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El templo de Istar

Las melodiosas voces elfas fueron aumentando de volumen, sus dulces notas trazaron una espiral de octavas como si pudieran elevar sus plegarias hasta el cielo mediante un simple ascenso por las escalas. Los rostros de las mujeres, iluminados merced a los rayos del ocaso que se filtraban a través de los altos ventanales, se tiñeron de tonalidades rosáceas mientras que en sus ojos, brillaba una fervorosa inspiración.

Los atentos peregrinos lloraban ante tal despliegue de belleza, de manera que las túnicas blancas y azules de las integrantes del coro —blancas para las Hijas Venerables de Paladine, celestes para las Hijas de Mishakal— se confundieron en una sugestiva bruma. Muchos aseverarían más tarde que habían visto cómo las mujeres elfas eran transportadas hacia el firmamento, arropadas en mullidas nubes.

Cuando sus cánticos alcanzaron un crescendo de envolvente dulzura un coro de profundas voces masculinas se integró en el salmo, manteniendo arraigados a la tierra aquellos rezos que pretendían remontarse a las alturas cual pájaros en libertad o, en opinión del prosaico Denubis, cortándoles las alas. Se dijo el clérigo que debía estar demasiado cansado para apreciar la armonía, pues en su juventud también él había sido capaz de purificar su alma con las lágrimas al escuchar el himno vespertino. Después, al transcurrir los años, la ceremonia se convirtió en rutina. Recordaba bien el impacto que le había causado sorprenderse por vez primera pensando en un asunto apremiante durante las oraciones. Ahora era peor que un ejercicio cotidiano, había pasado a ser algo irritante, molesto y aburrido. A decir verdad había llegado a temer este momento del día, y aprovechaba cualquier oportunidad que se le ofreciera para excusar su presencia.

¿Por qué? Reprochaba en gran parte el negativo cambio a las mujeres elfas. Prejuicios raciales, admitió en su fuero interno, pero no podía vencerlos. Todos los años un grupo de féminas de esta raza, las Hijas Venerables y sus discípulas, viajaban a Istar desde la gloriosa región de Silvanesti para instalarse un año en la ciudad y consagrarse al servicio eclesiástico. Significaba esto que entonaban cada noche el himno vespertino y, durante la jornada, deambulaban de un lado a otro recordando a cuantos las veían que los elfos eran el pueblo elegido de los dioses, el primero en ser creado y dotado, además, de una longevidad que se extendía a varios siglos. Sea como fuere, sólo a Denubis parecía perturbarle este hecho.

Aquélla tarde la sesión de cánticos le resultaba especialmente tediosa, porque ocupaba su pensamiento la mujer que había llevado al Templo a mediodía. Casi había logrado eludir el compromiso pero, en el último momento, lo había capturado Gerald, un veterano clérigo cuyos días en Krynn estaban contados y que hallaba reconfortante asistir a las plegarias. Quizá, recapacitó Denubis, su entusiasmo se debía a su absoluta sordera que, por otra parte, le había impedido explicarle que tenía problemas urgentes que resolver. Tras varios intentos infructuosos, se vio obligado a ceder y ofrecer su brazo al senil sacerdote. Gerald estaba junto a él, en ostensible trance, acaso representándose el hermoso plano de existencia al que no tardaría en acceder.

Reflexionaba Denubis sobre su superior y también sobre la sacerdotisa, de la que no había tenido noticia desde que la depositara entre los muros del Templo, cuando sintió en su brazo el contacto de unos dedos. Dio un respingo y miró en su derredor con la culpabilidad dibujada en sus rasgos, preguntándose si alguien había detectado su actitud distraída y se disponía a delatarlo. Al principio no adivinó quién le había tocado, ya que sus dos vecinos estaban sumidos en sus plegarias, mas un segundo aviso le hizo comprender que la ligera presión provenía de alguien situado a su espalda. Un rápido vistazo en ese sentido le reveló la presencia de una mano, que se deslizaba cautelosa por la cortina de separación entre la galería donde se hallaba junto a los Hijos Venerables y las antecámaras que la rodeaban.

La misteriosa mano le hizo señal de acercarse y el clérigo, desconcertado, abandonó su lugar en la hilera y tanteó con sigilo la cortina, tratando de traspasarla sin llamar la atención. La mano se había retirado y no encontraba ninguna abertura entre los pliegues de grueso terciopelo, de modo que comenzó a agitarlos hasta que al fin, convencido de que todas las miradas de los peregrinos confluían en su persona, descubrió la salida y la cruzó a trompicones.

Un joven acólito de plácido porte se inclinó en una reverencia ante el sudoroso eclesiástico, ajeno a su turbación.

