12

El incorregible Tas

—¡Alterar el tiempo! —vociferó Tas con su proverbial entusiasmo, encaramándose a la tapia del jardín y saltando en medio de un macizo de flores, uno de los muchos que embellecían el sagrado recinto del Templo.

Había en el vergel varios clérigos que, en pequeños grupos, comentaban la algazara que presidiría las próximas Fiestas de Invierno. Remiso a interrumpir sus conversaciones, el kender obró de acuerdo con los cánones de la más estricta cortesía: se estiró entre las flores hasta que los paseantes se hubieron alejado, pese a que al hacerlo, empolvó sus vistosos calzones azules.

Se le antojó agradable tumbarse junto a las rosas rojas, llamadas Hiemis por ser éste el término que designaba la estación invernal, única en la que crecían. La temperatura era cálida, demasiado al decir de los habitantes de Istar. Tasslehoff sonrió socarrón, mientras recapacitaba que los humanos no sabían lo que querían. Si hiciera frío, como correspondía a esta época del año, también se lamentarían. Normal o no, la brisa tibia resultaba deliciosa. Quizá se hacía un poco difícil respirar a causa de la humedad, pero en la vida no se puede tener todo.

Escuchó interesado a los clérigos que por allí pasaban y resolvió que las Fiestas debían de ser tan espléndidas, que consideraría la posibilidad de asistir. Aquélla misma noche se celebraría la inaugural, si bien terminaría temprano ya que todos necesitarían dormir, prepararse para los grandes acontecimientos que se iniciarían al alba del día siguiente y se prolongarían durante algunos días. Era ésta la última manifestación de júbilo popular antes de que se instalaran los hielos y los crudos vientos invernales.

«Quizás acuda al acto de hoy», pensó. Había imaginado que una conmemoración organizada en el Templo había de ser solemne, magna pero, también, tediosa, al menos desde su perspectiva de kender. Pero tal como la describían los sacerdotes parecía prometedora.

Caramon lucharía al día siguiente, siendo los Juegos una de las actividades cumbre de la temporada. La lid determinaría qué grupos habían de enfrentarse en la ronda final, la última antes de que los rigores atmosféricos forzasen la clausura del circo hasta la primavera. Los vencedores de este postrer enfrentamiento obtendrían la libertad, si bien se había prefijado quiénes serían —los gladiadores que apoyaban al guerrero— y tal noticia había sumido a Caramon en una honda depresión.

Tas meneó la cabeza y se dijo que nunca comprendería a su amigo. Le sorprendía toda aquella cháchara sobre el honor cuando, en realidad, sólo se trataba de un juego. En cualquier caso, el estado del hombretón le facilitaba las cosas. No había de serle difícil escabullirse y disfrutar con plenitud.

Pero no, no podía hacerlo. Tenía un asunto grave que atender, impedir el Cataclismo era más importante que un par de fiestas. Debía sacrificar su propia diversión a tan elevada causa.

Sintiéndose recto y noble, aunque quizás un poco aburrido, el kender espió a los clérigos irritado, deseoso de que se esfumaran sin tardanza. Al fin su deambular los llevó al interior del edificio, y el jardín quedó vacío. Tras exhalar un suspiro de alivio Tas se incorporó, recompuso su empolvado atuendo, arrancó una rosa para engalanar su copete de acuerdo con la estación y, presto, se encaminó hacia el Templo.

También el recinto estaba decorado en armonía con las festividades que se avecinaban. La belleza, el esplendor de sus estancias, dejaron a Tas sin resuello. Contempló su entorno embelesado, maravillado frente a los centenares de rosas Hiemis que, criadas en los vergeles de todo Krynn, habían sido transportadas hasta el Templo al efecto de que, con su dulce fragancia, impregnaran los corredores. Las coronas y guirnaldas de arbustos de flor perenne aportaban al conjunto su aroma especiado, silvestre, reverberando la luz solar en sus hojas puntiagudas o de sierra, enlazadas mediante cintas de terciopelo encarnado y plumas de cisne. En casi todas las mesas había cestas de frutos raros, exóticos, obsequios llegados de los confines de Ansalon para disfrute de los moradores del santuario, uniéndose a su colorido las innumerables fuentes de pasteles y golosinas. Tas no pudo por menos que pensar en Caramon y se apresuró a atiborrar sus bolsas, seguro de que aquellos manjares harían las delicias de su compañero. Nunca lo había visto entristecido ante una torta de almendra cubierta de azúcar lustre.

