Berrington durmió mal.
Pasó la noche con Pippa Harpenden. Pippa era una secretaria del departamento de Física. Un sinfín de profesores, incluidos varios casados, le habían propuesto salir, pero Berrington fue el único al que no dio calabazas. Berrington se había vestido de punta en blanco, la llevó a un restaurante discreto y pidió un vino de calidad exquisita. Disfrutó de las envidiosas miradas de hombres de su edad que cenaban allí acompañados de sus viejas y nada agraciadas esposas. Se la llevó después a casa, encendió unas velas, se puso un pijama de seda y le hizo el amor despacio, hasta que Pippa jadeó de placer.
Pero Berrington se despertó a las cuatro de la madrugada y empezó a pensar en todas las cosas que podían torcerse y hundir su plan. Hank Stone se había pasado la tarde anterior trasegando copa tras copa del vino barato que ofrecía el editor; lo mismo podía haberse olvidado por completo de la conversación mantenida con Berrington. Si la recordaba, era posible que los jefes de redacción del New York Times decidiesen que no valía la pena cubrir la historia. Acaso efectuaran algunas indagaciones y llegaran a la conclusión de que no había nada malo en lo que Jeannie estaba haciendo. O simplemente podían actuar con excesiva lentitud y echar una mirada al asunto al cabo de una semana, cuando ya fuese demasiado tarde.
Cuando Berrington llevaba un buen rato dando vueltas en la cama, agitándose y removiéndose, Pippa murmuró:
—¿Te encuentras bien, Berry?
Acarició la larga cabellera rubia de la joven y emitió unos alentadores y soñolientos ruidillos. Hacer el amor a una mujer hermosa constituía normalmente un consuelo para cualquier cantidad de preocupaciones, pero adivinaba que aquella noche no iba a funcionar. Tenía demasiadas cosas en la cabeza. Hubiera sido un alivio contar a Pippa sus problemas —era una chica inteligente, se mostraría tierna y comprensiva—, pero él no podía revelar a nadie tales secretos.
Al cabo de unos minutos, se levantó y fue a correr un poco. A su regreso, Pippa se había ido, no sin dejarle una nota de agradecimiento, envuelta en una media negra de nailon.
El ama de llaves llegó unos minutos antes de las ocho de la mañana y le preparó una tortilla a la francesa. Marianne era una joven delgada y nerviosa, oriunda de la francesa isla caribeña de Martinica. Apenas hablaba inglés y le aterraba la posibilidad de que la repatriasen, temor que la hacía extraordinariamente sumisa. Era bonita y Berrington suponía que, en el caso de que le dijera que se la chupara, la chica creería que aquello formaba parte de sus obligaciones de criada para todo. Berrington no haría tal cosa, naturalmente; acostarse con el servicio no era su estilo.
Tomó una ducha, se afeitó y eligió para su representación de alta autoridad un traje gris marengo con rayas casi inapreciables, camisa blanca y corbata negra con pintitas rojas. Se puso en los puños de la camisa unos gemelos de oro con monograma, adornó el bolsillo de la pechera con un pañuelo blanco, de hilo, adecuadamente doblado, y se cepilló las punteras de los zapatos hasta dejarlas rutilantes.
Condujo hasta el campus, fue a su despacho y encendió el ordenador. Como la mayoría de las superestrellas académicas, daba pocas clases. Allí, en la Jones Falls, una lección magistral al año. Su tarea consistía en dirigir y supervisar la labor investigadora de los científicos del departamento y aportar el prestigio de su nombre a los artículos que escribían. Pero aquella mañana le era imposible concentrarse en nada, así que, mientras aguardaba a que sonase el teléfono, se dedicó a mirar por la ventana y ser simple espectador del reñido partido de dobles que cuatro jóvenes disputaban en la pista de tenis.
No tuvo que esperar mucho. A las nueve y media llamó el presidente de la Universidad Jones Falls, Maurice Obell.
—Tenemos un problema —anunció.
Berrington se puso tenso.
—¿De qué se trata, Maurice?
—Acaba de telefonearme una lagarta del New York Times. Dice que alguien de tu departamento está violando la intimidad de las personas. Una tal doctora Ferrami.
Gracias a Dios, pensó alborozadamente Berrington; ¡Hank Stone ha tirado adelante! Imprimió a su voz un tono solemne:
—Ya me temía que surgiese algo así —respondió—. En un minuto estoy contigo.
