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Salimos a la calle y emprendimos el regreso sin cruzar una palabra. Ella apretó el paso y yo me esforcé en mantenerme a su lado, aunque la incomodidad y la altura de mis zapatos recién estrenados me impedían a veces seguir el ritmo de sus zancadas. Al cabo de unos minutos me atreví a hablar, consternada aún, como conspirando.

—¿Qué hago yo ahora con todo esto, madre?

No se detuvo para contestarme.

—Guardarlo a buen recaudo —fue tan sólo su respuesta.

—¿Todo? ¿Y tú no te quedas con nada?

—No, todo es tuyo; tú eres la heredera y además, eres ya una mujer adulta y yo no puedo intervenir en lo que tú dispongas a partir de ahora con los bienes que tu padre ha decidido darte.

—¿Seguro, madre?

—Seguro, hija, seguro. Dame, si acaso, una fotografía; cualquiera de ellas, no quiero más que un recuerdo. Lo demás es sólo tuyo pero, por Dios te lo pido, Sira, por Dios y por María Santísima, óyeme bien, muchacha.

Paró por fin y me miró a los ojos bajo la luz turbia de una farola. A nuestro lado caminaban en mil sentidos los viandantes, ajenos al desconcierto que aquel encuentro había causado en las dos.

—Ten cuidado, Sira. Ten cuidado y sé responsable —dijo en voz baja, formulando las palabras con rapidez—. No hagas ninguna locura, que lo que tienes ahora es mucho, mucho; muchísimo más de lo que en tu vida habrías soñado con tener, así que, por Dios, hija mía, sé prudente; sé prudente y sensata.

Continuamos andando en silencio hasta que nos separamos. Ella volvió al vacío de su casa sin mí; a la muda compañía de mi abuelo, el que nunca supo quién engendró a su nieta porque Dolores, tozuda y orgullosa, siempre se negó a dar el nombre. Y yo regresé junto a Ramiro. Me esperaba en casa fumando mientras oía a media luz la radio en el salón, ansioso por saber cómo me había ido y listo para salir a cenar.

Le conté la visita con detalle: lo que allí vi, lo que de mi padre oí, cómo me sentí y lo que él me aconsejó. Y le enseñé también lo que conmigo traje de aquella casa a la que probablemente nunca volvería.

—Esto vale mucho dinero, nena —susurró al contemplar las joyas.

—Y aún hay más —dije tendiéndole los sobres con los billetes.

Como réplica, tan sólo dejó escapar un silbido.

—¿Qué vamos a hacer ahora con todo esto, Ramiro? —pregunté con un nudo de preocupación.

—Querrás decir qué vas a hacer tú, mi amor: todo esto es sólo tuyo. Yo puedo, si tú quieres, encargarme de estudiar la mejor forma de guardarlo. Quizá sea una buena idea depositarlo todo en la caja fuerte de mi oficina.

—¿Y por qué no lo llevamos a un banco? —pregunté.

—No creo que sea lo mejor con los tiempos que corren.

La caída de la bolsa de Nueva York unos años atrás, la inestabilidad política y un montón de cosas más que a mí no me interesaban en absoluto fueron las explicaciones con las que respaldó su propuesta. Apenas le hice caso: cualquier decisión suya me parecía correcta, tan sólo quería que encontrara cuanto antes un refugio para aquella fortuna que ya me estaba quemando los dedos.

Regresó del trabajo al día siguiente cargado de pliegos y cuadernillos.

—Llevo dándole vueltas a lo tuyo sin parar y creo que he encontrado la solución. Lo mejor es que constituyas una empresa mercantil —anunció nada más entrar.

No había salido de casa desde que me levanté. Pasé toda la mañana tensa y nerviosa, recordando la tarde anterior, conmocionada aún por la extraña sensación que me provocaba el saber que tenía un padre con nombre, apellidos, fortuna y sentimientos. Aquella proposición inesperada no hizo más que incrementar mi desconcierto.

—¿Para qué quiero yo una empresa? —pregunté alarmada.

—Porque así tu dinero estará más seguro. Y por otra razón más.

Me habló entonces de problemas en su compañía, de tensiones con sus jefes italianos y de la incertidumbre de las empresas extranjeras en la España convulsa de aquellos días. Y de ideas, también me habló de ideas, desplegando ante mí un catálogo de proyectos de los cuales hasta entonces nunca me había hecho partícipe. Todos innovadores, brillantes, destinados a modernizar el país con ingenios forasteros y abrir así camino hacia la modernidad. Importación de cosechadoras mecánicas inglesas para los campos de Castilla, aspiradoras norteamericanas que prometían dejar los hogares urbanos limpios como patenas y un cabaret al estilo berlinés para el cual ya tenía un local previsto en la calle Valverde. Entre todos ellos, sin embargo, un proyecto emergía con más luz que ningún otro: Academias Pitman.

