3

Denigrante Esclavitud

Una llave tintineó en la cerradura de la celda. Tasslehoff se incorporó a la velocidad del relámpago en aquella estancia donde la luz se filtraba, en pálidos haces, a través del ventanuco de barrotes.

Al ver su reflejo en el muro de piedra, el kender concluyó que debía estar amaneciendo. La llave produjo un nuevo chasquido en el ojo metálico, como si el celador tuviese dificultades para abrir. El prisionero lanzó una inquieta mirada a Caramon que, tumbado en el otro lado del calabozo, dormía en la losa que le servía de lecho sin moverse ni oír el molesto ruido.

«Mala señal», pensó Tas entristecido, a sabiendas de que el experto guerrero —cuando no estaba ebrio— era capaz de despertarse con el mero eco de unas sigilosas pisadas en la distancia. Pero Caramon no había manifestado ninguna reacción desde que los soldados lo encerraron la víspera. Había guardado silencio y rechazado el alimento, pese a asegurarle su compañero que era un bocado superior al que solía comerse en las prisiones. Se acostó sobre el suelo y se sumió en la contemplación del techo hasta el anochecer, hora en que desarrolló una ínfima actividad: cerrar los ojos.

El estruendo de la llave fue en aumento, mezclado con los sonoros reniegos del carcelero. Tasslehoff se puso en pie y atravesó la estancia, desembarazando su cabello de las briznas de paja de su almohada y alisando su ropa mientras caminaba. Al distinguir una desvencijada banqueta en un rincón, la arrastró hasta la puerta a fin de encaramarse a ella y espiar por la mirilla al hombre que se afanaba en el exterior.

—Buenos días —lo saludó—. Veo que tienes problemas.

El aludido retrocedió, tan sobresaltado al oír una voz imprevista que casi dejó caer el manojo de llaves. Era un individuo de corta talla, flaco, con una tez grisácea que lo identificaba con las pétreas paredes. Alzó hacia el kender un rostro de expresión furibunda a través de la reja, insertó una vez más el metálico instrumento en el cerrojo y comenzó a manipularlo vigorosamente. Detrás de él se erguía otra figura, un hombre alto y corpulento que, ataviado con ricas vestiduras, se protegía del gélido aire matutino mediante una capa de piel de oso. Sostenía en la mano una pizarra, terminada en una delgada correa de cuero de la que pendía una punta de tiza.

—Apresúrate —gruñó el desconocido—. El mercado se abre a mediodía y tengo que limpiar y adecentar a este lote antes de que se inicie.

—Debe haberse roto —se excusó el celador.

—No, en absoluto —colaboró el kender—. A decir verdad, creo que la llave encajaría si no entorpeciera su paso uno de mis alambres.

El centinela interrumpió su quehacer y escudriñó al hombrecillo de manera siniestra.

—Sufrí un curioso incidente —explicó Tas, al parecer imperturbable—. Anoche estaba aburrido, pues Caramon se durmió temprano y tú me habías despojado de mis pertenencias, así que me puse a hurgar en mis vestiduras y descubrí, por pura casualidad, un alambre para forzar cerraduras que había escapado a tu registro al ocultarse dentro de mis botas. Decidí probarlo en esta puerta, a fin de entretenerme y también de comprobar qué tipo de calabozos construís en Istar. Por cierto, éste es espléndido —afirmó en actitud solemne—, uno de los mejores que he visitado, quizás el más sólido. ¡Pero olvidaba presentarme! Me llamo Tasslehoff Burrfoot —agregó, introduciendo su mano a través de la reja por si alguno de sus contertulios deseaba estrecharla (no lo hicieron)—. Vengo de Solace, al igual que mi amigo, con el encargo de cumplir una delicada misión que… ¡Ah, sí, el cerrojo! No es necesario que me claves tan funestas miradas, no fue culpa mía. ¡Fue tu estúpido mecanismo el que quebró mi alambre! Lo consideraba el más valioso de mi colección, heredado de mi padre —suspiró nostálgico—. Me lo obsequió el día en que cumplí la mayoría de edad, de modo que no estaría de más si os disculpaseis —terminó con tono severo.

