Falsa bondad
Aquella noche nadie durmió en Istar. Arreció la tempestad, que parecía dispuesta a destruirlo todo con su azote. Los gemidos del viento se asemejaban a aquellos otros que, como heraldos de muerte, proferían los espíritus en las casas embrujadas, y su sonoro embate neutralizaba incluso el fragor de los truenos. Los relámpagos danzaban sobre las calles, los árboles se partían al recibir su fulminante contacto. El granizo, por su parte, rebotaba contra los muros de las edificaciones, arrancando ladrillos, rompiendo los más gruesos cristales y permitiendo que las ráfagas de aire y de lluvia penetrasen en los hogares cual salvajes conquistadores. Las inundaciones se propagaban por toda la urbe, los torrentes de agua arrastraban los puestos del mercado, las plataformas de los esclavos, los carros y carruajes.
Sin embargo, nadie resultó herido. Se diría que los dioses, en esta hora decisiva, habían extendido sus manos para proteger a los vivos, en espera de que escucharan su advertencia.
Al amanecer amainó el aguacero, y el mundo quedó envuelto en un profundo silencio. Las divinidades, sin atreverse apenas a respirar, se mantuvieron expectantes, alertas a un tenue llanto susceptible de salvar a Krynn.
Se elevó el sol en un cielo azul, acuoso. Ningún pájaro lo saludó con sus trinos, ninguna hoja crujió en la brisa matutina porque, simplemente, tal brisa no soplaba. Reinaba en el aire una mortífera quietud. El humo se alzaba desde los troncos socarrados en volutas que se encaramaban hacia las alturas, los desbordados riachuelos fueron absorbidos como si unas sofisticadas canalizaciones los devolvieran a su cauce. Los habitantes de la ciudad abandonaron sus casas cautelosos, contemplando incrédulos los nimios daños antes de recogerse en sus lechos, exhaustos tras varias noches de vigilia.
Pero había una persona en Istar que, contra todo pronóstico, había dormido pacíficamente. De hecho, fue la repentina calma lo que lo despertó.
Como él mismo solía relatar, Tasslehoff Burrfoot había conversado con los espíritus del Bosque Oscuro, se había enfrentado a numerosos dragones —volando a lomos de dos de ellos—, se había acercado al Robledal de Shoikan —el grado de proximidad aumentaba en cada nueva narración—, había roto uno de los Orbes y hasta fue el artífice de la derrota de la Reina de la Oscuridad —con un poco de ayuda—. Una ventisca, aunque alcanzase gigantescas proporciones, no había de espantarlo, ni mucho menos perturbar su sueño.
Fue sencillo apoderarse del ingenio mágico. Meneó la cabeza al pensar en lo orgulloso que debía sentirse Caramon por concebir tan perfecto escondrijo pero, aunque se abstuvo de comentarlo ante el hombretón, el doble fondo del baúl habría sido detectado por un kender de tres años.
Tas extrajo el artefacto del cofre y lo observó complacido, maravillado. Había olvidado cuan bello era, doblado sobre sí mismo hasta asumir la apariencia de un colgante ovalado, y se le antojó imposible que sus manos hubieran de transformarlo en un instrumento capaz de obrar prodigios.
Se apresuró a rememorar las instrucciones de Raistlin. El mago se las impartió días antes y lo obligó a aprenderlas, persuadido de que si las escribía, el kender perdería el papiro. Así, al menos, lo había manifestado con su habitual causticidad.
No eran complejas, las ordenó en su mente en cuestión de segundos.
Tu tiempo tuyo es,
aunque viajes por él.
Verás sus esferas, el camino,
en su eterno torbellino,
no obstruyas su fluir.
Aferra firme el final y el comienzo,
dales la vuelta sobre su centro,
y lo que está suelto podrás unir.
Sobre tu cabeza descansa el porvenir.
El objeto era tan hermoso que Tasslehoff habría permanecido largas horas admirándolo. Pero no podía permitirse la menor demora, así que lo guardó presuroso en uno de sus saquillos, recogió los otros —sólo por si encontraba algo digno de conservarlo—, se arropó en su capa y salió del circo, mientras pasaba revista a su última charla con Raistlin.
