57

—Lo dejaste fuera de combate «comentó Steve» ¿Quién es ese cabrón?

—Harvey Jones— respondió Jeannie —Hijo de Berrington Jones.

Steve se quedó de piedra.

—¿Berrington crió a uno de los ocho clones como hijo suyo? Vaya, que me aspen.

Jeannie contempló la inconsciente figura tendida en el suelo.

—¿Que vamos a hacer ahora?

—Para empezar, ¿por qué no contestas el teléfono?

Automáticamente, Jeannie descolgó. Era Lisa.

—Casi me ocurrió a mí también lo que a ti— dijo Jeannie sin preámbulos.

—¡Oh no!

—El mismo individuo.

—¡No puedo creerlo? ¿Me dejo caer por tu casa ahora?

—Gracias, me gustaría.

Jeannie colgó. Le dolía todo el cuerpo a causa del impacto cuando Harvey la lanzó contra el suelo y le escocía la boca en los puntos donde le había rozado el paño metido a la fuerza. Aún tenía el sabor de la sangre de Harvey. Llenó un vaso de agua, se enjuagó la boca y lo escupió en el fregadero.

—Estamos en un punto muy peligroso, Steve, La gente con la que nos enfrentamos tiene amigos muy influyentes.

—Ya lo sé.

—Es posible que intenten matarnos.

—A mí me lo dices.

La idea hizo que a Jeannie le costara trabajo pensar. Se dijo que no debía permitir que el miedo la paralizase.

—¿Crees que si prometo no contar a nadie lo que sé, tal vez me dejen en paz?

Steve reflexionó un instante y luego propuso:

—No, no lo creo.

—Ni yo tampoco. Así que no tengo más opción que luchar.

Sonaron pasos en la escalera y el señor Oliver asomó la cabeza por el hueco de la puerta.

—¿Que infiernos ha pasado aquí? —preguntó. Sus ojos fueron del inconsciente Harvey tendido en el suelo a Steve, para volver otra vez a Harvey—. Vaya, esta sí que es buena.

Steve recogió los Levi's negros y se los tendió a Jeannie, que se embutió en ellos rápidamente, para cubrir sus desnudeces. Si el señor Oliver se dio cuenta, era demasiado discreto para hacer el menor comentario. Señaló a Harvey y dijo:

—Este debe de ser el sujeto de Filadelfia. No me extraña que pensaras que era tu novio. ¡Tienen que ser gemelos!

—Voy a atarle antes de que vuelva en sí —dijo Steve—. ¿Tienes una cuerda a mano, Jeannie?

—Yo tengo cordón eléctrico —ofreció el señor Oliver—. Traeré mi caja de herramientas. Salió del cuarto.

Jeannie abrazó a Steve agradecidamente. Tenía la sensación de que acababa de despertarse de una pesadilla.

—Creí que eras tú —manifestó—. Fue como ayer, pero esta vez no me volví paranoica, esta vez era verdad.

—Dijimos que estableceríamos una clave secreta, pero luego no volvimos a hablar del asunto.

—Podemos hacerlo ahora. Cuando me abordaste en la pista de tenis el domingo pasado dijiste: «Yo también juego un poco al tenis».

—Y tú, como eres así de modesta, respondiste: «Si sólo juegas un poco al tenis, lo más probable es que no estés en mi división».

—Ese es el código. Si uno pronuncia la primera frase, el otro tiene que contestar con el resto del diálogo.

—Hecho.

Regresó el señor Oliver con la caja de herramientas. Dio media vuelta a Harvey y procedió a maniatarle por delante, con las palmas una contra otra, pero dejando sueltos los meñiques.

—¿Por qué no le ata las manos a la espalda? —quiso saber Steve.

El señor Oliver pareció un poco vergonzoso.

—Si me disculpa por mencionarlo, le diré que así podrá sostenerse la pilila cuando tenga que hacer pis. Lo aprendí en Europa, durante la guerra. —Empezó a ligar los pies de Harvey—. Este bigardo no causara más problemas. Y ahora, ¿Que piensan hacer respecto a la puerta de la calle?

Jeannie miró a Steve.

—La dejé bastante destrozada —confesó éste.

—Lo mejor será llamar a un carpintero —sugirió Jeannie.

—Tengo algo de madera en el patio —dijo el señor Oliver—. La remendaré lo suficiente como para que podamos dejarla cerrada esta noche. Mañana buscaremos a alguien que haga un buen trabajo con ella.