El kender recorrió las salas exultante de júbilo, tanto que a cada instante olvidaba el motivo de su venida y tenía que recordarse a sí mismo su trascendental misión. Nadie reparaba en él, los clérigos estaban demasiado ocupados en discutir sobre las celebraciones, los espinosos asuntos de gobierno o ambas cuestiones. Pocos fueron los que se volvieron a fin de examinar al intruso y, cuando un guardián le lanzaba una mirada severa, Tas se limitaba a sonreírle, saludar y seguir su camino. Constató así la veracidad de un antiguo proverbio de su raza: «No cambies de color para mimetizarte con los muros, finge pertenecer al ambiente y serán ellos los que se adaptarán a ti».

Después de doblar incontables recodos, de hacer varias pausas con el propósito de investigar objetos interesantes —algunos de los cuales fueron a parar al fondo de sus saquillos—, Tasslehoff se introdujo en el único corredor que no estaba adornado, que no atestaban alegres criaturas ajetreadas en los preparativos de las celebraciones, que permanecía aislado de la algazara. Ni siquiera resonaban en sus paredes las voces de los coros que ensayaban los himnos especiales de la ocasión, y sus cortinas se hallaban corridas para obstruir la radiante luz solar. Era frío, oscuro, amenazador, más aun de lo habitual por el contraste que ofrecía con el resto del Templo.

Tas surcó el pasillo de puntillas, no por miedo a ser descubierto, sino porque el silencio y la soledad que lo cercaban parecían exigirle esta conducta, anunciarle que incurriría en una grave falta de no respetar la lóbrega quietud. Lo último que el kender deseaba era ofender a un corredor, así que acató su mandato sin que cruzara por su mente la idea de observar a Raistlin, de sorprenderle en el acto de realizar algún prodigio sobrecogedor.

Al aproximarse a la puerta oyó la voz del mago y, a juzgar por el tono que empleaba, supuso que tenía un visitante.

«¡Qué contrariedad! —se lamentó el hombrecillo en su fuero interno—. Habré de esperar a que se vaya esa persona para hablar con él, y mi empeño es de la mayor urgencia. Me pregunto cuánto tiempo durará su entrevista».

Aplicando el oído al cerrojo con la exclusiva finalidad, por supuesto, de averiguar si la secreta conferencia se hallaba en pleno apogeo o estaba a punto de concluir, dio un respingo al detectar un timbre femenino dentro de la alcoba.

«Me resulta familiar —reflexionó, a la vez que aguzaba sus sentidos—. ¡Claro, es Crysania quien habla! ¿Qué hace aquí?».

—Tienes razón, Raistlin —declaró la dama con un suspiro—, se agradece esta tranquilidad en medio del bullicio de los exuberantes pasillos. La primera vez que recorrí la zona donde ahora estamos me sentí atemorizada. Puedes reírte si quieres, pero es cierto. En particular el corredor se me antojó gélido, desolador, si bien ahora son las otras dependencias las que me asfixian con su exarcebada calidez. La decoración de las Fiestas contribuye a apesadumbrarme, me indigna este despilfarro cuando tantos necesitados podrían gozar de un cierto bienestar si se les entregase tan sólo una pequeña suma de dinero.

Se interrumpió, y Tas percibió un murmullo de ropa. Intrigado por el repentino silencio, el kender cesó de escuchar para otear el panorama. A través del ojo de la cerradura distinguió el interior del aposento donde, pese a estar echado el cortinaje, brillaba la tenue luz de unas velas. Crysania estaba sentada frente al hechicero, sin duda el crujido que antes detectara fue producido por algún gesto de impaciencia de la sacerdotisa. Tenía la cabeza apoyada en la mano, y la expresión de su rostro denotaba perplejidad, confusión.

