De guerrero a gladiador
El ogro condujo a Caramon y Tas a una espaciosa sala. Aunque cabizbajo, el guerrero tuvo la impresión de que estaba atiborrada.
—Traigo a un nuevo aprendiz —rezongó Raag señalando con su sucio índice al hombretón, que se había detenido a poca distancia. Ésta fue la presentación de Caramon a sus «compañeros de escuela».
Con un intenso rubor en las mejillas, consciente de la argolla que se ceñía a su cuello y delataba su esclavitud, Caramon hundió su mirada en los listones del suelo, cubiertos de paja. Sin embargo, pese a su vergüenza y a su cólera, alzó los ojos al oír el murmullo que respondía a la breve frase del ogro. Descubrió entonces la mescolanza que reinaba en la estancia, la treintena de individuos de distintas razas y nacionalidades que, agrupados en mesas, ingerían su cena.
Algunos lo observaban con sumo interés, otros ni se dignaron volver la cabeza en su dirección. Unos pocos lo saludaron, la mayoría siguieron comiendo, y ante tal desconcierto el guerrero no sabía qué hacer. Fue Raag quien solventó el problema: tras apoyar la mano en su hombro, lo empujó brutalmente hacia una mesa. Caramon tropezó en el impulso y casi cayó de bruces, si bien logró agarrarse antes de estrellarse contra la tabla. Se giró de forma brusca para encararse con Raag, que se hallaba plantado en el mismo lugar y se frotaba las manos en anticipación de una buena trifulca.
«Intenta provocarme», comprendió al instante el hombretón, tras haber visto múltiples veces la misma actitud en los locales públicos que frecuentaba donde, a menudo, había alguien resuelto a inducirle a la lucha. Era éste un combate, a diferencia de tantos otros, del que nunca saldría victorioso pues, aunque él medía poco menos de dos metros, a duras penas llegaba al hombro de su supuesto contrincante. Además la manaza de Raag podía dar dos vueltas a su ancha garganta, así que optó por tragar saliva, acariciarse la magullada pierna y sentarse en el largo banco al que había ido a parar.
Después de dedicar una mueca sarcástica al humano el macilento ogro inspeccionó a los presentes quienes, entre susurros de desencanto, centraron de nuevo su atención en los platos. Resonaron unas carcajadas en una mesa situada en la esquina, donde se hallaban agrupados unos minotauros, y Raag intercambió con ellos una mirada de complicidad antes de abandonar el destartalado comedor.
Tanta era la turbación de Caramon, que se encogió en su banco como si quisiera que se lo tragase la tierra. Había alguien sentado frente a él, pero el corpulento guerrero no soportó la idea de enfrentarse a su burla y prefirió ignorarlo. Tasslehoff, sin embargo, no era presa de tales inhibiciones. Encaramándose al largo asiento junto a su amigo, estudió al desconocido sin el menor rubor.
—Me llamo Tasslehoff Burrfoot —lo saludó, al mismo tiempo que le tendía su pequeña mano—. También soy nuevo aquí.
El kender estaba ofendido porque nadie lo había presentado y aún aumentó más su disgusto cuando su vecino, un humano de tez negra que también exhibía la argolla del servilismo, le dirigió una mirada desdeñosa y decidió dialogar con Caramon.
—¿Sois socios? —le preguntó.
—Sí —contestó el interpelado, agradeciéndole en su fuero interno que no se hubiera referido al incidente con Raag.
De pronto, penetraron en sus vías olfativas los aromas de los manjares, y los olisqueó hambriento. Se le hizo la boca agua al inspeccionar el plato del hombre negro, provisto de una amplia ración de carne de venado, patatas y gruesas rebanadas de pan.
—Parece que, al menos, nos alimentarán bien —comentó con un suspiro.
Advirtió el guerrero que su vecino espiaba su abultado vientre y, en actitud socarrona consultaba con los ojos a una mujer alta, de espectacular belleza, que tomó asiento a su lado y depositó en la mesa una fuente rebosante de exquisiteces. Caramon, deslumbrado, hizo un torpe esfuerzo para levantarse.
—Señora, soy vuestro humilde servidor —dijo, a la vez que se inclinaba en una reverencia.
—¡Siéntate, asno! —lo espetó la dama enfurecida—. ¡No nos pongas en ridículo a ambos! —Su curtida tez se oscureció.
