Sentado en lo alto de una pequeña tapia, junto al domicilio de Jeannie, Steve aguardaba la llegada de la muchacha. Hacía calor, pero el joven aprovechaba la sombra de un gigantesco arce. Jeannie vivía en un tradicional barrio obrero de hileras de casas adosadas. Adolescentes que acababan de salir de un colegio cercano volvían a casa, riendo, peleándose y comiendo caramelos. No había pasado mucho tiempo desde que el era también como ellos: ocho o nueve años.
Pero ahora estaba inquieto y desesperado. Aquella tarde, su abogado había ido a hablar con la sargento Delaware de la Unidad de Delitos Sexuales. La detective le dijo que tenía ya los resultados de la prueba de ADN. Las muestras de ADN del esperma extraído de la vagina de Lisa Hoxton coincidían exactamente con el ADN de la sangre de Steve.
Estaba destrozado. Había tenido la absoluta certeza de que la prueba de ADN iba a poner fin a aquella angustia.
Se daba cuenta de que su abogado ya no le creía inocente. Mamá y papá sí, pero estaban desconcertados; ambos tenían suficientes conocimientos como para comprender que las pruebas de ADN eran extraordinariamente fiables.
En sus peores momentos se preguntaba si no tendría alguna clase de doble personalidad. Tal vez existía otro Steve que tomaba las riendas, violaba mujeres y luego le devolvía su cuerpo. De ese modo, él ignoraría lo que había hecho. Recordó, alarmado, que durante su pelea con Tip Hendricks, hubo unos cuantos segundos en los que perdió el control de la razón. Y también había estado decidido a hundir los dedos en el cerebro de Gordinflas Butcher. ¿Era su alter ego quien hacía esas cosas? En realidad, no lo creía así. Debía existir otra explicación.
El rayo de esperanza lo representaba el misterio que los envolvía a él y a Dennis Pinker. Dennis tenía el mismo ADN que Steve. Algo no encajaba allí. Y la única persona que podía poner en claro el enigma era Jeannie Ferrami.
Los chicos de la escuela desaparecieron dentro de sus casas y el sol se ocultó tras la hilera de viviendas del otro lado de la calle. Hacia las seis de la tarde, el Mercedes rojo aparcó en un hueco, a unos cincuenta metros de distancia, y Jeannie se apeó del vehículo. De momento no vio a Steve. Abrió el maletero y sacó del mismo una gran bolsa de basura de plástico negro. Después cerró el automóvil y echó a andar por la acera, en dirección a Steve. Iba vestida más bien elegante, con traje sastre de falda negra, pero estaba despeinada y Steve notó en sus andares un cansino abatimiento que le llegó al alma. Se preguntó qué le habría ocurrido para que ofreciese aquel aspecto de derrota. Aunque aún resultaba espléndida y la contempló con el ánimo saturado de deseo.
Cuando la tuvo cerca de si, Steve se irguió, sonriente, y avanzó un paso hacia ella.
Jeannie le miró, fijó la vista y le reconoció. Una expresión de horror apareció en el rostro de la mujer.
Se quedo boquiabierta y luego emitió un grito.
Steve se detuvo en seco. Preguntó hecho un lío:
—¿Que ocurre, Jeannie?
—¡Apártate de mí! —chilló Jeannie—. ¡No me toques! ¡Ahora mismo llamo a la policía!
Anonadado, Steve alzó las manos en gesto defensivo.
—Claro, claro, lo que tú digas. No voy a tocarte, conforme? ¿Que diablos te pasa?
En la puerta del domicilio de Jeannie apareció un vecino de la casa compartida. Debía de ser el ocupante del apartamento de la planta baja, se figuró Steve. Era un anciano de color, que llevaba camisa de cuadros y corbata.
—¿Todo va bien, Jeannie? —dijo—. Me pareció oír gritar a alguien.
—Fui yo, señor Oliver —dijo Jeannie con voz temblona—. Este sinvergüenza me agredió en mi propio coche, en Filadelfia.
