56

Harvey recorrió la calle de Jeannie en ambos sentidos, al tiempo que buscaba con la vista un coche como el suyo. Había cantidad de automóviles vetustos, pero no localizó ningún Datsun herrumbroso de color claro. Steve Logan no andaba por los alrededores.

Encontró un hueco cerca de la casa de Jeannie, aparcó y apagó el motor. Permaneció un rato sentado en el coche. Iba a necesitar todos sus recursos mentales. Se alegró de no haber bebido aquella cerveza que le había ofrecido tío Jim.

No dudaba que Jeannie le tomaría por Steve, puesto que ya lo hizo antes una vez, en Filadelfia. Steve y el eran físicamente idénticos. Pero la conversación sería algo más peliagudo. La muchacha aludiría a un sinfín de cosas que teóricamente el debía conocer.

Estaría obligado a responder a ellas sin demostrar ignorancia. Debía conservar la confianza de la muchacha el tiempo suficiente para descubrir las pruebas que tenía contra él y lo que proyectaba hacer con lo que había averiguado. Sería muy fácil cometer algún desliz y traicionarse.

Pero mientras meditaba sobriamente en el amedrentador desafío que constituía suplantar a Steve, a duras penas lograba contener su emoción ante la perspectiva de volver a ver a Jeannie. Lo que hubiera hecho con ella en el coche habría sido el más apasionante encuentro sexual de que hubiera disfrutado nunca. Incluso más alucinante que el de encontrarse en el vestuario de mujeres con todas ellas dominadas por el pánico. Se excitaba cada vez que se ponía a sonar en desgarrarle la ropa mientras el automóvil rodaba haciendo eses de un lado a otro de la autopista. Se daba perfecta cuenta de que ahora tenía que concentrarse en la tarea. No debía pensar en el semblante contraído por el miedo de la muchacha ni en sus fuertes piernas retorciéndose y agitándose. Tenía que arrancarle la información y luego retirarse. Pero nunca, en toda su vida, había sido capaz de comportarse de manera razonable.

Jeannie telefoneó a la policía nada más llegar a casa. Sabía que Mish no iba a estar en el cuartelillo, pero dejó recado para que la detective la llamase con la máxima urgencia.

—¡No dejó usted también un mensaje urgente a primera hora de esta mañana? —le preguntaron.

—Sí, pero este es otro, tan importante como aquél.

—Haré cuánto esté en mi mano para transmitirlo —manifestó la voz escépticamente.

La siguiente llamada la hizo a la casa de Steve, pero no descolgaron el teléfono. Supuso que estarían con el abogado, intentando conseguir la libertad de Charles, y que Steve la llamaría en cuanto le fuera posible.

Se sentía desilusionada; estaba deseando dar a alguien la buena noticia. La emoción de haber dado con el apartamento de Harvey se disipó y Jeannie empezó a sentirse deprimida. Volvió a pensar en lo peligrosa que era su situación frente al futuro, sin dinero, sin empleo y sin forma humana de ayudar a su madre.

Se preparó un desayuno tardío como método para animarse. Se hizo tres huevos revueltos, puso en la parrilla el beicon que compró el día anterior para Steve y se lo comió acompañado de tostadas y café. Cuando dejaba los platos en el fregadero sonó el timbre del portero automático.

Cogió el interfono.

—¡Hola!

—¿Jeannie? Soy Steve.

—¡Entra! —acogió ella, eufórica.

Steve llevaba un jersey de algodón del mismo color que sus ojos, y parecía estar en buena forma para comer. Jeannie lo besó y lo apretó contra sí, dejando que sus senos se oprimieran debidamente sobre el pecho de Steve. Las manos del chico se deslizaron espalda abajo hasta las nalgas de Jeannie y la apretó también contra su cuerpo. Steve volvía a oler distinto: se había aplicado alguna clase de loción para después del afeitado con fragancia de hierbas. También sabía distinto, algo así como si hubiera bebido té.