Frente a tal exigencia el carcelero emitió un extraño sonido, semejante a un estornudo virulento. Agitando el manojo de llaves frente al kender, masculló unas frases incoherentes sobre «pudrirse en la celda para toda la eternidad» e hizo ademán de alejarse, si bien lo detuvo el personaje de la capa.

—No tan deprisa —lo espetó—. Debo llevarme al otro reo.

—Lo sé —replicó el guardián con los labios apretados—, pero se ha de llamar al cerrajero.

—No puedo esperar. He recibido órdenes estrictas de incluirlo en el lote de hoy.

—En ese caso habrá que ingeniarse otro medio de sacarlos de ahí dentro —sugirió el soldado—. Proporcionemos al kender un nuevo alambre, quizá funcione —bromeó—. Vamos, olvídalo y reunamos a los restantes.

Emprendió un ligero trotecillo, dejando al hombre del pellejo de oso plantado ante la puerta, remiso a moverse.

—Me han dado instrucciones terminantes —recordó irritado el celador.

—También a mí —repuso el otro por encima de su huesudo hombro—. Si no están conformes pueden venir y rezar hasta que la reja se abra, o bien avisar al cerrajero para que haga su trabajo.

—¿Vais a devolvernos la libertad? —inquirió Tas con jovial talante—. Si es así, os ayudaremos. —Una fugaz idea cruzó su mente, un pensamiento que demudó su rostro—. ¿O acaso os disponéis a ejecutarnos? Porque, de ser esos vuestros planes, preferimos aguardar al herrero y no daros facilidades.

—¡Ejecutaros! —se escandalizó el individuo más elegante—. Hace ya diez años que no se ajusticia a nadie en Istar. Lo prohibe la Iglesia.

—Sí, una muerte limpia y rápida era demasiado benigna para un condenado —comentó el centinela que, de nuevo, se había vuelto hacia ellos—. ¿Y tú, pequeño truhán, cómo pensabas contribuir a solventar esta contrariedad?

—Y si no vais a matarnos, ¿qué sorpresa nos reserváis? —siguió indagando Tas sin atender al apremio del carcelero—. No proyectáis soltarnos, eso es evidente, pese a nuestra declarada inocencia. No agredimos a…

—La suerte que tú corras nada me interesa —lo atajó el individuo de la piel de oso con un gesto despreciativo—, es a tu amigo a quien quiero. Pero has acertado, no le dejarán libre.

—Una muerte limpia y rápida —repitió el soldado, a la vez que torcía la desdentada boca en una mueca grotesca—. Siempre se congregaba una muchedumbre deseosa de presenciar la escena, y eso hacía que el condenado se sintiera importante, que le encontrase un sentido a su próximo fin, tal como me confesó Snaggle mientras marchábamos hacia la horca. Confiaba en que asistiera un gentío enfervorizado, y así fue. «Todas estas personas —declaró con lágrimas en los ojos— han renunciado a su descanso para venir a despedirme». Fue un caballero hasta exhalar el último suspiro.

—Lo llevarán a la plataforma —anunció el personaje de rico atuendo, vociferando para imponerse a las divagaciones del otro.

—Limpia y rápida —insistió, ya en tonos apagados, el carcelero.

—Ignoro qué «plataforma» es ésa —vaciló el kender—, pero si os comprometéis a no hacernos daño intentaré convencer a Caramon de que nos eche una mano.

Desapareció del portillo, y los dos individuos le oyeron urgir al guerrero:

—Despierta, Caramon. Quieren sacarnos de la celda y no consiguen abrirla, me temo que por mi culpa.

—No sé si has comprendido que debes quedarte con ambos —insinuó el guardián, con aviesa mirada, a su oponente.

—¿Cómo? —se sobresaltó éste—. Nadie me mencionó que…

—Hay que venderlos juntos —afirmó el soldado, complacido al advertir su ira—. Ésas son mis órdenes, y provienen de las mismas esferas que las tuyas.

—¿Está especificado en el documento escrito?

—Por supuesto. —El hombre no cabía en sí de gozo.

—Perderé dinero —protestó el ostentoso personaje—. ¿Quién iba a gastar sus monedas en adquirir a un kender?