Colgó y continuó sentado unos instantes, entregado a la meditación. Era demasiado pronto para cantar victoria. El proceso no había hecho más que empezar. De lo que se trataba ahora era de conseguir que Maurice y Jeannie se condujesen tal como él deseaba.
Maurice parecía preocupado. Buen principio. Berrington tenía que encargarse de que siguiera así: preocupado. Era imprescindible que Maurice creyera que se produciría una catástrofe si Jeannie no dejaba inmediatamente de utilizar su programa de búsqueda en las bases de datos. Una vez decidiera Maurice que era preciso tomar medidas drásticas, Berrington tenía que asegurarse de que se mantuviera firme en su resolución.
Por encima de todo, debía impedir cualquier clase de compromiso. Por naturaleza, Jeannie no era muy dada a los compromisos, el lo sabía muy bien, pero con su futuro en juego, la muchacha probablemente intentaría cualquier cosa. Berrington tendría que echar leña al fuego del agravio de Jeannie y mantenerla en estado de combatividad.
Además, debía hacerlo sin dejar en ningún momento de parecer bien intencionado. Caso de que resultara evidente que intentaba ponerle la zancadilla a Jeannie, se despertarían las sospechas de Maurice. Tenía que dar la impresión de que apoyaba a la doctora.
Salió de la Loquería y cruzó el campus. Dejó atrás el Teatro Barrymore y la Facultad de Bellas Artes, camino de la Hillside Hall. En otro tiempo casa solariega del primer benefactor de la universidad, era actualmente el edificio administrativo. El despacho del presidente del centro universitario ocupaba el antiguo salón de la vieja casona. Berrington dedicó una amable inclinación de cabeza a la secretaria del doctor Obell y manifestó:
—Me espera.
—Pase, profesor, tenga la bondad —indicó la mujer.
Maurice estaba sentado ante el ventanal que dominaba el césped. Era un hombre de escasa estatura y pecho abombado, que volvió de Vietnam en una silla de ruedas, paralítico de cintura para abajo.
A Berrington le resultaba fácil tratar con él, acaso porque ambos tenían un historial de servicio castrense común. También compartían la pasión por la música de Mahler.
A menudo, Maurice ofrecía el aire de persona abrumada. Para mantener en funcionamiento la UJF, debía sacar un millón de dólares anuales a benefactores particulares y empresas comerciales y, en consecuencia, le aterraba la publicidad negativa.
Dio la vuelta a la silla y rodó hasta su escritorio.
—Dijo que están preparando un gran reportaje sobre ética científica. Berry, no puedo permitir que la Jones Falls sea la primera que figure en ese trabajo con un ejemplo de ciencia poco ética. La mitad de los que nos otorgan donativos importantes se echarían atrás. Tenemos que hacer algo.
—¿Quién es esa individua?
Maurice consultó un cuaderno de notas.
—Naomi Freelander. Es la responsable de ética. ¿Sabías que los periódicos tienen responsables de ética? Yo no.
—No me sorprende que el New York Times lo tenga.
—No dejarán de actuar como la maldita Gestapo. Estaban a punto de mandar el reportaje a máquinas, dicen, pero ayer recibieron un soplo acerca de esa doctora Ferrami.
—Me gustaría saber de dónde les llegó ese aviso —dijo Berrington.
—Debe de haber por aquí más de un bastardo hijo de Satanás.
—Supongo.
Maurice suspiró.
—Dime que no es cierto, Berry. Dime que la doctora Ferrami no invade la intimidad de la gente.
Berrington cruzó las piernas e intentó parecer relajado, aunque lo cierto era que estaba sobre ascuas. Allí era donde tenía que avanzar por la cuerda floja.
—No creo que haga nada incorrecto —dijo—. Explora bases de datos clínicos y localiza a personas que ignoran que tienen hermanos gemelos. Es una muchacha muy inteligente, la verdad…
—¿Examina historiales médicos de personas sin su permiso?
Berrington fingió que respondía a regañadientes.
—Bueno… algo así.
—Entonces tendrá que dejarlo.
—Lo malo es que realmente necesita esa información para llevar a cabo su proyecto investigador.
—Quizá podamos ofrecerle alguna compensación.
Sobornarla era algo que a Berrington no se le había ocurrido. Dudaba de que diera resultado, pero nada se perdía con intentarlo.
—Buena idea.
—¿Es numeraria?