—Te ruego que me disculpes por interrumpirte en tus oraciones, Hijo Venerable, pero el Príncipe de los Sacerdotes solicita que le dediques unos minutos de tu tiempo si no te causa grave inconveniente.

El discípulo pronunció esta fórmula de cortesía con tal naturalidad que a ningún observador casual le habría extrañado escuchar una negativa de Denubis, algo así como: «Ahora me es imposible, me reclaman otros deberes. Quizá más tarde».

Sin embargo, Denubis no dijo nada semejante. Palideció y murmuró la consabida frase de «Será un honor», que el acólito recibió sin inmutarse por la fuerza de la costumbre. Asintió mediante un ademán de cabeza, dio media vuelta y guió al clérigo, a través de los ventilados y sinuosos pasillos del Templo, hacia las habitaciones privadas del máximo dignatario de Istar.

Mientras aceleraba la marcha para no quedar rezagado, el maduro eclesiástico cavilaba sobre el motivo de tan urgente convocatoria, pensando que guardaba relación directa con la sacerdotisa de la calleja. No había sido requerido por su superior en dos años, y no podía ser una coincidencia que lo mandase llamar para otras cuestiones el mismo día en que hallara a la Hija Venerable moribunda en un rincón próximo a la plaza del mercado.

«Quizás ha fallecido, y quiere comunicármelo personalmente. Sería una gentileza, quizá fuera de lugar en alguien que debe ocuparse de problemas tan importantes como el destino de las naciones pero, a fin de cuentas, una prueba fehaciente de su amabilidad», pensó Denubis apesadumbrado.

Esperaba equivocarse, no sólo por ella sino por el humano y el kender. También estas dos criaturas habían presidido sus elucubraciones a lo largo del día, sobre todo el hombrecillo. Al igual que otros habitantes de Krynn, Denubis tenía una pobre opinión de estos seres que no mostraban el menor respeto por las reglas de convivencia ni la propiedad particular, ni siquiera entre ellos mismos. No obstante, el que ahora lo inquietaba parecía poseer unas cualidades excepcionales. Cualquier otro de los que conocía —o creía conocer— se habría dado a la fuga con sólo presentir el peligro y él, en cambio, había permanecido al lado de su amigo en un alarde de lealtad, e incluso se había arriesgado a defenderlo.

Con el ánimo decaído, Denubis se enfrentó a la posibilidad de que la sacerdotisa hubiese muerto. Si era así, el kender y su compañero sufrirían un castigo… No, era preferible no adelantarse a los acontecimientos. Susurrando una sincera plegaria a Paladine para granjearse su protección en favor de los cautivos —en el caso de que la merecieran, claro está—, desechó de su mente tan depresivas cábalas y se exhortó a admirar el esplendor de la residencia que el Príncipe de los Sacerdotes había erigido en el sagrado recinto.

Había olvidado la belleza de los blanquísimos muros que refulgían, según la leyenda, con la etérea luz irradiada por sus propias piedras. Tan delicada era la talla de éstas que se asemejaban a inmensos pétalos de rosa surgidos del pulido suelo, de idéntica tonalidad. Atravesaban su superficie, como para poner un contrapunto a la dureza que siempre entraña la perfecta claridad, unas vetas azuladas.

Las maravillas del pasillo daban paso a la magnificencia de la antecámara. Aquí las paredes fluían hacia las alturas para sostener la bóveda, del mismo modo que los cánticos de las mujeres elfas se elevaban en pos de las divinidades. Y, de manera más tangible que en la sala de las oraciones, los dioses se hallaban presentes en los frescos que adornaban la fabulosa estancia. También ellos brillaban con fulgores nacidos en las entrañas de la roca: Paladine, el Dragón de Platino, máximo exponente del Bien, se erguía junto a Gilean, la Balanza de la Neutralidad, y separado por éste de la Reina de la Oscuridad. El Príncipe de los Sacerdotes, que nunca osaría ofender abiertamente a la representación de la malignidad, la había plasmado en forma de un dragón de cinco cabezas, aunque en una actitud tan dócil que Denubis casi lo imaginaba postrado ante Paladine, lamiendo sus pies.

De todos modos, tal pensamiento asaltó al clérigo en una reflexión ulterior. En estos momentos estaba demasiado nervioso para detenerse a contemplar las espléndidas pinturas, tenía la mirada prendida de las ricas puertas de platino que se abrían al corazón del Templo.

Se deslizaron sobre sus goznes las ornamentadas hojas, emitiendo una luz irreal. Había llegado la hora de la audiencia.