—¿Que te agredí? —exclamó Steve, incrédulo—. ¡Yo no haría semejante cosa!
—Lo hiciste hace un par de horas, hijo de Satanás.
Steve se sintió dolido. Que le acusaran de brutalidad le molestaba.
—Vete a hacer gárgaras. Hace años que no he estado en Filadelfia.
Intervino el señor Oliver.
—Este joven caballero lleva más de dos horas sentado en esa tapia, Jeannie. Esta tarde no ha estado en Filadelfia.
Jeannie parecía indignada y a punto de tildar de embustero a su bonachón vecino.
Steve observo que no llevaba medias; sus piernas al aire resaltaban de modo extraño entre la formal indumentaria que vestía. Un lado del rostro estaba ligeramente hinchado y enrojecido. El enfado de Steve se evaporó. Alguien la había atacado. Deseaba con toda el alma abrazarla y consolarla. El hecho de que ella le tuviese miedo aumentaba la aflicción del muchacho.
—Te hizo daño —dijo—. El malnacido.
Cambió la cara de Jeannie. La expresión de terror desapareció. Se dirigió al vecino:
—¿Llegó aquí hace dos horas?
El hombre se encogió de hombros.
—Hace una hora y cuarenta minutos, quizá cincuenta.
—¿Está seguro?
—Jeannie, si estaba en Filadelfia hace dos horas ha tenido que volver aquí en el Concorde.
Jeannie miró a Steve.
—Debió de ser Dennis.
Steve anduvo hacia ella. Jeannie no retrocedió. Steve alargó el brazo y con la yema de los dedos rozó la mejilla hinchada.
—Pobre Jeannie —compadeció.
—Creí que eras tú. —Las lágrimas afluyeron a los ojos de Jeannie.
La acogió en sus brazos. Poco a poco, el cuerpo de Jeannie fue perdiendo rigidez y acabó por apoyarse en Steve confiadamente. Él le acarició la cabeza y después enroscó los dedos entre las ondas de la espesa mata de pelo oscuro. Cerró los ojos y pensó en lo fuerte y esbelto que era el cuerpo de Jeannie. Apuesto a que Dennis también se llevo alguna magulladura, pensó. Así lo espero.
El señor Oliver tosió.
—¿Les apetecería una taza de café, jóvenes?
Jeannie se despegó de Steve.
—No, gracias —declinó—. Voy a cambiarme de ropa.
La tensión estaba escrita en su rostro, pero eso la hacía aparecer más encantadora. Me estoy enamorando de esta mujer, pensó Steve. No es sólo que desee acostarme con ella… aunque eso también. Quiero que sea mi amiga. Quiero ver la tele con ella, acompañarla al supermercado y darle cucharadas de jarabe cuando esté resfriada. Quiero contemplarla mientras se cepilla los dientes, se pone los vaqueros y unta la mantequilla en la tostada. Quiero que me pregunte que tono naranja de lápiz de labios le sienta mejor y qué hojas de afeitar debería comprar y a qué hora volveré a casa.
Se preguntó si tendría valor para decirle todo eso.
Jeannie cruzó el porche hacia la puerta. Steve titubeó. Se moría por seguirla, pero necesitaba que ella le invitase.
Jeannie dio media vuelta en el umbral.
—Venga, vamos —dijo.
La siguió escaleras arriba y entró tras ella en el vestíbulo. Jeannie dejó caer encima de la alfombra la bolsa negra de plástico. Entró en la minúscula cocina, se sacudió los zapatos de los pies y luego, ante los atónitos ojos de Steve, los soltó dentro del cubo de la basura.
—Jamás volveré a ponerme estas malditas prendas —afirmó en tono furibundo.
Se quitó la chaqueta y la arrojó al mismo sitio que los zapatos Después, mientras Steve la miraba incrédulo, se desabotonó la blusa, se la quitó y la echó también al cubo de la basura.
