La Misión de Crysania
Cuando despertó del hechizo en que la había envuelto Paladine, Crysania se hallaba en tal estado de confusión que los clérigos temieron por su salud mental. Existía el peligro de que la terrible prueba hubiera trastornado su equilibrio.
Habló de Palanthas, así que sus oyentes presumieron que ése era su lugar de origen. Pero por otra parte invocaba continuamente al máximo dignatario de su Orden, un tal Elistan, lo que causó el desconcierto de los clérigos. Pese a conocer a todos los eclesiásticos insignes de Krynn, nadie tenía noticia de ese nombre. Tanta fue, no obstante, la insistencia de la dama que se especuló sobre la posible muerte del adalid religioso de Palanthas, y se enviaron mensajeros con la mayor premura.
Crysania mencionó también el Templo de Palanthas, un santuario inexistente en la ciudad. Pero fue al oírla aludir a unas hordas de dragones y al «regreso de los dioses» cuando los sacerdotes congregados en la estancia, Quarath y Elsa, esta última mandataria de las Hijas Venerables, intercambiaron miradas de espanto e invocaron a aquéllos para portegerse de la blasfemia. Se administró a la enferma una poción de hierbas, que la sedó hasta sumirla de nuevo en un profundo letargo.
Los dos clérigos permanecieron a su lado mientras dormía, discutiendo su caso en voz baja. Al cabo de un rato el Príncipe de los Sacerdotes entró en la sala, deseoso de apaciguar sus inquietudes:
—He consultado los augurios —dijo con su voz musical—, y averiguado que Paladine la llamó a su lado a fin de salvaguardarla de un hechizo maligno, destinado a destruirla. Creo que ninguno de nosotros abrigará dudas al respecto.
Quarath y Elsa menearon sus cabezas al unísono, conocedores ambos del odio que el Príncipe profesaba a los magos.
—Ha estado pues con el dios del Bien, viviendo en el maravilloso reino que nosotros intentamos recrear en la tierra, y no es de extrañar que durante su estancia haya tenido acceso a la historia del futuro. Habla de un hermoso Templo en Palanthas: como sabéis, existe el proyecto de erigir tal monumento de la fe. Y en cuanto a Elistan, quizá se trate de alguien que dirigirá la Orden en un tiempo aún por llegar.
—Pero ¿y los dragones?, ¿y el retorno de las divinidades? —cuestionó Elsa.
—Los reptiles bien podrían ser los protagonistas de un relato de su infancia que le causó una impresión duradera —apuntó el dignatario entre divertido y tranquilizador—, o acaso estén relacionados con el encantamiento de ese hechicero. Se rumorea que los brujos tienen el poder de hacer visualizar a sus víctimas escenas o seres ilusorios. Y el regreso de los dioses…
Hizo una breve pausa y, cuando reemprendió su discurso, el timbre de su voz había asumido una calidad distinta, la de quien se sume en una ensoñación.
—Vosotros, mis más allegados consejeros, conocéis el secreto anhelo que anida en mis entrañas. No ignoráis que un día no muy lejano conjuraré a las divinidades para reclamar su ayuda en la lucha contra la malignidad que, pese a nuestros esfuerzos, aún se halla presente en nuestro país. Ese día, Paladine atenderá a mi ruego. Acudirá a mi lado y, entre ambos, asediaremos a los hijos de la oscuridad hasta derrotarlos por completo. Venceremos a la negrura, y eso es lo que le ha sido revelado a la sacerdotisa. Ha definido mi próxima alianza como «el regreso de los dioses» en una visión premonitoria de lo que ha de ocurrir.
La estancia se inundó de luz. Elsa susurró una plegaria, y Quarath bajó los ojos.
—Dejadla dormir —recomendó el Príncipe a sus seguidores—, mañana se encontrará mejor. La recordaré en mis rezos vespertinos.
Salió de la sala, que se ensombreció al quedar privada de su luminoso influjo. La adalid de las Hijas Venerables lo vio alejarse en silencio y, en cuanto la puerta se cerró tras él, se volvió hacia Quarath.
—¿Tiene poder para hacer lo que acaba de anunciarnos? —preguntó, con un interrogante en sus almendrados ojos de elfa, a su colega masculino—. ¿Se propone realmente exigir el auxilio de los dioses?
—¿Cómo? —Quarath apenas le escuchaba, estaba absorto en la contemplación de la inmóvil Crysania—. ¡Ah, sí! —reaccionó de pronto—. Por supuesto que tiene poder. Ha sido capaz de salvar a esta mujer de su trance, tú misma fuiste testigo de la escena. Además, las divinidades se comunican con él a través del augurio… o así lo afirma. ¿Cuándo curaste por última vez un cuerpo maltrecho como el de la sacerdotisa, Hija Venerable?