—Ingresó este semestre, como profesora auxiliar. Le faltan seis años al menos para alcanzar la permanencia. Pero podemos ofrecerle un aumento de sueldo. Sé que necesita el dinero, ella misma me lo dijo.
—¿Cuánto gana ahora?
—Treinta mil dólares al año.
—¿Cuánto crees que deberíamos ofrecerle?
—Tendría que ser una cantidad sustancial. Ocho o diez mil.
—¿Hay fondos para eso?
Berrington sonrió.
—Creo que podría convencer a la Genético.
—Entonces eso es lo que haremos. Llámala ahora mismo, Berry. Si está en el campus, que se presente aquí enseguida. Zanjaremos este asunto antes de que la policía ética llame otra vez a nuestra puerta.
Berrington descolgó el auricular del teléfono de Maurice y marcó el número del despacho de Jeannie. Contestaron al instante.
—Jeannie Ferrami.
—Aquí Berrington.
—Buenos días.
El tono de Jeannie era cauteloso. ¿Acaso adivinó su intención de seducirla la noche del lunes? Tal vez se estaba preguntando si planeaba intentarlo de nuevo. O quizá se había enterado ya del problema que estaba planteando el New York Times.
—¿Puedo verte ahora mismo?
—¿En tu despacho?
—Estoy en el del doctor Obell, en Hillside Hall.
Jeannie dejó escapar un suspiro de indignación.
—¿Es acerca de esa mujer llamada Naomi Freelander?
—Sí.
—Es una tontería absurda, supongo que lo sabes.
—Lo sé, pero hay que afrontarlo.
—Voy para allá.
Berrington colgó.
—Estará aquí dentro de un momento —transmitió a Maurice—. Parece que ya ha tenido noticias del Times.
Los minutos inmediatos iban a ser cruciales. Si Jeannie se defendía con eficacia, era posible que Maurice cambiase de estrategia. Berrington tendría que ingeniárselas para, sin parecer hostil a Jeannie, lograr que Maurice se mantuviera firme. Era una muchacha de temperamento fogoso, enérgica y segura, no del tipo conciliador, especialmente cuando consideraba que le asistía la razón. Era muy probable que se ganase la enemistad de Maurice sin la ayuda de Berrington. Pero, por si se daba el caso de que Jeannie se manifestase suave y persuasiva, Berrington necesitaba un plan de retirada.
Un golpe de inspiración le indujo a proponer:
—Mientras esperamos a que venga, podemos redactar un borrador de comunicado de prensa.
—Ésa es una buena idea.
Berrington tomó un cuaderno de notas y empezó a escribir. Necesitaba algo que Jeannie no pudiera aceptar, algo que hiriese su amor propio y la sacara de sus casillas. Escribió que la Universidad Jones Falls reconocía haber cometido errores. Presentaba sus excusas a todas aquellas personas cuya intimidad hubiera sido violada. Y prometía interrumpir el programa a partir de la fecha de hoy.
Tendió la nota a la secretaria de Maurice y le encargó que la pasara enseguida por el procesador de textos.
Jeannie llegó rebosante de efervescente indignación. Vestía una holgada camiseta verde esmeralda, ceñidos vaqueros negros y la clase de calzado al que tiempo atrás llamaban botas de mecánico y que ahora volvían a estar de moda. Llevaba su aro en la perforada nariz y la espesa cabellera negra recogida detrás de la cabeza. A Berrington le pareció guapísima, pero su indumentaria no impresionaría al presidente de la universidad. A los ojos de este, Jeannie parecería la clase de irresponsable subalterna académica susceptible de crear dificultades a la UJF.
Maurice la invitó a tomar asiento y le informó de la llamada del periódico. Sus modales eran rígidos. Berrington pensó que Maurice se sentía cómodo con los hombres maduros; pero las jóvenes con pantalones vaqueros ceñidos eran algo extraño para él.
—La misma mujer me llamó a mí —dijo Jeannie, sulfurada—. Esto es un disparate.
—Pero usted accede a bases de datos médicos —señaló Maurice.
—Yo no miro las bases de datos, eso lo hace el ordenador. Ningún ser humano ve historial clínico alguno. Mi programa se limita a sacar una relación de nombres y direcciones, agrupados por parejas.
—A pesar de todo…
—No vamos mas allá sin antes pedir permiso a los sujetos potenciales. Ni siquiera les decimos que son gemelos hasta que han aceptado ser parte de nuestro estudio. ¿Que intimidad se invade, pues?