Llevaba un sencillo sostén negro de algodón. Steve pensó que no iría a quitárselo delante de él. Pero Jeannie se llevó las manos a la espalda, lo desabrochó y también lo tiró a la basura. Tenía unos pechos firmes, más bien pequeños, de erectos pezones castaños. Se veía una tenue señal roja en la parte de los hombros donde lo tirantes del sostén habían apretado un poco más de la cuenta. Steve se le secó la garganta.
Jeannie se bajó la cremallera y dejó que la falda fuese a parar al suelo. Llevaba sólo unas bragas tipo bikini. Steve la contempló boquiabierto. Aquel cuerpo era perfecto: hombros firmes, senos estupendos, vientre liso y piernas largas y bien torneadas. Jeannie se quitó las bragas, hizo un fardo junto con la falda y lo metió todo en el cubo de la basura. Su vello púbico era una espesa masa de rizos negros.
Miró a Steve durante unos segundos, con incertidumbre en la expresión, casi como si no estuviese segura de lo que pudiera estar haciendo allí. Luego dijo:
—Tengo que ducharme.
Desnuda, pasó por su lado. Steve volvió la cabeza y se la comía con los ojos, observó vorazmente su espalda y absorbió los detalles de los omóplatos, la estrecha cintura, la rotundez curvilínea de las caderas y los músculos de las piernas. Era tan adorable que hacía daño.
Jeannie salió de la estancia. Al cabo de un momento Steve oyó el rumor del agua corriente.
—¡Jesús! jadeo. Se sentó en el sofá tapizado de negro. ¿Que significaba aquello? ¿Era alguna clase de prueba? ¿Que trataba Jeannie de decir? Sonrió. Vaya cuerpo maravilloso, tan fuerte y esbelto, tan armonioso y perfectamente proporcionado. Ocurriera lo que ocurriese, jamás olvidaría aquella magnifica figura.
Estuvo duchándose un buen rato. Steve se dio cuenta de que, con el dramatismo de la acusación a él se le olvidó darle la desconcertante noticia. Por fin, el rumor del agua cesó. Un minuto después Jeannie volvía a la habitación, envuelta en un albornoz rosa fucsia y con el pelo húmedo aplastado sobre la cabeza. Tomó asiento en el sofá, junto a él, y preguntó:
—¿Lo he soñado o me desnudé delante de ti?
—De sueño, nada —repuso Steve—. Tiraste toda tu ropa al cubo de la basura.
—Dios mío. No sé qué me ha pasado.
—No tienes porque excusarte. Me alegro de que confiaras en mí hasta ese extremo. No puedo explicarte lo que significa para mí.
—Debes de pensar que me falta un tornillo.
—No, pero creo que probablemente estabas conmocionada por lo que te sucedió en Filadelfia.
—Quizá sea eso. Sólo recuerdo que sentía la imperiosa necesidad de desembarazarme enseguida de la ropa que llevaba cuando ocurrió.
—Puede que este sea el momento de abrir la botella de vodka que guardas en la nevera.
Jeannie negó con la cabeza.
—Lo que realmente me apetece es un té de jazmín.
—Deja que te lo prepare. —Steve se levantó y pasó al otro lado del mostrador de la cocina—. ¿Por qué llevas de un lado a otro esa bolsa de basura?
—Hoy me han despedido. Metieron todos mis efectos personales en esta bolsa, la dejaron en el pasillo y cerraron la puerta con llave.
—¿Que? —Steve no podía creerlo—. ¿Cómo ha sido eso?
—El New York Times ha publicado hoy un artículo en el que dice que el empleo por mi parte de bases de datos viola la intimidad de las personas. Pero creo que lo que ocurre es que Berrington Jones utiliza ese artículo como excusa para deshacerse de mí.
Steve ardía de indignación. Deseaba protestar, salir en defensa de Jeannie, salvarla de aquella artera persecución.
—¿Pueden despedirte así, sin más?
—No, mañana por la mañana se celebrará una audiencia ante la comisión de disciplina del consejo de la universidad.
—Tú y yo estamos pasando una semana increíblemente mala.