La sala destinada a este propósito infundía al visitante un punzante sentido de su humildad e insignificancia. Era el centro de la bondad, el símbolo de la triunfante Iglesia que propagaba su poder entre los moradores de Krynn. Tras las puertas había una enorme estancia circular con el suelo de bruñido granito blanco, que se prolongaba en los lisos muros hasta culminar en una gigantesca flor cuyos pétalos, a guisa de capiteles, se unían en el centro en un cáliz que daba soporte a la cúpula. El techo, en lugar de ser opaco, estaba formado por cristaleras que absorbían los rayos del sol y de las lunas y, así, mantenían la estancia perpetuamente iluminada.

Una ondulante ola azul, similar a las crestas marinas, partía del suelo para desplegarse en un nicho situado frente a la puerta. Arropada en su seno, una plataforma sustentaba un trono y cabe afirmar que, más aún que la fúlgida aureola creada por los haces de los astros celestes, centelleaban las radiantes y cálidas chispas que de él surgían.

Denubis penetró en la sala de audiencias con la cabeza inclinada y las manos juntas sobre el pecho, como mandaban los cánones. Anochecía y, al no haber iniciado las lunas su recorrido por el firmamento, habían prendido las velas si bien el clérigo, al igual que en otras ocasiones, experimentó la extraña sensación de haber salido a un patio soleado. Incluso cerró los ojos, cegado por el exceso de luz.

Puesta la vista en el suelo, en la actitud sumisa que exigía su rango inferior hasta que le permitieran levantarla, escudriñó su entorno y detectó diversos objetos. Había asimismo otras criaturas, aunque no podía reconocerlas al no distinguir sus rostros. Ascendió los primeros peldaños que, surcando la ola, se encaramaban al estrado, vigilando sus pisadas y tan deslumbrado por las reverberaciones del trono que apenas era consciente de nada más.

—Alza los ojos, Venerable Hijo de Paladine —dijo una voz cuando llegó al pequeño rellano donde debía detenerse. La musicalidad de su timbre lo indujo al llanto, y mientras intentaba contener las lágrimas se preguntó qué emoción era aquella que lo embargaba y que las mujeres elfas ya no eran capaces de inspirarle.

Obedeció de inmediato, y se sobrecogió su alma. Hacía ya dos años que no se acercaba tanto a la figura del Príncipe de los Sacerdotes, tiempo suficiente para adormecer su memoria. ¡Cuan diferente era observarlo cada mañana desde cierta distancia, verlo como se divisa el sol en el horizonte poco después del alba, dejándose acunar por su calor benéfico! ¡Cuan diferente era columbrar un astro de ser convocado a su presencia, inmovilizarse frente a él y sentirse arder en la pureza, en la claridad de su brillo!

«Esta vez recordaré», se prometió Denubis. Pero nadie que hubiera sido recibido por el sumo dignatario lograba imprimir su apariencia en la mente y, a decir verdad, era un sacrilegio intentarlo ya que equivalía a rebajarle a la mediocridad de la carne y las miserias comunes. Lo único que flotaba para siempre en la imaginación era la idea de haber estado en presencia de una criatura de indescriptible belleza.

El aura luminosa rodeó al clérigo, y al hacerlo lo sumió en una lacerante vergüenza de sí mismo por haber cedido a dudas, recelos y pensamientos indignos. En contraste con el Príncipe de los Sacerdotes, Denubis se juzgó el ser más execrable de todo Krynn. Hincó ambas rodillas y mendigó perdón, consciente apenas de sus actos, seguro tan sólo de que así debía obrar.

El perdón le fue concedido. Habló la voz musical y, al instante, invadió al eclesiástico una sensación de paz, un bálsamo que cicatrizaba sus llagas invisibles. Incorporándose, se colocó frente a su superior en humilde postura y solicitó la gracia de ser informado sobre el motivo de tan inesperada audiencia.

—Esta mañana has traído al Templo a una mujer, una Hija Venerable de Paladine —explicó el mandatario—, y tengo entendido que estás preocupado por ella como, por supuesto, es natural y encomiable. He creído que te reconfortaría saber que se ha recuperado por completo de la terrible prueba sufrida. Quizá también te alivie la noticia, querido Hijo de Paladine, de que está físicamente ilesa.

Denubis dio gracias al dios del Bien por haber preservado a la sacerdotisa de la muerte mas, cuando se disponía a regocijarse de tan grata nueva en la destellante aura, comprendió el significado de las últimas palabras de su egregio señor y acertó a balbucear:

—Entonces, ¿no la asaltaron?

