22

Steve se desplomó en brazos del sueño durante las primeras horas de la madrugada del miércoles.

La sección de celdas estaba tranquila, Gordinflas roncaba y Steve llevaba ya veinticuatro horas sin pegar ojo. Hizo cuanto pudo por mantenerse despierto, pero todo lo que consiguió fue una duermevela en cuyo transcurso soñó que un juez benévolo le sonreía y decretaba: «Solicitud de fianza concedida, pongan en libertad a este hombre». Y el salía del tribunal a una calle inundada de sol. Sentado en el suelo de la celda, en su postura de costumbre, apoyada la espalda en la pared, se sorprendió varias veces dando cabezadas y despertándose bruscamente, hasta que, por último, la naturaleza se impuso a la fuerza de voluntad.

Dormía profundamente cuando un doloroso golpe en las costillas le obligó a despertarse sobresaltado. Jadeó y abrió los párpados. Gordinflas le había propinado un puntapié y se inclinaba sobre él, rezumantes de locura los ojos, mientras vociferaba:

—¡Me birlaste la droga, hijoputa! ¿Dónde la escondiste, dónde? Si no me la sueltas enseguida, date por fiambre!

Steve reaccionó sin pensar. Se levantó del suelo como impulsado por un resorte, extendido y rígido el brazo derecho, e introdujo dos dedos en los ojos de Gordinflas. Éste soltó un grito de dolor y retrocedió. Steve siguió con su acoso, intentando atravesar con los dedos el cerebro de Gordinflas hasta llegar a la nuca. En alguna parte, muy lejos, sonó una voz que le pareció era la suya y que profería insultos.

Gordinflas retrocedió un paso más y cayó sentado violentamente sobre la taza del retrete. Se cubrió los ojos con las manos.

Steve pasó ambas manos por detrás del cuello de Gordinflas, le empujó la cabeza hacia delante y le asestó un rodillazo en la cara. Brotó la sangre por la boca de Gordinflas. Steve le agarró por la camisa, lo levantó de la taza del retrete y lo dejó caer contra el suelo. Se disponía a patearle, cuando la cordura volvió a él. Vaciló, con la vista sobre el sangrante Gordinflas tendido en el piso de la celda, y la roja neblina de la cólera empezó a aclararse.

—¡Oh, no! —articuló—. ¿Que es lo que he hecho?

Se abrió de golpe la puerta de la celda e irrumpieron dos guardias, enarboladas las porras.

Steve alzo las manos frente a sí.

—Tranquilízate —dijo uno de los agentes.

—Ahora ya estoy tranquilo —respondió Steve.

Los policías lo esposaron y sacaron de la celda. Uno de ellos le propinó un puñetazo en el estómago, con todas sus fuerzas. Steve se dobló sobre sí mismo, boqueante.

—Eso es por si acaso tuvieras la insensata idea de querer armar más follón —explicó el policía.

Steve oyó el ruido que produjo la puerta de la celda al cerrarse y luego la voz de Spike, el carcelero, con su habitual talante burlón.

—¿Necesitas cuidados médicos, Gordinflas? Te lo digo porque hay un veterinario en la calle Baltimore Este.

Rió su propia broma.

Steve se enderezó, en tanto se recuperaba del puñetazo. No dejaba de dolerle, pero podía respirar. Miró a Gordinflas a través de los barrotes. El herido se frotaba los ojos, sentado en el suelo. La respuesta a Spike surgió de entre sus labios ensangrentados:

—Que te den por culo, mamón.

Steve se sintió aliviado: Gordinflas no estaba malherido.

—De todas formas, era hora de sacarte de aquí, jovencito universitario —se dirigió Spike a Steve—. Éstos caballeros han venido para acompañarte al tribunal. —Consultó una hoja de papel—. Veamos a quién más le toca ir al Juzgado del Distrito Norte. Señor don Robert Sandiland, conocido por Sniff…

Sacó de las celdas a otros tres hombres y los encadenó junto con Steve. Luego, los dos policías los llevaron al aparcamiento y los hicieron subir a un autobús celular.

Steve confió en no volver nunca más a aquel sitio.