Steve se disponía a informarle del resultado de la prueba de ADN cuando Jeannie descolgó el teléfono.
—Necesito el número de la penitenciaría Greenwood, que está en las proximidades de Richmond (Virginia) —pidió a información. Mientras Steve llenaba de agua el hervidor, Jeannie garabateó el número y volvió a marcar—. ¿Podría ponerme con el alcaide Temoigne? Soy la doctora Ferrami… Si, espero… Gracias… Buenas tardes, alcaide, ¿cómo estás?… Yo muy bien, gracias… Esto puede parecerte una pregunta idiota, pero ¿sigue Dennis Pinker aun en la cárcel?… ¿Estás seguro? ¿Lo has visto con tus propios ojos?… Gracias… Ah, y tú cuídate también. Adiós… —Jeannie alzó la cabeza y miró a Steve—. Dennis continúa en la cárcel. El alcaide habló con él hace una hora.
Steve puso una cucharada de té de jazmín en la tetera y buscó dos tazas.
—Jeannie, los polis tienen el resultado de la prueba de ADN.
Jeannie se puso rígida.
—¿Y?…
—El ADN de la vagina de Lisa coincide con el ADN de mi sangre.
Con voz desolada, Jeannie preguntó:
—¿Estás pensando lo mismo?
—Alguien que se parece a mí y que tiene mi mismo ADN violó el domingo a Lisa Hoxton. Ese mismo individuo te agredió hoy en Filadelfia. Y no era Dennis Pinker.
Con los párpados apretados, Jeannie concluyó:
—Sois tres.
—¡Santo cielo! —Steve se sentía desesperado—. Pero eso resulta todavía más inverosímil. La policía jamás lo creerá. ¿Cómo es posible que suceda una cosa como esta?
—Un momento —dijo Jeannie, alterada—. No sabes lo que he descubierto esta tarde, antes de tropezarme con tu doble. Tengo una explicación.
—Santo Dios, esperemos que eso sea verdad.
La expresión de Jeannie reflejaba inquietud.
—Te va a parecer asombroso, Steve.
—No me importa, sólo quiero entenderlo.
Jeannie introdujo la mano en la bolsa de basura de plástico negro y sacó la cartera de lona.
—Mira esto.
Tomó el folleto a todo color abierto por la primera página. Se lo tendió a Steve, que leyó el párrafo inicial:
La Clínica Aventina fue fundada en 1972 por Genético S.A., como centro pionero para la investigación y desarrollo de la fertilización humana in vitro, la creación de lo que la prensa llamó «niños probeta».
—¿Crees que Dennis y yo somos niños probeta? —preguntó Steve.
—Sí.
Una extraña sensación de asco se aposentó en la boca del estómago de Steve.
—Eso es pura fantasía. Pero ¿Que explica?
—Los gemelos idénticos podrían concebirse en el laboratorio y luego implantarse en úteros de madres distintas.
Se hizo más acusada en Steve la sensación de repugnancia.
—Pero el espermatozoide y el óvulo ¿proceden de mi padre y mi madre o de los Pinker?
—No lo sé.
—Así que puede darse el caso de que los Pinker sean mis verdaderos padres. ¡Dios!
—Hay otra posibilidad.
Por la cara de preocupación que había puesto Jeannie comprendió Steve que la muchacha temía también sobresaltarle. El cerebro de Steve dio un salto hacia delante y adivinó lo que ella iba a decir.
—Tal vez el espermatozoide y el óvulo no procedían de mis padres ni de los Pinker. Yo podría ser hijo de unos absolutos extraños.
Jeannie no contestó, pero la expresión solemne de su rostro indicó a Steve que había dado en el clavo. Se sintió desorientado. Era como una pesadilla en la que él veía de pronto desplomándose en el vacío.
—Es duro de aceptar —confesó. El hervidor automático se apagó solo y, para hacer algo con las manos, Steve echó agua hirviendo en la tetera—. Nunca me he parecido mucho físicamente a ninguno de mis padres. ¿Me parezco a alguno de los Pinker?