Había acertado, algunos de los comensales rieron entre dientes. La mujer los fulminó con los ojos, apoyando su desafío mediante un rápido gesto por el que aferró una daga ceñida a su cinto. No era necesaria tal violencia, el verde fulgor de sus ojos bastó para que terminara la chanza y todos se ocuparan de vaciar sus platos en silencio. La retadora fémina aguardó hasta asegurarse de que los había amedrentado, y también ella empezó a engullir su ágape en rápidos bocados, que apenas tenía tiempo de ensartar en su tenedor.
—Lo siento —balbuceó Caramon—. No era mi intención incomodarte.
—Olvídalo —contestó ella con voz gutural. Su acento era extraño, el guerrero no lograba identificarlo. En cuanto a su apariencia, era la de una humana salvo en el color entre plomizo y verdoso de su cabello que, junto a su peculiar manera de hablar (más aún que la de los otros presentes), imposibilitaba su clasificación dentro de una raza definida. Mientras él examinaba aquella melena lacia, densa, que llevaba recogida en una larga trenza, la mujer prosiguió—: Sé que acabas de llegar, por eso no conoces las normas. No debes tratarme de un modo especial, soy igual que los demás tanto dentro como fuera de la arena. ¿Has comprendido?
—¿La arena? —repitió Caramon boquiabierto—. ¿Eres acaso gladiadora?
—Una de las mejores —intervino el hombre de tez negra con una sonrisa—. Pero hagamos las presentaciones de rigor: yo soy Pheragas, de Ergoth del Norte, y ella es Kiiri, la Nereida.
—¡Una nereida! —exclamó Tas, olvidado su agravio—. ¿De verdad eres una de esas criaturas del fondo del mar que se transforman a voluntad?
La mujer lanzó al kender una mirada tan fulminante, que éste optó por enmudecer. Una vez silenciado el hombrecillo, la singular hembra desvió de nuevo su atención hacia Caramon.
—¿Lo encuentras divertido, esclavo? —preguntó, fijos sus ojos en la argolla de su oponente.
El guerrero tanteó con las manos el humillante aro, y se ruborizó. Kiiri emitió una cruel carcajada, pero Pheragas fue más caritativo.
—Con el tiempo te acostumbrarás —declaró, encogiéndose de hombros.
—¡Nunca! —se enfureció el guerrero, y cerró el puño como si a través de este gesto quisiera subrayar su indignación.
—Tendrás que hacerlo, o de lo contrario tu disgusto te llevará a la muerte —comentó la mujer. Tan hermosa era, tan altivo su porte, que su argolla de hierro más se asemejaba a un collar de plata. O, al menos, así se le antojó a Caramon. Quiso responder, pero lo interrumpió un humano que, ataviado con un grasiento mandil blanco, depositó en aquel mismo instante un plato de comida delante de Tasslehoff.
—Gracias —respondió cortésmente el kender.
—No os habituéis a que os sirvan —aconsejó el hombre, que no era sino el cocinero—. A partir de hoy conseguiréis vuestras propias provisiones, como todo el mundo. Toma —añadió a la vez que arrojaba sobre la mesa un disco de madera—, ésta es tu credencial. Si no la presentas no se te dará alimento. Aquí tienes la tuya —dijo a Caramon, entregándole otra pieza idéntica.
—¿Dónde está mi cena? —inquirió el guerrero mientras guardaba el disco en su bolsillo.
Tras dejar, sin la menor delicadeza, un cuenco frente al hombretón el cocinero dio media vuelta, resuelto a alejarse.
—¿Qué es esto? —gruñó Caramon, escudriñando el interior del recipiente.
—Caldo de pollo —colaboró el kender.
—He reconocido el manjar sin tu ayuda —lo imprecó el fornido humano con voz cavernosa—. No me refería a eso, sino a la situación. Si se trata de una broma me parece de muy mal gusto —vociferó sin cesar de observar a Pheragas y Kiiri, que lo contemplaban divertidos. Giró el guerrero su pesado cuerpo y agarró al cocinero en el instante en que echaba a andar, obligándolo a retroceder—. ¡Retira esta agua turbia y dame comida decente!
Con asombrosa destreza, el hombre del mandil se liberó de la zarpa de Caramon, inmovilizó su brazo detrás de la espalda y estrelló su rostro contra el cuenco de sopa.
—Pruébala y te gustará —lo espetó, antes de asir al rebelde por el cabello para levantar su goteante rostro—. En lo que a alimento atañe, no verás otro durante un mes.
Tasslehoff se apresuró a examinar la sala y advirtió que todos los presentes habían abandonado el ágape persuadidos de que, esta vez, habría pelea.
La faz de Caramon, que chorreaba sopa, había asumido una palidez letal. Sólo sus pómulos ardían en iracundas manchas rojizas, secundadas por los peligrosos centelleos de sus ojos.
