Camino de Filadelfia por la I95, Jeannie volvió a sorprenderse con la mente puesta otra vez en Steve Logan.
La noche anterior le había dado un beso de despedida en la zona de aparcamiento del campus de la Jones Falls. Lamentaba que aquel beso hubiera sido tan fugaz. Los labios de Steve eran carnosos y secos, la piel cálida. A Jeannie le gustaba la idea de volver a repetir aquello.
¿Por qué sentía tanta prevención respecto a la edad del chico? ¿Que tenía de maravilloso el que los hombres fuesen mayores? Will Temple, de treinta y nueve años, la había dejado por una heredera cabeza hueca. Vaya con las garantías de la madurez.
Pulsó la tecla de búsqueda de la radio, a la caza de una buena emisora, y dio con Nirvana, que interpretaba Come As You Are. Siempre que pensaba en salir con un hombre de su edad, o más joven, la sacudía una especie de sobresalto, algo así como el temblor del peligro que acompañaba a una cinta de Nirvana. Los hombres mayores eran tranquilizadores; sabían qué hacer.
¿Soy yo?, pensó. ¿Jeannie Ferrami, la mujer que hace lo que le da la gana y dice al mundo que se vaya a tomar viento? ¿Necesito seguridad? ¡Fuera de aquí!
Sin embargo, era cierto. Quizá la culpa la tuviera su padre. Después de él, Jeannie nunca quiso tener en su vida otro hombre irresponsable. Por otra parte, su padre era la prueba viviente de que los hombres mayores podían ser tan irresponsables como los jóvenes.
Supuso que su padre estaría durmiendo en hoteluchos baratos de Baltimore. Cuando se hubiese bebido y jugado el dinero que le pagaran por el ordenador y el televisor —cosa que no tardaría mucho en suceder—, robaría alguna otra cosa o se pondría a merced de su otra hija, Patty. Jeannie le odiaba por haberle robado sus cosas. Sin embargo, el incidente había servido para sacar a la superficie lo mejor de Steve Logan. Había sido un príncipe. Qué diablos, pensó, la próxima vez que vea a Steve Logan volveré a besarle, y en esa ocasión será un beso de los buenos.
Se puso tensa y condujo el Mercedes a través del atiborrado centro de Filadelfia. Aquél podía ser el gran paso adelante. Podía encontrar la solución al rompecabezas de Steve y Dennis.
La Clínica Aventina estaba en la Ciudad Universitaria, al oeste del río Schuylkill, un distrito de edificios académicos y apartamentos de estudiantes. La propia clínica era un agradable inmueble entre los cincuenta que había en el recinto, rodeado de árboles. Jeannie estacionó el coche en un parquímetro de la calle y entró en el edificio.
Había cuatro personas en la sala de espera: una pareja joven, formada por una mujer que parecía en tensión y un hombre que era un manojo de nervios, y otras dos mujeres de aproximadamente la misma edad de Jeannie. Todos miraban revistas, sentados en un rectángulo de sofás. Una gorjeante recepcionista le indicó que tomara asiento y Jeannie cogió un fastuoso folleto de la Genético, S.A. Lo mantuvo abierto sobre el regazo, sin leerlo; en vez de ello se dedicó a contemplar el sosegadamente insulso arte abstracto que decoraba las paredes del vestíbulo y a taconear nerviosa sobre el alfombrado suelo.
Aborrecía los hospitales. Como paciente sólo había estado una vez en uno. A los veintitrés años tuvo un aborto. El padre era un aspirante a director de cine. Jeannie dejó de tomar la píldora porque se habían separado, pero el hombre volvió al cabo de unos días, celebraron una reconciliación amorosa, sin tomar las precauciones oportunas, y ella quedó embarazada. La operación se llevó a cabo sin complicaciones, pero Jeannie se pasó varios días llorando y perdió todo el cariño que le inspiraba el director cinematográfico, aunque él estuvo a su lado, apoyándola, durante todo el proceso.