Berrington simuló que la respaldaba.
—Ya te lo dije, Maurice —terció—. El Times está equivocado de medio a medio.
—Ellos no lo ven así. Y debo pensar en la reputación de la universidad.
—Créame si le digo que mi trabajo acrecentará esa reputación —aseveró Jeannie. Se había inclinado hacia delante y Berrington captó en su voz la pasión por los descubrimientos que impulsa a todos los buenos científicos—. Éste es un proyecto de importancia trascendental. Soy la única persona que ha encontrado el modo de estudiar la genética de la criminalidad. Cuando publiquemos los resultados, será algo sensacional.
—Tiene razón —confirmó Berrington.
Era cierto. El estudio de Jeannie hubiera sido fascinante. Destruirlo constituía un acto desgarrador. Pero él no tenía otra opción.
Maurice denegó con la cabeza.
—Mi obligación es proteger del escándalo a la universidad.
—También es su obligación defender la libertad académica —replicó Jeannie con insensata temeridad.
Era una táctica equivocada. De pascuas a ramos, en otra época, sin duda hubo algunos presidentes de universidad que combatieron en defensa del derecho a difundir libremente la cultura, pero aquellos tiempos habían concluido. Ahora, los presidentes de universidad eran recaudadores de fondos, pura y simplemente. Lo único que conseguiría Jeannie mencionando la libertad académica era ofender a Maurice.
El doctor Obell se erizó.
—Jovencita, no necesito que me dé usted ninguna lección respecto a mis deberes presidenciales —dijo, sofocado.
Con gran satisfacción por parte de Berrington, Jeannie pasó por alto la puntada.
—¿Ah, no? —contestó a Maurice, sin apartarse del tema—. Aquí tenemos un conflicto directo. De una parte, una periodista al parecer con una historia mal orientada; de otra, una científica en pos de la verdad. Si un presidente universitario va a plegarse a esa clase de presión, ¿Que esperanza hay?
Berrington exultaba de júbilo. Jeannie estaba maravillosa, arreboladas las mejillas y fulgurantes las pupilas, pero cavaba su propia tumba. Cada palabra hacía aumentar la inquina de Maurice.
Luego, Jeannie pareció percatarse de lo que estaba haciendo, porque, de pronto, cambió de táctica.
—Por otra parte, ninguno de nosotros desea publicidad perniciosa para la universidad —observó en tono más apacible—. Comprendo perfectamente su preocupación, doctor Obell.
Maurice se suavizó automáticamente, al tiempo que crecía la disgustada desilusión de Berrington.
—Me hago cargo de que esto la sitúa en una posición difícil —dijo el presidente— La universidad está dispuesta a ofrecerle una compensación, en forma de una subida de salario de diez mil dólares anuales.
La sorpresa apareció en el rostro de Jeannie.
—Eso te permitirá —intervino Berrington— sacar a tu madre de esa residencia que tanto te preocupaba.
Jeannie titubeó sólo unos segundos.
—Se lo agradezco profundamente —dijo—, pero eso no resolvería el problema. Subsiste el hecho de que debo conseguir gemelos para mi investigación. De no ser así, no habrá nada que estudiar.
Berrington ya pensaba que Jeannie no iba a dejarse comprar.
—Seguramente habrá algún otro sistema para encontrar sujetos convenientes para su estudio, ¿no? —aventuró Maurice.
—No, no lo hay. Necesito gemelos idénticos, que se hayan criado separadamente y uno de los cuales sea un delincuente. Lo cual parece demasiado pedir. Mi programa informático localiza personas que ni siquiera saben que tienen un hermano gemelo. No existe otro método para hacerlo.
—No lo había comprendido —dijo Maurice.
El tono era ya peligrosamente amistoso. En aquel momento entró la secretaria de Maurice y entregó a su jefe una hoja de papel. Era la nota de prensa que Berrington había esbozado. Maurice se la pasó a Jeannie, a la vez que manifestaba:
—Es preciso que formulemos hoy mismo una declaración de este tipo, si queremos eliminar el reportaje.
Jeannie leyó la nota y su cólera se reavivo.
—¡Pero esto es una barbaridad! —estalló—. No se ha cometido ningún error. No se ha violado la intimidad de nadie. ¡Hasta el momento nadie se ha quejado!