—Llevo meses dando vueltas a la idea, desde que recibimos un folleto en la empresa a través de unos antiguos clientes pero, desde mi posición de gerente, no me había parecido oportuno dirigirme personalmente a ellos. Si constituimos una empresa a tu nombre, todo será mucho más sencillo —aclaró—. Las academias Pitman funcionan en la Argentina a todo gas: tienen más de veinte sucursales, miles de alumnos a los que preparan para puestos en empresas, en banca y en la administración. Les enseñan mecanografía, taquigrafía y contabilidad con métodos revolucionarios, y a los once meses salen con un título bajo el brazo, listos para comerse el mundo. Y la empresa no para de crecer, de abrir nuevos locales, contratar personal y generar ingresos. Nosotros podríamos hacer lo mismo, montar Academias Pitman a este lado del charco. Y si proponemos a los argentinos la idea diciendo que tenemos una empresa legalmente constituida y respaldada con capital suficiente, es probable que nuestras Posibilidades sean mucho mejores que si nos dirigimos a ellos como simples particulares.

No tenía la menor idea de si aquello era un proyecto sensato o el más descabellado de los planes, pero Ramiro hablaba con tanta seguridad, con tal dominio y conocimiento que ni por un momento dudé de que se tratara de una gran idea. Continuó con los detalles sin dejar, sílaba a sílaba, de asombrarme.

—Creo, además, que convendría tener en cuenta la sugerencia de tu padre de dejar España. Tiene razón: aquí está todo demasiado tenso, cualquier día puede estallar algo fuerte y no es un buen momento para emprender nuevos negocios. Por eso, lo que yo creo que tendríamos que hacer es seguir su consejo e irnos a África. Si todo va bien, una vez que la situación se tranquilice, podremos dar el salto a la Península y expandirnos por toda España. Dame un tiempo para que contacte en tu nombre con los dueños de Pitman en Buenos Aires y les convenza de nuestro proyecto de abrir una gran sucursal en Marruecos, ya veremos si en Tánger o en el Protectorado. Un mes, como mucho, tardaremos en recibir respuesta. Y en cuando la tengamos, arrivederci Hispano-Olivetti: nos marchamos y empezamos a funcionar.

—Pero ¿para qué van a querer los moros aprender a escribir a máquina?

Una sonora carcajada fue la primera reacción de Ramiro. Después aclaró mi ignorancia.

—Pero qué cosas tienes, mi amor. Nuestra academia estará destinada a la población europea que vive en Marruecos: Tánger es una ciudad internacional, un puerto franco con ciudadanos llegados de toda Europa. Hay muchas empresas extranjeras, legaciones diplomáticas, bancos y negocios financieros de todo tipo; las opciones de trabajo son inmensas y en todas partes necesitan a un personal cualificado con conocimientos de mecanografía, taquigrafía y contabilidad. En Tetuán la situación es distinta pero igualmente llena de posibilidades: la población es menos internacional porque la ciudad es la capital del Protectorado español, pero está llena de funcionarios y de aspirantes a serlo, y todos ellos, como bien sabes tú, mi vida, necesitan la preparación que una Academia Pitman puede proporcionarles.

—¿Y si no te autorizan los argentinos?

—Lo dudo mucho. Tengo amigos en Buenos Aires con excelentes contactos. Lo conseguiremos, ya verás. Nos cederán su método y sus conocimientos, y mandarán representantes para enseñar a los empleados.

—¿Y tú qué harás?

—Yo solo, nada. Nosotros, mucho. Nosotros dirigiremos la empresa. Tú y yo, juntos.

Anticipé mi réplica con una risa nerviosa. La estampa que Ramiro me ofrecía no podía ser más inverosímil: la pobre modistilla sin trabajo que apenas unos meses atrás pensaba aprender a teclear porque no tenía dónde caerse muerta estaba a punto de convertirse por arte de birlibirloque en dueña de un negocio con fascinantes perspectivas de futuro.

—¿Quieres que yo dirija una empresa? Yo no tengo la menor idea de nada, Ramiro.

—¿Cómo que no? ¿Cómo tengo que decirte todo lo que vales? El único problema es que no has tenido nunca ocasión de demostrarlo: has desperdiciado tu juventud encerrada en una madriguera, cosiendo trapos para otras y sin oportunidad de dedicarte a nada mejor. Tu momento, tu gran momento, está aún por llegar.