Al cabo de un momento, Jeannie se separó.

—No vayamos demasiado aprisa jadeó. Deseaba saborear aquello—. Sentémonos. ¡Tengo muchas cosas que contarte!

El chico se sentó en el sofá y ella se acercó al frigorífico.

—¿Vino, cerveza, café?

—Vino me parece de perlas.

—¿Crees que estará bueno?

Qué diablos quería decir con eso de «¿Crees que estará bueno?».

—No sé —respondió.

—¿Cuánto tiempo hace que la descorchamos?

«Muy bien, compartieron una botella de vino, pero no se la acabaron, así que volvieron a ponerle el corcho, la guardaron en el frigorífico y ahora ella se pregunta si el vino estará bien. Pero quiere que sea yo quien decida.»

—Veamos, ¿Que día fue?

—El miércoles; hace cuatro días.

El chico ni siquiera sabía si se trataba de vino tinto o blanco. «Mierda.»—Demonios, echa un poco en un vaso y lo probaremos.

—Genial idea.

Jeannie vertió un poco de vino en una copa y se lo tendió. Él lo saboreó.

—Se deja beber —dijo el muchacho.

Jeannie se inclinó por encima del respaldo del sofá.

—Deja que lo pruebe. —Le besó en los labios y dijo—: Abre la boca, quiero catar el vino. —El rió entre dientes e hizo lo que le pedía. Jeannie le introdujo la punta de la lengua en la boca. «Dios mío, esta mujer es realmente provocativa»—. Tienes razón —dijo Jeannie—. Se deja beber.

Se echó a reír, llenó la copa del chico e hizo lo propio con la suya.

El falso Steve empezó a sentirse a gusto.

—Pon algo de música —sugirió.

—¿En qué?

El no tenía idea de lo que Jeannie estaba diciendo. «Oh, Cristo, acabo de meter la pata.» Miró en torno: nada de estero. «Tonto.»

—Mi padre me robó el estero, ¿no te acuerdas? —dijo Jeannie—. No tengo ningún aparato para poner música. Un momento, claro que tengo uno. —Pasó a la habitación contigua (el dormitorio, seguramente) y volvió con una de esas radios a prueba de agua que se cuelgan en la ducha—. Es una tontería, mamá me lo dio unas Navidades, antes de que empezara a volverse majareta.

«El padre le robó el estero, la madre esta pirada… ¿de qué clase de familia procede?»

—Suena fatal, pero es lo único que tengo. —Lo encendió—. Siempre está sintonizado en la 92Q.

—Veinte éxitos seguidos —dijo el muchacho automáticamente.

—¿Cómo lo sabes?

«Ah, mierda, Steve no conocería las emisoras de radio de Baltimore.»

—La cogí en el coche cuando venía.

—¿Que clase de música te gusta?

«No tengo ni idea de los gustos de Steve, pero supongo que tu tampoco, así que la verdad servirá.»

—Me va el rap gangsta… Snoop Doggy Dog, Ice Cube, ese tipo de cosas.

—Joder, haces que me sienta una carrozona de mediana edad.

—¿Que te gusta a ti?

—Los Ramones, los Sex Pistols, los Damned. Quiero decir cuando era chica, una chica de verdad, una punki, ya sabes. Mi madre oía toda esa charanga horrible de los sesenta que a mí nunca me dijo nada. Luego, cuando me anduve por los once años, de pronto, zas! Talking Heads. ¿Te acuerdas de «Psycho Killer»?

—Desde luego que no.

—Vale, tu madre tenía razón, soy demasiado vieja para ti. —Se sentó junto a él. Le puso la mano sobre el hombro y luego la deslizó por dentro del jersey azul celeste. Le acarició el pecho y le frotó los pezones con la punta de los dedos. Le gustó—. Me alegro de que estés aquí —dijo.

Él también deseaba tocarle los pezones, pero tenía cosas más importantes qué hacer. Recurrió a toda su fuerza de voluntad para decir:

—Es preciso que hablemos en serio.