El celador se encogió de hombros, no era asunto de su incumbencia.

El individuo del mullido pellejo abrió la boca presto a discutir, pero enmudeció al aparecer otro rostro enmarcado en el ventanillo. Era la faz de un humano joven, debía rondar la treintena. Sin duda fue en un tiempo un hombre atractivo, si bien ahora la grasa desfiguraba sus pómulos, tenía los ojos entelados bajo el velo de insondables calamidades y su cabello, enmarañado y revuelto, oscurecía la apostura que en su día poseyera.

—¿Cómo está Crysania? —preguntó Caramon.

El ser corpulento pestañeó confuso.

—La dama que transportaron al Templo —aclaró el guerrero.

El flaco carcelero azuzó a su vecino en las costillas.

—La mujer a quien atacó —quiso ayudar.

—Yo no la ataqué —replicó el acusado, aunque sin cólera—. ¿Cómo se encuentra?

—No te interesa —contestó secamente el hombre alto, que acababa de consultar la hora y empezaba a ponerse nervioso—. ¿Eres acaso cerrajero? El kender nos ha asegurado que podrías abrir la puerta atascada.

—No es tal mi oficio —dijo Caramon—, pero existen otros métodos para forzar una hoja rebelde. ¿Qué ocurrirá si la resquebrajo? —inquirió, dirigiéndose al guardián.

—De todos modos el cerrojo está inservible y habrá que cambiarlo. No puedes causar demasiado estropicio, a menos que la eches abajo —comentó el aludido sin comprender las intenciones del hombretón.

—Eso es precisamente lo que me propongo hacer —se apresuró a revelarle éste.

—¿Quieres derribar la puerta? —se horrorizó el celador—. ¿Te has vuelto loco?

—Aguarda. —El individuo de la piel de oso examinó, a través de los barrotes, los hombros y el rotundo cuello del guerrero—. Dejemos que pruebe. Si lo consigue, yo pagaré los desperfectos.

—Por descontado, yo me encargaré de que cumplas —lo amenazó el centinela pero, al sentir sobre su piel la acerada mirada del otro, enmudeció.

Caramon entornó los párpados e inhaló aire varias veces, expulsándolo despacio en cada intervalo. Antes de desaparecer de la vista de los dos hombres les hizo señal de apartarse y, cuando hubieron obedecido, retrocedió unos pasos, emitió un estentóreo grito y se lanzó contra la sólida superficie de madera que debía abatir. La puerta se estremeció en sus goznes y, a decir verdad, hasta los rocosos muros parecieron tambalearse con el impacto; pero la pesada hoja se mantuvo en su lugar.

El carcelero, boquiabierto ante la colosal fuerza del reo, optó por alejarse al comprobar que éste se disponía a reanudar sus intentos. En efecto, resonó otro alarido en la celda y se produjo la segunda embestida, ahora coronada por el éxito. La puerta estalló con tal violencia que los únicos fragmentos reconocibles que dejó al desintegrarse fueron los retorcidos goznes y la zona del cerrojo, aún afianzada al marco. Caramon, por su parte, salió despedido con el impulso de su carrera y fue a parar al pasillo rodeado de los amortiguados vítores de los otros condenados, que aplastaban los rostros contra los barrotes de los calabozos circundantes a fin de no perderse el espectáculo.

—¡Tendrás que hacerte cargo de todos los gastos! —recordó el celador al otro hombre.

—El resultado lo merece —contestó éste, mientras ayudaba al guerrero a levantarse e incluso sacudía el polvo de sus ropas, no sin dedicarle críticas miradas—. Me temo que has comido demasiado bien —comentó al escudriñarlo—, y que no eres insensible a los placeres del alcohol. Probablemente sea ésa la causa de tu encierro, aunque no me preocupa lo más mínimo. Te llamas Caramon, ¿verdad?

El hombretón asintió con gesto taciturno.

—Y yo soy Tasslehoff Burrfoot —intervino el kender, que había atravesado el boquete de la puerta y volvía a tenderle la mano—. Lo acompaño dondequiera que va, y no pienso dejar de hacerlo. Se lo prometí a Tika, no puedo defraudarla.

