Llegó a la universidad antes que Lisa. Dejó el coche en la zona de aparcamiento destinada a visitantes, puesto que no deseaba que vieran su llamativo Mercedes estacionado delante de la Loquería, y luego atravesó a pie el oscuro y desierto campus. Mientras esperaba impaciente delante de la fachada del edificio lamentó no haber hecho un alto en el camino para comprar algo de comer. No había tomado nada sólido en todo el día. Pensó con nostalgia en una hamburguesa con queso y patatas fritas, en un trozo de pizza con pimientos, en un pastel de manzana con helado de vainilla y hasta en una inmensa ensalada César de ajos tiernos. Por fin apareció Lisa al volante de su elegante Honda blanco.
Se apeó del coche y tomó a Jeannie de las manos.
—Estoy abochornada —dijo—. No debí dar ocasión de que me recordases lo estupenda amiga que eres.
—Pero te comprendo —repuso Jeannie.
—Lo siento.
Jeannie la abrazó.
Entraron y encendieron las luces del laboratorio. Jeannie conectó la cafetera mientras Lisa accionaba el dispositivo de arranque de su ordenador. Resultaba extraño verse en el laboratorio en mitad de la noche. Aquel antiséptico escenario blanco, las luces brillantes y las máquinas silenciosas le hicieron pensar en un depósito de cadáveres.
Supuso que probablemente recibirían la visita de un guardia de seguridad, tarde o temprano. Después del allanamiento protagonizado por Jeannie, no quietarían ojo a la Loquería y, desde luego iban a ver las luces encendidas. No tenía nada de extraño que los científicos trabajasen en el laboratorio a las horas más insólitas, y no habría ningún problema, a menos que uno de los vigilantes hubiese visto a Jeannie la noche anterior y la reconociese.
—Si se presenta un guardia de seguridad a ver qué pasa, me esconderé en el armario del material de escritorio —dijo a Lisa—. Sólo por si se da el caso de que el guardia en cuestión sea alguien que sepa que en teoría no debo estar aquí.
—Espero que le oigamos acercarse antes de que llegue y nos sorprenda —dijo Lisa, nerviosa—. Tendríamos que preparar alguna clase de alarma.
Jeannie ansiaba llevar a cabo cuanto antes la búsqueda de los clones, pero contuvo su impaciencia; eso de la alarma sería una precaución razonable. Lanzó una pensativa mirada por el laboratorio y sus ojos tropezaron con un jarroncito de flores que adornaba el escritorio de Lisa.
—¿Tienes en mucho aprecio ese florero de cristal? —preguntó.
Lisa se encogió de hombros.
—Lo conseguí en un mercadillo. Puedo comprar otro.
Jeannie retiró las flores y vació el agua en un fregadero. De un estante tomó un ejemplar de Gemelos idénticos educados en ambientes distintos, de Susan L. Farber. Se dirigió al extremo del pasillo, donde la doble hoja de una puerta batiente daba paso a la escalera. Tiró de las hojas de la puerta un poco hacia dentro, utilizó el libro para inmovilizarlas allí y luego colocó el jarrón en equilibrio encima del canto superior de las puertas, a caballo entre ambas hojas. Nadie podía pasar por allí sin que el florero cayese y se hiciera añicos contra el suelo.
Lisa miró a Jeannie y dijo:
—¿Y si me preguntan por qué hice una cosa así?
—Les contestas que no te hacía ninguna gracia que alguien se te acercara sigilosamente —repuso Jeannie.
Lisa asintió con la cabeza, satisfecha.
—Dios sabe que tengo todos los motivos del mundo para estar paranoica.
—Vamos a lo nuestro.
Regresaron al laboratorio y dejaron la puerta de par en par a fin de tener la certeza de que oirían el ruido de los cristales rotos. Jeannie insertó el precioso disquete en la computadora de Lisa e imprimió los resultados del Pentágono. Allí estaban los nombres de ocho criaturas cuyos electrocardiogramas eran tan semejantes como si pertenecieran a una misma persona. Ocho minúsculos corazones que latían exactamente del mismo modo. De una manera o de otra, Berrington se las ingenió para que los hospitales del ejército hiciesen aquella prueba a los niños. Sin duda se remitieron copias a la Clínica Aventina, donde permanecieron hasta que el viernes pasado procedieron a destrozarlas. Pero Berrington se olvidó, o acaso nunca pensó en ello, de que el ejército podía conservar los gráficos originales.