No fue este hecho lo que desorbitó las pupilas de Tasslehoff, sino el cambio que se había operado en la mujer. Habían desaparecido su sobria túnica blanca, el no menos discreto peinado. Al igual que las otras sacerdotisas del Templo vestía un ropaje albo, sí, pero profusamente bordado, y en sus brazos desnudos un brazalete dorado realzaba la pureza de su piel. El cabello, antes recogido, caía ahora en cascada sobre sus hombros, suave como un chal de seda. Incluso se adivinaba una nota de color en sus pómulos, un calor en aquellos ojos que observaban a la figura de Túnica Negra sentada a escasa distancia, de espaldas a Tas.

«Tika estaba en lo cierto», decidió el kender.

—No sé por qué vengo aquí —dijo Crysania tras una breve pausa.

«Yo sí» masculló Tas, ladeando de nuevo la faz para que sus tímpanos captasen la conversación.

—Siempre que te visito —continuó la voz femenina— me anima una ferviente esperanza, que tú te encargas de trocar en desaliento. Intento mostrarte el camino de la justicia, de la verdad, persuadirte de que sólo adentrándote en esa senda restituirás la paz al mundo, pero tú tergiversas mis palabras en tu propio interés.

—Te equivocas —repuso Raistlin—. Tú concibes preguntas y yo me limito a abrir tu corazón para ayudarte a darles forma. Los titubeos no parten de mí, y así debe ser —añadió, con un nuevo murmullo que indicaba acercamiento—; no creo que Elistan apruebe la fe ciega.

Tas advirtió la nota de sarcasmo que se desprendía de la voz del mago, pero Crysania no delató la menor suspicacia en su franca respuesta.

—No, mi anciano superior nos invita a inquirir sobre todo aquello que no comprendamos —explicó— y, con frecuencia, nos recuerda el ejemplo de Goldmoon, quien propició merced a sus preguntas el regreso de los auténticos dioses. Pero tu caso es distinto, en lugar de ilustrarme me propones interrogantes que me sumen en el desconcierto, en la consternación.

—Conozco esas emociones —susurró el hechicero, tan quedamente que el kender apenas le oyó.

La sacerdotisa se agitó en su asiento y Tas, al detectar su movimiento, se arriesgó a dar una rápida ojeada. Raistlin estaba a su lado, posada la mano en el blanco brazo. Al pronunciar él su breve frase Crysania se había aproximado aún más para, en un gesto instintivo, cubrir su mano con la suya. Habló al fin la dama, en un tal acceso de esperanza, júbilo y amor que el cuerpo del hombrecillo se estremeció hasta en los más hondos recovecos.

—¿Eres sincero conmigo? —indagó—. ¿He logrado ejercer alguna influencia sobre tus inquebrantables convicciones? No, no apartes los ojos. Veo en tus rasgos que no he orado en el desierto, que me hallo presente en tus meditaciones. ¡Nos asemejamos tanto el uno al otro! Lo supe desde nuestro primer encuentro, aunque esboces esa sonrisa burlona. Adelante, mófate, no me harás vacilar. En la Torre afirmaste que mi ambición no es inferior a la tuya y tenías razón. Nuestras aspiraciones adoptan formas distintas, pero son tan antagónicas como en principio pensaba. Ambos llevamos una existencia solitaria, consagrada al estudio, sin confiarnos ni siquiera a los seres más allegados. Tú te envuelves en penumbras y, sin embargo, he podido penetrar su manto, descubrir la luz, el calor…

Tas aplicó el ojo a la cerradura, no quería perderse la escena. «¡Va a besarla! —aventuró excitado—. ¡Esto es fantástico, imagino la reacción de Caramon cuando se lo cuente!».

«¡No vaciles, necio! —urgió impaciente a Raistlin, que aferraba con sus manos los brazos de la mujer—. ¿Cómo puedes resistirte? —insistió clavados los ojos en los labios entreabiertos de Crysania, en el brillo de sus pupilas».