—Entonces, ¿tú crees que es cierto que Paladine dio cobijo a su espíritu y le permitió ver el futuro? —La dignataria parecía atónita—. ¿Estás convencido de que el Príncipe sanó sus heridas?
—Tan sólo me atrevo a aseverar que un velo de misterio rodea tanto a esta dama como a los dos seres que la acompañaban —declaró el clérigo con grave acento—. Yo me ocuparé de ellos, tú vigila a la sacerdotisa. En cuanto a nuestro Príncipe, no es asunto de nuestra incumbencia su relación con los entes superiores. Si solicita su ayuda y se la brindan, todos nos beneficiaremos. De lo contrario, a nosotros no ha de afectarnos; ambos sabemos que es él quien los representa en Krynn, con plenos poderes.
—No es el único —comentó Elsa, alisando el negro cabello de Crysania para despejar su faz embotada por el sueño—. Había en nuestra Orden una joven que poseía el auténtico don de la curación. La sedujo un Caballero de Solamnia, ¿cómo se llamaba?
—Soth —colaboró Quarath—. Era el señor del alcázar de Dargaard. Pero, volviendo a nuestro asunto, no dudo en absoluto que, de vez en cuando, se encuentre entre los muy jóvenes o los muy viejos a una criatura investida de dotes sobrenaturales. Sin embargo, debo confesarte mi escepticismo. Opino, francamente, que se trata de una falacia, de la consecuencia de una necesidad. Los habitantes de nuestro mundo quieren creer en algo, con tanta ansiedad que acaban por persuadirse de que son ciertas las historias fraguadas en su imaginación. En cualquier caso, su actitud no perjudica a nadie. Observa bien a la recién llegada, Elsa. Si por la mañana persiste en hablar de prodigios, incluso después de haberse recuperado, quizá tengamos que tomar medidas drásticas. De momento…
Enmudeció, y la Hija Venerable asintió con la cabeza. Sabedores de que la yaciente dormiría varias horas bajo los efectos de la poción, ambos la dejaron sola en aquella alcoba del gran Templo de Istar.
Crysania se despertó al día siguiente como si hubieran atiborrado su cabeza de algodón. Tenía un amargo sabor de boca y una sed acuciante. Se incorporó aturdida, tratando de recomponer el rompecabezas de su mente. Todo carecía de sentido. Conservaba el vago, espeluznante recuerdo de un espectro de ultratumba resuelto a aniquilarla entremezclado con su visita, a instancias de Raistlin, a la Torre de la Alta Hechicería. Y, a tan dispares situaciones, se unía una escena en la que se veía rodeada de magos ataviados de Blanco, Rojo y Negro, así como los ecos de unas piedras que cantaban y la sensación de haber realizado un largo viaje.
También danzaba en su memoria la imagen de un hombre, en cuya presencia había despertado, poseedor de una belleza deslumbradora, de una voz que colmaba su alma de paz. Pero el aparecido le dijo que era el Príncipe de los Sacerdotes, que se hallaban en el Templo de los Dioses en Istar, y eso la desconcertaba. En un delirio posterior a este encuentro había llamado a Elistan, sin que quienes la circundaban dieran muestras de conocer al anciano. Les explicó quién era y cómo fue sanado por Goldmoon, sacerdotisa de Mishakal, relatándoles asimismo su decisivo liderazgo en la pugna contra los dragones del Mal y el apostolado que después realizase para anunciar al pueblo el regreso de los dioses. Lo único que consiguió fue que los clérigos la mirasen con piedad, además de alarmados. Por último le ofrecieron una poción de extraño sabor, y cayó de nuevo dormida.
Aunque todavía confundida, estaba resuelta a averiguar dónde estaba y qué ocurría a su alrededor. Alzóse del lecho, hizo sus abluciones como todas las mañanas, sin abandonarse a la extrañeza que su entorno le causaba, y se sentó frente a un curioso tocador a fin de cepillar y trenzar, con calma, su largo y negro cabello. La rutina la ayudó a relajarse.
Incluso se tomó tiempo para inspeccionar su alcoba, cuyo esplendor no la dejó indiferente. No obstante, y pese a admirar tanta belleza, juzgó fuera de lugar aquella exuberancia en un lugar consagrado a las divinidades, si en realidad era en un santuario donde se encontraba. Su dormitorio en la casa familiar de Palanthas no era tan espléndido, pese a estar decorado con todo el lujo que el dinero podía comprar.