—Empecemos con Henry King —propuso—. El nombre completo es Henry Irwin King.
Encima de su mesa, Lisa tenía dos unidades de CDROM, una encima de la otra. Tomo dos discos de un cajón de la mesa e introdujo uno en cada unidad.
—En esos dos discos tenemos todos los teléfonos de domicilios particulares de Estados Unidos —dijo—. Y disponemos de software que nos permite pasar los dos discos simultáneamente.
En el monitor apareció una pantalla de Windows.
—Por desgracia —añadió Lisa—, la gente no siempre pone su nombre completo en la guía telefónica. Veamos cuantos H. King hay en Estados Unidos.
Tecleó:
H* KING
pulsó el ratón sobre Recuento. Al cabo de un momento apareció una ventana de Recuento con el numero 1,129.
Jeannie se descorazonó.
—¡Nos pasaremos la noche entera si hemos de llamar a todos esos números!
—Espera, podemos hacer otra cosa mejor.
Lisa tecleó:
HENRY I. KING O HENRY IRWIN KING
e hizo clic sobre el icono de Búsqueda: el dibujo de un perro. Instantes después aparecía una lista en la pantalla.
—Tenemos tres Henry Irwin King y diecisiete Henry I. King. ¿Cuál es su última dirección conocida?
Jeannie consultó lo impreso.
—Fort Devens (Massachussetts).
—Muy bien. Tenemos un Henry Irwin King en Amherst y cuatro Henry I. King en Boston.
—A llamarlos.
—¿No has reparado en que es la una de la madrugada?
—No puedo esperar hasta mañana.
—La gente no querrá hablar contigo a estas horas de la noche.
—Ten la seguridad de que si —dijo Jeannie. Sabía que iba a tener problemas. No estaba preparada para esperar hasta la mañana siguiente. Aquello era demasiado importante—. Diré que soy de la policía y que sigo la pista de un asesino en serie.
—Eso tiene que ir contra la ley.
—Dame el número de Amherst.
Lisa puso en pantalla la lista y pulso Fz. El modem de la computadora produjo una rápida sucesión de series de bips. Jeannie cogió el teléfono.
Oyó varios timbrazos y luego una voz somnolienta que contestaba:
—¿Sí?
—Aquí, la detective Susan Farber, del Departamento de Policía de Amherst —anunció. Medio esperaba oír decir: «Y un cuerno», pero no hubo respuesta y continuó vivamente—: Lamentamos molestarle en plena noche, pero se trata de una cuestión policial urgente. ¿Hablo con Henry Irwin King?
—Sí… ¿Que ocurre?
Parecía tratarse de la voz de un hombre de mediana edad, pero Jeannie insistió para estar segura.
—Sólo es una encuesta rutinaria.
Eso fue un error.
—¿Rutinaria? —El malhumor destilaba a grandes dosis de la voz del hombre—. ¿A estas horas de la noche?
—Investigamos un delito grave —improvisó Jeannie apresuradamente— y necesitamos eliminarle a usted de la lista de sospechosos, señor. ¿Podría darme la fecha y lugar de su nacimiento?
—Nací en Greensfield (Massachussetts), el cuatro de mayo de I945.
—¿No tiene un hijo que lleve el mismo nombre que usted?
—No, tengo tres hijas. ¿Puedo ya volver a dormir?
—No será preciso que le molestemos más. Gracias por colaborar con la policía, y que descanse usted bien. —Jeannie colgó y lanzó a Lisa una mirada triunfal— ¿Ves? Habló conmigo. No le hizo mucha gracia, pero contestó a mis preguntas.
Lisa se echó a reír.
—Doctora Ferrami, tiene usted grandes cualidades para dar el pego.
Jeannie sonrió.
—Lo único que se necesita es cara dura. Vayamos a por los Henry I. King. Yo llamo a los dos primeros y tú a los dos últimos.
Sólo una de ellas podía utilizar el sistema automático de marcar. Jeannie buscó un cuaderno de notas, escribió los dos números, cogió un teléfono y marcó manualmente. Respondió una voz masculina y Jeannie le soltó su alocución:
—Aquí, la detective Susan Farber, de la policía de Boston…
—¿Que coño pretende llamándome a estas horas de la noche? —rugió la voz del hombre—. ¿Sabe usted quién soy?