El cocinero le miraba desafiante, cerrados los puños. Tasslehoff esperaba ver, de un momento a otro, la carcasa de aquel fanfarrón despatarrada en el suelo, un presentimiento que reforzaba la postura de Caramon. El guerrero apretó sus dedos en idéntica postura a la de su rival, tanto que los nudillos se tornaron blancos, y levantó su manaza para, despacio… secarse el empapado semblante.
Con una sonrisa desdeñosa, el cocinero dejó al grupo y reanudó sus quehaceres.
Tas suspiró. Aquél no era su viejo compañero, recapacitó entristecido, el Caramon que matara a dos draconianos entrechocando sus cráneos con las palmas desnudas, el mismo que en una ocasión redujera a unos bribones a distintos estados de postración, todos ellos deplorables, cuando cometieron el error de intentar robarle. Espió a su orondo amigo por el rabillo del ojo y, tras reprimir las insultantes frases que afloraban a sus labios, se concentró en ingerir su cena preso de una honda consternación.
El guerrero sorbió su sopa a lentas cucharadas, engulléndola sin saborearla ni hallar el menor placer. Vio Tas que la mujer y el negro intercambiaban callados mensajes y, por un instante, temió que se burlasen de su amigo. Y, a decir verdad, Kiiri empezó a farfullar unas palabras pero, al alzar la vista hacia el centro de la estancia, cerró la boca de manera abrupta y siguió comiendo con la mayor discreción posible. El causante de su cambio era Raag, que había entrado en el recinto seguido por dos musculosos humanos.
El trío recorrió el comedor, se detuvo detrás de Caramon y el ogro, dando un paso al frente, zarandeó al corpulento guerrero.
—¿Qué ocurre? —preguntó éste, en un tono apagado que el kender no reconoció.
—Ven —ordenó Raag.
—Estoy cenando —protestó el hombretón, pero los dos esbirros lo asieron por los brazos y lo arrastraron fuera del banco antes de que pudiera concluir su frase.
Entonces sí, entonces Tasslehoff atisbó un brote de su antiguo talante. Teñida su faz de unas manchas purpúreas, Caramon trató de golpear a uno si bien, debido a su torpeza de movimientos y al desequilibrio en que quedó al soltarse, el agredido esquivó su acometida. Sin darle opción a un segundo ataque, el otro humano propinó un salvaje puntapié al esclavo y éste se desplomó, entre gemidos, sobre sus rodillas. Lo izaron de una violenta sacudida y el herido, con la cabeza ladeada, permitió que lo llevasen.
—¡Aguardad! ¿Adonde lo conducís? —se interfirió Tas en una reacción instintiva, que atajó una firme mano en su hombro. Era Kiiri quien así lo advertía, y el kender se encogió en su asiento.
—¿Qué van a hacerle? —indagó.
—Termina tu plato —le ordenó la mujer.
—No tengo apetito —replicó él, deprimido, apartando el tenedor mientras evocaba la cruel y funesta mirada que el enano clavara en su compañero frente a la arena.
El esclavo negro sonrió al kender, compadecido de su pena.
—Sigueme —lo invitó, a la vez que se levantaba y le tendía la mano con cordialidad—, te mostraré tu alcoba. El primer día todos pasamos por lo mismo, con el tiempo tu amigo llegará a sentirse bien.
—Con el tiempo —coreó la nereida.
Tas se hallaba solo en la cámara que, en principio, debía compartir con Caramon. No era precisamente acogedora: situada debajo de la arena, se parecía más a un calabozo que a una alcoba. Pero Kiiri le explicó que todos los gladiadores se alojaban en estancias como aquélla.
—Están limpias y caldeadas —afirmó—. No son muchos los habitantes de nuestro mundo que pueden decir lo mismo de los reductos donde duermen. Además, si nos rodeáramos de lujos acabaríamos por ablandarnos.
«No es probable que eso suceda», pensó el kender al examinar los desnudos muros de piedra, el suelo cubierto de paja, la mesa provista de una jarra y una jofaina y, por último, los dos pequeños baúles destinados a contener sus pertenencias. Una única ventana, o claraboya, que se abría en el techo y por lo tanto a nivel de la tierra, permitía la entrada de un estrecho haz de luz. Acostado en el duro jergón, Tas contempló el avance de los últimos rayos solares —la cena era temprana en la supuesta escuela— y reflexionó que, aunque podía ir a explorar, no lograría sacar partido de sus actos hasta averiguar qué le habían hecho al guerrero.