Aún estaba oscuro en la calle. Steve calculó que deberían ser las seis de la madrugada. Los juzgados no iniciaban sus sesiones hasta las nueve o las diez de la mañana, así que tendrían que esperar un buen rato. Estuvieron cruzando la ciudad cosa de quince o veinte minutos y luego franquearon la puerta del garaje del edificio de los juzgados. Se apearon del autobús celular y entraron en un sótano. En torno de una zona central había ocho compartimentos enrejados. Cada celda de aquellas tenía un banco y un lavabo, pero eran más amplias que las de la comisaría de policía y metieron a los cuatro prisioneros en una que ya ocupaban otros seis hombres. Les quitaron las cadenas y las echaron encima de una mesa colocada en medio del cuarto. Había allí varios celadores, presididos por una mujer de color, alta, con uniforme de sargento y expresión desagradable.

Llegaron treinta prisioneros, o más, en el curso de la hora siguiente. Los acomodaron en las celdas, de doce en doce. Al presentarse un pequeño grupo de mujeres empezaron a sonar gritos y silbidos. Las alojaron en una celda del extremo de la sala.

Después de eso, no sucedió gran cosa durante varias horas. Llevaron los desayunos, pero Steve rechazó el suyo; no podía acostumbrarse a la idea de comer con el retrete a la vista. Algunos reclusos hablaban a voces, pero la mayor parte se mantenían silenciosos, con cara de pocos amigos. Las bromas y burlas entre presos y guardianes no eran tan obscenas como las del encierro anterior y Steve se preguntó ociosamente si ello no se debería a que el mando lo tenía allí una mujer.

Se dijo que las celdas aquellas no tenían nada que ver con las que se mostraban en la tele. Las prisiones de los telefilmes y de las películas solían parecer hoteles de segunda: nunca se veían retretes sin cortinas o mamparas, no se oían insultos o abusos verbales ni se reflejaban los vapuleos con que solía premiarse a quienes no se portaban como era debido.

Puede que aquel fuese su último día de cárcel. De creer en Dios, habría rezado con todo su fervor para que así fuera.

Se figuró que debían de ser las doce del mediodía cuando empezaron a sacar presos de las celdas.

A Steve le tocó en la segunda remesa. Volvieron a esposar y a encadenar juntos a diez hombres. Luego subieron al juzgado.

La sala era como una capilla metodista. Las paredes estaban pintadas de verde hasta el nivel de la cintura; a partir de ahí, de color crema. En el suelo, una alfombra verde. Había nueve filas de bancos de madera amarilla, bancos como los de una iglesia.

En el de la última fila estaban sentados los padres de Steve.

El sobresalto le dejó boquiabierto.

El padre llevaba su uniforme de coronel, con la gorra bajo el brazo. Permanecía con el busto erguido, recto como si estuviese de pie en posición de firmes. Tenía los ojos del típico color azul celta, pelo oscuro y la sombra de una barba cerrada sobre las mejillas recién rasuradas. Su rostro permanecía rígidamente inexpresivo, estrictamente contenida toda emoción. Sentada a su lado, la madre, menuda y regordeta, tenía la bonita y redonda cara hinchada a causa del llanto.

Steve deseó que se lo tragara la tierra. Para escapar de aquella situación hubiera vuelto de buen grado a la celda con Gordinflas. Se detuvo en seco, interrumpiendo el avance de toda la cuerda de presos, y contempló con aturdida angustia a sus padres, hasta que el guardia le dio un empujón y le obligó a seguir adelante, dando traspiés hasta el primer banco.

Una funcionaria estaba sentada en la parte delantera del tribunal, de cara a los reclusos. Un celador masculino montaba guardia en la puerta. Sólo había otro funcionario presente, un negro de unos cuarenta años, con gafas, chaqueta, corbata y pantalones azules. Preguntó su nombre a cada uno de los presos y fue comprobándolos con la lista que tenía en la mano.

Steve volvió la cabeza para mirar por encima del hombro. Todos los bancos destinados al público estaban vacíos, salvo el de sus padres. Agradeció el que su familia se preocupara lo suficiente como para hacer acto de presencia; ningún pariente de los demás presos lo hizo. Con todo, hubiese preferido pasar por aquella humillación sin testigo alguno.