La criatura del llamativo pellejo, que se afanaba en hacer anotaciones en su pizarra, apenas lo escuchaba.

—Comprendo —se limitó a decir con aire ausente.

—Y ahora —prosiguió Tas embutiendo una mano en su bolsillo—, creo que si nos liberaras de los grilletes caminaríamos mejor.

—Muy cierto —murmuró el interpelado, que no cesaba de garabatear sobre su tablero. Sumó unas cifras, sonrió e indicó al guardián—: Tráeme a los otros miembros del lote de hoy.

El soldado se alejó obediente, si bien antes clavó sus centelleantes ojos en Tas y Caramon.

—Vosotros dos, sentaos junto al rnuro hasta que hayan reunido al grupo —ordenó a los prisioneros el hombre de la pizarra.

El guerrero se acuclilló en el suelo, frotándose el hombro con que había embestido la hoja y Tas lo imitó. Emitió el kender un suspiro de júbilo. El mundo se le antojaba más hermoso fuera del angosto calabozo pues, según había susurrado a su amigo para animarlo a actuar, «Cuando salgamos tendremos una oportunidad. Atrapados en este agujero estamos indefensos».

—A propósito —gritó al carcelero ya distante—, ¿te encargarás de que me devuelvan mi alambre? Posee para mi un valor sentimental.

—Una oportunidad, ¿no? —rezongó Caramon cuando el forjador se disponía a cerrar el collar de hierro. Había tardado un rato en encontrar uno del tamaño adecuado, así que el hombretón fue el último al que ajustaron este símbolo de esclavitud. El prisionero sintió una punzada de dolor en el instante en que el artesano soldaba la argolla con metal candente, despidiendo olor a carne quemada.

Tas, compungido, se encogió de hombros en su propio aro y dio un respingo en solidaridad con el sufrimiento del compañero.

—Lo siento —gimió—, no había comprendido el sentido de la palabra «plataforma». Estaba convencido de que se referían a la calle, en este lugar tienen un curioso modo de utilizar el lenguaje. Te lo aseguro, Caramon…

—No te preocupes —respondió el aludido—. No es culpa tuya.

—Pero hay un responsable de todo este embrollo —declaró el kender en actitud reflexiva, contemplando interesado cómo el herrero aplicaba una capa de grasa sobre la quemadura del guerrero e inspeccionaba su trabajo con ojo crítico. Más de un forjador de Istar había perdido su puesto al exigir el propietario de un esclavo una retribución por un sirviente que había escapado de la argolla.

—¿Qué quieres decir? —inquirió el guerrero sin entusiasmo, dibujada la resignación en su faz.

—Detente a meditar —le urgió Tas, sin perder de vista al herrero—. Fíjate en tus vestiduras, llegaste a la ciudad ataviado como un rufián y, además, el clérigo y los centinelas aparecieron en el momento oportuno para inculparnos. Era evidente que nos esperaban, que todo estaba planeado, por no hablar del maltrecho aspecto que presentaba Crysania.

—Tienes razón —admitió Caramon, encendida una tenue llama en sus inexpresivos ojos—. Raistlin —masculló, y el destello ardió en un fuego abrasador—. Sabe que me propongo detenerlo, y ha provocado esta calamidad.

—No me atrevería a afirmarlo —replicó el kender—. ¿No sería más propio de él consumirte en un relámpago, o emparedarte hasta la asfixia?

—¡No!; —exclamó el guerrero excitado—. ¿No lo entiendes? Él quiere que venga a Istar para hacer algo que no adivino. No desea mi muerte. Así nos lo advirtió el elfo oscuro que trabaja con él, ¿recuerdas?

El kender, dubitativo, intentó rebatir este argumento, pero se lo impidió el forjador al obligar a Caramon a levantarse. El individuo de la piel de oso, que no había cesado de espiarles impaciente desde la puerta del taller, hizo una imperativa señal a dos de sus esclavos personales, y éstos se apresuraron a agarrar a los compañeros a fin de colocarlos en hilera junto a los otros reos. Acto seguido, más servidores se acercaron al grupo y comenzaron a atar a los prisioneros con recias cadenas, hasta afianzar toda la fila por los grilletes de los pies. Concluida esta operación, y obediente a la orden de la criatura de la pizarra, la mísera comitiva de humanos, semielfos y goblins echó a andar.