—Tienes razón. —Jeannie se irguió en el sofá y tomó un sorbo de vino—. Tú primero. ¿Sigue tu padre bajo arresto?

«Jesús, ¿Que tengo que decir?»

—No, primero tú —se escabulló—. Dijiste que tenías muchas cosas que contarme.

—Vale. Número uno: sé quién violó a Lisa. Se llama Harvey Jones y vive en Filadelfia.

«¡Cielo santo!» Harvey tuvo que esforzarse al máximo para mantener impávida la expresión. «Gracias a Dios que he venido aquí»

—¿Hay pruebas de que sea él quien lo hizo?

—Estuve en su apartamento. El vecino de al lado me abrió la puerta con un duplicado de la llave y me facilitó la entrada.

«A ese jodido marica le voy a romper el asqueroso cuello.»

—Encontré la gorra de béisbol que llevaba el domingo pasado. Estaba colgada de un gancho, detrás de la puerta.

«¡Jesús! Debí haberla tirado. Pero ¿quién iba a imaginarse que alguien iba a seguirme la pista y a dar conmigo?»

—Lo has hecho asombrosamente bien. —Steve se mostraría entusiasmado con tales noticias; le libraba de toda sospecha—. No sé cómo darte las gracias.

—Ya se me ocurrirá algo. —Jeannie le dedicó una sonrisa pícaramente sensual.

«¿Podré volver a Filadelfia a tiempo de desembarazarme de esa gorra antes de que se presente allí la policía?»

—Todo esto se lo habrás contado ya a la policía, ¿no?

—No. Dejé un mensaje para Mish, pero aún no me ha llamado.

«¡Aleluya! Aún tengo una oportunidad.»

—No te preocupes —continuó Jeannie—. Ignora por completo que estemos ya encima de él. Pero no has oído lo mejor. ¿A quién más conocemos que se llame Jones?

«¿Digo "Berrington"? ¿Se le ocurriría a Steve decirlo?»

—Es un apellido muy corriente…

—¡Berrington, desde luego! ¡Creo que Harvey se ha criado como hijo de Berrington!

«Se supone que debo mostrarme sorprendido.»

—¡Increíble! —exclamó Harvey.

«¿Que rayos he de hacer ahora? Tal vez papá tenga alguna idea. He de contarle todo esto. Necesito una excusa para llamarle por teléfono.

Jeannie le tocó la mano.

—¡Eh, mírate las uñas!

«Joder, ¿Que pasa ahora?»

—¿Que tienen de malo?

—¡Te crecen rápido! Cuando saliste de la cárcel estaban rotas y como dientes de sierra. ¡Ahora las tienes largas!

—Todo se me cura enseguida. Jeannie le dio la vuelta a la mano y le lamió la palma.

—Hoy estás caliente —comentó Harvey.

—¡Oh, Dios! Me paso de insinuante, ¿verdad? —Otros hombres le habían dicho lo mismo. Desde que llegó, Steve estuvo frío y reservado, y ella comprendía ahora el motivo—. Sé por qué lo dices. Toda la semana pasada te estuve dando largas y ahora tienes la sensación de que trato de devorarte para cenar.

El asintió.

—Sí, más o menos.

—Simplemente es que soy así. Una vez me decido por un hombre, voy al grano y a por todas. —Dio un bote y saltó fuera del sofá—. De acuerdo, daré marcha atrás. —Se fue a la cocina y cogió una sartén. Era tan grande y pesada que necesitó las dos manos para levantarla—. Ayer compré comida para ti. ¿Estás hambriento? —La sartén tenía cierta cantidad de polvo, Jeannie no cocinaba mucho, y la limpió con un paño de cocina—. ¿Te apetecen unos huevos?

—En realidad, no. Pero, cuéntame, ¿fuiste punki?

Jeannie dejó la sartén.

—Sí, durante una temporadita. Ropa rota y deshilachada, pelo verde.