—Supongo que Henry King…
—Supone que acaba de perder su jodido empleo, tonta del culo —bramó el hombre—. ¿Ha dicho Susan que…?
—Sólo necesito comprobar su fecha de nacimiento, señor King…
—Póngame ahora mismo con el teniente.
—Señor King…
—¡Obedezca!
—Maldito gorila —dijo Jeannie, y colgó. Temblaba de pies a cabeza—. Confío en que no voy a pasarme la noche en conversaciones como esta.
Lisa también había colgado ya.
—El mío era un jamaicano, como su acento demostraba —dijo—. Deduzco que el tuyo era un tipo desagradable.
—Mucho.
—Podríamos dejarlo ahora y continuar por la mañana.
Jeannie no iba a dejarse vencer por la grosería de un tipo mal educado. —Diablos, no —dijo—. Puedo resistir un poco de abuso verbal.
—Lo que tú digas.
—Por su voz he calculado una edad muy superior a los veintidós años, así que podemos olvidarlo. Probemos con los otros dos. Hizo acopio de ánimo y marcó de nuevo.
El tercer Henry King aún no se había ido a la cama; como fondo se oían en la habitación voces y música.
—¿Sí, quién es?
Sonaba como si tuviera la edad adecuada, y las esperanzas de Jeannie se revitalizaron. Repitió su simulacro de una detective en funciones, pero su interlocutor se mostró receloso.
—¿Cómo sé que es usted de la policía?
La voz tenía el mismo tono que la de Steve y el corazón de Jeannie se perdió un par de latidos. Aquél podía ser uno de los clones Pero ¿cómo iba a entendérselas con sus sospechas? Decidió echarle descaro.
—Podría llamarme usted aquí, al cuartelillo de policía —sugirió temerariamente.
Una pausa.
—No, olvídelo —dijo el hombre.
Jeannie volvió a respirar.
—Soy Henry King —declaró el sujeto—. Todos me llaman Hank. ¿Que es lo que quiere?
—¿Podría primero comprobar su fecha y lugar de nacimiento?
—Nací en Fort Devens hace exactamente veintidós años. Precisamente es mi cumpleaños. Bueno, lo fue ayer, sábado.
¡Era él! Jeannie ya había encontrado a un clon. Ahora era cuestión de establecer si el domingo pasado se encontraba en Baltimore. Se esforzó en eliminar de su voz todo asomo de emoción al preguntar:
—¿Podría decirme cuándo viajó usted fuera del estado por última vez?
—Déjeme recordar, ocurrió en agosto. Fui a Nueva York.
A Jeannie el instinto le dijo que el hombre decía la verdad, pero continuó interrogándole.
—¿Que hizo usted el domingo pasado?
—Estuve trabajando.
—¿En qué trabaja?
—Bueno, soy estudiante del Instituto Tecnológico de Massachussetts, pero los domingos atiendo la barra del Café Blue Note en Cambridge.
Jeannie tomó nota.
—¿Y fue allí donde estuvo el domingo pasado?
—Sí. Serví por lo menos a cien personas.
—Gracias, señor King. —Si eso era verdad, no se trataba del violador de Lisa—. ¿Tiene inconveniente en darme el número de teléfono de ese local para que pueda verificar su coartada?
—No me acuerdo de ese número, pero viene en la guía. ¿Que se presupone que he hecho?
—Estamos investigando un caso de incendio premeditado.
—Me alegro de tener coartada.
Le resultaba desconcertante oír la voz de Steve y saber que escuchaba a un perfecto desconocido. Le hubiera gustado poder ver a Henry King, comprobar con sus propios ojos el parecido entre Steve y él. De mala gana, dio fin a la conversación.
—Gracias otra vez, señor. Le ruego me perdone. Buenas noches. —Colgó e infló las mejillas, deshinchadas como consecuencia del desencanto—. ¡Vaya!
Lisa había estado escuchando.
—¿Le encontraste?
—Sí, nació en Fort Devens y hoy hace veintidós años. Es el Henry King que estamos buscando, sin el menor género de duda.
—¡Buen trabajo!