—No.
—Entonces lo más probable es que se trate de perfectos desconocidos.
—Steve, nada de todo eso anula el hecho de que tu madre y tu padre te han querido siempre, te han criado y ahora mismo darían su vida por ti. Es un hecho incuestionable.
A Steve le temblaban las manos mientras vertía té en dos tazas.
Dio una a Jeannie y se sentó en el sofá, junto a la mujer.
—¿Cómo te explicas lo del tercer gemelo?
—Si en la probeta hay dos mellizos, lo mismo puede haber tres. El proceso es el mismo: uno de los embriones vuelve a dividirse. Sucede en la naturaleza, así que supongo que también puede darse en el laboratorio.
Steve continuaba teniendo la impresión de que caía dando vueltas en el aire, pero ahora empezó a tener un nuevo sentimiento: alivio. La historia que contaba Jeannie era extraña, pero al menos proporcionaba una explicación racional a la circunstancia de que le hubieran acusado de dos crímenes brutales.
—¿Saben algo de esto mi padre y mi madre?
—No creo. Tu madre y Charlotte Pinker me dijeron que habían ido a la clínica para recibir un tratamiento de hormonas. Por aquellas fechas no se practicaba la inseminación in vitro. En esa técnica, la Genético marchaba varios años por delante de todos los demás. Y creo que hacían pruebas con ella sin informar a sus pacientes de que las estaban llevando a cabo.
—No me extraña que la Genético esté asustada —dijo Steve—. Ahora comprendo por qué Berrington trata tan desesperadamente de desacreditarte.
—Sí. Lo que hicieron fue realmente algo falto de ética. Comparado con ello, la invasión de la intimidad parece una insignificancia. No sólo fue inmoral, sino que podría representar la ruina financiera para la Genético.
—Es un agravio… una afrenta civil. Lo vimos el año pasado en la facultad. —En el fondo de su cerebro pensaba: ¿por qué diablos le estoy hablando de agravios?… Lo que de veras deseo decirle es que me he enamorado de ella—. Si la Genético ofrecía a una mujer tratamiento hormonal y luego le implantaba el feto de otra persona sin informarla de ello, eso significaba quebrantamiento por fraude del contrato implícito.
—Pero eso sucedió hace mucho tiempo. ¿No hay un estatuto de limitaciones por el que prescribiría el delito?
—Sí, pero se empieza a contar a partir de la fecha del descubrimiento del fraude.
—Sigo sin ver cómo podría eso arruinar a la empresa.
—Es un caso ideal para reclamar daños y perjuicios. Eso significa que el dinero no es sólo para compensar a la víctima, por el coste, digamos, de la educación y crianza del hijo de otra persona, sino también para castigar a las personas que cometieron el delito y garantizar en lo posible que otras escarmienten en cabeza ajena y se asusten lo suficiente como para no perpetrarlo a su vez.
—¿Cuánto?
—Si la Genético abusara a sabiendas del cuerpo de una mujer en beneficio de fines secretos… estoy seguro de que cualquier abogado que conociese su profesión lo bastante como para ganarse el pan ejerciéndola pediría tranquilamente cien millones de dólares.
—Según ese artículo que apareció ayer en el The Wall Street Journal, la compañía sólo vale ciento ochenta millones.
—Así que estarían arruinados.
—¡Puede que ese juicio tardara años en celebrarse!
—Pero ¿no te das cuenta? ¡La simple amenaza del proceso sabotearía la operación de compraventa!
—¿Por qué?
—La posibilidad de que la Genético corra el peligro de tener que pagar una fortuna en daños y perjuicios reduce el valor de sus acciones. El traspaso se aplazaría por lo menos hasta que la Landsmann evaluase la suma a que ascenderían sus responsabilidades.
—¡Vaya! Entonces no es sólo su reputación lo que está en juego. También pueden perder todo ese dinero.