Acababa de realizar su primera película en Hollywood, un filme de acción. Jeannie fue sola a ver la cinta al cine Charles de Baltimore. El único toque de humanidad de la por otra parte maquinal historia de hombres que no paraban de dispararse unos a otros se daba cuando la novia del protagonista sufría un ataque de depresión, a raíz de un aborto, y echaba de su lado al héroe. Este, un detective de la policía, se quedaba perplejo y destrozado. Jeannie lloró. El recuerdo aún le hacía daño. Se puso en pie y empezó a pasear por la sala. Unos minutos después, emergió un hombre del fondo del vestíbulo y, en voz alta, llamó:
—¡Doctora Ferrami!
Era un individuo angustiosamente jovial, cincuentón, de calva coronilla y frailuno flequillo rojizo.
—¡Hola, encantado de conocerla! —aseguró con injustificado entusiasmo.
Jeannie le estrechó la mano.
—Anoche hablé con el señor Ringwood.
—¡Si, si! Soy colega suyo, me llamo Dick Minsky. ¿Cómo está usted?
Dick tenía un tic nervioso que le hacía pestañear violentamente cada cuatro o cinco segundos; a Jeannie le dio lástima.
La condujo hacia una escalera.
—¿A qué se debe su petición de informes, si me permite la pregunta?
—Un misterio clínico —explicó Jeannie—. Los hijos de las dos mujeres parecen ser gemelos idénticos, y sin embargo todo indica que no tienen ningún parentesco. La única relación que he podido descubrir es que ambas mujeres fueron tratadas aquí antes de su embarazo.
—¿Ah, sí? —articuló el hombre como si no la hubiese estado escuchando.
A Jeannie le sorprendió; esperaba que el individuo se sintiera intrigado.
Entraron en un despacho.
—Se puede acceder por ordenador a todos nuestros archivos, siempre que se disponga de la clave correspondiente —dijo Dick Minsky. Se sentó ante una pantalla—. Los pacientes que le interesan, ¿son?…
—Charlotte Pinker y Lorraine Logan.
—No nos llevará ni un minuto.
Procedió a teclear los nombres.
Jeannie contuvo su impaciencia. Era posible que aquellos archivos no le revelasen absolutamente nada. Echó un vistazo a la estancia. Era un despacho demasiado amplio y suntuoso para un simple archivero. Dick debía de ser algo más que un simple «colega» del señor Ringwood, pensó.
—¿Que función desempeña usted aquí, en la clínica, Dick? —dijo.
—Soy el director general.
Jeannie enarcó las cejas, pero el hombre no levantó la vista del teclado. ¿Por qué le atendía en su gestión una persona de las altas esferas? Al preguntárselo, una sensación de inquietud caracoleó en su ánimo como una voluta de humo.
Dick Minsky frunció el entrecejo.
—Qué extraño. La computadora dice que no hay ningún historial que corresponda a los nombres que me ha dado.
La intranquilidad de Jeannie cobró cuerpo. Están a punto de pegármela, pensó. La perspectiva de dar con la solución al rompecabezas volvía a perderse en la lejanía. Una oleada de desencanto se abatió sobre ella, hundiéndola en una hondonada de depresión.
El hombre hizo girar la pantalla para que Jeannie pudiera verla.
—¿Ha deletreado los nombres correctamente?
—Sí.
—¿Cuándo cree que ingresaron esas pacientes en la clínica?
—Hace veintitrés años, aproximadamente.
Alzó la cabeza para mirarla.
—Ah, querida —dijo Dick Minsky, y parpadeó—. En ese caso mucho me temo que haya hecho usted el viaje en balde.
—¿Por qué?
—No conservamos historiales tan antiguos. Es norma de nuestra empresa, según la política de la dirección en cuanto a documentos.
Jeannie le miró con los párpados entrecerrados.
—¿Tiran a la basura los historiales antiguos?