No habían avanzado tres pasos, sin embargo, cuando quedaron enmarañados por una imprevista acción de Tasslehoff, que no había oído las instrucciones y se empeñaba en caminar en otro sentido.

Tras una retahila de reniegos y algunos restallidos de látigo —que utilizaba después de asegurarse de no ser observado por ningún clérigo—, el hombre de las pieles restableció el orden y continuó la marcha. Tas tenía que dar saltos para seguir el ritmo y, en un par de ocasiones, a punto estuvo de romper de nuevo la cadena viviente al caer de rodillas y arrastrar a los de detrás. Al darse cuenta, Caramon optó por rodear su cintura con su fornido brazo, alzarle en volandas y llevarlo de esta guisa, incluida la cadena.

—Ha sido divertido —murmuró el kender, todavía jadeante—. ¿Has visto la cara de ese tipo cuando me he derrumbado de bruces?

—¿Qué insinuabas antes, mientras esperábamos? —lo interrumpió el guerrero—. ¿Qué te hace pensar que no es Raistlin el artífice de nuestra desgracia?

El rostro del hombrecillo adquirió una seriedad inusual, una expresión ponderada que no casaba con su talante.

—Caramon —musitó, juntando las manos tras la nuca de su amigo y aproximándose a su oído para que no ahogaran sus palabras el repiqueteo de las cadenas y el bullicio de la calle, donde ahora se hallaban—. Escucha, Caramon. Raistlin debe haber estado muy ocupado en las últimas horas con los preparativos del viaje. No olvides que Par-Salian tardó varios días en conjurar el hechizo de traslación en el tiempo pese a ser un mago muy poderoso, de modo que tu hermano tiene que haber consumido una cantidad ingente de energía. ¿Cómo pudo organizar su propio periplo y, a la vez, tendernos esta trampa?

—Si no fue él, ¿quién entonces? —indagó el hombretón con el ceño fruncido.

—Quizá Fistandantilus —apuntó Tas, haciendo un gesto teatral.

Caramon tragó saliva, se contrajo su semblante en una mueca de incredulidad.

—Es un hechicero de gran sapiencia —insistió el kender— y, por otra parte, no te molestaste en disimular el hecho de que venías al pasado con la intención de destruirlo. Lo proclamaste a los cuatro vientos en la Torre de la Alta Hechicería, y nadie ignora que Fistandantilus deambula a su albedrío entre sus muros. Fue allí donde conoció a Raistlin, ¿no es cierto? Podría haber estado presente en el cónclave y enterarse de tu proyecto, que no le habrá colmado precisamente de satisfacción.

—¡Eso es absurdo! —protestó el guerrero, aunque cuidando de no levantar la voz—. Una criatura investida de sus dotes arcanas me habría fulminado en el instante de averiguar mis designios.

—Te equivocas —repuso Tasslehoff—. Hazme caso, he cavilado mucho antes de llegar a estas conclusiones. Fistandantilus no puede asesinar al hermano de su discípulo, menos aún si Raistlin te trajo aquí por un motivo concreto. Él no sabe si tu gemelo abriga, en su fuero interno, algún sentimiento hacia ti.

Caramon palideció, y el kender se reprendió a sí mismo por no haberse mordido la lengua. De todos modos, debía continuar y así lo hizo, en un susurro precipitado para desviar tan espinoso tema.

—Es evidente que no osa desembarazarse de ti de una manera directa, tiene que encubrir su acción mediante una estratagema que no ofenda a su pupilo.

—¿Y?

Tasslehoff enmudeció y exhaló un hondo suspiro. Cuando prosiguió, lo hizo en un quedo siseo.

—Por lo visto en Istar no ejecutan a los condenados, si bien utilizan otros medios para neutralizar a quienes perturban la paz. El carcelero ha comentado esta mañana que la pena capital era un final limpio y rápido comparado con lo que aquí sucede.