De pronto, el hechicero soltó a su oponente y se levantó, dándole la espalda.

—Será mejor que me dejes —le rogó en hosca actitud mientras Tasslehoff se apartaba, decepcionado, de la puerta.

Apoyóse el hombrecillo en el muro y, en esta postura, oyó unas ásperas toses, sucedidas por la acariciadora voz de la sacerdotisa al tratar de apaciguar el inesperado ataque.

—No es nada —la tranquilizó el nigromante, a la vez que abría la puerta—. He sido víctima de arrebatos similares en los últimos días. ¿No adivinas la causa? —Tasslehoff se apretó contra la pared, temeroso de interrumpirles y, también, de perderse algo interesante—. ¿No has sentido nada?

—Quizá sí —respondió, cauta, Crysania—. ¿A qué te refieres?

—A la ira de los dioses —dijo Raistlin. No era esto lo que esperaba la eclesiástica, si bien a Tas le pareció una evasiva muy propia del mago. Desalentada, la dama cejó en su empeño—. Su furia se abate sobre mí, como si el sol se aprestara a incendiar nuestro planeta. Acaso sea la inminente catástrofe el motivo de nuestra infelicidad.

—Es posible —disimuló ella.

—Mañana será el equinoccio —prosiguió el hechicero— y, dentro de trece días, el Príncipe de los Sacerdotes expondrá su demanda. Así lo ha planeado junto a sus ministros. Las divinidades lo saben, de modo que le han enviado una advertencia: la desaparición de los clérigos. Pero de nada les sirve, el dignatario no ha prestado atención al aviso. A partir de este momento las señales del cielo adquirirán una creciente fuerza, una mayor claridad. ¿Has leído las Crónicas de los Trece Últimos Días, de Astinus? No constituyen un texto agradable, y vivir la experiencia que relatan resultará todavía más ingrato.

—Vuelve con nosotros antes de que se cumplan los presagios que te atormentan —le propuso la dama, iluminado su semblante—. Par-Salian dio a Caramon un ingenio mágico que nos catapultará a nuestro tiempo. El kender aseguró…

—¿De qué ingenio hablas? —preguntó Raistlin, con un extraño tono que provocó un escalofrío en la espina dorsal de Tas y el sobresalto de Crysania—. ¿Qué aspecto tiene, cómo funciona?

—Lo ignoro —admitió, desolada, la sacerdotisa.

—Yo puedo informarte —ofreció Tasslehoff, abandonando su escondrijo—. Disculpadme, no era mi intención asustaros. Por cierto, felices Fiestas de Invierno a ambos —les deseó para mitigar la tensión y extendió la mano, que nadie apretó.

Tanto Raistlin como Crysania lo escrutaron con la expresión que uno adoptaría al hallar una araña viva en su ropa. Sin impresionarse por sus rostros desencajados el kender reanudó su plática, embutida la desdeñada mano en el bolsillo.

—Ese objeto que tanto te interesa es algo espléndido, muy curioso —comenzó a divagar pero, al ver que el nigromante encogía los ojos de una manera poco halagüeña, procedió a describirlo sin más preámbulos—. Verás, cuando está desdoblado se asemeja a un cetro, coronado por una bola repleta de incrustaciones de joyas. Tiene el tamaño de un brazo, tal es su envergadura —añadió, separando sus miembros para dar una idea más exacta—. Pero Par-Salian invocó un hechizo…

—Y se cerró sobre sí mismo hasta reducirse a las dimensiones de un huevo —colaboró Raistlin.

—¡Exacto! —se entusiasmó Tas—. ¿Cómo lo sabes?

—He tenido ocasión de ver ese artefacto —contestó el mago, ribeteada de nuevo su voz de un singular sonido, un temblor que delataba ¿miedo?, ¿nerviosismo? El kender no atinó a distinguirlo.

—¿Qué es lo que te inquieta? —inquirió Crysania, que también se había apercibido de su enigmático timbre.

Raistlin no reaccionó, su semblante se había convertido en una máscara impenetrable.

