podría quedarse atrás. Unos cuantos vestidos, un cepillo del pelo, algunas blusas y un par de revistas atrasadas, un puñado de ropa interior, zapatos desparejados, dos chaquetas sin sus faldas y tres faldas sin chaqueta, papeles sueltos que habían quedado sobre el escritorio, botes del cuarto de baño, una toalla. Cuando aquel barullo de prendas y enseres alcanzó el límite de la maleta, la cerré y, con un portazo, me fui.

En el alboroto del mediodía, con los clientes entrando y saliendo del comedor y el ruido de los camareros, los pasos cruzados y las voces en idiomas que yo no entendía, apenas nadie pareció percatarse de mi marcha. Tan sólo Hamid, el pequeño botones con aspecto de niño que ya no lo era, se acercó solícito para ayudarme a llevar el equipaje. Le rechacé sin palabras y salí. Eché a andar con un paso que no era ni firme ni flojo ni lo contrario, sin tener la menor idea de adonde dirigirme ni preocuparme por ello. Recuerdo haber recorrido la pendiente de la rue de Portugal, mantengo algunas imágenes dispersas del Zoco de Afuera como un hervidero de puestos, animales, voces y chilabas. Callejeé sin rumbo y varias veces tuve que apartarme contra una pared al oír detrás de mí el claxon de un automóvil o los gritos de balak, balak de algún marroquí que transportaba con prisa su mercancía. En mi deambular alborotado pasé en algún momento por el cementerio inglés, por la iglesia católica y la calle Siagin, por la calle de la Marina y la Gran Mezquita. Caminé un rato eterno e impreciso, sin notar cansancio ni sensaciones, movida por una fuerza ajena que impulsaba mis piernas como si pertenecieran a un cuerpo que no era el mío. Podría haber seguido andando mucho más tiempo: horas, noches, tal vez semanas, años y años hasta el fin de los días. Pero no lo hice porque en la Cuesta de la Playa, cuando pasaba como un fantasma frente a las Escuelas Españolas, un taxi paró a mi lado.

—¿Necesita que la lleve a algún sitio, mademoiselle? —preguntó el conductor en una mezcla de español y francés.

Creo que asentí con la cabeza. Por la maleta debió de suponer que tenía intención de viajar.

—¿Al puerto, a la estación, o va a coger un autobús?

—Sí.

—Sí, ¿qué?

—Sí.

—¿Sí al autobús?

Afirmé de nuevo con un gesto: igual me daba un autobús que un tren, un barco o el fondo de un precipicio. Ramiro me había dejado y yo no tenía adónde ir, así que cualquier sitio era tan malo como cualquier otro. O peor.