—Toma prestado el artilugio arcano la víspera del acontecimiento —le encomendó el hechicero—. La tempestad adquirirá una magnitud terrorífica, y a Caramon podría ocurrírsele partir antes de tiempo. Además, de ese modo te resultará más sencillo introducirte en la cripta secreta del Templo sin que nadie repare en ti. La turbonada cesará al alba del día señalado, será entonces cuando el Príncipe de los Sacerdotes y sus ministros se dirigirán en procesión hacia la cámara, donde el sumo mandatario presentará sus demandas a los dioses.
»Debes hallarte en la cripta y activar el ingenio en el instante en que el Príncipe enmudezca.
—¿Cómo lo detendrá? —aventuró el kender entusiasmado—. ¿Brotará de su seno un rayo de luz o algo parecido? ¿Se desmoronará inconsciente el eclesiástico?
—No —contestó el mago entre toses—, no abatirá al dignatario. Pero has acertado en lo de la luz.
—¿De verdad? —se asombró Tas—. ¡Es fantástico! Creo que me estoy perfeccionando en tu arte.
—Cierto —admitió Raistlin secamente—. Y ahora, deja que continúe en el punto donde me has interrumpido.
—Disculpa, no volverá a ocurrir. —El hombrecillo cerró la boca al percibir la fulgurante mirada del maestro.
—Debes entrar en la cripta secreta durante la noche. En la zona posterior del altar hay unos gruesos cortinajes, nadie te descubrirá si te ocultas tras ellos.
—Impediré el Cataclismo y regresaré sin tardanza junto a Caramon para contárselo. ¡Me convertiré en un héroe! —Calló unos segundos, asaltado por un pensamiento—. ¿Pero cómo puedo ser un héroe si conjuro un evento antes de que se produzca? ¿Cómo se sabrá que lo hice si no llega a suceder?
—Se sabrá —lo tranquilizó el mago.
—¿Estás seguro? —se obstinó el kender—. No lo comprendo. Pero supongo que estás ocupado y es mejor que me vaya. Cuando todo esto termine imagino que abandonarás Istar —apuntó, sintiéndose empujado hacia la puerta por la mano que Raistlin tenía apoyada en su espalda—. ¿Dónde dirigirás tus pasos?
—Donde me apetezca —fue la tajante contestación.
—¿Puedo acompañarte? —solicitó Tas ilusionado.
—No, te necesitarán en tu tiempo —declaró el nigromante con un extraño destello en sus ojos—. Debes cuidar de Caramon.
—Tienes razón, he de protegerlo.
Llegaron al umbral y Tas, indeciso, pidió una gracia a su oponente.
—¿Te importaría catapultarme a algún lugar, como hiciste la última vez?
Exhalando un paciente suspiro, Raistlin le concedió su deseo. El kender apareció junto a un estanque, con gran regocijo por su parte. Tuvo que reconocer que, cuando quería, el hechicero era muy gentil.
«Quizá sea por mi intervención providencial en este asunto. Se siente agradecido ante quien va a evitar el desastre, aunque no sabe expresarlo. De todas maneras, dudo que la gratitud tenga cabida en las criaturas perversas», pensó ingenuamente el kender.
Recapacitando sobre tan interesante idea, el hombrecillo vadeó la enfangada charca y regresó a la arena.
Retomó el hilo de tales cavilaciones cuando abandonó su alcoba la noche anterior al Cataclismo, pero los elementos enfurecidos se encargaron de romperlo. No había reparado en la intensidad de la tormenta y la violencia del huracán le dejó perplejo, ya que el fortísimo viento lo alzó literalmente en volandas y lo arrojó contra la tapia en el momento de salir. Tras hacer un alto para recuperar el resuello y asegurarse de no estar herido, emprendió su camino hacia el Templo con el ingenio sujeto en su mano.
Esta vez, ya prevenido, tuvo la suficiente presencia de ánimo para acercarse a los edificios, donde el viento no lo zarandearía a su antojo. Recorrer la ciudad en medio del caos resultó una experiencia enriquecedora. Pudo observar cómo un relámpago derribaba un árbol a escasa distancia, y comprendió lo que significaba la expresión «hacer astillas». Un poco más adelante calculó mal la profundidad del torrente que invadía la calzada y fue arrastrado por un auténtico rápido, una estupenda aventura si hubiera podido respirar, pero el hecho de estarse casi ahogando lo incomodaba. Al fin el curso de agua lo lanzó al interior de un callejón, donde logró incorporarse y proseguir el viaje.