Un latigazo en la espalda de Caramon puso término a la conversación. Lanzando una enfurecida mirada al que lo había fustigado —una criatura obsequiosa, ruin, que parecía disfrutar con su trabajo—, el guerrero se sumió en el silencio y reflexionó sobre las teorías de Tas. Tenía razón al aseverar que Par-Salian había realizado un gran esfuerzo de concentración para conjurar el encantamiento, y que el poder de Raistlin era limitado. No había que desdeñar el quebranto sufrido por la salud de su hermano.

«Tasslehoff ha acertado —pensó el hombretón—. Nos van a vender, y Fistandantilus hallará el modo de eliminarme. Luego explicará a Raistlin que mi muerte fue accidental».

En los recovecos de su mente, una ronca voz enanil lo imprecó: «No sé quién es más majadero, tú o ese botarate de Tasslehoff. Si salís con vida de este atolladero recibiré una gran sorpresa».

Caramon esbozó una sonrisa nostálgica al recordar a su viejo amigo. Flint no estaba junto a él, ni tampoco Tanis u otro de los compañeros de andanzas susceptible de aconsejarle. El kender y él debían arreglárselas solos y, de no haber sido por la imprevista intrusión del hombrecillo en el laboratorio de Par-Salian, ahora se hallaría en tan espantoso apuro sin el más mínimo respaldo. Tal idea le produjo un escalofrío.

«Tengo que dar con Fistandantilus antes de que él me encuentre a mí», resolvió a la desesperada.

Las torres del Templo se erguían altaneras sobre las calles de la ciudad, todas escrupulosamente limpias salvo, por supuesto, los pasadizos marginales. Reinaba una gran algarabía en las avenidas, donde se destacaban los guardianes encargados de mantener el orden con sus multicolores mantos y sus empenachados yelmos. Las mujeres dirigían a tan apuestos centinelas miradas de soslayo mientras caminaban entre los comerciantes, barriendo el empedrado en su rotundo caminar. Había un lugar, sin embargo, al que las féminas no se acercaban, aunque no podían sustraerse a contemplarlo movidas por la curiosidad: el punto de la plaza donde se hallaba el mercado de esclavos.

Como de costumbre, el mercado estaba atestado. Se organizaban las subastas un día a la semana, razón por la que el hombre de la piel de oso, que lo regentaba, se había empeñado con tanto afán en reunir el lote de esclavos aquella mañana. Aunque el dinero recaudado por la venta de los prisioneros pasaba a engrosar las arcas públicas, él recibía un puñado de monedas nada despreciable y, por añadidura, la sesión de hoy prometía ser harto provechosa.

Como había explicado a Tas, se habían abolido las ejecuciones tanto en Istar como en las regiones de Krynn que estaban bajo su jurisdicción. O, al menos, en la mayoría de ellas. Los Caballeros de Solamnia insistían en castigar a quienes traicionaban a su Orden mediante el antiguo rito bárbaro de decapitarlos con su propia espada, pero el Príncipe de los Sacerdotes había iniciado unos largos parlamentos destinados a interrumpir cuanto antes tan nefasto hábito.

Naturalmente, el cese de los ajusticiamientos había creado otro problema. Las autoridades no sabían qué hacer con los reos, los cuales aumentaban de manera alarmante y suponían un gravamen considerable para el tesoro. Así pues, la Iglesia realizó un estudio y llegó a la conclusión de que la mayor parte de los prisioneros eran indigentes, seres sin hogar ni medios de subsistencia. Los crímenes que cometían, robos, prostitución y otros de la misma índole, eran consecuencia de su extrema pobreza.

—Es lógico —declaró el Príncipe ante sus ministros en el acto de pronunciamiento— deducir que la esclavitud no sólo es la respuesta al conflicto que entraña la reclusión masiva en nuestros calabozos, sino que también constituye una medida idónea, además de caritativa, para ayudar a esos infelices cuyo único delito es el de estar atrapados en una telaraña de miseria de la que no pueden escapar.