Su padre se puso en pie y se adelantó hacia el estrado. El hombre de los pantalones azules le habló en tono oficial.

—¿Sí, señor?

—Soy el padre de Steve Logan. Quisiera hablar con él. —Lo dijo con un tono de voz autoritario—. ¿Puedo saber quién es usted?

—David Purdy, soy el encargado de la investigación preliminar.

Steve comprendió que fue así como sus padres se enteraron del asunto. Debía haberlo supuesto. La comisaría judicial le había dicho que un investigador comprobaría sus datos personales. El modo más sencillo de hacerlo consistía en ponerse en contacto con sus padres. Sintió una punzada de dolor al imaginarse aquella llamada telefónica.

¿Que les había dicho el investigador?: «Tengo que comprobar la dirección de Steve Logan, que se encuentra bajo arresto en Baltimore, acusado de violación. ¿Es usted su madre?».

El padre estrechó la mano del funcionario y le saludó:

—¿Cómo está usted, señor Purdy?

Pero Steve sabía que su padre odiaba a aquel hombre.

—Adelante, puede usted hablar con su hijo, no hay inconveniente —concedió Purdy.

El padre asintió secamente. Pasó por el banco situado a espaldas de los presos y se sentó inmediatamente detrás de Steve. Apoyó la mano en el hombro del muchacho y lo apretó suavemente. Los ojos de Steve se llenaron de lágrimas.

—Yo no lo hice, papá —dijo.

—Ya lo sé, Steve —respondió su padre.

Su sencilla fe fue demasiado para Steve, que estalló en llanto. Una vez hubo empezado a llorar le resultó imposible dejarlo. El hambre y la falta de sueño le habían debilitado. Le agobiaba toda la tensión y los sufrimientos de los dos últimos días y las lágrimas fluyeron libre y copiosamente. Continuó sollozando y secándose el rostro con las manos esposadas.

Al cabo de unos instantes, el padre dijo: —Hubiéramos querido traer un abogado, pero no tuvimos tiempo…, sólo el justo para venir aquí.

Steve inclinó la cabeza. Sólo con que pudiera dominarse, sería su propio abogado.

Entraron dos chicas, acompañadas de una celadora. No iban esposadas. Se sentaron y rompieron a reír como tontas. Aparentaban unos dieciocho años.

—¿Cómo diablos sucedió todo esto? —preguntó a Steve su padre.

El intento de responder a la pregunta formulada ayudó a Steve a dejar de llorar.

—Debo parecerme al individuo que lo hizo —dijo. Se sorbió la nariz y tragó saliva—. La víctima me señaló en una rueda de reconocimiento. Y me encontraba por las cercanías cuando ocurrieron los hechos, eso ya se lo dije a la policía. La prueba de ADN demostrará mi inocencia, pero tarda tres días. Confío en obtener la libertad bajo fianza hoy.

—Hay que decirle al juez que estamos aquí —expresó el padre—. Eso probablemente sea algo a tu favor.

Steve se sintió como un chiquillo al que consolaba su padre. Llevó a su mente el recuerdo del día en que dispuso de su primera bicicleta. Debió de ser cuando cumplió los cinco años. Era una bici de dos ruedas, que llevaba en la trasera otras dos más pequeñas, estabilizadoras, para evitar las caídas. La casa tenía un amplio jardín con una escalera de dos peldaños que llevaba al patio, situado a un nivel más bajo. «Ve por el césped y no te acerques a los escalones», le había dicho papá; pero lo primero que hizo el pequeño Stevie fue precisamente tratar de bajar aquellos peldaños montado en la bicicleta. Fue a parar al suelo, lastimándose y estropeando la bici. Tuvo la plena certeza de que papá se enfadaría mucho con él por haber desobedecido una orden directa. Papá le levantó del suelo, le curó las heridas con cuidado y aunque Stevie esperaba un estallido de indignación, este no se produjo. Papá nunca decía: «Ya te lo advertí». Sucediera lo que sucediese, los padres de Steve siempre estaban de su parte.

Entró el juez.