Casi lamentó llegar al Templo después de vivir tantas emociones pero, consciente de su importante misión, atravesó raudo el jardín. Una vez en el interior del recinto, tal como Raistlin había augurado, el escurridizo kender se perdió en la confusión sin que nadie advirtiera su presencia. Los clérigos corrían de un lado a otro, achicando el agua que se filtraba por las fisuras de las ventanas, recogiendo cristales, encendiendo las antorchas apagadas o reconfortando a quienes no soportaban la prueba a la que los sometían las furias desencadenadas.
Ignoraba en qué ala del santuario se encontraba la cripta, mas nada podía gustarle más que merodear por lugares ignotos. Dos o tres horas más tarde, con sus bolsas repletas de tesoros, se internó en una estancia subterránea que respondía a la descripción de Raistlin en todos sus pormenores.
No la alumbraba ninguna tea, muestra palpable de que no pensaban utilizarla, pero el resplandor de los relámpagos a través de un ventanuco en el techo bastaba para que se revelasen a sus ojos el altar y las cortinas que mencionara el mago. Estaba fatigado, necesitaba descansar, así que inspeccionó someramente la cámara y, tras hallarla vacía, rodeó la tarima y asomó la cabeza entre los recios pliegues con la esperanza de descubrir alguna cueva secreta donde el Príncipe de los Sacerdotes celebrara sus rituales, vedados a los mortales.
Escudriñó el entorno y suspiró. No había nada que mereciese la pena, tan sólo un muro cubierto por los cortinajes. Se sentó detrás de éstos, extendió su capa para que se secara, deshizo su copete a fin de enjugar las gotas de lluvia y desprenderse del granizo y, bajo la exigua, intermitente luz, examinó los interesantes objetos que se habían caído «accidentalmente» en sus saquillos.
Al poco rato le pesaban tanto los párpados que apenas podía levantarlos, sus repetidos bostezos le causaban un molesto dolor en las mandíbulas. Arrebujándose en el suelo, se entregó al sueño sin dejar que le afectara el retumbar de los truenos. Dedicó su último pensamiento a Caramon, temía su cólera cuando reparara en su aparente fuga.
La calma vino a interrumpir su plácido reposo, un fenómeno en verdad sorprendente. ¿Por qué había de sobresaltarle el silencio? Y no fue éste el único enigma al que se enfrentó. Al principio tampoco reconoció la estrecha estancia.
No tardó en recordar. Estaba en la cripta secreta del Templo de Istar y hoy sobrevendría el Cataclismo, es decir, habría sobrevenido de no anticiparse él a la Historia, remodelándola. O, expresado de otro modo, era el día del Cataclismo sin Cataclismo, habría habido una hecatombe pero ésta no tendría lugar. Confundido por el galimatías que él mismo creaba, recapacitando que alterar el destino era un fastidio, Tas decidió investigar el motivo de aquella quietud.
Entonces se le ocurrió. Se habían cumplido las predicciones de Raistlin, la turbonada se había disipado tan misteriosamente como empezó. Se puso en pie, oteó el panorama desde las cortinas y, al otro lado de la cámara, vio los haces solares que, tímidos, traspasaban la angosta claraboya.
No tenía idea de la hora pero, a juzgar por el brillo, debía estar próximo el mediodía. La procesión se iniciaría pronto y jalonaría las dependencias del santuario, en un sinuoso trayecto. El Príncipe de los Sacerdotes, si sus noticias eran ciertas, había convocado a los dioses para el momento en que el sol alcanzara el cénit.
El kender pensaba en todo esto, cuando oyó un tañir de campanas sobre su cabeza, tan trepidante que su ruido le pareció más ensordecedor que el del trueno. Por un momento se preguntó si estaba condenado a vivir con un perenne zumbido resonando en sus tímpanos, mas se hizo el silencio en la torre y, de inmediato, murió el repiqueteo de sus sienes. Aliviado, se asomó de nuevo a la estancia para asegurarse de que nadie había acudido a ultimar los preparativos. ¡Cuál no sería su sorpresa al atisbar una sombra en la nave central!
Retrocedió y, dejando una mera rendija entre los pliegues, aplicó un ojo resuelto a no perderse nada. La figura tenía la cabeza inclinada, sus pasos eran lentos e inciertos. Hizo una pausa a fin de apoyarse en uno de los bancos de piedra que flanqueaban el altar, como si el cansancio le impidiera seguir, y se arrodilló en el suelo. Aunque le cubrían las albas vestiduras que portaban casi todos los moradores del Templo, Tas creyó advertir algo familiar en aquel ser, de modo que, tras constatar que el recién llegado no prestaba atención a los cortinajes, se arriesgó a ensanchar su campo de mira.