»Yo me reafirmo en este aserto y sostengo, por lo tanto, que es nuestro deber ayudarlos. En su calidad de esclavos tendrán alimento, ropa y albergue gratuitos. Se les proporcionará todo aquello de lo que carecían, y que les empujaba a entregarse a una vida reprobable. Nos ocuparemos de que sean bien tratados y, por otra parte, propongo que se establezca una ley que les permita comprar su libertad tras un determinado período de servilismo, si han observado un buen comportamiento. Entonces nos serán devueltos como miembros productivos de la sociedad.

La idea del dignatario fue llevada a la práctica de inmediato, sin apenas deliberaciones, y cumplía ahora diez años desde su promulgación. Habían surgido ciertos inconvenientes, pero nunca habían sido comunicados al Príncipe de los Sacerdotes por considerarse demasiado ínfimos para exigir su atención. Los ministros de inferior rango los habían solventado de manera eficaz y, ahora, todo se desarrollaba con plena normalidad. La Iglesia recibía unas cuantiosas rentas merced al dinero obtenido en las transacciones públicas —que nada tenían que ver con las ventas entre particulares— y la esclavitud se juzgaba un perfecto medio contra el crimen.

En cuanto a los inconvenientes citados, aquéllos con los que no debía perturbarse al sumo mandatario, cabe comentar que dimanaban de dos tipos distintos de delincuentes: los kenders por un lado y, por otro, los que cometían atrocidades de todo punto imperdonables. Las soluciones fueron sencillas. Los kenders eran encerrados durante una noche y escoltados al amanecer hasta las puertas de la ciudad, lo que significaba una pequeña procesión diaria. Los criminales más recalcitrantes, acusados de asesinato, violación o locura peligrosa, quedaron bajo los auspicios de instituciones especiales creadas a tal efecto. En cualquier caso no existía otra alternativa, ya que ni unos ni otros hallaban compradores privados en el mercado de esclavos.

Con el máximo representante de una de estas instituciones para rufianes dialogaba animadamente el individuo que recogiera al lote en los calabozos, señalando a Caramon durante su plática. El guerrero estaba junto a los otros prisioneros en un mugriento y hediondo vallado detrás de la plataforma, en la actitud de quien se dispone a despedazar una puerta con el hombro.

El cabecilla de la institución, de raza enana, no parecía impresionado, si bien su postura nada tenía de extraña. Aprendió tiempo atrás que, en el instante en que se admiraba a un reo, el comerciante doblaba el precio de manera automática. Así pues, optó por observar desdeñoso al guerrero, escupir en el suelo, cruzarse de brazos y, plantando firmemente los pies en el adoquinado, encararse con el individuo de la piel de oso.

—Demasiado grueso, es evidente que no está en forma —declaró con la cabeza ladeada en señal de desinterés—. Además es un borrachín, no hay más que mirar su nariz para constatarlo. Y no tiene aspecto de criatura perversa. ¿Qué me has contado que hizo, asaltar a una sacerdotisa? ¡Lo único que atacaría ese humano es un barril de vino!

Su oponente no se inmutó, estaba acostumbrado a estos regateos.

—Estás a punto de desperdiciar la oportunidad de tu vida, Rockbreaker —se limitó a responder—. Deberías haberle visto cuando desencajó la puerta de su celda, desplegó una fuerza que nunca antes había advertido en un hombre. Tienes razón en lo del exceso de peso, debo concedértelo, pero ese mal se cura. Sométele a una buena dieta y se convertirá en un galán, en el favorito de las mujeres. Fíjate si no en sus lánguidos ojos castaños y su cabello ondulado. —Bajó la voz y añadió—: Sería una lástima que una fisonomía como la suya se echara a perder en las minas. He intentado evitar que se extienda la noticia de su felonía, si bien me temo que ésta ha llegado a oídos de Haarold.

Ambos personajes miraron de soslayo a un humano que, a cierta distancia, parloteaba y bromeaba con algunos de sus musculosos guardianes. El enano se atusó la barba, mas permaneció impasible.

—Haarold ha afirmado que no reparará en medios para hacerse con él —murmuró el comerciante en tono confidencial— pues, según él, podrá sacarle el rendimiento de dos personas. Sin embargo, tú eres mi mejor cliente y puedo hacer que la balanza se decante en tu favor.