—No, hijo mío —contestó el patriarca con timbre jubiloso—. Paladine, en su infinita sabiduría, acogió su alma en su seno y pude, tras largas horas de oración, persuadirle de que nos devolviera el tesoro que había sido arrancado de su cuerpo. La mujer descansa ahora en un sueño reparador.

—Pero ¿y las señales de su rostro? —protestó el clérigo—. La sangre…

—No exhibía señales de violencia —repuso el Príncipe en tono suave, aunque con un atisbo de reproche que causó al subordinado una repentina desazón—. Te repito que nadie la lastimó.

—Me complace en sumo grado haberme equivocado —declaró Denubis con sincero acento—, más aun porque de este modo queda probada la inocencia del humano que fue arrestado y que, supongo, será puesto en libertad.

—Me produce tan honda satisfacción como a ti, Hijo Venerable, descubrir que uno de nuestros semejantes no ha cometido el despreciable crimen que se le imputaba. Mas, ¿quién es del todo inocente?

La melodiosa voz hizo una pausa, como si aguardase respuesta. Y, en efecto, a los pocos segundos se elevaron unos murmullos alrededor del clérigo, unos sonidos articulados que le hicieron tomar plena conciencia de las otras criaturas congregadas en la sala. Tal era el influjo del Príncipe de los Sacerdotes que, por unos momentos, se había olvidado de todo salvo del inefable ser que le hablaba desde el trono.

A pesar de sentir sus pupilas bañadas en la radiante claridad que dimanaba de la plataforma, Denubis advirtió que debía estar acostumbrándose a su cegadora magnificencia al reconocer a las otras figuras presentes en la asamblea. A ambos lados de la ola azul se hallaban distribuidos los máximos exponentes de las Órdenes masculina y femenina de los Hijos Venerables. Apodados entre sus seguidores «las manos y los pies del sol», eran ellos quienes atendían los asuntos cotidianos de la Iglesia y, también, los que gobernaban Krynn. Pero, además de los altos cargos clericales, había otras criaturas en la estancia.

Atrajo la mirada del sacerdote un rincón, el único que, al parecer, permanecía en penumbra. Se agazapaba en él una figura ataviada de negro, en medio de una oscuridad que tan sólo eclipsaba la luz del Príncipe. Asaltado por un estremecimiento, intuyó que aquel ser de tinieblas aguardaba, acechando su oportunidad, el ocaso definitivo para entrar en acción. Constatar que el Ente Oscuro, nombre con que se designaba en la corte a Fistandantilus, tenía acceso a la sala de audiencias ejerció sobre Denubis un impacto nefasto. El adalid del Bien trataba de deshacerse de la malignidad del universo y, sin embargo, la admitía en su círculo más íntimo. Una perspectiva más halagüeña vino, por fortuna, a mitigar su desasosiego: quizá cuando la perversidad fuera desterrada del mundo, cuando se eliminara a los últimos seres perversos, Fistandantilus caería de manera irreversible.

Mientras estaba absorto en estas cavilaciones, incluso con una sonrisa dibujada en sus labios, sintió sobre su piel el frío fulgor de los ojos del poderoso mago y tuvo que desviar la vista. ¡Qué contraste ofrecía aquel hombre respecto al Príncipe! Se refugió en la aureola de benignidad de su mandatario en busca de la serenidad perdida, diciéndose que siempre que contemplaba al sombrío Fistandantilus se asomaba sin poder evitarlo a las más secretas simas de su propia alma.

Aunque sometido al escrutinio perturbador del hechicero, conservó la suficiente lucidez como para volver a la realidad inmediata. «¿Quién es del todo inocente?», había inquirido el Príncipe. ¿A qué se refería? No acababa de captar el sentido de este curioso desafío.

Azuzado por la incertidumbre, Denubis bajó de la plataforma intermedia, despidiéndose confuso del Príncipe de los Sacerdotes, y se encaminó hacia una antecámara donde había dispuesta una descomunal mesa de banquetes, ya que el Templo de Istar era una auténtica corte y, en aquella ocasión, el máximo representante del Bien ofrecía una espléndida cena a sus invitados.

Los aromas de los apetitosos y exóticos alimentos, traídos de todo Ansalon por los devotos peregrinos o adquiridos en los vastos mercados al aire libre de ciudades tan lejanas como Xak Tsaroth, recordaron al eclesiástico que no había probado bocado desde el desayuno. Haciéndose con un plato, pasó revista a las multicolores fuentes a la vez que se servía de unas y otras. Al llegar a la mitad de su recorrido ya había llenado el recipiente de aquellos exquisitos manjares que, en su profusión, arrancaban gemidos de la mesa doblada bajo su peso.