«¡Crysania! —susurró al reconocerla—. ¿Qué hace aquí antes de que arribe el cortejo?».
Un amargo desengaño atenazó su garganta. ¿Y si la sacerdotisa se proponía impedir el Cataclismo por su propia iniciativa? No, Raistlin lo había elegido a él, no debía sacar conclusiones precipitadas.
Más sosegado, espió los movimientos de la dama. Estaba hablando o quizás orando, era difícil adivinarlo. El kender tuvo que hacer un esfuerzo para no aproximarse y rogarle que alzara la voz. Se conformó, no obstante, con situarse lo mejor posible y aguzar el oído.
—Paladine, prudente dios del Bien eterno, escucha mi plegaria en este día trágico —murmuró quedamente Crysania—. Sé que no puedo evitar el suceso que se avecina, y que quizá sea tan sólo una flaqueza de mi fe cuestionar tus resoluciones, pero he de suplicarte que me ayudes a comprender. Si tengo que morir revélame el motivo, convénceme de que mi sacrificio será útil al mundo. Demuéstrame, te lo ruego, que no he fracasado en todos los cometidos que debía desempeñar en Istar.
«Permíteme que permanezca aquí, sin ser vista, para presenciar aquello que ningún mortal ostentó el privilegio de contemplar ni relatar: el encuentro del Príncipe con las divinidades. Es un hombre bondadoso, acaso en demasía. Mis creencias, las que creía más arraigadas, penden de un hilo —añadió, en un siseo tan tenue que Tas apenas distinguía sus palabras—. Necesito que justifiques ante mí tu terrible acción, aunque se trate de uno de tus inescrutables designios prometo acatar tu voluntad. Si tal es tu deseo, o mi sino, pereceré junto a quienes perdieron la fe en los auténticos dioses…
—No es ésa la expresión adecuada, Hija Venerable —la corrigió una voz surgida de la nada, tan imprevista que el kender casi cayó de bruces—. Di mejor que su fe en los dioses verdaderos fue sustituida por la esclavitud a los falsos, la riqueza, el poder, la ambición.
Crysania levantó la cabeza y emitió un grito ahogado que Tas coreó si bien fue el rostro de la mujer, no el refulgente contorno que se materializaba a su lado, lo que provocó su pasmo. Exhibía en sus rasgos la huella de varias noches en vela, los oscuros ojos se hundían en sus cuencas y le conferían un aire espectral. Su tez, demacrada, enmarcaba unos labios exangües, resecos, y su cabello, que no se había molestado en peinar, se enmarañaba como una negra telaraña en torno a aquel semblante que oteaba, entre alarmado y temeroso, a la fantasmal figura.
—¿Qu-quién eres? —balbuceó la dama.
—Me llamo Loralon, y he venido para llevarte conmigo. Los hados no han dictaminado que mueras, Crysania, eres la última sacerdotisa auténtica de Krynn y deseo ofrecerte que te unas a nosotros, a los clérigos que abandonaron el Templo días atrás.
—Loralon, el más respetable eclesiástico de Silvanesti —murmuró ella—. No puedo irme, todavía no —rehusó, después de estudiar a su oponente y desviar la mirada hacia el altar—. He de escuchar al Príncipe, despejar las incógnitas que me atormentan. —Su aparente firmeza contrastaba con su manera de retorcerse las manos.
—¿No entiendes ya lo suficiente? ¿Qué más buscas, Hija Venerable? —inquirió Loralon severo—. Por ejemplo, ¿qué sintió tu alma la pasada noche?
Crysania tragó saliva antes de susurrar, apartándose la melena de la faz:
—Humildad, sobrecogimiento. Todos experimentamos lo mismo en presencia del poder de las divinidades.
—¿Estás segura? —indagó el anciano, persistente—. ¿No te ha asaltado la envidia, el deseo de emularles? ¿No te gustaría alzarte a su mismo nivel?
—¡No! —vociferó la mujer, pese a que el rubor de sus pómulos desmentía tan tajante negativa.
—Acompáñame, Crysania —la instó el regio elfo—. La fe sincera no precisa demostraciones, pruebas tangibles para creer lo que el corazón juzga justo.