—Dejemos que se lo quede Haarold —gruñó el enano—. Me disgusta tanta obesidad.

A pesar de sus palabras, el hombre de la piel detectó el aire especulativo con que su oponente estudiaba a Caramon y, sabedor por su larga experiencia de cuándo convenía callar, le dedicó una cortés reverencia y siguió su camino. Mientras andaba se frotó las manos, previendo un espléndido negocio.

Aunque no pudo oír esta conversación en medio del bullicio, el guerrero comprendió que el dignatario enanil lo observaba como a una codiciada presa de caza y sintió un repentino deseo de romper sus ataduras. No había de resultarle difícil, una vez libre, hacer añicos el cerco donde estaba enjaulado y arremeter contra el individuo de la pizarra y el presunto comprador. La sangre se agolpó en sus sienes y comenzó a tirar de las cadenas, abultándose con la presión los músculos de sus brazos en un anuncio de acometida que atrajo la perpleja mirada del enano y obligó a los soldados, que hasta entonces se habían mantenido relajados en sus puestos de vigilancia, a desenvainar las espadas. Pero Tasslehoff interrumpió la escena al azuzarle en las costillas.

—¡Mira, Caramon! —exclamó el kender muy excitado.

El hombretón no lo escuchó, los latidos que palpitaban en su frente bloqueaban el acceso de cualquier otro sonido.

—Mira, Caramon —insistió Tas dándole un nuevo codazo—. ¿Has visto a esa criatura que se yergue al margen del gentío, en una esquina?

El guerrero respiró hondo para imponer la calma en su revuelto ánimo. Desvió los ojos hacia donde señalaba el kender y, de súbito, su alterada sangre se le heló en las venas.

En el extremo del círculo de curiosos se perfilaba, en efecto, una figura solitaria, ataviada con una túnica negra. A su alrededor se había creado un espacio vacío. Muchos de los que por allí pululaban incluso trazaban un rodeo para evitarlo, como si no osaran acercarse a él y, aunque todos eran conscientes de su presencia, nadie le hablaba. Los grupos más próximos, que antes de su llegada charlaban animadamente, se sumieron en un tenso silencio a la vez que lo espiaban con disimulo.

Las vestiduras del aparecido eran de un negro insondable, casi ofensivo, sin que ningún adorno mitigara su intensa simplicidad. No refulgían hebras de plata en sus mangas, no rodeaba su capucha ningún festón. No se apoyaba en el tradicional cayado ni, tampoco, en un familiar que reafirmase su arte. Cedía a los otros magos el privilegio de exhibir runas protectoras, de portar bastones arcanos o de contar con el auxilio de animales obedientes a sus órdenes. Él no necesitaba tales accesorios. El poder que ostentaba brotaba de sus entrañas, tan inconmensurable que trascendía el paso de los siglos y, aún, los planos de existencia. Se sentía en el ambiente, brillaba en torno a su cuerpo como la aureola de calor que destila el horno de la fragua.

Era alto y fuerte, los negros ropajes caían sobre unos hombros enjutos pero fornidos. Sus blancas manos, única parte visible de su ser, denotaban firmeza sin por ello carecer de flexibilidad. Pese a su extrema ancianidad —pocos habitantes de Krynn se aventuraban a calcular sus años—, su constitución presentaba todos los rasgos de una criatura joven y plena de energía. Circulaba el rumor de que utilizaba sus dotes de nigromante para paliar las flaquezas de la vejez.

Y, así, se alzaba en soledad, cual si un sol nocturno se hubiera posado en la plaza. Ni tan siquiera se atisbaban los fulgores de sus ojos en las profundidades de la capucha.

—¿Quién es? —preguntó Tas a un compañero con aire casual, señalando a la figura mediante un ademán de la cabeza.

—¿No lo sabes? —inquirió éste a su vez. Estaba nervioso, se resistía a pronunciar el nombre del recién llegado.

—Vengo de otra ciudad —se disculpó el kender.

—El Ente Oscuro —cedió el otro reo—, Fistandantilus. Supongo que habrás oído hablar de él.

—Sí.

Tasslehoff observó a Caramon y, en un mensaje telepático, constató: «¡Ya te lo advertí!».