—¿Drogas?

—Solía darle a las anfetas en el colegio, cuando tenía dinero.

—¿Que partes de tu cuerpo te perforaste?

Jeannie se estremeció al recordar de pronto el encarte que tenía Harvey Jones en la pared, el desnudo de mujer con el vello púbico afeitado y un aro atravesándole los labios de la vagina.

—Sólo la nariz —dijo—. Dejé lo punki por el tenis cuando tenía quince años.

—Conocí una chica que tenía un aro en el pezón.

Los celos picaron a Jeannie.

—¿Te acostaste con ella?

—Claro.

—Cabrito.

—Venga ya, ¿creías que era virgen?

—¡No me pidas que sea racional!

El muchacho alzó las manos en ademán defensivo.

—Vale, no te lo pediré.

—Aún no me has dicho que ha pasado con tu padre. ¿Lo pusieron en libertad?

—¿Porqué no llamo a casa y nos enteramos de las últimas noticias? Si le oía marcar un número de siete cifras, se daría cuenta de que estaba haciendo una llamada urbana, cuando su padre, Berrington, había mencionado que Steve Logan vivía en Washington, D.C. Mantuvo la horquilla baja, apretándola, en tanto marcaba tres cifras al azar, como si fueran las del prefijo, después soltó la horquilla y marcó el número de su padre.

Berrington contestó y Harvey dijo:

—Hola, mamá. Apretó con fuerza el auricular, mientras confiaba en que su padre no dijese: «¿Quién es? Se ha equivocado de número». Pero su padre se hizo cargo instantáneamente de la situación.

—¿Estás con Jeannie?

«Bien hecho, papá.»

—Sí, te llamo para saber si papá ha salido ya de la cárcel.

—El coronel Logan sigue arrestado, pero no está en la cárcel. Lo retiene la policía militar.

—Malo, esperaba que lo hubiesen liberado ya.

Vacilante, el padre preguntó:

—¿Puedes decirme… algo?

A Harvey no dejaba un segundo de atormentarle la tentación de mirar a Jeannie y comprobar si se estaba tragando su comedia. Pero comprendía que tal mirada le iba a revestir de un aire de culpabilidad que a ella no le pasaría inadvertido, de modo que se obligó a seguir con la vista fija en la pared.

—Jeannie ha hecho maravillas, mamá. Ha descubierto al verdadero violador. —Se esforzó con toda el alma en infundir a su voz un tono complacido—. Se llama Harvey Jones. En este momento estamos esperando que un detective la llame para darle la noticia.

—¡Jesús! ¡Eso es espantoso!

—Sí, lo que se dice formidable de verdad.

«¡No seas tan irónico, estúpido!»

—Al menos estamos prevenidos. ¿Puedes impedir que hable con la policía?

—Creo que tendré que hacerlo.

—¿Que hay respecto a la Genético? ¿Tiene algún plan para hacer público lo que ha averiguado acerca de nosotros?

—Aún no lo sé. «Déjame colgar antes de que se me escape algo que me delate.»

—Has de enterarte como sea. Eso también es importante.

—¡Está bien! Vale. Bueno, confío en que papá salga pronto. Llámame si se produce alguna novedad.

—¿Es seguro?

—No tienes más que preguntar por Steve. Se echó a reír como si hubiera hecho un chiste.

—Jeannie podría reconocer mi voz. Pero puedo decirle a Preston que haga él la llamada.

—Exacto.

—Muy bien.

—Adiós.

Harvey colgó.

—Debo llamar otra vez a la policía —dijo Jeannie—. Quizá no se hayan percatado de lo urgente que es esto.

Cogió el teléfono.

Harvey comprendió que iba a tener que matarla.

—Pero antes dame un beso —pidió la muchacha.

Se deslizó entre sus brazos, apoyada la espalda en el mostrador de la cocina. Abrió la boca para acoger el beso de Steve. Él le acarició el costado.