—Los mandatos de mi corazón no hallan eco en mi mente —repuso la sacerdotisa—. Son simples sombras, por eso debo palpar la verdad, penetrarla a plena luz. No, no he de partir. Me quedaré en la cámara y escucharé sus palabras. No me entregaré a unas divinidades a las que no puedo defender sin conocimiento de causa.
Loralon la examinó detenidamente, con más piedad que ira, y sentenció:
—Tú no penetras la verdad como presumes, te sitúas frente a su luminosa aureola y divisas una sombra, la tuya. No adquirirás la facultad de ver hasta que sean las tinieblas las que te cieguen, unas tinieblas infinitas. Adiós, Hija Venerable.
Tasslehoff pestañeó. ¡El anciano elfo se había evaporado! ¿Había visitado en realidad la cripta, o era producto de su imaginación? Vencido el inicial desconcierto el kender concluyó que él no podía haber inventado tan insondables frases. ¿Qué significaba el extraño parlamento que pronunció el clérigo antes de desaparecer? ¿Qué quiso decir Crysania al aseverar que había viajado en el tiempo para morir?
Su desazón no duró mucho, al rato recordó jubiloso que ambas dignidades ignoraban su proyecto de impedir el Cataclismo. Era lógico que Crysania se sintiera deprimida, que fuera víctima de tal extravío.
«Probablemente recobrará el ánimo cuando descubra que el mundo no va a ser devastado», reflexionó el hombrecillo.
En aquel momento percibió, en la distancia, un coro de voces que entonaban un salmo. ¡La procesión había salido del edificio central! En su alborozo escapó de sus labios una exclamación que, pese a sofocarla de inmediato cubriendo su boca con la mano, podría haberle delatado de no estar Crysania absorta en sus cábalas. Sometió a un último escrutinio a la dama que, ahora sentada, se convulsionaba al son de la música, como si ésta fuera una pócima dolorosa. El kender hubo de reconocer que, en efecto, las notas llegaban en una áspera discordancia, debido, tal vez, a la distancia. Sea como fuere, la sacerdotisa tenía la tez tan cenicienta que Tas se alarmó. Sin embargo, se sobrepuso a su desmayo, y el pequeño espía respiró al distinguir sus apretados labios, y el leve color que teñía sus pómulos.
—Pronto te restablecerás del todo —la reconfortó en un siseo inaudible, antes de agazaparse entre las cortinas y extraer de su bolsa el portentoso ingenio. Sentándose, se dispuso a esperar con el arcano artefacto en la mano.
La procesión se prolongó durante siglos, o al menos así se le antojó al kender. Se dijo entre bostezos que las misiones importantes eran ciertamente tediosas, a la vez que renacía su antigua inquietud de no ser valorado en su justa medida cuando todo hubiera concluido. Le habría gustado entretenerse jugando con aquel espléndido objeto, pero se había grabado en su memoria la orden de Raistlin de no manipularlo hasta el instante oportuno, de respetar sus directrices al pie de la letra, y tuvo que desistir. Tan seria había sido la expresión de sus ojos, tan fría su voz, que incluso traspasó la capa de despreocupación en que se envolvía Tas. En una actitud de obediencia insólita en él, el hombrecillo no se atrevía casi a moverse.
Cuando empezaba a desesperar, y su pie derecho perdía la sensibilidad, oyó un estallido de voces en el exterior de la estancia. Una brillante luz traspasó las cortinas y, pese a su esfuerzo de refrenar su curiosidad, Tasslehoff no pudo sustraerse a dar una rápida ojeada. Después de todo, nunca había visto al Príncipe de los Sacerdotes. Persuadido de que debía seguir con atención las evoluciones del mandatario, se asomó a la rendija que antes abriera.
—¡Por el gran Reorx! —exclamó, tan deslumhrado a causa de la luminosidad que hubo de poner la mano como visera sobre sus párpados.
Revivió la ocasión, hacía ya muchos lustros, en que intentó examinar el sol para discernir si era un gigante o una moneda de oro y, en este último caso, arrancarlo de la bóveda celeste. Permaneció tres días postrado con una venda en los ojos.
«¿Cómo lo hará?», se preguntó, aventurándose a posar la mirada en el cegador halo.