La línea que trazaba el sol en el suelo adquirió progresiva longitud al unirse a ella una rendija luminosa, procedente de la puerta. Cuando se abrió la hoja Tas dio un ansioso brinco, mas fue un esclavo desconocido quien se adentró en la estancia. Arrojó un hatillo en un rincón, y desapareció de nuevo sin que entre ambos mediara una palabra. El kender inspeccionó el fardo y le dio un vuelco el corazón, pues constató al instante que eran los enseres de Caramon. Todo cuanto portaba se hallaba en aquel paquete, incluida su ropa, y el hombrecillo se apresuró a estudiarla en busca de manchas de sangre. No descubrió nada de particular, parecía estar en orden.
De pronto, palpó un objeto en un bolsillo interior, secreto. Lo extrajo sin dilación, y contuvo el resuello al toparse con el ingenio mágico de Par-Salian. «No entiendo cómo ha pasado desapercibido a los guardianes», se dijo asombrado, al mismo tiempo que admiraba las enjoyadas incrustaciones de su superficie. ¡Claro, fue creado a través de un hechizo! Ahora tenía el aspecto de una fruslería, pero él presenció cómo se transformaba a partir de un cetro y era lógico que, de ser tal la voluntad de su forjador, no se evidenciara ante ojos indiscretos.
Tanteándolo, acariciándolo, contemplando el reflejo del ya tenue sol sobre sus radiantes alhajas, Tasslehoff no pudo reprimir un suspiro. Era éste el tesoro más exquisito, más espléndido que había visto en su vida, anhelaba su posesión. Sin pensarlo dos veces se levantó y fue en pos de sus saquillos, mas una voz interior lo obligó a detenerse.
«Tasslehoff Burrfoot —lo invocó aquella criatura intangible cuyo timbre se asemejaba inquietamente al de Flint—, te estás entrometiendo en un asunto de extrema gravedad. El artilugio del que pretendes apropiarte garantiza el regreso a tu tiempo, y no olvides que fue Par-Salian, el insigne mago, quien se lo entregó a Caramon en el transcurso de una solemne ceremonia. Pertenece a tu amigo, no tienes ningún derecho sobre él».
El kender se estremeció. Nunca antes le había asaltado de este modo la conciencia, o un espíritu, o quienquiera que le hubiese hablado. Miró dubitativo el enigmático objeto e, intuyendo que la súbita revelación provenía de su influjo, deseoso de descartar tan turbadoras cábalas de su mente, corrió hasta el baúl de su compañero y lo encerró en sus sombras. En un alarde de precaución, cerró el cofre herméticamente y guardó la llave en la ropa de Caramon antes de volver a su camastro, sintiendo un hondo pesar.
Cuando el postrer resplandor solar desaparecía de la estancia, sumiéndola en penumbras, el ansioso hombrecillo oyó un ruido en el exterior y alguien abrió la puerta de un puntapié.
—¡Caramon! —gritó Tas horrorizado, a la vez que se incorporaba.
Los dos hercúleos humanos arrastraron al guerrero hasta el dintel y, sin miramientos, lo echaron sobre el jergón vacío. Se fueron de inmediato, entre risitas jocosas que contrastaban con el quedo gemido que se elevó en el duro lecho.
—Caramon —repitió el kender, ahora en un susurro. Asió raudo la jarra de agua, escanció una parte de su contenido en la jofaina y llevó ésta junto al lugar donde yacía su amigo—. ¿Qué te han hecho? —preguntó mientras humedecía los labios del maltrecho hombreton.
El yaciente masculló unos lamentos ininteligibles y meneó la cabeza. Al advertir el desolado estado del guerrero, Tasslehoff se apresuró a estudiar su cuerpo. No encontró magulladuras visibles, ni sangre, ni inflamaciones, ni tampoco marcas purpúreas o las llagas alargadas que suelen producir los latigazos y, sin embargo, resultaba evidente que lo habían torturado. Se hallaba en plena agonía, bañado en sudor y con los ojos desorbitados. De vez en cuando, sus músculos se contraían en espasmos y profería quejas desgarradoras.
—¿A qué clase de suplicio te han sometido? —inquirió el hombrecillo tragando saliva—. ¿Al potro, a la rueda quizá? ¿Te han aplicado las empulgueras?
Ninguno de estos instrumentos dejaba huella, al menos así lo creía el kender.
—Cali… —balbuceó Caramon.
—¿Cómo? —Tas se volcó sobre él para oírle mejor, pero el desgraciado sólo acertó a repetir las mismas sílabas.