—¿Y qué van a decir los de Hispano-Olivetti cuando sepan que te vas?

Sonrió socarrón y me besó la punta de la nariz.

—A Hispano-Olivetti, mi amor, que le den morcilla.

Academias Pitman o un castillo flotando en el aire, lo mismo me daba si la idea provenía de la boca de Ramiro: si desgranaba sus planes con entusiasmo febril mientras sostenía mis manos y sus ojos se vertían en el fondo de los míos, si me repetía lo mucho que yo valía y lo bien que todo iría si apostábamos juntos por el futuro. Con Academias Pitman o con las calderas del infierno: lo que él propusiera era ley para mí.

Al día siguiente trajo a casa el folleto informativo que había prendido su imaginación. Párrafos enteros describían la historia de la empresa: funcionando desde 1919, creada por tres socios, Allúa, Schmiegelon y Jan. Basada en el sistema de taquigrafía ideado por el inglés Isaac Pitman. Método infalible, profesores rigurosos, absoluta responsabilidad, trato personalizado, esplendoroso futuro tras la consecución del título. Las fotografías de jóvenes sonrientes paladeando casi su brillante proyección profesional anticipaban la veracidad de las promesas. El panfleto irradiaba un aire de triunfalismo capaz de remover las tripas al más descreído: «Larga y escarpada es la senda de la vida. No todos llegan hasta el ansiado final, allí donde esperan el éxito y la fortuna. Muchos quedan en el camino: los inconstantes, los débiles de carácter, los negligentes, los ignorantes, los que confían sólo en la suerte, olvidando que los triunfos más resonantes y ejemplares fueron forjados a fuerza de estudio, perseverancia y voluntad. Y cada hombre puede elegir su destino. ¡Decídalo!».

Aquella tarde fui a ver a mi madre. Hizo café de puchero y mientras lo bebíamos con la presencia ciega y callada de mi abuelo al lado, la hice partícipe de nuestro proyecto y le sugerí que, una vez instalados en África, quizá pudiera unirse a nosotros. Tal como yo ya intuía, ni le gustó una pizca la idea, ni accedió a acompañarnos.

—No tienes por qué obedecer a tu padre ni creer todo lo que nos contó. El hecho de que él tenga problemas en su negocio no significa que nos vaya a pasar nada a nosotras. Cuanto más lo pienso, más creo que exageró.

—Si él está tan acobardado, madre, por algo será; no se lo va a inventar…

—Tiene miedo porque está acostumbrado a mandar sin que nadie le replique, y ahora le desconcierta que los trabajadores, por primera vez, empiecen a alzar la voz y a reclamar derechos. La verdad es que no dejo de preguntarme si aceptar ese dineral y, sobre todo, las joyas, no ha sido una locura.

Locura o no, el hecho fue que, a partir de entonces, los dineros, las joyas y los planes se acoplaron en nuestro día a día con toda comodidad, sin estridencia, pero siempre presentes en el pensamiento y las conversaciones. Según habíamos previsto, Ramiro se encargó de los trámites para crear la empresa y yo me limité a firmar los papeles que él me puso delante. Y, a partir de ahí, mi vida continuó como siempre: agitada, divertida, enamorada y cargada hasta los bordes de insensata ingenuidad.

El encuentro con Gonzalo Alvarado sirvió para que mi madre y yo limáramos un tanto las asperezas de nuestra relación, pero nuestros caminos prosiguieron, irremediablemente, por derroteros distintos. Dolores se mantenía estirando hasta el límite los últimos retales traídos de casa de doña Manuela, cosiendo a ratos para alguna vecina, inactiva la mayor parte del tiempo. Mi mundo, en cambio, era ya otro: un universo en el que no tenían cabida los patrones ni las entretelas; en el que apenas nada quedaba ya de la joven modista que un día fui.

El traslado a Marruecos aún se demoró unos meses. A lo largo de ellos, Ramiro y yo salimos y entramos, reímos, fumamos, hicimos como locos el amor y bailamos hasta el alba la carioca. A nuestro alrededor el ambiente político seguía echando fuego y las huelgas, los conflictos laborales y la violencia callejera conformaban el escenario habitual. En febrero ganó las elecciones la coalición de izquierdas del Frente Popular; la Falange, como reacción, se volvió más agresiva. Las pistolas y los puños reemplazaron a las palabras en los debates políticos, la tensión llegó a hacerse extrema. Sin embargo, qué más nos daba a nosotros todo aquello, si ya estábamos apenas a dos pasos de una nueva etapa.