—Exacto. —La mente de Steve volvió a proyectarse sobre sus propios problemas—. Nada de esto me sirve —dijo, y de pronto volvió a apoderarse de su ánimo un tenebroso pesimismo—. Necesito ponerme en situación de demostrar tu teoría del tercer gemelo. El único modo de hacerlo es encontrarlo. —Se le ocurrió una idea—. ¿Existe la posibilidad de utilizar tu sistema informático de búsqueda? ¿Comprendes lo que quiero decir?
—Desde luego.
Steve se entusiasmó.
—Si una exploración dio conmigo y con Dennis, otra puede descubrirnos a mí y al tercero, a Dennis y al tercero o a los tres.
—Sí.
Jeannie no parecía tan animada como debiera estarlo.
—¿Puedes hacerlo?
—Después de este torbellino de publicidad negativa me va a ser muy difícil encontrar a alguien dispuesto a permitirme usar su base de datos.
—¡Maldita sea!
—Pero hay una posibilidad. He logrado hacerme con un barrido del archivo de huellas dactilares del FBI.
La moral de Steve se elevó como un cohete.
—Seguro que Dennis figura en sus archivos. ¡Si al tercer gemelo le han tomado alguna vez las huellas digitales, ese barrido lo sacará a la superficie! ¡Eso es magnífico!
—Pero los resultados están en un disquete que se encuentra en mi despacho.
—¡Ah, no! ¡Y te han prohibido la entrada!
—Así es.
—Rayos, echaré abajo la puerta. Pongámonos en marcha, ¿a qué esperamos?
—Puedes acabar otra vez en la cárcel. Y quizás haya un medio más fácil.
Steve se tranquilizó mediante un esfuerzo.
—Tienes razón. Tiene que haber otro medio de conseguir ese disquete.
Jeannie cogió el teléfono.
—Le pedí a Lisa Hoxton que intentase entrar en mi despacho. Veamos si lo ha logrado. —Marcó un número—. Hola, Lisa, ¿cómo estás?… ¿Yo? Pues no demasiado bien. Escúchame, esto te va a parecer increíble. —Resumió lo que había descubierto—. Sé que cuesta trabajo creerlo, pero lo podré demostrar si consigo echarle mano al disquete… ¿No podrías entrar en mi despacho?
—¡Mierda! —Jeannie puso cara larga—. En fin, gracias por intentarlo. Ya sé que te arriesgaste. Te lo agradezco de todo corazón… Sí. Adiós.
Colgó y dijo: —Lisa intento convencer al guardia de seguridad para que la dejase entrar. Casi lo había logrado, pero el hombre consultó con su superior y por poco lo despiden.
—¿Que vamos a intentar ahora?
—Si en la audiencia de mañana por la mañana me reintegran a mi empleo, entraré de nuevo en mi despacho como si no hubiera ocurrido nada.
—¿Quién es tu abogado?
—No tengo abogado, nunca lo necesité.
—Apuesta algo a que la universidad va a disponer del abogado más caro de la ciudad.
—Mierda. No puedo permitirme el lujo de un abogado.
Steve apenas se atrevía a exponer lo que le pasaba por la cabeza. —Bueno… yo soy abogado.
Jeannie le contempló con aire especulativo.
—Sólo he pasado un año en la facultad de Derecho, pero en los ejercicios de abogacía mis notas han sido las más altas de la clase.
Le emocionaba la idea de defenderla frente al poder de la Universidad Jones Falls. Pero ¿no pensaría Jeannie que era demasiado joven e inexperto? Se esforzó en leer en el cerebro de la muchacha, pero fracasó. Ella seguía mirándole. Steve le devolvió la mirada, clavando la suya en los ojos oscuros de Jeannie. Pensó que podía estar haciéndolo indefinidamente.
Al final, Jeannie se inclinó y le besó en los labios, leve y fugazmente.
—Diablo, Steve, eres auténtico —dijo.
Fue un beso muy rápido, pero resultó eléctrico. Steve se sintió grande. No estaba muy seguro de lo que Jeannie quería decir con «auténtico», pero debía de ser bueno.