—Rompemos las fichas, si, transcurridos veinte años, a menos, claro, que se readmita al paciente, en cuyo caso su historial se transfiere al ordenador.
Era una desilusión que dejaba hundido el ánimo de Jeannie y era también una pérdida de un tiempo precioso, que necesitaba para preparar su defensa en la audiencia de disciplina del día siguiente.
—Resulta muy extraño —expresó con amargura— que el señor Ringwood no me lo dijera cuando hablé anoche con él.
—La verdad es que debió hacerlo. Quizá no hizo usted ninguna alusión a las fechas.
—Estoy segura de que le especifiqué que las dos mujeres recibieron aquí tratamiento hace veintitrés años.
Jeannie recordaba que había añadido un año a la edad de Steve para que el periodo fuese el correcto.
—Entonces cuesta trabajo entenderlo.
Sin saber exactamente por qué, a Jeannie no le sorprendía demasiado el giro que tomaba el asunto. Con su exagerada afabilidad y su pestañeo nervioso, Dick Minsky era la personificación caricaturesca del hombre con una conciencia culpable.
El director de la clínica volvió a colocar la pantalla del ordenador en su posición original. Puso cara de lamentarlo profundamente y dijo:
—Me temo que no puedo hacer nada más por usted.
—¿Podría hablar con el señor Ringwood y preguntarle por qué no me dijo que las fichas se destruían?
—Me temo que Peter se ha puesto enfermo y hoy no ha venido.
—¡Qué extraordinaria coincidencia!
Minsky trató de parecer ofendido, pero el resultado fue una parodia lastimosa.
—Espero que no esté insinuando que intentamos ocultarle algo.
—¿Por qué iba yo a pensar tal cosa?
—No tengo ni idea. —Minsky se levantó—. Y ahora, me temo que no dispongo de más tiempo que dedicarle.
Jeannie se puso en pie y le precedió hacia la puerta. Dick Minsky la siguió escaleras abajo, hasta el vestíbulo.
—Buenos días —deseó, rígido el tono.
—Adiós —se despidió Jeannie.
Una vez en la calle titubeó. Rebosante de combatividad, sentía la testación de hacer algo provocativo, de demostrarles que no podían manipularla hasta la anulación. Decidió curiosear un poco por allí.
La zona de aparcamiento estaba repleta de automóviles de médicos, BMW y Cadillac último modelo. Dobló la esquina por un lado del edificio. Un negro de barba canosa limpiaba la basura con una ruidosa barredera. Por allí no había nada digno de atención o interés. Acabó delante de una tapia que cortaba la salida y volvió sobre sus pasos.
A través del cristal de la puerta de la fachada vio a Dick Minsky, todavía en el vestíbulo, que decía algo a la desenvuelta secretaria. Miraba con inquieta ansiedad mientras Jeannie pasaba por delante de la puerta.
Jeannie rodeó el edificio por la dirección contraria a la de la primera vez y fue a dar con el depósito de desechos. Tres hombres con las manos protegidas por gruesos guantes cargaban la basura en un camión. Esto es estúpido, pensó Jeannie. Se estaba comportando como un detective de novela dura de misterio. Iba a dar media vuelta cuando algo le llamo la atención. Los hombres levantaban sin esfuerzo las enormes bolsas de basura, de plástico marrón, como si no pesaran gran cosa. ¿Que podía tirar la clínica que abultase tanto y pesara tan poco?
¿Papel cortado en tiras?
Oyó la voz de Dick Minsky. Parecía asustado.
—¿Tendría la bondad de marcharse ya, doctora Ferrami?
Jeannie dio media vuelta. Dick Minsky doblaba la esquina del edificio, acompañado de un hombre ataviado con el uniforme estilo policía que usaban los guardias de seguridad.
Ella se acercó con paso rápido al montón de bolsas.
—¡Eh! —gritó Dick Minsky.