Voló su pensamiento a lo que Raistlin le había mostrado, la pobreza y miseria que convivían en estrecha vecindad con el fastuoso recinto del Templo, y se sonrojó turbada.
—Quizás ésta sea una habitación destinada a los huéspedes —se dijo en voz alta, hallando alivio en el sonido de su propio timbre—. Después de todo, las estancias de invitados de nuestro Templo también han sido diseñadas para que los visitantes se sientan a gusto. Pero —añadió al posarse sus ojos en una costosa estatua, que representaba a una dríade con una vela en sus manos doradas— no deja de ser una extravagancia. Sólo esa figura alimentaría, de fundirse, a una familia durante meses.
Se alegró sobremanera de que Elistan no pudiera verla, y determinó solicitar sin demora una entrevista con el máximo dignatario de la Orden. No podía ser el Príncipe de los Sacerdotes, probablemente su estado la había inducido a cometer un error de interpretación.
Tras decidirse a actuar, con la mente despejada, Crysania mudó el camisón de dormir por la túnica blanca que descubrió a los pies del lecho, extendida con sumo primor.
¡Qué anticuado se le antojó aquel atavío mientras lo deslizaba por su cabeza! En nada se asemejaba a las austeras vestiduras que utilizaban los miembros de su Orden en Palanthas. Era ésta una prenda ornamentada, las hebras de oro que destellaban en mangas y repulgo se completaban mediante una cinta carmesí que cruzaba el pectoral y, para engalanar el llamativo conjunto, un pesado cinturón dorado recogía los pliegues a la altura del talle. Se mordió el labio disgustada ante semejante derroche, pero al asomarse al espejo de marco también dorado tuvo que admitir que la túnica ajustada a la cintura le prestaba un singular atractivo.
Fue entonces, al pasar revista a su figura, cuando palpó sin proponérselo la misiva que se ocultaba en su bolsillo.
Introdujo la mano y extrajo un papel de arroz, doblado en cuatro partes. Al principio supuso que la dueña de las vestiduras lo había dejado por descuido, pero comprobó asombrada que la nota iba dirigida a ella y, en un mar de dudas, la abrió.
«Sacerdotisa Crysania:
Conocía tu proyecto de demandar mi ayuda para viajar al pasado y, de ese modo, impedir que el joven mago Raistlin llevara a término su perverso plan. Lamentablemente, durante tu periplo hacia la Torre te atacó un Caballero de la Muerte y, deseoso de salvarte, Paladine trasladó tu alma a su morada celestial. Ninguno de nosotros, ni siquiera Elistan, puede hacerte volver al mundo de los vivos, sólo los clérigos que habitaban el desaparecido Templo del Príncipe de los Sacerdotes ostentaban tal don. Es ésta la razón de que te hayamos enviado a Istar, a la época previa al Cataclismo, en compañía de Caramon, hermano del maligno hechicero. Debes cumplir allí una doble misión: en primer lugar curarte de tus penosas heridas y, en segundo, concretar tu propósito de transformar a esa descarriada criatura en una realidad beneficiosa para Krynn.
»Si ves en tales transacciones la mano de los dioses, darás quizá por buenos cuantos sacrificios se te exijan. Permíteme recordarte que las divinidades eligen sendas ajenas al entendimiento de los mortales, ya que nosotros sólo atisbamos un fragmento del lienzo por ellos pintado, el más próximo a nuestra percepción. Me habría gustado darte algunos consejos personalmente antes de tu partida, mas ha sido imposible. Me limito pues a recomendarte que te guardes de Raistlin.
»Eres virtuosa, firme en tu fe, y estás orgullosa de ambas cualidades. Debo decirte que forman una combinación letal, querida, y que él sacará provecho de tan peligrosa mezcla.
»Ten presente, asimismo, que Caramon y tú habéis retrocedido a un tiempo azaroso. Los días del Príncipe de los Sacerdotes están contados, y el guerrero debe embarcarse en una aventura que acaso le cueste la vida, pero eres tú quien se enfrenta al peor avatar: el de perder tu alma. Preveo que se te obligará a escoger entre materia y espíritu y que tendrás que renunciar a una para conservar el otro. Por otra parte, hay varios medios por los que puedes abandonar este período de la Historia, uno de ellos a través de Caramon.
»Que Paladine te acompañe, valerosa señora.
Par-Salian
Orden de las Túnicas Blancas
Torre de la Alta Hechicería
Wayreth».