—No debo precipitarme, estudiaré el asunto a fondo antes de darte más explicaciones —siseó al fin—. Y tú, ¿qué hacías detrás de la puerta? —interrogó a Tasslehoff con sus fulgurantes iris clavados en el hombrecillo—. ¿Te trae algún encargo, o simplemente te dedicas a escuchar las conversaciones ajenas?

—¡Por supuesto que no! —se rebeló Tas ofendido—. He de hablar contigo, si la sacerdotisa ha terminado, claro —rectificó al observar la indignación de la dama.

—¿Nos veremos mañana? —insinuó ésta, dirigiéndose al mago y asumiendo frente al kender la altivez que la caracterizaba.

—No lo creo —negó Raistlin—. No asistiré a la gran fiesta.

—Yo tampoco pensaba ir —balbuceó Crysania.

—Cuentan con tu presencia —la reprendió el hechicero—. Además, he descuidado mis deberes demasiado tiempo para disfrutar del placer de tu compañía.

—Comprendo —se resignó la mujer. Se mostró distante, indiferente, pero Tas adivinó la frustración que se ocultaba tras esta actitud—. Buenos días, caballeros —se despidió al constatar que Raistlin guardaba silencio, firme en su rechazo.

Inclinando la cabeza en una leve reverencia, Crysania dio media vuelta y se alejó por el sombrío corredor. Sus ropajes blancos, en su sutil revoloteo, parecían absorber la escasa luz para llevarla consigo.

—Saludaré a Caramon de tu parte —vociferó Tas antes de que se desvaneciera tras el recodo, si bien ella no se dignó mirarle—. Me temo que el guerrero le causó una pésima impresión —añadió con los ojos puestos en Raistlin—, aunque no es de extrañar, pues, cuando se conocieron, tu hermano estaba dominado por el aguardiente enanil.

—¿Has venido para hacer una apología de ese grandullón? —indagó Raistlin en un nuevo acceso de tos—. Porque si es así, tendré que rogarte que partas sin demora.

—¡Oh, no! —se apresuró a desmentir el kender—. Estoy aquí con el único propósito de impedir el Cataclismo.

Por primera vez en toda su existencia, el hombrecillo pudo vanagloriarse de dejar perplejo al inperturbable mago. Sin embargo, no duró mucho su satisfacción. La faz de su oponente palideció, los espejos de sus pupilas se diluyeron como invitando al espantado kender a penetrar las ominosas, ardientes profundidades que salvaguardaban. Sus manos, tan fuertes como las garras de un depredador, se hundieron en su carne dolorosamente y, al cabo de unos segundos, Tasslehorff se encontró en el interior del dormitorio. Cerróse la puerta con estrépito y, sin contemplaciones, Raistlin lo imprecó.

—¿Cómo se te ha ocurrido semejante idea? ¿Quién te la ha dado?

Tas retrocedió unos pasos y examinó la estancia angustiado, obediente a un sabio instinto que le aconsejaba buscar un lugar donde ocultarse.

—Fuiste tú —balbuceó— o, para ser más exactos, algo que dijiste sobre las alternativas que ofrecía mi viaje en el tiempo. La otra noche comentaste que este hecho podía cambiar el curso de la Historia, y evitar la catástrofe se me antojó un buen comienzo.

—¿Cuáles son tus planes? —siguió interrogando el nigromante, tan encendida su persona que el kender sudaba con sólo ojearla.

—Antes de entrar en acción deseaba consultarte y, si tú estabas de acuerdo —el kender confiaba en que Raistlin fuera sensible al halago—, estudiaría la manera de persuadir al Príncipe de los Sacerdotes del error que se dispone a cometer, un error de extrema gravedad por sus funestas consecuencias. Una vez oiga mis reflexiones se abstendrá de proferir demandas ante los dioses.

—Estoy seguro de ello —aseveró el hechicero frío, controlado, pese a que el hombrecillo creyó detectar un incomprensible alivio en su tono—. En principio apruebo tu proyecto, pero ¿y si rehusa escucharte, si no permite que expongas tus argumentos?