—Bonito jersey —murmuró, y su enorme manaza se cerró sobre el seno de Jeannie.

La inmediata respuesta del pezón fue ponerse rígido, pero Jeannie no sintió todo el deleite que esperaba. Trató de relajarse y disfrutar de un momento con el que llevaba tiempo soñando. Steve introdujo las manos por debajo del jersey de Jeannie, que arqueó ligeramente la espalda mientras él tomaba ambos pechos. Como siempre, Jeannie se sintió incómoda durante unos segundos, temerosa de que decepcionaran al muchacho. A todos los hombres con los que se había acostado les encantaron sus pechos, pero Jeannie seguía albergando la idea de que eran demasiado pequeños. Al igual que los otros, Steve no manifestó el menor indicio de insatisfacción. Le levantó el jersey, agachó la cabeza sobre los pechos y empezó a chupar los pezones.

Jeannie bajó la mirada sobre él. La primera vez que un chico le hizo aquello, Jeannie pensó que era absurdo, una regresión a la infancia. Pero pronto empezó a encontrarle el gusto e incluso disfrutaba haciéndoselo al hombre. Ahora, sin embargo, no funcionaba. El cuerpo respondía al estímulo, pero una especie de duda incordiaba desde un punto recóndito del cerebro y le impedía concentrarse en el placer. Se sentía molesta consigo misma. «Ayer lo estropeé todo al portarme como una paranoica, ahora no voy a repetir el número otra vez.»

Steve percibió su desasosiego. Se enderezó y dijo:

—No estás cómoda. Vamos a sentarnos en el sofá.

Dando por supuesta la conformidad de Jeannie, se sentó. Ella le imitó. Steve se alisó las cejas con la yema del dedo índice y alargó la mano hacia Jeannie.

Ella retrocedió bruscamente.

—¿Que pasa? —se extrañó Steve.

«¡No! ¡No es posible!»

—Tú… tú…, eso que has hecho… con la ceja.

—¿Que hice?

Saltó fuera del sofá como impulsada por un resorte.

—¡Miserable! —gritó Jeannie—. ¿Cómo te atreves?…

—¿Que coño está pasando? —protestó el muchacho, pero su simulación carecía de firmeza.

Por la expresión de su rostro, Jeannie comprendió que sabía perfectamente lo que pasaba.

—¡Fuera de mi casa! —chilló.

Él trató de mantener el tipo.

—¿Primero te deshaces en carantoñas y ahora te pones así?

—Sé quién eres, hijo de puta. ¡Eres Harvey!

Dejó de fingir.

—¿Cómo lo supiste?

—Te alisaste la ceja con la yema del dedo, exactamente igual que Berrington.

—Bueno, ¿Que importa? —dijo Harvey, y se puso en pie—. Puesto que somos idénticos, puedes imaginar que soy Steve.

—¡Fuera, vete de aquí a tomar por…!

Harvey se tocó la bragueta, para señalar la erección.

—Ahora que hemos llegado tan lejos, no me voy a largar con este calentón de huevos.

«¡Oh, santo Dios, estoy en un grave aprieto! Este tipo es un animal.

—¡No te acerques!

Harvey avanzó hacia ella, sonriente.

—Voy a arrancarte esos vaqueros tan ajustados que llevas y a echar un vistazo a lo que hay debajo.

Jeannie recordó a Mish diciendo que los violadores disfrutan con el miedo de las víctimas.

—No me asustas —afirmó, tratando de que su voz sonara tranquila. «Pero si me tocas, juro que te mataré.»

Harvey actuó con aterradora rapidez. La cogió como un rayo, la levantó en vilo y la arrojó contra el suelo.

Sonó el teléfono.

Jeannie gritó:

—¡Socorro! ¡Señor Oliver! ¡Socorro!

Harvey cogió el paño de encima del mostrador de la cocina y se lo metió sin contemplaciones en la boca, magullándole los labios. Amordazada, Jeannie empezó a toser. Harvey le sujetó las muñecas para impedirle quitarse el paño de la boca. Ella intentó expulsarlo con la lengua, pero no podía, era demasiado grande. ¿Habría oído el señor Oliver su grito? Era viejo y solía tener muy alto el volumen del televisor.