—Cali ¿qué? —insistió Tasslehoff, fruncido el ceño en actitud meditabunda—. Nunca oí mencionar una tortura cuyo nombre empezase por cali.
En un esfuerzo supremo, el guerrero pronunció el término completo.
—¡Calistenia! —vociferó, triunfante, el kender. Su exaltación, no obstante, sólo duró unos segundos. Depositando en el suelo la jofaina con la que había refrescado el rostro de su amigo durante todo este rato, agregó—: ¡La calistenia no es un suplicio!
Caramon gimió de nuevo, acaso para mostrar su oposición.
—¡Es un simple ejercicio de musculatura que hasta los niños practican! —se indignó—. ¡Pensar que he estado aguardando tu llegada abrumado por la preocupación, imaginando horrores indescriptibles! Cuando te han traído me he llevado un susto mayúsculo, y resulta que lo único que has hecho es poner en forma ese entumecido cuerpo tuyo.
El guerrero hizo acopio de fuerzas para sentarse en el camastro, estirar una de sus manazas, aferrar el cuello de la camisa de su compañero y, tirando de él, clavarle una mirada furibunda, como si quisiera traspasarle.
—Una vez me capturaron los goblins —rememoró con voz ronca—, me ataron a un árbol y pasaron una noche entera atormentándome. Durante la Guerra de la Lanza me hirieron los draconianos en Xak Tsaroth y mordisquearon mi pierna varias crías de dragón en las mazmorras de la Reina de la Oscuridad, ambas experiencias fueron crueles. Y pese a tantos avalares, me siento peor ahora que en ninguna otra circunstancia de mi vida. Déjame solo, prefiero morir en paz —concluyó.
Tras proferir otra lamentación inarticulada, Caramon apoyó su laxa mano en el costado y cerró los ojos. Reprimiendo una sonrisa, Tas regresó a su camastro.
«Si ahora se queja —reflexionó el kender—, mañana no habrá quien lo soporte».
Terminó el verano en Istar para dar paso al otoño, uno de los más bellos de su historia. Inició Caramon su adiestramiento y aunque, por supuesto, no murió, hubo momentos en que ansió acabar con todo. También Tas, por su parte, sintió más de una vez la tentación de poner brusco fin a las «penalidades» de aquel niño mal criado. Una de estas ocasiones fue una noche en que, cuando dormía plácidamente, le despertaron los sollozos del guerrero.
—¿Caramon? —preguntó adormecido, incorporándose en el lecho.
No obtuvo más respuesta que un quejumbroso llanto.
—¿Qué te sucede? —insistió el kender preocupado. Se levantó y recorrió el gélido suelo de piedra—. ¿Has tenido una pesadilla?
Al distinguir en la penumbra el gesto afirmativo de su amigo trató de ayudarle, de desechar su propia congoja para escuchar su relato.
—¿Has soñado con Tika? —inquirió, enternecido por su dolor—. ¿Con Raistlin quizá? Veo que no. ¿Contigo mismo entonces? ¿Estás asustado?
—¡Con un pastelillo! —exclamó el guerrero.
—¿Cómo? —exclamó Tas, que no daba crédito a sus oídos.
—Un pastelillo —repitió el otro en un gorgoteo—. ¡Tengo tanta hambre! De pronto, se ha dibujado un pastelillo en mi imaginación, uno de aquéllos que Tika solía hornear, cubiertos de miel y rellenos de crujiente avellana.
Asiendo una bota, el kender se la arrojó y volvió a acostarse, enfurecido por su debilidad al atender a aquel insensato.
Transcurridos dos meses de riguroso entrenamiento, Tasslehoff observó al guerrero y se reafirmó en su idea de que era justo lo que necesitaba. Los rollos mantecosos de su talle se habían fundido, los nacidos muslos habían recobrado la férrea constitución de antaño y los músculos vibraban, llenos de vida, en sus brazos, pecho y espalda. En sus ojos se había obrado una halagüeña metamorfosis, sustituyendo el brillo y la mirada alerta a aquella otra expresión mortecina causada por el aguardiente enanil, que el sudor se había encargado de desterrar de su cuerpo. Por otra parte, su epidermis se había curtido y el influjo del sol le otorgaba un atractivo tono broncíneo.
El enano, que seguía de cerca los progresos del alumno, decretó que se dejase crecer el castaño cabello por ser éste el estilo popular en el Istar de la época, y ahora una melena se enmarañaba ondeante en torno al rostro rejuvenecido del que fuera un despojo humano.