Tendría que justificar la fe que depositaba en él. Empezó a pensar en la audiencia.
—¿Tienes alguna idea acerca de las reglas de la comisión, los trámites que se siguen en la audiencia?
Ella introdujo la mano en la bolsa de lona y le tendió una carpeta de cartulina.
Steve examinó el contenido. Las normas eran una mezcla de la tradición de la universidad y jerga legal moderna. Entre las infracciones por las que se podía despedir a un miembro del profesorado figuraban la blasfemia y la sodomía, pero la que a Jeannie le daba la impresión de ser la más importante era tradicional: llevar la infamia y el descrédito a la universidad.
Realmente, la comisión de disciplina no tenía la última palabra; simplemente presentaba una recomendación al consejo, cuerpo de gobierno de la universidad. Eso merecía la pena saberlo. Si a la mañana siguiente Jeannie perdía, el consejo podía servirle como tribunal de apelación.
—¿Tienes una copia del contrato? —pregunto Steve.
—Claro. —Jeannie se acercó a un pequeño escritorio del rincón y abrió un cajón—. Aquí está.
Steve lo leyó rápidamente. En la cláusula doce Jeannie accedía a acatar las decisiones del consejo de la universidad. Eso le dificultaría legalmente desobedecer la decisión definitiva.
Volvió a las reglas de la comisión de disciplina.
—Aquí dice que tienes que notificar al presidente, por adelantado, tu deseo de que te represente un abogado u otra persona —observó Steve.
—Ahora mismo llamamos a Jack Budgen —repuso Jeannie—. Son las ocho…, estará en casa.
Cogió el teléfono.
—Aguarda —pidió Steve—. Tracemos antes el plan de los términos en que vamos a plantear la conversación.
—Tienes razón. Tú piensas estratégicamente y yo no.
Steve se sintió complacido. Aquel consejo legal se lo había dado como abogado suyo y Jeannie lo consideró provechoso.
—Ese hombre tiene tu destino en sus manos. ¿Cómo es?
—Es el bibliotecario jefe y mi contrincante en el tenis.
—¿El que jugaba contigo el domingo?
—Sí. Es más un administrador que un pedagogo académico. Y un buen jugador táctico, pero en mi opinión nunca tuvo el instinto asesino que impulsa a un tenista hasta la cima.
—Vale, o sea que mantiene contigo cierta relación competitiva.
—Supongo que sí.
—Ahora bien, ¿Que impresión queremos darle? —Enumeró con los dedos—. Uno: queremos parecer optimistas y seguros del triunfo. Estás deseando verte en la audiencia. Eres inocente, te alegras de tener la oportunidad de demostrarlo y tienes una fe ciega en que la comisión verá la verdad en el fondo del asunto, bajo la sabia dirección de Budgen.
—Muy bien.
—Dos: estás desamparada. Eres una muchacha débil, indefensa…
—¿Bromeas?
Steve sonrió.
—Tacha eso. Eres una profesora universitaria novata y te enfrentas a Berrington y Obell, dos astutos veteranos, duchos en el arte de hacer su santa voluntad en la Universidad Jones Falls. Rayos, ni siquiera puedes permitirte contratar a un abogado. ¿Budgen es judío?
—No lo sé. Puede que sí.
—Espero que lo sea. Las minorías están más predispuestas a revolverse contra el sistema. Tres: la historia de por qué Berrington te está acosando ha de salir a la luz. Es un tanto asombrosa, pero hay que contarla.
—¿En qué puede ayudarme explicar eso?
—Sugiere la idea de que es muy posible que Berrington tenga algo que ocultar.
—Muy bien. ¿Algo más?
—No creo.
Jeannie marcó el número y le tendió el teléfono.
Steve lo tomó rezumando turbación. Era la primera llamada que efectuaba como representante jurídico de alguien. «Quiera Dios que no lo eche todo a perder.»