Era una atractiva mujer blanca, de unos cincuenta años, menuda y pulcra. Vestía toga negra y llevaba una lata de Coca-Cola baja en calorías, que, al sentarse, depositó encima de la mesa.

Steve trató de leer en su expresión. ¿Era una mujer cruel o benévola? ¿Una señora de carácter afectuoso y mentalidad liberal, un alma de Dios, o una sargentona ordenancista que anhelaba en secreto enviarlos a todos a la silla eléctrica? Steve observó atentamente las azules pupilas de la juez, su nariz aguda, su cabellera morena veteada de hebras grises. ¿Tenía esposo con la barriga propia del bebedor de cerveza, un hijo crecido del que preocuparse y unos nietos a los que adoraba y con los que solía jugar revolcándose con ellos encima de la alfombra? ¿O vivía sola en un piso caro lleno de muebles modernos con agudas esquinas? Las clases de derecho que había recibido le informaron de las razones teóricas existentes para conceder o denegar las peticiones de fianza, pero ahora le parecían poco menos que improcedentes. Lo único que en realidad tenía importancia era si aquella mujer era bondadosa o no.

La juez recorrió con la vista la hilera de presos y saludó:

—Buenas tardes. Voy a examinar sus solicitudes de fianza.

Su voz era baja, pero clara, su dicción, precisa. A su alrededor, todo parecía exacto y ordenado…, salvo aquella lata de Coca-Cola, un toque humano que despertó las esperanzas de Steve.

—¿Han recibido todos ustedes sus respectivos pliegos de cargos?

Todos los tenían. La juez recitó un escrito relativo a los derechos de los acusados y el modo de conseguir abogado.

Una vez concluido ese trámite, indicó: —Cuando mencione su nombre, tengan la bondad de levantar la mano derecha… Ian Thompson.

Un preso levantó la mano. La juez leyó las acusaciones y las condenas que podían corresponderle. A Ian Thompson se le acusaba de haber desvalijado tres casas de un lujoso barrio de Roland Park. Era un joven hispano que llevaba el brazo en cabestrillo, que no manifestó el menor interés por su destino y al que parecía aburrirle todo el proceso.

Cuando la juez le dijo que tenía derecho a una vista preliminar y a un juicio con jurado, Steve aguardó con impaciencia si concedía o no la fianza a Ian Thompson.

Se puso en pie el encargado de la investigación preliminar. Expuso, hablando apresuradamente, que Thompson llevaba un año viviendo en el mismo domicilio, tenía esposa y un hijo, pero carecía de trabajo. También era heroinómano y tenía antecedentes delictivos. Steve no habría enviado a la calle a un hombre como aquel.

Sin embargo, la juez fijó una fianza de veinticinco mil dólares. El ánimo de Steve se elevó. Sabía que normalmente el acusado sólo ha de depositar el diez por ciento, en efectivo, de la fianza que se le establezca, así que Thompson se vería libre si lograba reunir dos mil quinientos dólares. Eso parecía indulgente de veras.

A continuación le toco el turno a una de las chicas. Se había peleado con otra y se le acusaba de agresión. El investigador preliminar explicó a la juez que la joven vivía con sus padres y trabajaba en la sección de control de un supermercado próximo. Evidentemente no era en absoluto peligrosa y la juez declaró que salía fiadora bajo su propia responsabilidad, lo que significaba que no tenía que pagar cantidad alguna.

Era otra decisión benévola, y la moral de Steve subió un grado más.

A la demandada, por otra parte, se le ordenó que no se acercara al domicilio de la muchacha con la que tuvo la trifulca. Eso recordó a Steve que un juez podía añadir condiciones a la fianza. El no tendría el menor reparo en mantenerse a distancia de Lisa Hoxton. Ignoraba por completo donde vivía y el aspecto que pudiera tener, pero estaba dispuesto a aceptar cualquier condición que le facilitara la salida de la cárcel.

El siguiente acusado era un hombre blanco de mediana edad cuyo crimen consistía en haber enseñado el pene en plan exhibicionista a las clientes de la sección de artículos para la salud e higiene femenina de un drugstore RiteAid. Contaba con un largo historial de delitos similares. Vivía solo, pero llevaba cinco años residiendo en el mismo domicilio. Ante la sorpresa y desaliento de Steve, la juez le denegó la libertad bajo fianza. El hombre era bajito y delgado; a Steve le pareció un chiflado inofensivo. Pero quizá la juez, mujer al fin y al cabo, era particularmente implacable cuando se trataba de delitos sexuales.