Jeannie se sintió profundamente agradecida.

—Gracias, muchas gracias, es usted muy amable.

—Ni lo menciones. Esto es lo más interesante que me ha sucedido desde la Segunda Guerra Mundial.

—Le ayudaré —se brindó Steve.

El señor Oliver denegó con la cabeza.

—Vosotros dos tenéis un montón de cosas de las que discutir, ya lo veo. Como, por ejemplo, si llamáis o no a la policía para que se haga cargo de este fulano que tenéis amarrado encima de la alfombra.

Sin esperar respuesta, cogió su caja de herramientas y se fue escaleras abajo.

Jeannie puso en orden sus pensamientos.

—Mañana se venderá la Genético por ciento ochenta millones de dólares y Proust emprenderá la ruta presidencial. Mientras tanto, estoy sin empleo y con mi reputación por los suelos. Nunca volveré a realizar ninguna tarea científica. Pero con lo que sé podría darle la vuelta a ambas situaciones.

—¿Cómo harías tal cosa?

—Bueno… Podría publicar en la prensa un comunicado en el que explicara el asunto de los experimentos.

—¿No necesitarías alguna clase de prueba?

—Harvey y tú juntos constituiríais una prueba bastante espectacular. Sobre todo si consiguiera que aparecieseis juntos en televisión.

—Sí… en Sesenta Minutos o algún programa por el estilo. Me gusta la idea. —Volvió a poner cara larga—. Pero Harvey no colaborará.

—Pueden filmarlo atado. Luego llamamos a la policía y también pueden filmar eso.

Steve asintió.

—Lo malo es que tú probablemente tengas que actuar antes de que la Landsmann y la Genético concluyan la operación de compraventa. Una vez tuvieran el dinero estarían en condiciones de eliminar cualquier publicidad negativa que pudiésemos generar. Y su conferencia de prensa será mañana por la mañana, según el The Wall Street Journal.

—Tal vez deberíamos celebrar nuestra propia conferencia de prensa.

Steve chasqueó los dedos.

—¡Ya lo tengo! Nos colaremos en su conferencia de prensa.

—Rayos, si. Entonces quizá la gente de la Landsmann decida no firmar los papeles y la absorción se cancelará.

—Y Berrington se quedará sin todos esos millones de dólares.

—Y Jim Proust se quedará sin su campaña por la presidencia.

—Debemos estar locos —puntualizó Steve realista—. Esas son algunas de las personas más poderosas de Estados Unidos y estamos aquí hablando de reventarles la fiesta.

Llegó de abajo el ruido de los martillazos indicadores de que el señor Oliver empezaba a arreglar la puerta.

—Odian a los negros, ya sabes —dijo Jeannie—. Todos esos disparates acerca de los genes buenos y los ciudadanos de segunda categoría son simplemente paparruchas en clave, una cortina de humo. Esos individuos son fanáticos de la supremacía de los blancos y disfrazan sus intenciones con ciencia moderna. Quieren convertir al señor Oliver en ciudadano de segunda. Al diablo con ellos, no me voy a quedar quietecita en actitud contemplativa.

—Nos hace falta un plan —dijo Steve, yendo a lo práctico.

—Muy bien, ahí va —dijo Jeannie—. Lo primero que tenemos que hacer es averiguar dónde va a celebrarse la conferencia de prensa de la Genético.

—Seguramente en un hotel de Baltimore.

—Podemos llamarlos a todos, si es preciso.

—Probablemente deberíamos alquilar una habitación en ese hotel.

—Buena idea. Luego nos colamos en la conferencia de prensa, nos plantamos en mitad de la sala y les soltamos un buen parlamento a los medios de comunicación que cubran el acto.

—Te acallarán.

—Debería llevar preparada una nota de prensa, lista para soltarla allí. Y entonces entras tú con Harvey. Los gemelos son fotogénicos y todas las cámaras os enfocaran.

Steve frunció el entrecejo.

—El que nos presentes allí a Harvey y a mí, ¿Que demostrará?

—El hecho de que seáis idénticos proporcionará la clase de impacto dramático que inducirá a los periodistas a disparar sus preguntas. No costará mucho tiempo cerciorarse de que tenéis madres distintas. Una vez captaran eso, sabrían que hay un misterio por descubrir, lo mismo que me pasó a mí. Y ya sabes como investiga la prensa a los candidatos presidenciales.