Mientras escuchaba el timbre de tono, intentó evocar la forma de jugar al tenis de Jack Budgen. Steve se había concentrado en Jeannie, naturalmente, pero recordaba la figura de un hombre en bastante buena forma, calvo, de unos cincuenta años, que se movía con agilidad y jugaba con picardía. Budgen había vencido a Jeannie, pese a que ella era más joven y fuerte. Steve se prometió no subestimarle.
Una voz tranquila y cultivada contestó al teléfono:
—Dígame.
—¿Profesor Budgen?, me llamo Steve Logan.
Hubo una breve pausa.
—¿Le conozco, señor Logan?
—No, señor. Le llamo, en su calidad de presidente de la comisión de disciplina de la Universidad Jones Falls, para informarle de que mañana acompañaré a la doctora Ferrami. Aguarda impaciente que se celebre la audiencia y desea quitarse de encima cuanto antes esas acusaciones.
El tono de Budgen fue frío:
—¿Es usted abogado?
Steve comprobó que recobraba el aliento con rapidez, como si hubiese estado corriendo y ahora realizase un esfuerzo para mantener la calma.
—Estoy en la facultad de Derecho. La doctora Ferrami no puede permitirse el lujo de contratar a un abogado. Sin embargo, haré cuanto esté en mi mano para ayudarle en el presente caso y, si mi actuación es deficiente, tendré que ponerme a merced de usted. —Hizo una pausa para ofrecer a Budgen la oportunidad de intercalar un comentario amistoso o, aunque sólo fuera, un gruñido de simpatía; pero no hubo más que gélido silencio. Steve continuó—: ¿Puedo preguntarle quién representará a la universidad?
—Tengo entendido que han contratado a Henry Quinn, de Harvey Horrocks Quinn.
Steve se quedo sobrecogido. Era una de las firmas más antiguas de Washington. Trató de que su voz sonase relajada.
—Un bufete WASP[1] extraordinariamente respetable —comentó, con una risita.
—¿De veras?
El encanto de Steve no daba resultado con aquel hombre. Había llegado el momento de enseñar las uñas.
—Tal vez debiera mencionarle una cosa. Nos vamos a ver obligados a contar el verdadero motivo por el cual Berrington Jones ha actuado así contra la doctora Ferrami. Bajo ninguna clase de condiciones aceptaremos la cancelación de la audiencia. Eso dejaría suspendida sobre su cabeza la nube de la duda. La verdad ha de salir a la superficie, me temo.
—No tengo noticia de ninguna propuesta de cancelación de la audiencia.
Claro que no tenía noticia. No existía tal propuesta. Steve siguió adelante con su farol.
—Pero si surgiera una, le ruego tome nota de que será inaceptable para la doctora Ferrami. —Decidió cortar la conversación antes de meterse en excesivas profundidades—. Profesor, muchas gracias por su cortesía. Estoy deseando verle a usted por la mañana.
—Adiós.
Steve colgó.
—¡Joder! Vaya témpano de hielo.
Jeannie parecía perpleja.
—Normalmente no es así. Tal vez sólo se mostraba protocolario.
Steve tenía la casi plena certeza de que Budgen ya había adoptado la determinación de ser hostil a Jeannie, pero no se lo dijo a la mujer.
—De todas formas, ya le he transmitido nuestros tres puntos. Y he descubierto que la Universidad Jones Falls ha contratado a Henry Quinn.
—¿Es bueno?
Era legendario. Pensar que iba a actuar contra Henry Quinn había dejado a Steve como un carámbano. Pero no quería deprimir a Jeannie.
—Quinn solía ser muy bueno, pero es posible que su mejor momento haya pasado ya.
Jeannie aceptó aquella opinión.
—¿Que debemos hacer ahora?
Steve la miró. El albornoz rosa dejaba una abertura en la parte del escote y el muchacho vislumbró un seno anidado entre los pliegues de la suave tela de rizo.
—Deberemos repasar las preguntas que van a formularte en la audiencia —dijo Steve en tono pesaroso—. Esta noche nos queda por hacer un montón de trabajo.