Berrington disimuló su delectación. No dejaba de ser paradójico que fuese tan apasionada y, sin embargo, tuviese la infinita paciencia y perseverancia que se requería para llevar a cabo la tediosa investigación científica que estaba desarrollando. La había visto trabajar con los sujetos seleccionados: nunca parecían irritarla ni fatigarla, ni siquiera se mostraba molesta cuando embrollaban las pruebas. Con ellos, las malas conductas le parecían tan interesantes como las buenas. Jeannie tomaba nota de cuanto decían y al final les daba sinceramente las gracias. Sin embargo, fuera del laboratorio, la menor provocación la convertía en una traca.
Berrington interpretó el papel de pacificador desasosegado.
—Pero, Jeannie, el doctor Obell considera que debemos hacer una declaración firme.
—No pueden decir que se interrumpe mi programa de ordenador —dijo Jeannie—. ¡Eso equivaldría a cancelar todo mi proyecto!
La expresión de Maurice se endureció.
—No puedo permitir que el New York Times publique un reportaje en el que se afirme que los científicos de la Jones Falls invaden la intimidad de las personas —dijo—. Nos costaría millones de dólares en donativos perdidos.
—Dé con un camino intermedio —rogó Jeannie—. Diga que está estudiando el problema. Nombre un comité. Si es necesario, crearemos un sistema de seguridad perfeccionado que garantice la intimidad.
Oh, no, pensó Berrington. Eso era alarmantemente razonable.
—Tenemos un comité de ética, naturalmente —dijo. Trataba de ganar tiempo—. Es un subcomité del claustro. —El claustro era la junta rectora de la universidad y la formaban todos los profesores numerarios, pero el trabajo lo realizaban los comités—. No puedes anunciar que les traspasas a ellos el problema.
—No vale —dijo Maurice bruscamente—. Todo el mundo sabrá que es un subterfugio.
—¡No quiere darse cuenta —protestó Jeannie— de que al insistir en la acción inmediata está descartando prácticamente cualquier debate reflexivo!
Berrington decidió que aquel era un buen momento para dar por concluida la reunión. Maurice y Jeannie estaban a matar, ambos atrincherados en sus posiciones. Había que cortarlo antes de que empezaran a pensar de nuevo en un compromiso.
—Buen punto, Jeannie —dijo Berrington—. Déjame hacer una proposición… Si me lo permites, Maurice.
—Claro, oigámosla.
—Tenemos dos problemas independientes. Uno consiste en dar con el modo de que siga adelante la investigación de Jeannie sin que el escándalo caiga sobre la universidad. Eso es algo que tiene que resolver Jeannie, y que debatiremos luego largo y tendido. El segundo es como presentarán esto al mundo el departamento y la universidad. Ése es un asunto del que tenemos que tratar tú y yo, Maurice.
—Muy razonable —dijo Maurice, aparentemente aliviado.
—Gracias por reunirte con nosotros tan deprisa, Jeannie —manifestó Berrington.
La muchacha comprendió que aquello era una despedida. Se puso en pie, fruncido el ceño con perplejidad. Se daba cuenta de que le habían tendido una trampa, pero no conseguía imaginar en qué consistió.
—¿Me llamarás? —preguntó a Berrington.
—Desde luego.
—Muy bien. —Jeannie titubeó unos segundos antes de salir.
—Una mujer difícil —comentó Maurice.
Berrington se inclinó hacia delante, entrelazadas las manos y, baja la mirada en actitud humilde.
—Creo que la culpa es mía, Maurice. —Maurice denegó con la cabeza, pero Berrington continuó—: Yo contraté a Jeannie Ferrami. Naturalmente, no tenía idea de que iba a desarrollar ese método de trabajo… pero, no obstante, la responsabilidad es mía y creo que soy yo el que tiene que sacarte de ésta.
—¿Que propones?
—No puedo pedirte que te abstengas de difundir ese comunicado de prensa. No tengo derecho a hacerlo. No puedes poner un proyecto de investigación por encima del bienestar de toda la universidad. Eso lo comprendo. Alzó la cabeza.
Maurice vaciló. Durante una fracción de segundo Berrington temió que sospechara que le estaba manipulando, arrinconando mediante una maniobra. Pero si tal idea cruzó por la mente del doctor Obell, no se asentó allí.
—Agradezco tus palabras, Berry. Pero ¡qué harás respecto a Jeannie?
Berrington se relajó. Parecía haberlo conseguido.
—Me parece que Jeannie es mi problema —confesó—. Déjamelo, pues, a mí.