Sumido en una fiebre expectante, Steve esperaba. Si aquello salía bien, conocería la identidad del violador de Lisa Hoxton y tendría la oportunidad de demostrar su inocencia. Pero ¿y si no funcionaba? Era posible que la búsqueda no diera resultado, que los archivos médicos se hubiesen perdido o los hubieran borrado de la base de datos. Los ordenadores siempre están dando mensajes decepcionantes: «No se encuentra el archivo», «Fuera de memoria» o «Fallo de protección generalizado».
La terminal emitió un timbrazo. Steve miró la pantalla. La búsqueda había concluido. En la pantalla apareció una lista de nombres y direcciones relacionados por parejas. El programa de Jeannie funcionaba. Pero ¿estaban los clones en la lista?
Dominó su impaciencia. La prioridad máxima era sacar una copia de la lista.
Encontró una caja de disquetes vírgenes preformateados e introdujo uno en la disquetera. Copió la lista en el disquete, lo extrajo de la máquina y se lo guardó en el bolsillo posterior de los vaqueros.
Sólo entonces empezó a leer los nombres.
Ninguno de ellos le era conocido. Los fue desplazando por la pantalla: parecía haber varias páginas. Sería más fácil mirarlos impresos en papel. Llamó a la teniente Gambol.
—¿Puedo imprimir desde esta terminal?
—Desde luego —accedió ella, amablemente—. Puede utilizar esa impresora de láser.
La teniente Gambol se acercó a la impresora y le indicó el modo de hacerlo.
Steve permaneció ante la impresora de láser y observó ávidamente las páginas a medida que iban saliendo. Esperaba ver su propio nombre relacionado junto con otros tres: Dennis Pinker, Wayne Stattner y el del individuo que había violado a Lisa Hoxton.
El padre miraba también la lista por encima del hombro de Steve.
La primera página contenía parejas, no grupos de tres o cuatro. El nombre «Steven Logan» apareció hacia la mitad de la segunda página. El padre lo localizó al mismo tiempo que Steve.
—Ahí estás —dijo con emoción contenida.
Pero algo no iba bien. Había demasiados nombres formando un grupo. Junto con «Steve Logan», «Dennis Pinker» y «Wayne Stattner» figuraban también «Henry Irvin King», «Per Ericson», «Murray Claud», «Harvey John Jones» y «Georges Dassault». La euforia de Steve se convirtió en frustración.
El padre frunció el entrecejo.
—¿Quiénes son todos esos?
—Hay ocho nombres —contó Steve.
—¿Ocho? —repitió el padre—. ¿Ocho?
Steve lo comprendió entonces.
—Son los que creó la Genético. Ocho.
—¡Ocho clones! —exclamó el padre asombrado—. ¿Que diablos creían que estaban haciendo?
—Me pregunto por medio de qué clave los ha localizado el programa de búsqueda —dijo Steve.
Miró la última hoja salida de la impresora. Al pie de la misma decía: «Característica común: Electrocardiograma».
—Exacto, ahora me acuerdo —dijo Charles Logan—. Te hicieron un electrocardiograma cuando tenías una semana. Nunca supe porqué.
—Nos lo hicieron a todos. Y los gemelos idénticos tienen corazones similares.
—Aún no puedo creerlo —articuló el padre—. Hay en el mundo ocho chicos exactamente iguales a ti.
—Mira estas direcciones —observó Steve—. Todas corresponden a bases del ejército.
—La mayor parte de esas personas no residirán ahora en esas señas. ¿Proporciona el programa alguna otra información?
—No. Tal como está no viola la intimidad de las personas.
—¿Cómo los localizaremos, entonces?
—Se lo preguntaré a Jeannie. En la universidad tienen en CD-ROM todas las guías telefónicas. Si eso falla, recurren a los registros de permisos de conducir, referencias de las agencias de crédito y otras fuentes.
—Al diablo con la intimidad —dijo el padre—. Voy a sacar los historiales clínicos completos de todos estos chicos, a ver si nos proporcionan alguna pista más.
—A mí me vendría bien una taza de café —dijo Steve—. ¿Se puede conseguir aquí?