Penetró la resplandeciente nebulosa como hiciera con el astro, y le fue revelada la verdad. El sol era un coloso, el Príncipe tan sólo un hombre. El kender no experimentó la desolación que se adueñara de Crysania cuando, a través del falaz escudo, detectó a la criatura humana, acaso porque él no tenía ideas preconcebidas sobre su aspecto. Los miembros de su raza no se dejaban impresionar por nadie —excepción hecha de la zozobra que agitaba a Tas en presencia de Soth, el Caballero de la Muerte—, y tal fue el motivo de que apenas le sorprendió comprobar que el Sumo Sacerdote no era sino un mortal de mediana edad, con una incipiente calvicie y unos ojos azules tan desorbitados como los del ciervo que se enmaraña en un arbusto de espino. Más que asombro, sintió una cierta desilusión.
«Me he metido en un embrollo para nada. No salvaré a mis congéneres del Cataclismo, porque no habrá tal. Dudo que este hombre sea capaz de provocar la cólera de los dioses; yo no le arrojaría ni una tarta, así pues ¿cómo han de desplomar ellos una montaña ígnea?», recapacitó irritado.
Pero, no teniendo otro quehacer que lo reclamase, resolvió quedarse y esperar. Quizás aún se le brindaría la oportunidad de utilizar el ingenio mágico, algo había de suceder. Trató de distinguir a Crysania, ansioso por espiar sus reacciones, mas el halo que rodeaba al Príncipe era tan brillante que ensombrecía toda la estancia.
El mandatario avanzó hacia el altar despacio, oteando nervioso el panorama. Tas temió que atisbara a la sacerdotisa pero, bañado en su propia luz, pasó por alto su oscuro perfil. Al llegar frente al ara no hincó la rodilla, sino que meneó la cabeza disgustado y se mantuvo erguido.
Desde su privilegiado punto de mira, a la izquierda de la cripta, Tas pudo estudiar el desmitificado rostro del eclesiástico mientras, una vez más, aferraba el artilugio arcano. Su excitación fue en aumento al vislumbrar que el terror de los acuosos ojos azules se difuminaba tras una máscara de arrogancia.
—Paladine —bramó, y el kender tuvo la impresión de que conferenciaba con un subordinado—. Paladine, conoces la perversidad que me cerca, has sido testigo de las calamidades que han asolado Krynn en los últimos días. Sabes que esta malignidad va dirigida contra mí, pues soy el único que la combate, y no puedes por menos que admitir que tu doctrina de equilibrio no produce los resultados deseables.
La voz del Príncipe perdió la resonancia del clarín para asumir la delicadeza de una flauta.
—Comprendo que debías respetar estos postulados en los viejos tiempos, cuando la falta de fuerza te obligaba a pactar. Pero hoy me tienes a mí, tu brazo derecho, tu auténtico paladín en el mundo. Con nuestro poder combinado erradicaremos el Mal. ¡Destruye a los ogros, pon a raya a los descarriados humanos, asigna territorios lejanos a los enanos, los kenders y los gnomos, razas que por tu gusto nunca habrías creado!
«¡Esto es insultante! ¡Cuánto me gustaría lanzar un volcán sobre su cabeza!», se rebeló Tasslehoff para sus adentros.
—Reinaré glorioso, seré el artífice de una nueva era que rivalizará con la de los Sueños —propuso el mandatario en un crescendo, extendidos sus brazos—. Le otorgaste tal gracia a Huma, un caballero renegado de humilde cuna. Te pido, te exijo, Paladine, que me prestes tu poder a fin de aniquilar las sombras que se ciernen sobre nuestras tierras.
El Príncipe enmudeció, aguardando respuesta. También el hombrecillo se inmovilizó expectante, cerrados los dedos en torno al ingenio mágico.
Muda, implacable, la contestación impregnó el ambiente. Al sentirla en sus vísceras el kender fue preso de un pavor que nunca antes había experimentado, ni siquiera en la proximidad del Robledal de Shoikan o del caballero Soth. Temblando, desencajado, se arrodilló y bajó la cabeza para, en tan humilde postura, solicitar la misericordia del invisible hacedor. Oyó cómo, al otro lado del cortinaje, alguien coreaba sus incoherentes murmullos y comprendió que Crysania seguía en la cripta y, al igual que él, era consciente de la ira que les acechaba, más violenta que los truenos de la tempestad.
El Príncipe de los Sacerdotes no despegó los labios. Se limitó a alzar la vista hacia un cielo que no podía columbrar a través de los anchos salones, ni a través de los tejados del Templo… un cielo que, en realidad, nunca se ofrecería a su percepción a causa de la engañosa aureola tras la cual se parapetaba.