Crysania se dejó caer sobre el lecho. Se quebraron sus rodillas, incapaces de sostener su peso, y la mano con que sujetaba la carta se agitaba en incontenibles temblores. Contempló el mensaje con expresión alelada antes de leerlo una y otra vez, sin aprehender su significado. Transcurridos los primeros minutos, sin embargo, logró serenarse y realizó un esfuerzo de voluntad para revisar cada palabra, cada frase, prohibiéndose pasar a la siguiente hasta haberla comprendido.
Tal hazaña supuso media hora de lectura y cavilaciones, pero quedó satisfecha… o casi. Por una parte le ayudó a recordar el motivo de su viaje a Wayreth, y supo que Par-Salian estaba enterado. «Tanto mejor», pensó. Y éste estaba en lo cierto al afirmar que el ataque del Caballero de la Muerte había sido una innegable muestra de la intervención de Paladine, quien quería asegurarse de su retorno al pasado. Pero el comentario acerca de su fe y virtud era un puro desatino.
Se puso en pie. En su lívido rostro se dibujaba su resolución, subrayada por unas manchas coloreadas en sus pómulos que, acaso, denotaban también ira, la misma que se reflejaba en sus ojos. Lo único que lamentaba era no haber discutido este punto con Par-Salian en persona. ¿Cómo osaba sugerir semejante impertinencia?
Contraídos sus labios en una tensa línea, Crysania dobló la nota con dedos ágiles, rápidos, presionando los pliegues como si pretendiera rasgarla. Reparó entonces en una caja dorada, similar a los joyeros de las damas de la corte, que reposaba en el tocador junto al cepillo del cabello y un espejo de mano. La izó, tiró de la llave insertada en el cerrojo, arrojó la misiva al interior y cerró la tapa con estrépito. Accionó acto seguido el mecanismo de seguridad hasta oír el chasquido metálico, retiró la llave y la guardó en el bolsillo donde había encontrado la carta.
Asió el espejito del bello mueble y, mirándose en él, apartó de su faz la negra melena para ceñirse mejor la capucha. Al percibir la tonalidad purpúrea que habían asumido sus pómulos se forzó a relajarse, a mitigar su furia. A fin de cuentas, el viejo mago abrigaba las mejores intenciones al avisarla del riesgo que él creía advertir. ¿Cómo podía un hechicero comprender a una religiosa? Tenía que sobreponerse a su mezquina cólera, después de todo se disponía a vivir su momento de grandeza en compañía de Paladine, cuya presencia se palpaba en el aire. ¡Y el hombre al que había conocido era el Príncipe de los Sacerdotes!
Evocó, con una sonrisa, la bondad que el mandatario destilaba. ¿Cómo podía ser él responsable del Cataclismo? En lo más hondo de sus entrañas rehusó aceptar tal atrocidad. La Historia había distorsionado los hechos. Pese a haberlo visto tan sólo unos segundos estaba convencida de que un ser tan saturado de belleza, tan clemente y tan santo no pudo nunca desencadenar la oleada de muerte y destrucción que arrasara Krynn. ¡Era impensable! Tal vez conseguiría rehabilitarlo, quizás era ésta otra de las razones por las que Paladine la había enviado a este tiempo remoto: quería que descubriera la verdad.
El júbilo inundó su alma. En aquel instante ribeteó su dicha, o al menos así se lo pareció, el tañir de las campanas anunciando la hora de los rezos matutinos. La melodiosidad de la música arrancó lágrimas de sus ojos y, con el corazón exultante de felicidad, abandonó la estancia. Tan rauda avanzó por los deslumbrantes corredores, que a punto estuvo de arrollar a Elsa.
—¡En nombre de los dioses —exclamó ésta perpleja—, es increíble! ¿Cómo te encuentras?
—Mucho mejor, Hija Venerable —respondió Crysania, avergonzada al recordar que sus manifestaciones de la víspera debieron antojársele una retahila de incoherencias—. Como si hubiera despertado de una extraña y acuciante pesadilla.
—Paladine sea loado —murmuró Elsa, si bien estudió a la sacerdotisa con los ojos entrecerrados, meticulosa y suspicaz.
—Puedes estar segura de que no he dejado de ensalzarlo —repuso, con acento sincero, la convaleciente. Su gozo le impidió reparar en la singular mirada de la elfa—. ¿Acudías a la llamada a la oración? Si es así me gustaría ir contigo —solicitó, mientras examinaba el maravilloso edificio—. Temo que pasará algún tiempo antes de que aprenda a orientarme.
—Por supuesto —accedió Elsa, ahora gentil—. Es por aquí.