—En el centro de datos no se permiten bebidas. Los líquidos suelen causar estragos en los ordenadores. Hay una pequeña área de servicio con cafetera automática y máquina de Coca-Cola al doblar la esquina.
—Enseguida vuelvo.
Steve salió del centro de datos; dedicó una inclinación de cabeza al centinela de guardia en la puerta. El área de servicio tenía un par de mesas y unas cuantas sillas, así como diversas máquinas automáticas expendedoras de refrescos y golosinas. Se engulló dos barritas de Snicker, se bebió una taza de café y emprendió el regreso al centro de datos.
Se detuvo delante de las puertas de cristal. Dentro había varias personas, incluidos un general y dos miembros armados de la policía militar. El general estaba discutiendo con el padre de Steve, y el coronel del bigote que parecía un trazo de lapicero parecía hablar al mismo tiempo que ellos. Aquel lenguaje corporal puso a Steve en guardia. Algo malo ocurría. Entró en la sala y se mantuvo junto a la puerta. El instinto le aconsejó que no llamara la atención sobre sí.
Oyó decir al general:
—Tengo mis órdenes, coronel Logan, y está usted bajo arresto.
Steve se quedó helado.
¿Cómo habían llegado a ese punto? No se trataba sólo de que hubieran descubierto que su padre curioseaba los historiales médicos de determinadas personas. Eso podía ser una cuestión bastante seria, pero difícilmente un delito lo bastante grave como para provocar el arresto. Allí había algo más. De una manera o de otra, aquello lo había montado la Genético.
¿Que debo hacer?
Su padre manifestaba, irritado:
—¡No tiene ningún derecho!
El general vociferó:
—¡No me venga con lecciones acerca de mis malditos derechos, coronel!
No se iba a ganar nada si Steve irrumpía dispuesto a participar en la discusión. Tenía en el bolsillo el disquete con la lista de nombres. Su padre estaba en dificultades, pero sabía cuidar de sí mismo. Steve comprendió que lo que debía hacer era retirarse de allí con la información. Dio media vuelta y franqueó las puertas de cristal.
Anduvo con paso vivo, tratando de dar la impresión de que sabía adónde iba. Se sentía como un fugitivo. Se estrujó la memoria, tratando de recordar el camino que había seguido en la ida por aquel laberinto. Dobló un par de esquinas y cruzó un control de seguridad.
—¡Un momento, señor! —le dio el alto el guardia.
Steve se detuvo y dio media vuelta, con el corazón lanzado a toda velocidad.
—¿Sí? —articuló, intentando que su voz sonara como la de alguien atareado e impaciente por volver a su trabajo.
—Debo registrar su salida en la computadora. ¿Me permite su identificación?
—Naturalmente. —Steve le tendió el pasaporte.
El guardia comprobó que la fotografía coincidiese con la efigie de Steve y tecleó su nombre en el ordenador.
—Gracias, señor —dijo, al tiempo que le devolvía el pasaporte.
Steve se alejó pasillo adelante. Un control más y estaría fuera. Oyó a su espalda la voz de Caroline Gambol:
—¡Señor Logan! ¡Un momento, por favor!
Steve miró por encima del hombro. La mujer corría hacia el pasillo, rojo el semblante, entre resoplidos.
—¡Oh, mierda!
Dobló una esquina del pasillo a todo correr y encontró una escalera. Se precipitó peldaños abajo hasta el piso siguiente. Tenía los nombres susceptibles de librarle del cargo de violación; no iba a permitir que nadie le impidiera salir de allí con los datos, ni siquiera el ejército de Estados Unidos.
Para abandonar el edificio era preciso llegar al círculo E, el exterior. Apretó el paso por uno de los corredores radiales y atravesó el círculo C. Un carrito de golf cargado con artículos de limpieza se acercaba desde la dirección contraria. Cuando se hallaba a medio camino del circulo D, Steve oyó de nuevo la voz de la teniente Gambol.
—¡Señor Logan! —Aún le seguía. La mujer gritó por el amplio pasillo—: ¡El general quiere hablar con usted! Un hombre de las fuerzas aéreas miró con curiosidad desde el lado interior de la puerta de una oficina. Por suerte eran relativamente pocas las personas que se encontraban por allí en sábado por la tarde. Steve vio una escalera y subió por ella. Eso debería rezagar a la más que gordezuela teniente.