—Pero parece contar con una coartada. Dice que estaba trabajando en un bar de Cambridge. —Consultó su cuaderno de notas—. El Blue Note.
—¿Lo comprobaremos? Se había despertado el instinto cazador de Lisa, cuya perspicacia era aguda.
Jeannie asintió. —Es tarde, pero supongo que un bar tendría que estar abierto, sobre todo un sábado por la noche. ¿Puedes sacar de tu CDROM el número de teléfono?
—Sólo tenemos los de domicilios particulares. Los teléfonos comerciales están en otro juego de discos.
Jeannie llamó a Información, obtuvo el número del Blue Note y lo marcó. Respondieron casi inmediatamente.
—Al habla la detective Susan Farber, de la policía de Boston. Póngame con el encargado, por favor.
—El encargado está al aparato, ¿ocurre algo malo?
El hombre hablaba con acento hispano y parecía intranquilo.
—¿Tiene un empleado llamado Henry King?
—Hank, si, ¿Que ha hecho ahora?
Sonaba como si Henry King hubiese tenido anteriormente sus más y sus menos con la ley.
—Puede que nada. ¿Cuándo le vio por última vez?
—Hoy, quiero decir ayer, sábado, trabajó en el turno de cuatro de la tarde a medianoche.
—¿Podría jurarlo, si fuese necesario, señor?
—Eh, sin problemas. —Al encargado pareció aliviarle lo suyo enterarse de que aquello era todo cuanto deseaban de él. Jeannie pensó que si ella fuese policía de verdad no le quedaría más remedio que sospechar que el hombre tenía una conciencia culpable—. Llame cuando quiera —dijo el encargado, y colgó.
—La coartada se sostiene —confesó Jeannie, desilusionada.
—No te desanimes —dijo Lisa—. Lo hemos hecho muy bien al eliminarle tan deprisa…, en especial tratándose de un nombre tan corriente. Veamos qué pasa con Per Ericson. No serán muchos los que se llamen así.
La lista del Pentágono indicaba que Per Ericson había nacido en Fort Rucker, pero veintidós años después no existía ningún Per Ericson en Alabama. Lisa probó:
P* ERICS?ON
y por si acaso llevaba dos s, probó luego:
P* ERICS$N
para incluir las posibilidades de «Ericsen» y «Ericsan», pero el ordenador no encontró nada.
—Inténtalo en Filadelfia —sugirió Jeannie—. Allí es donde me agredió.
En Filadelfia había tres. El primero resulto ser un tal Peder, el segundo la anciana voz cascada y frágil de un contestador automático, y el tercero una mujer, Petra. Jeannie y Lisa empezaron a abrirse camino a través de todos los P. Ericson de Estados Unidos: había treinta y tres en la lista.
El segundo P. Ericson de Lisa hizo una demostración de su talante malhumorado e injurioso y la muchacha tenía el semblante blanco como el papel cuando colgó el teléfono, pero se tomó una taza de café y luego siguió adelante con determinación.
Cada llamada constituía un pequeño drama. Jeannie tenía que recurrir a todo su desparpajo para hacerse pasar por agente de policía. Era angustioso preguntarse si lo que oiría a continuación por el aparato no iba a ser la voz de un individuo que diría: «Ahora me vas a hacer una paja, si no quieres que te deje baldada de una paliza». Luego estaba la tensión de mantener la falsa identidad de un detective de la policía frente al escepticismo o la brusquedad de las personas que contestaban al teléfono. Y la mayor parte de las llamadas concluían en decepción.
Cuando Jeannie colgaba, tras la sexta llamada infructuosa, oyó decir a Lisa:
—Oh, lo lamento profundamente. Nuestros datos sin duda no están al día. Perdone la intromisión, señora Ericson. Buenas noches. —Dejó el auricular en la horquilla con aire de persona destrozada. Manifestó en tono solemne—: Cumplía todos los requisitos. Pero falleció el invierno pasado. La persona con la que estaba hablando era su madre. Se me echó a llorar cuando le pregunté por él.
Jeannie se preguntó en aquel momento que personalidad tendría. ¿Era como Dennis, un psicópata, o era como Steve?
—¿Cómo murió?
—Al parecer era un campeón de esquí y se rompió el cuello cuando intentaba algo peligroso.