Y, por si esto fuera poco, su preparación como gladiador había mejorado sensiblemente. Aunque Caramon poseía una larga experiencia previa, su adiestramiento fue informal, sus técnicas bélicas se reducían a las enseñanzas recibidas de Kitiara, su hermanastra. Arack, consciente de su deber, había contratado maestros de todo el mundo de Krynn y, ahora, el pupilo estaba aprendiendo los métodos más sofisticados.
Para completar su educación, el guerrero tenía que librar batallas diarias contra los gladiadores de la arena. Orgulloso de la pericia adquirida, retó a Kiiri y ésta lo derribó en un santiamén, dejándolo tumbado cuan largo era con gran vergüenza por su parte. Pheragas, el esclavo negro, lanzó en otro enfrentamiento su espada a las alturas y, a guisa de advertencia, le golpeó la cabeza con su propio escudo.
Caramon no se descorazonó. Comprendió la lección de humildad que le infligían y, siendo un hombre despierto y voluntarioso, dotado, además, de una habilidad natural digna de envidia, no tardó en satisfacer a sus profesores. Pronto llegó el día en que Arack presenció jubiloso cómo vencía a la nereida sin dificultad o atrapaba a Pheragas en su red para, acto seguido, inmovilizarlo sobre la arena ayudándose con un tridente.
El hombretón no cabía en sí de gozo, hacía tiempo que no se sentía tan feliz. No había cesado ni un segundo de detestar la argolla, no pasaba una jornada en la que no anhelase romperla y recuperar así la libertad, pero tan perturbadores impulsos se difuminaban frente al interés que ofrecían las clases. Siempre le había gustado la vida militar, era para él un alivio que alguien le indicase qué tenía que hacer y cuándo. Tan sólo un problema nublaba su dicha: no sabía interpretar.
Siempre franco y honesto, incluso a la hora de admitir un error, la auténtica agonía comenzó cuando intentaron enseñarle a fingir una derrota. Le ordenaban que emitiera falsos alaridos de dolor en el instante en que Rolf, por ejemplo, lo asaltaba por la espalda y que cayera, como si le hubieran herido mortalmente, al arremeter el bárbaro con una de las engañosas espadas.
—¡No, así no! ¡Qué torpe eres! —vociferaba Arack una y otra vez, e incluso en una de las sesiones perdió los nervios y le estampó en la mejilla su puño cerrado. El agredido gritó con verdadera rabia, mas no osó dar la réplica al advertir la proximidad del siempre alerta Raag.
—Ahora lo has conseguido —lo felicitó el enano, retrocediendo con aire triunfal y unas gotas de sangre en los nudillos—. Recuerda ese quiebro de voz, al público le entusiasmará.
Pero este ensayo no resolvió el conflicto, ya que la protesta de Caramon había sido real. Cuando pretendía actuar, sus voces eran más semejantes «a las de una doncella al recibir un pellizco en las nalgas que a las de un moribundo», según palabras de Arack. Al fin, tras muchas decepciones, al enano se le ocurrió una idea.
Surgió en su mente una tarde, mientras contemplaba los entrenamientos. Se había congregado en la arena una pequeña audiencia, pues en determinadas ocasiones permitía la entrada a personajes de alcurnia susceptibles de incrementar sus arcas con aportaciones adicionales. Los privilegiados eran esta vez un noble y su familia, venidos de Solamnia. El caballero tenía dos encantadoras hijas las cuales, desde el momento en que entraron en el circo, no habían dejado de admirar al corpulento guerrero.
—¿Por qué no le vimos luchar la otra tarde? —preguntó una de ellas a su progenitor.
Ignorante del motivo, el egregio visitante consultó al enano.
—Es nuevo aquí —explicó éste—, todavía no ha concluido su adiestramiento. De todos modos, avanza deprisa y casi ha llegado la hora de incluirlo en nuestro grupo de gladiadores. ¿Cuándo pensáis volver a los Juegos?
—No era nuestra intención repetir el viaje en un futuro próximo —declaró el noble, pero sus hijas se apresuraron a mostrar su disgusto—. De acuerdo —rectificó—, me plantearé esa posibilidad para el siguiente espectáculo.
Las dos muchachas prorrumpieron en aplausos al mismo tiempo que espiaban de nuevo a Caramon, quien en ese instante practicaba junto a Pheragas el manejo de la espada. El cuerpo del apuesto combatiente refulgía bajo el sol, bañado en sudor, el crespo cabello se adhería a su húmeda faz y sus movimientos, ágiles y certeros, poseían la gracia y la armonía de un atleta. Al discernir la fascinación que despertaba en las doncellas, el enano se percató de lo atrayente que resultaba su pupilo.