En el piso inmediatamente superior corrió por el pasillo hacia la planta circular D, dejó atrás dos esquinas, y descendió de nuevo. Ni rastro de la teniente Gambol. Steve pensó, con alivio, que se la había quitado de encima.
Tenía casi la plena certeza de que se encontraba en el nivel de salida. Anduvo por el círculo D en dirección contraria a la de las agujas de reloj, hacia el siguiente pasillo. Le pareció familiar: por allí había pasado. Siguió el corredor rumbo al exterior y llegó al control de seguridad por el que había entrado. Casi estaba libre.
Entonces vio a la teniente Gambol. Se encontraba con el guardia en el puesto de control, arrebolada y sin resuello.
Steve dejó escapar una maldición. No le había dado esquinazo después de todo. La mujer se limitó a ir directamente a la salida y llegar antes que él.
Decidió echarle desfachatez a la situación. Se acercó al guardia y se quitó el distintivo de visitante.
—Siga conservándolo —dijo la teniente Gambol—. Al general le gustaría hablar con usted.
Steve dejó el distintivo encima del mostrador. Disimulando el miedo bajo un falso despliegue de confianza en sí mismo, declaró:
—Me temo que no dispongo de tiempo. Adiós, teniente, y gracias por su colaboración.
—Debo insistir —repuso ella.
Steve fingió impaciencia:
—No está en situación de insistir —dijo—. Soy civil; usted no puede darme órdenes. No llevo encima ninguna propiedad militar, como puede ver. —Confío en que el disquete que guardaba en el bolsillo trasero no asomara y quedase a la vista—. Sería ilegal por su parte intentar detenerme.
La teniente se dirigió al guardia, hombre de unos treinta años, ocho o diez centímetros más bajo que Steve.
—No le deje salir —ordenó.
Steve sonrió al guardia.
—Si me toca, soldado, será agresión. Justificaría el que yo le golpeara con mis puños y, créame, lo haré.
La teniente Gambol miró en torno, a la busca de refuerzos, pero las únicas personas que andaban por allí eran dos mujeres de la limpieza y un electricista que trabajaba en la instalación.
Steve anduvo hacia la entrada.
La teniente Gambol gritó:
—¡Alto!
A su espalda, Steve oyó vocear al guardia:
—¡Alto o disparo!
Steve se volvió y vio que el guardia empuñaba una pistola y le encañonaba con ella.
El personal de la limpieza y el electricista se inmovilizaron, a la expectativa.
Al guardia le temblaban ostensiblemente las manos mientras apuntaba a Steve con la pistola.
Steve notó que se le agarrotaban los músculos mientras bajaba la vista sobre el cañón del arma. Logró salir de su parálisis mediante un esfuerzo. Estaba seguro de que un guardia del Pentágono no dispararía contra un civil desarmado.
—No me disparará —dijo—. Sería un asesinato. Dio media vuelta y echó a andar hacia la puerta.
Fue el paseo más largo de su vida. La distancia era sólo de tres o cuatro metros, pero tuvo la impresión de que tardaba años en recorrerla. Le pareció que la piel de la espalda le ardía de esperanzada anticipación. En el momento en que su mano tocaba la puerta retumbó un disparo.
Alguien lanzó un alarido.
Por el cerebro de Steve centelleó un pensamiento: «Ha disparado por encima de mi cabeza», pero no miró hacia atrás. Se lanzó a través del vano de la puerta y bajó a todo correr los peldaños del largo tramo de escalera. Mientras estaba dentro del edificio había caído la noche y las farolas encendidas iluminaban la zona de aparcamiento. Oyó gritos a su espalda, y luego otro disparo. Llegó al pie de la escalera y se desvió, abandonando el camino para adentrarse entre los arbustos.
Salió a una calzada y siguió corriendo. Llegó a una hilera de paradas de autobús. Dejó de correr para ir al paso. Un autobús se detenía en una de las paradas. Se apearon dos soldados y una mujer de paisano subió al vehículo. Steve lo abordó inmediatamente detrás de la mujer.
El autobús arrancó.
El autobús abandonó la zona de aparcamiento, desembocó en la autopista y dejó atrás el Pentágono.