Un muchacho audaz, sin miedo.
—Suena como si fuese nuestro hombre.
A Jeannie no se le había ocurrido la posibilidad de que no estuviesen vivos los ocho. Comprendió ahora que debía de haber más de ocho implantes. Incluso actualmente, cuando la técnica está bien establecida, muchos implantes no «prenden». Y también era probable que algunas de las madres hubiesen abortado. La Genético podía haber hecho sus experimentos con quince o veinte mujeres, e incluso más.
—Es duro hacer estas llamadas —dijo Lisa.
—¿Quieres que nos tomemos un respiro?
—No. —Lisa se había animado—. Lo estamos haciendo muy bien. Ya hemos descartado a dos de los cinco y aún no son las tres de la madrugada. ¿Quién viene ahora?
—George Dassault.
Jeannie empezaba a creer que encontrarían al violador, pero no tuvieron tanta suerte con ese nombre. En Estados Unidos sólo había siete George Dassault, pero tres de ellos no contestaron al teléfono. Ninguno tenía relación con Baltimore o Filadelfia —uno estaba en Buffalo, otro en Sacramento y otro en Houston—, pero eso no quería decir nada. Lo único que podían hacer era seguir adelante. Lisa imprimió la relación de números de teléfono para poder intentarlo después.
Surgió otra pega.
—Me parece que no tenemos ninguna garantía de que el hombre al que estamos buscando se encuentre en el CD-ROM —dijo Jeannie.
—Eso es verdad. Puede que no tenga teléfono. O que su número no figure en la guía.
—Podía figurar con algún seudónimo, Pincho Dassault o Capirotazo Jones.
Lisa río entre dientes.
—Podría ser un cantante de rap que hubiera cambiado su nombre por el de Sorbete de Nata Cremosa.
—Podría ser un luchador que se presentara como Billy Acero.
—Podría ser un escritor de novelas del Oeste que firmara Macho Remington.
—O de literatura pornográfica bajo el alias de Heidi Latigazo.
—Pijo Presto.
—Henrietta Chichi.
El estrépito de cristales rotos interrumpió bruscamente sus risas. Jeannie salió disparada de su taburete y se zambulló en el armario de artículos de escritorio. Cerró la puerta desde dentro y permaneció inmóvil, aguzado el oído.
Oyó a Lisa decir nerviosamente:
—¿Quién es?
—Seguridad —llegó la voz de un hombre—. ¿Dejó usted ese jarro de cristal ahí?
—Sí.
—¿Puedo preguntarle por qué?
—Para que nadie se me acercara furtivamente, sin que yo me diese cuenta. Una se pone nerviosa cuando está trabajando aquí tan tarde.
—Bueno, pues yo no voy a barrer los trozos de cristal. No pertenezco al personal de limpieza.
—Me parece muy bien, déjelos donde están.
—¿Está usted sola, señorita?
—Sí.
—Echaré un vistazo.
—Como si estuviera en su casa.
Jeannie aferró el picaporte con las dos manos. Si el hombre intentaba abrir la puerta, ella lo impediría.
Le oyó andar por el laboratorio.
—¿Que clase de trabajo está haciendo, de todas formas?
Su voz sonaba muy cerca de Jeannie. La de Lisa le llegó de más lejos.
—Me encantaría hablar un rato, pero sucede que no tengo tiempo, lo que si tengo es una barbaridad de trabajo.
«Si no tuviese tanto trabajo, tío, no estaría aquí en plena noche, así que, ¿porqué no te largas y le dejas que lo haga?»
—Está bien, no pasa nada. —La voz sonaba justo delante de la puerta del armario—. ¿Que hay aquí dentro?
Jeannie apretó con fuerza el picaporte y empujó hacia arriba, dispuesta a resistir la posible presión.
—Ahí es donde guardamos los cromosomas de virus radiactivos —dijo Lisa—. Probablemente es completamente seguro, aunque puede entrar si no está cerrado con llave.
Jeannie contuvo una carcajada histérica. Los cromosomas de virus radiactivos era un camelo inexistente.
—Creo que pasaré de ello —dijo el guardia de seguridad. Jeannie estaba a punto de soltar el picaporte cuando notó una repentina presión. Tiró hacia arriba con todas sus fuerzas. El guardia constató—: Está cerrado, de todas formas.