La magistrada miro su papel y convocó:

—Steven Charles Logan.

Steve alzó la mano. «Por favor, déjame salir de aquí, por favor.»

—Se le acusa de violación en primer grado, lo que lleva implícita una posible condena a cadena perpetua.

Steve oyó a su espalda el grito sofocado de su madre.

La juez continuó leyendo los demás cargos y penas; luego, el encargado de la investigación preliminar se puso en pie. Recitó la edad de Steve, su domicilio y ocupación, y declaró que carecía de antecedentes penales y de adicciones a los estupefacientes. Steve pensó que parecía un ciudadano modelo en comparación con los acusados anteriores. Seguramente, la juez tenía que tomar nota de eso, ¿no?

Cuando Purdy terminó, Steve dijo:

—¿Puedo hacer uso de la palabra, señoría?

—Sí, pero tenga presente que puede ser perjudicial para usted contarme determinados datos acerca del crimen.

Steve se levantó.

—Soy inocente, señoría, aunque al parecer guardo cierta semejanza física con el violador, de manera que si usted me concede la libertad bajo fianza prometo no acercarme a la víctima, si lo estipulara usted como condición de tal fianza.

—Desde luego que lo estipularía.

Deseó pronunciar un buen alegato en petición de la libertad, pero todos los elocuentes discursos que había preparado mientras estaba en la celda habían desaparecido de su cabeza y no se le ocurría nada que decir. Dominado por la frustración, se sentó.

Detrás de él, su padre se puso en pie.

—Señoría, soy el padre de Steve, el coronel Charles Logan. Tendré mucho gusto en responder a cualquier pregunta que desee usted formularme.

La juez le dedicó una mirada glacial.

—No será necesario.

Steve se preguntó porqué la intervención de su padre parecía incomodar a la juez. Acaso sólo pretendía dejar bien claro que no iba a permitir que le impresionara su graduación militar. Puede que deseara decir: «En mi tribunal, todos son iguales, al margen de lo respetables y de clase media que puedan ser».

El padre de Steve volvió a sentarse.

La juez miró a Steve.

—Señor Logan, ¿conocía usted a la mujer con anterioridad al momento en que tuvo efecto el presunto delito?

—Nunca la he visto —respondió Steve.

—¿No la había visto antes?

Steve supuso que la juez se estaría preguntando si no habría estado el acechando a Lisa Hoxton durante algún tiempo, antes de atacarla.

—Eso no podría asegurarlo, no sé qué aspecto físico tiene —repuso Steve.

La juez pareció reflexionar durante unos segundos, sopesando aquella respuesta. Steve tuvo la impresión de estar aferrado a un saliente con la punta de los dedos. Una palabra de la juez, le salvaría de la caída. Pero si ella le denegaba la fianza, sería como desplomarse en el abismo.

Por fin, la mujer decretó:

—Se concede la libertad bajo una fianza que se fija en la suma de doscientos mil dólares.

El alivio inundó a Steve como una ola que se abatiera sobre él y todo su cuerpo se relajó.

—Gracias a Dios —murmuró.

—No se acercará a Lisa Hoxton, ni irá al 132I de la avenida Vine.

Steve notó de nuevo la mano de su padre apretándole el hombro. Levantó sus manos esposadas y rozó los dedos huesudos del hombre.

Aún iban a transcurrir un par de horas antes de que se viera libre, lo sabía; pero eso ya no le importaba, ahora estaba seguro de que había conseguido la libertad. Se comería seis hamburguesas Big Mac y dormiría veinticuatro horas seguidas. Estaba loco por tomar un baño caliente, ponerse ropa limpia y recuperar su reloj de pulsera. Deseaba disfrutar de la compañía de personas que no dijeran «hijoputa» en cada frase.

Y se dio cuenta, no sin cierta sorpresa, que lo que anhelaba por encima de todo era llamar a Jeannie Ferrami.