El teléfono seguía repicando.

Harvey enganchó la mano en la cintura del vaquero. Jeannie se retorció para zafarse. Él le sacudió un bofetón con tal violencia que le hizo ver las estrellas. Mientras Jeannie permanecía aturdida, Harvey le soltó las muñecas y le quitó los pantalones y las bragas.

—¡Joder, que peludo! —ponderó.

Jeannie se quitó el paño de cocina de la boca y chilló:

—¡Socorro, ayúdenme, socorro!

Harvey le tapó la boca con su manaza, sofocando los gritos, y se dejó caer sobre ella. Jeannie se quedó sin aliento. Durante unos segundos estuvo impotente, bregando por aspirar algo de aire. Los nudillos de Harvey le hicieron daño en los muslos mientras la mano del violador forcejeaba torpemente con la bragueta. El empezó luego a removerse encima de ella, a la búsqueda de la vía de acceso. Jeannie se contorsionó a la desesperada, intentando zafarse, pero él pesaba demasiado.

El teléfono continuaba sonando. Y entonces se le unió también el timbre de la puerta de la calle. Harvey no se detuvo.

Jeannie abrió la boca. Los dedos de Harvey se deslizaron entre sus dientes. La muchacha mordió con fuerza, con toda la fuerza que pudo, mientras se decía que no le importaría romperse los dientes sobre los huesos del agresor. Una ráfaga de sangre cálida chorreó en su boca y oyó a Harvey soltar un alarido de dolor a la vez que retiraba la mano.

El timbre de la puerta volvió a sonar, prolongada e insistentemente.

Jeannie escupió la sangre de Harvey y gritó de nuevo:

—¡Socorro! —a pleno pulmón—. ¡Socorro, socorro, socorro! ¡Qué alguien me ayude!

Escaleras abajo resonó un golpe estruendoso, seguido de otro y, a continuación, el chasquido de madera que se astilla.

Harvey se puso en pie y se agarró la mano herida.

Jeannie rodó sobre sí misma, se levantó y retrocedió tres pasos, apartándose de él.

Se abrió de golpe la puerta del apartamento. Harvey giró en redondo, quedando de espaldas a Jeannie.

Steve irrumpió en la estancia.

Steve y Harvey se quedaron mirándose el uno al otro, durante un congelado instante de estupefacción. Eran exactamente iguales. ¿Que ocurriría si se enzarzasen en una pelea? Tenían el mismo peso, estatura, fortaleza y perfección física. Un combate entre ellos podía durar eternamente.

Movida por un impulso instintivo, Jeannie cogió la sartén con ambas manos. Imaginó que se disponía a aplicar un pelotazo cruzado con su famoso revés a dos manos, apoyó todo el peso del cuerpo en la pierna adelantada, coordinó las muñecas y volteó en el aire, con todas sus fuerzas, la pesada sartén.

Alcanzó a Harvey en la parte posterior de la cabeza, en la coronilla.

El golpe produjo un ruido sordo, repulsivo. A Harvey parecieron reblandecérsele las piernas. Cayó de rodillas, balanceante. Como si se precipitara hacia la red para coronar la jugada con una volea, Jeannie levantó la sartén al máximo, enarbolada en la mano derecha, y la abatió violentamente sobre la cabeza de Harvey. Este puso los ojos en blanco, se desplomó de bruces y se estrelló contra el piso.

—Vaya —dijo Steve—, me alegro de que no te equivocaras de gemelo.

Jeannie empezó a temblar. Dejó caer la sartén y se sentó en un taburete de la cocina. Steve la rodeó con sus brazos.

—Se acabó —dijo.

—No, no se ha acabado —replicó ella—. No ha hecho más que empezar.

El teléfono aún seguía sonando.