—Espero que salga victorioso —dijo una de las jóvenes con un suspiro—. ¡No soportaría verle derrotado!
—Ganará —la tranquilizó la otra—. No ha nacido para perder, todo en él delata al vencedor.
—¡Claro, he aquí la solución! —exclamó Arack de forma inesperada, tan vehemente que el noble y su familia le miraron perplejos—. El Vencedor, así le apodaremos. Es una criatura imbatible, que no conoce el fracaso. Juró quitarse él mismo la vida si alguien lo derribaba —mintió, urdida en unos segundos su patraña.
—¡Oh, no! —se desesperaron al unísono las muchachas—. No queremos oír tamaña atrocidad.
—Es cierto —reincidió el enano con tono solemne, frotándose las manos.
—Acudirán de varias millas a la redonda —anunció aquella noche a Raag—, a fin de estar presentes si sobreviene su caída. Y, naturalmente, nadie le hará sucumbir durante mucho tiempo. Mientras dure su suerte las multitudes se arracimarán en la entrada de la arena, deseosas de asistir a sus emocionantes lizas. Incluso he pensado en su atavío… —Y siguió forjando planes durante toda la velada.
Tasslehoff, en el ínterin, había aprendido a sacar partido a su confinada existencia. Aunque al principio se sintió herido en su amor propio, tras negársele el derecho a convertirse en gladiador —tuvo visiones en las que se le aparecía su propia figura emulando a Kronin Thistleknot, el héroe de Kenderhome—, supo desembarazarse del tedio en que se sumió. Su progresivo entusiasmo por la actividad culminó en un desagradable incidente, al ser descubierto por un feroz minotauro cuando registraba su alcoba con su habitual desparpajo.
Agravó esta situación el hecho de que los minotauros, quienes luchaban en la arena por amor al deporte, se consideraban una raza superior y vivían aislados de los otros. Si su mesa en el comedor era privada, sus dormitorios se respetaban como un recinto sacrosanto e inviolable.
Arrastrando al kender a presencia de Arack, el ofendido exigió que en desgravío le permitieran abrirle en canal y beber su sangre. El enano hubiera accedido gustoso a tal demanda, ya que los kenders eran para él un estorbo, pero no pudo por menos que recordar su conversación con Quarath poco después de adquirir a la pareja de esclavos. Por algún extraño motivo, la máxima dignidad eclesiástica del país estaba interesada en garantizar la salvaguarda del dúo. Así pues, rechazó las exigencias del minotauro si bien, ansioso de aplacar su ira, lo compensó entregándole un jabalí y autorizandole a despedazarlo.
Para evitar males mayores, Arack condujo a Tas a un rincón apartado y, tras abofetearlo en castigo por su osadía, lo autorizó a abandonar la arena y explorar la ciudad en el bien entendido de que pernoctaría siempre en su cámara.
El kender, que en cualquier caso ya se había deslizado al exterior sin ser visto, agradeció la generosidad del maestro de ceremonias y, para demostrarle su reconocimiento, le obsequió algunas bagatelas obtenidas en sus correrías. Tales atenciones no dejaron impasible al enano, quien sólo golpeó a Tas con una vara al sorprenderlo cuando hurtaba unos dulces destinados a Caramon en lugar de flagelarlo, como habría hecho de no mediar en su favor estas circunstancias atenuantes.
El resultado de tales transacciones fue que el kender iba y venía a su antojo por Istar, adquiriendo una gran destreza en esquivar a los centinelas y a todos cuantos exhibían absurdos prejuicios contra los de su raza. Fue así, tras unos días de práctica, como el hombrecillo logró introducirse en el Templo mismo.
Pese a sus problemas de adiestramiento, dietas y otros de diversa índole, Caramon nunca perdió de vista su auténtico objetivo. Había recibido un frío, escueto mensaje de la sacerdotisa Crysania, de modo que no le inquietaba su estado. Pero eso era todo, Raistlin se había desvanecido sin dejar rastro.
Al principio, el guerrero desesperó de encontrar a su hermano o a Fistandantilus, ya que bajo ningún concepto se le permitía abandonar el estadio. No obstante, pronto descubrió la libertad de movimientos de Tas y supo que el pequeño compañero tenía acceso a lugares que a él le habrían estado vedados, incluso, de poder pulular a su albedrío. Los habitantes de Istar solían tratar a los kenders igual que a los niños, como si no existieran, y las peculiares dotes del hombrecillo lo ayudaban a fundirse entre las sombras, deslizarse bajo las cortinas o atravesar en silencio salones enteros.