Los basureros se la quedaron mirando, pero Jeannie prescindió de ellos. Rasgó una de las bolsas, introdujo la mano por el boquete y sacó un puñado de su contenido.
Comprobó que sostenía en la mano un fajo de tiras delgadas de tarjetas de color pardo. Al mirar con más atención aquellas tiras vio que tenían cosas escritas, unas con pluma, otras a máquina. Eran las fichas destrozadas de los historiales del hospital.
Sólo podía haber un motivo para que se llevaran tantas bolsas precisamente aquel día. Habían destruido los archivos aquella mañana… sólo horas después de que ella hubiese llamado. Dejó caer en el suelo los jirones de papel y se alejó. Uno de los basureros le chilló algo, indignado, pero Jeannie no le hizo caso. Ya no había duda.
Se plantó delante de Dick Minsky, con las manos apoyadas en las caderas. Había estado mintiéndola y de ahí que ahora fuese una nerviosa calamidad humana.
—Tienen aquí un secreto vergonzoso, ¿verdad? —gritó Jeannie—. ¿Algo que tratan de ocultar por el sistema de destruir estos archivos?
El hombre estaba absolutamente aterrorizado.
—Claro que no —pudo articular—. Y esa sugerencia es ofensiva.
—Naturalmente que lo es —convino Jeannie. Su genio sacaba a la superficie lo mejor de ella. Apuntó al hombre con el enrollado folleto de la Genético que aún llevaba en la mano—. Pero esta investigación es muy importante para mí, y obraría usted muy sensatamente convenciéndose de que quienquiera que me mienta va a acabar jodido, pero bien jodido, antes de que yo haya terminado.
—Por favor, lárguese —dijo Dick Minsky.
El guardia de seguridad la cogió del codo izquierdo.
—Ya me voy —se avino Jeannie—. No es preciso que me agarre.
El guardia no la soltó.
—Por aquí, tenga la bondad —dijo.
Era un hombre de edad mediana, con el pelo gris y una barriga voluminosa. Jeannie no estaba dispuesta a dejarse maltratar por él. Cerró la mano derecha sobre el brazo que la sujetaba. Los músculos del guardia eran más bien fofos.
—Haga el favor de soltarme —dijo Jeannie, y apretó. Sus manos eran más potentes y su presa era más fuerte que la de la mayoría de los hombres. El guardia intentó mantenerla cogida por el codo, pero el dolor que le producía la mano de Jeannie era excesivo para su capacidad de resistencia y al cabo de un momento la soltó—. Gracias —dijo Jeannie.
Se alejó. Se sentía mejor. Estuvo en lo cierto al suponer que en aquella clínica había una pista. Los esfuerzos que hicieron para impedir que ella averiguase allí algo constituían la confirmación más sólida posible de que ocultaban un secreto inconfesable. La solución al misterio se relacionaba directamente con aquel lugar. Pero ¿adónde la conducía eso?
Llegó a su coche, pero no subió en él. Eran las dos y media y aún no había almorzado. Estaba demasiado sobre ascuas para comer mucho, pero le hacía falta una taza de café. En la acera de enfrente se abría una cafetería, al lado de un centro evangélico. Parecía limpia y barata. Cruzó la calle y entró.
La amenaza que dirigió a Dick Minsky era mero farol; no podía hacer nada para perjudicarle. Irritarle tampoco le había servido de gran cosa. A decir verdad, se delató a sí misma al dejar claro que sabía que la estaban engañando. Los puso sobre aviso y ahora tendrían alta la guardia.
El silencio reinaba en el local, salvo en la parte donde unos cuantos estudiantes terminaban de almorzar. Jeannie pidió café y una ensalada. Mientras esperaba, abrió el folleto que había cogido en el vestíbulo de la clínica. Leyó:
La Clínica Aventina fue fundada en 1972 por Genético S.A., como centro pionero para la investigación y desarrollo de la fertilización humana in vitro, la creación de lo que la prensa llamó «niños probeta».
Y, de pronto, todo estuvo claro.