—No había pensado en esa posibilidad —confesó el kender cabizbajo. Emitió un suspiro, y propuso—: Será mejor que regresemos a casa.

—Existe otra opción —susurró Raistlin, sentándose en su butaca y escudriñando a su interlocutor con aquella mirada turbulenta, ambigua—. Hay un método infalible para alterar los acontecimientos, un método que puedo garantizar.

—¿De verdad? —se asombró Tas, renacido su entusiasmo—. ¿De qué se trata?

—De utilizar oportunamente el ingenio mágico —le reveló el nigromante con las manos extendidas—. Encierra facultades, poderes mucho más vastos que los que Par-Salian describió a mi estúpido hermano. Actívalo el día del Cataclismo y destruirá la montaña ígnea lejos del mundo, donde su estallido no pueda dañar a nadie.

—¡Sería estupendo! —exclamó el kender sin resuello, mas la duda vino a ensombrecer su alegría—. ¿Y si te equivocas y, al manipularlo, no surte efecto? —preguntó.

—Nada pierdes con intentarlo —declaró Raistlin—. Si, por algún motivo, no funciona como es de prever, cosa poco probable ya que fue concebido por magos de la más alta estirpe…

—¿Al igual que los Orbes de los Dragones?

—Sí —respondió el nigromante, irritado por esta interrupción—. En el caso de que no responda a mis esperanzas, siempre puedes usarlo para escapar en el último momento —concluyó, sonriendo frente a la ingenuidad del hombrecillo.

—Con Caramon y Crysania —apostilló éste.

Raistlin permaneció mudo, pero Tas estaba demasiado exaltado para advertirlo.

—¿Qué ocurrirá si Caramon decide abandonar Istar antes de la fecha clave? —apuntó el kender, movido por un súbito temor.

—No lo hará —lo tranquilizó el enigmático humano—. Deja ese asunto en mis manos —añadió al verle presto a protestar.

Hubo una larga pausa, en la que Tasslehoff se concentró en hondas meditaciones. Al rato, con el ceño fruncido, manifestó sus resquemores.

—El guerrero nunca me confiará ese artilugio, fiel a la promesa que hizo a Par-Salian de protegerlo con su vida. Lo somete a una estrecha vigilancia y, cuando debe ausentarse, lo guarda bajo llave en un baúl. Si le cuento para qué lo quiero no me creerá, no consentirá en desprenderse de algo tan sagrado.

—No es necesario que se lo pidas abiertamente —sugirió Raistlin—. El día del Cataclismo coincide con la confrontación final en la arena, de modo que si el ingenio desaparece durante unas horas no lo notará.

—¡Eso sería robar! —se indignó el kender.

—Digamos más bien que te limitarías a tomarlo prestado —lo corrigió el mago, retorcidos sus labios en una mueca socarrona—. ¡La causa lo merece! Caramon no se disgustará, al contrario, se sentirá orgulloso de ti. Le conozco, hemos compartido muchos avatares.

—Tienes razón —comprendió Tas con una llama de júbilo en los ojos—. Me convertiré en un héroe, más ensalzado que Kronin Thistleknot. ¿Cómo aprenderé el manejo del objeto mágico?

—Te daré instrucciones —ofreció Raistlin, acosado por un nuevo ataque de tos—. Vuelve dentro de tres días, ahora debes irte para que pueda reposar.

—Por supuesto —obedeció el kender, avanzando hacia la puerta. Preso de una nueva vacilación, se detuvo en el dintel y se disculpó—: No te he traído ningún obsequio para conmemorar las fiestas.

—Te equivocas, acabas de hacerme un presente de incalculable valor. Gracias.

—¿De verdad? —El hombrecillo no daba crédito a sus oídos—. Supongo que te refieres a mi designio de impedir el Cataclismo. Carece de importancia, en realidad…

De pronto, se encontró en medio del jardín, hablando a los rosales junto a un atónito clérigo que, tras ver cómo se materializaba en el linde del camino, le miraba desconcertado.

—¡Por la barba del gran Reorx! —se admiró Tasslehoff—. ¡Cuánto me gustaría ser capaz de obrar estos prodigios!