Por añadidura, contaba con la ventaja de que el Templo era tan enorme y se hallaba a todas horas tan atestado de visitantes que entraban y salían, que un diminuto kender era simplemente ignorado o, en el peor de los casos, se le conminaba a apartarse sin que nadie se tomara la molestia de expulsarlo. Aún facilitó más su anonimato el hecho de que había varios miembros de su raza trabajando como esclavos en las cocinas y, aunque parezca extraño, algunos kendersclérigos también habían logrado ser admitidos en el sagrado recinto y gozaban de todas las prerrogativas de su rango.
A Tas le habría gustado trabar amistad con sus congéneres e inquirir acerca de su patria, o bien abordar a los eclesiásticos a fin de averiguar de dónde procedían. Lo cierto era que desconocía la existencia de órdenes religiosas en Kenderhome y sentía una gran curiosidad. Pero no se atrevió, obediente a la grave advertencia de Caramon contra su tendencia a hablar en demasía. Por una vez se tomó en serio tales recomendaciones y, aunque hallaba agobiante la necesidad de mantenerse siempre en guardia para no mencionar a los dragones, al Cataclismo o cualquier detalle susceptible de alimentar sospechas, decidió evitar la tentación. Así pues, se conformó con inspeccionar el Templo y recabar datos esclarecedores en solitario.
—He visto a Crysania —informó al guerrero una noche, después de cenar y después de que su amigo luchara con Pheragas en un simulacro de combate sin armas.
El kender se hallaba recostado en el camastro mientras Caramon se ejercitaba, en el centro de la alcoba, en el uso de la maza y las cadenas, ya que Arack quería instruirle en los secretos de otros pertrechos además del acero. Al comprobar que el hombretón se desenvolvía con torpeza, el kender se arrebujó en una esquina del jergón con el objeto de eludir un golpe mal dirigido.
—¿Cómo está? —indagó el musculoso humano lanzando a su contertulio una fugaz mirada, sin descuidar su trabajo.
—Lo ignoro —fue la desencantada respuesta—. Supongo que bien, al menos su aspecto no es el de una enferma. Pero tampoco parece feliz, tiene el rostro ceniciento y, cuando traté de hablarle, me ignoró. Creo que no me reconoció.
—Intenta averiguar qué está ocurriendo —ordenó el guerrero, fruncido el entrecejo—. No debemos olvidar que la sacerdotisa también buscaba a Raistlin, de manera que su extraña actitud puede guardar relación con él.
—De acuerdo —accedió Tas, al mismo tiempo que el amenazador silbido de la maza lo obligaba a bajar la cabeza—. ¡Cuidado, podrías lastimarme! —protestó, y se tanteó el copete para asegurarse de que se mantenía en su lugar.
—A propósito de Raistlin —dijo Caramon quedamente—, ¿tampoco hoy has tenido noticias de su paradero?
—No, mis pesquisas han vuelto a fracasar. Y eso que he indagado sin tregua entre los moradores del Templo —agregó a modo de disculpa—. Rodea a Fistandantilus una cohorte de aprendices que transitan incansables por el recinto, mas ninguno conoce a una criatura que responda a la descripción de tu hermano. Dudo que esté entre ellos, ya que un individuo con la tez dorada y las pupilas en forma de relojes de arena debería destacarse incluso en medio de una muchedumbre. Sin embargo, quizá no tarde en descubrir algo —anunció en tono confidencial—. He oído comentar que Fistandantilus ha regresado.
—¿De verdad? —El hombretón interrumpió sus ejercicios con la maza y giró el rostro hacia Tasslehoff.
—Sí. Yo no lo he visto, pero los clérigos no cesaban de comunicárselo a sus colegas. Si no me equivoco, reapareció anoche en la sala de audiencias del Príncipe de los Sacerdotes. Se oyó un estallido y allí estaba, surgido de la nada. Estos magos son muy teatrales.
—Sí —gruñó Caramon.
El guerrero comenzó a balancear su maza, sumido en hondas cavilaciones. Tanto rato permaneció callado que Tas bostezó y se estiró en el camastro, presto a dejarse envolver por los vapores del sueño. El vozarrón de su amigo lo devolvió, pobre kender, al mundo real.
—Tas, se nos ofrece al fin la oportunidad.
—¿Qué oportunidad? —preguntó Tasslehoff, sobresaltado y somnoliento a la vez.
—La de matar a Fistandantilus —declaró Caramon sin alterarse.