—Sin embargo, resulta indudable que tres serían mejor que dos —dijo Steve—. ¿Crees que podríamos lograr que alguno de los otros apareciese en la conferencia?

—Podemos intentarlo. Invitarlos a todos, con la esperanza de que se presente al menos uno.

En el suelo, Harvey abrió los ojos y emitió un gemido.

Jeannie casi se había olvidado de él. Al mirarlo, esperó que tuviese una buena herida en la cabeza. Después se sintió culpable y lamentó ser tan vengativa.

—Teniendo en cuenta como le he sacudido, probablemente debería verle un médico.

Harvey se recobró enseguida.

—Desátame, puta asquerosa —barbotó.

—Olvidémonos del médico —dijo Jeannie.

—Suéltame ahora mismo o te juro que en cuanto esté libre te rebanaré los pezones con una navaja barbera.

Jeannie le metió en la boca el paño de cocina.

—Cierra el pico, Harvey —dijo.

—Va a ser muy interesante —comentó Steve, pensativo— eso de introducirle a hurtadillas en una habitación de hotel.

Llegó de la planta baja la voz de Liza, que saludaba al señor Oliver. Al cabo de un momento entraba en el cuarto, vestida con pantalones azules y calzada con pesadas botas Doc Marten. Miró a Steve y a Harvey y exclamó:

—¡Dios mío, es cierto!

Steve se puso en pie.

—Yo soy el que señalaste en la rueda de identificación —dijo—. Pero el que te asaltó fue él.

—Harvey intentó repetir conmigo lo que te hizo a ti —explicó Jeannie—. Steve llegó justo a tiempo y echó abajo la puerta de la calle.

Lisa se acercó al tendido Harvey. Lo miró fijamente durante un buen rato; luego, pensativamente, echó hacia atrás la pierna para cobrar impulso, y le descargó un puntapié en las costillas, con todas sus fuerzas. La puntera de las pesadas botas Doc Marten chasqueó sobre el costado de Harvey, que emitió un gemido y se retorció de dolor.

Lisa repitió la patada.

—¡Jolines! —dijo, al tiempo que sacudía la cabeza—. ¡Qué a gusto se queda una!

En un dos por tres, Jeannie puso a Lisa al corriente de los acontecimientos de la jornada.

—¡La cantidad de cosas que han pasado mientras dormía! —exclamó Lisa, asombrada.

—Llevas un año en la UJF, Lisa… —dijo Steve—, me extraña que no hayas visto nunca al hijo de Berrington.

—Berrington no alterna con sus colegas académicos —respondió ella—. Es una celebridad demasiado importante. Es absolutamente posible que en la Universidad Jones Falls nadie haya visto nunca a Harvey.

Jeannie bosquejó un plan para reventar la conferencia de prensa.

—Tal como dijimos, nuestra confianza subiría muchos enteros si asistiese al acto alguno de los otros clones.

—Bueno, Per Ericson ha muerto y Dennis Pinker y Murray Claud están en la cárcel; pero aún nos quedan tres posibilidades: Henry King, en Boston, Wayne Stattner, en Nueva York, y George Dassault… que podría encontrarse en Buffalo, Sacramento o Houston, no sé dónde, pero podríamos intentar otra vez localizarlos. Tengo los números de teléfono de todos.

—Yo también —dijo Jeannie.

—Podríamos consultar los vuelos por CompuServe —dijo Lisa—. Dónde está tu ordenador, Jeannie?

—Me lo robaron.

—Llevo mi PowerBook en el maletero, iré a buscarlo.

Mientras Lisa estaba ausente, Jeannie comentó:

—Tendremos que pensar bien cómo podemos convencer a esos chicos para que vuelen a Baltimore. Es difícil, avisándoles con tan poco tiempo. Y tendremos que ofrecernos a pagarles el billete y los demás gastos. No estoy muy segura de que mi tarjeta de crédito de para tanto.

—Tengo una tarjeta American Express que me dio mi madre para emergencias. Sé que ella considerará esto una emergencia.

—Tienes una madre estupenda —observó Jeannie con cierta envidia.

—Eso es verdad.

Regresó Lisa y conectó su ordenador al modem de Jeannie.

—Un momento —dijo Jeannie—. Organicemos el asunto.