Sucedió una pausa de silencio. Cuando el hombre volvió a hablar, su voz sonó distante y Jeannie se relajó.
—Si se siente sola, venga a la garita de vigilancia. Le prepararé una taza de café.
—Gracias —respondió Lisa.
La tensión de Jeannie empezó a suavizarse, pero la cautela le aconsejó seguir donde estaba, a la espera de que el terreno se despejase definitiva y totalmente. Al cabo de un par de minutos, Lisa abrió la puerta.
—Ahora está saliendo del edificio informó.
Volvieron a los teléfonos.
Murray Claud era otro nombre poco corriente y lo localizaron enseguida. Jeannie hizo la llamada. Murray Claud padre le dijo, con voz preñada de amargura y perplejidad, que su hijo estaba en la cárcel de Atenas desde hacía tres años, a raíz de una pelea en una taberna a navajazo limpio, y no lo dejarían en libertad hasta el mes de enero, como muy pronto.
—Ese chico podría haber sido cualquier cosa —explicó el hombre—. Astronauta. Premio Nobel. Estrella cinematográfica. Presidente de Estados Unidos. Es inteligente, tiene encanto y buena presencia. Y todo lo ha tirado por la ventana. Sencillamente lo ha tirado por la ventana.
Jeannie comprendió el dolor de aquel padre. Estuvo tentada de contarle la verdad, pero no estaba preparada y, de cualquier modo, tampoco disponía de tiempo. Se prometió volverle a llamar, otro día, y proporcionarle todo el consuelo que pudiera ofrecerle. Luego colgó.
Dejaron a Harvey Jones el último porque sabían que iba a ser el más difícil.
La moral de Jeannie descendió hasta quedar a la altura del barro cuando comprobó que había casi un millón de Jones en Estados Unidos y que H. era una inicial de lo más corriente. El segundo nombre era John. Había nacido en el Hospital Walter Reed, de Washington, D.C., así que Jeannie y Lisa empezaron por llamar a todos los Harvey Jones, a todos los H. J. Jones y a todos los H. Jones de la guía telefónica de Washington. No encontraron uno solo que hubiese nacido aproximadamente veintidós años atrás en el Walter Reed; pero, lo que aún era peor, acumularon una larga lista de posibles: gente que no contestó al teléfono.
De nuevo Jeannie empezó a dudar de las posibilidades de éxito de aquella tarea. Habían dejado sin resolver tres George Dassault y ahora veinte o treinta H. Jones. Su enfoque era teóricamente sólido, pero si las personas no respondían a su llamada, no podían interrogarlas. Empezaba a tener la vista borrosa y los nervios de punta a causa del exceso de café y de no dormir.
A las cuatro de la madrugada Lisa y ella la emprendieron con los Jones de Filadelfia.
A las cuatro y media, Jeannie lo encontró.
Pensó que iba a ser otro de los posibles que quedarían aplazados. El teléfono sonó cuatro veces y acto seguido se produjo la característica pausa y el no menos característico chasquido de un contestador automático. Pero la voz del contestador le resultó sobrecogedoramente familiar.
—Llama usted al domicilio de Harvey Jones —decía el mensaje, y a Jeannie se le erizaron los pelos de la nuca. Era como escuchar a Steve: el mismo timbre de voz, dicción, expresiones, todo era de Steve—. En este momento no puedo ponerme al teléfono, de modo que tenga la bondad de dejar su recado después de oír la señal.
Jeannie colgó y comprobó la dirección. Era un piso de la calle Spruce, en la Ciudad Universitaria, no muy lejos de la Clínica Aventina. Se dio cuenta de que le temblaban las manos. Era porque deseaba con toda su alma cerrarlas alrededor de la garganta de aquel individuo.
—He dado con él —le dijo a Lisa.
—Oh, Dios mío.
—Es un contestador automático, pero la voz es la suya, y vive en Filadelfia, cerca de donde me asaltaron.
—Déjame escucharla. —Lisa marcó el número. Al escuchar el mensaje, sus mejillas rosadas se tornaron blancas. Dijo—: Es él. Puedo volver a oírle ahora. «Quítate esas bonitas bragas», dijo. ¡Oh, Dios!
Jeannie descolgó el teléfono y llamó a la comisaría de policía.