Echaron a andar pasillo abajo y, tras un breve silencio, Crysania apuntó:
—Estoy preocupada por el hombre que encontraron junto a mí. —Su tono era vacilante, no recordaba las circunstancias que rodearon su aparición en este tiempo y temía cometer algún desliz.
—Está donde le corresponde —explicó la otra Hija Venerable con cierta frialdad—. No debes inquietarte, cuidarán de él. ¿Es amigo tuyo?
—No, claro que no —se apresuró a contestar Crysania. La patética imagen de aquel borrachín cobró vida en su memoria, no debía permitir que la relacionasen con él—. Era mi escolta… alquilada —tartamudeó, comprendiendo que no había nacido para mentir.
—Está en la Escuela de los Juegos —declaró Elsa—. Si lo deseas, le haremos llegar un mensaje.
Crysania ignoraba qué clase de institución era aquélla, pero prefirió no indagar demasiado. Agradeció a su compañera tan amable ofrecimiento y abandonó el tema, solazado su espíritu. Al menos sabía dónde se hallaba el guerrero y, sobre todo, que nada malo le había ocurrido. Tranquila al constatar que no se había esfumado la posibilidad de volver a su tiempo con el concurso del hombretón, se relajó por completo.
—Mira, querida —le indicó la elfa—, alguien más viene a interesarse por tu salud.
—Hijo Venerable —saludaron ambas a Quarath, la visitante con una reverencia que ocultó a sus ojos el fugaz interrogante que se esbozó en el rostro del clérigo y el asentimiento de la otra dama.
—Me produce un gran regocijo verte restablecida —dijo el eclesiástico, acariciando la mano de Crysania y pronunciando su frase con tanta deferencia que ella se ruborizó—. El Príncipe de los Sacerdotes ha orado toda la noche para suplicar la gracia de los dioses, y le satisfará en extremo la prueba que éstos han manifestado, a través de ti, de su fe y poderío. Esta noche te lo presentaremos formalmente. Pero ahora —agregó, y al hacerlo interrumpió la respuesta de la huésped— debo ausentarme a fin de no entreteneros en vuestro sagrado propósito. Id a la sala de las plegarias, os lo ruego.
Se despidió con una sutil inclinación de cabeza y se alejó por el corredor.
—¿No asiste a los servicios? —inquirió Crysania, sin dejar de observarlo mientras se perdía en el esplendor de los rutilantes muros.
—No, querida, él acompaña al Príncipe en sus ceremonias privadas, poco después del alba. Quarath es el primer consejero de nuestro dignatario y, como tal, debe atender a asuntos de suma trascendencia a lo largo del día. Podría afirmarse que, si nuestro gobernante es el corazón y el alma de la iglesia, el Hijo Reverendo es su cerebro.
Durante todo su discurso Elsa no cesó de sonreír, divertida ante la ingenuidad de la sacerdotisa a la que ahora guiaba.
—¡Qué extraño! —exclamó esta última, pensando en Elistan.
—¿Extraño? —repitió la elfa en ademán reprobatorio—. El Príncipe de los Sacerdotes debe conferenciar con las divinidades, no puede exigírsele que se ocupe también de las cuestiones mundanas, de las minucias que surgen a cada instante.
—No, tienes razón —siseó Crysania turbada.
¡Qué provinciana y arcaica —aunque fuera una contradicción— debían hallarla estas criaturas! Siguió a Elsa por los ventilados, regios pasillos, y se dejó transportar por el armonioso repicar de las campanas que festoneaba, en lontananza, un coro de voces infantiles. En un callado éxtasis, la sacerdotisa rememoró los sencillos ritos que Elistan celebraba todas las mañanas y las principales tareas cotidianas que él mismo realizaba.
El servicio de su superior se le antojó insignificante, su labor un ultraje impuesto por los tiempos. Forzosamente había marchitado su salud —caviló Crysania con una punzada de pesar—, de haber estado rodeado de criaturas eficaces como las que aquí veía quizá no se habría acortado su vida.
«Esta situación tiene que cambiar», decidió, persuadida de que, además de los que ya había adivinado, existía otro motivo para su presencia en el pasado: había de restituir a la Iglesia a la gloria perdida. Temblando de excitación, fraguando planes destinados a obrar la metamorfosis, rogó a Elsa que le describiera el sistema interno por el que se regían las jerarquías de su institución. La interpelada halló sumo placer en extenderse sobre la cuestión mientras proseguían su marcha.
Centrado su interés en las explicaciones de su compañera, atenta a cada una de sus palabras, Crysania olvidó por completo a Quarath quien, en aquel momento, abría la puerta de su dormitorio y se introducía en él.