Un criado le presentó una copa redonda llena de fragante vino elfo y, tras asirla, recogió los cubiertos en una esquina para, con éstos y el plato en una mano y el mosto en la otra, arrellanarse en una butaca donde consumir su suculenta cena. Comenzó a degustar ávidamente la celestial combinación que formaban un bocado de faisán asado con el sabor adherido en el paladar del licor cuando, de manera imprevista, una sombra oscureció su asiento.

Atragantándose, Denubis levantó los ojos y se apresuró a secar las gotas de vino que chorreaban por su mentón.

—Hijo Venerable —balbuceó nervioso, al mismo tiempo que se esforzaba en erguir la espalda para mostrar el respeto que merecía el cabecilla de su hermandad.

Quarath, que así se llamaba su superior más directo, lo estudió con expresión entre divertida y sarcástica.

—No te muevas, Hijo Venerable, no deseo molestarte —dijo, haciendo un lánguido gesto—. Nada más lejos de mi intención que interrumpir tu cena, sólo quería rogarte que cuando termines me dediques unos minutos.

—Ya he terminado —anunció Denubis y entregó plato y copa, aún medio llenos, a otro sirviente que pasaba por su lado—. Lo cierto es que estaba menos hambriento de lo que suponía. —Eso, al menos, era cierto, había perdido el apetito por completo.

Quarath esbozó una delicada sonrisa. Su enjuto rostro elfo, de finas facciones, se asemejaba a una escultura de porcelana susceptible de romperse ante la más nimia brusquedad. Quizá por eso apenas se ensancharon sus labios.

—De acuerdo entonces, en el caso de que no te tienten los postres.

—No, en absoluto. Los dulces se digieren con dificultad a esta hora tan avanzada.

—Acompáñame pues, Hijo Venerable. Hace semanas que no sostenemos una plática —invitó Quarath a su subordinado, a la vez que lo cogía por el brazo en un ademán de gran familiaridad pese a que no solían frecuentarse.

Primero el Príncipe de los Sacerdotes, ahora el superior de su Orden. A Denubis se le hizo un nudo en la garganta, mas se dejó llevar sin oponer resistencia. En el instante en que se disponían a abandonar la sala de audiencias resonó la armoniosa voz del sumo mandatario, y el clérigo lanzó una mirada atrás para mecerse una vez más en la mágica aura. Antes de reanudar la marcha su vista se posó, accidentalmente, en la del hechicero de negro atavío, y éste bajó la cabeza a guisa de saludo. Estremeciéndose, Denubis traspasó raudo la puerta en pos de Quarath.

Los dos clérigos avanzaron por los suntuosos corredores hasta arribar a una pequeña alcoba, la del augusto elfo. También esta cámara lucía una espléndida decoración, pero Denubis se sentía demasiado inquieto para reparar en los detalles.

—Siéntate, amigo mío, te lo ruego. Permíteme que te llame así, ya que nos hallamos cómodamente instalados y en perfecta soledad.

El clérigo no estuvo muy de acuerdo con lo de «cómodamente», pero era evidente la ausencia de testigos. Tomó asiento en el borde de la butaca que le ofrecía su anfitrión, aceptó un vaso de tónico, aunque ni siquiera se humedeció los labios, y esperó. Quarath empezó a charlar de temas intrascendentes, informándose sobre el trabajo de su interlocutor —ocupado en los últimos tiempos en traducir párrafos de los Discos de Mishakal a su lengua natal, el solámnico— y abordando, en suma, cuestiones que poco o nada le interesaban.

Tras un breve silencio el eclesiástico comentó, con aire casual:

—Hace un rato te he oído abogar por ese humano frente al Príncipe de los Sacerdotes.

Denubis depositó el elixir en un velador, tan trémula su mano que a punto estuvo de derramarlo.

—Me inquietaba la idea de haberlo apresado por error —explicó azorado.

—Muy loable por tu parte —concedió Quarath con grave semblante—. Está escrito que debemos preocuparnos por nuestros congéneres. Ha sido una acción digna de ti, Denubis, la incluiré en mi crónica anual.

—Gracias, Hijo Venerable —respondió el interpelado sin saber a qué atenerse.

Nada añadió el superior de la Orden, pero clavó en su oponente sus almendrados ojos de elfo mientras aquél se enjugaba el sudor de las sienes con la manga de su túnica. La cámara estaba en exceso caldeada, quizá debido a la fragilidad de quien la habitaba.

—¿Hay algo más que quieras agregar? —interrogó Quarath en tono confidencial.

—¿Respecto al guerrero? —se aseguró el clérigo.

—Sí —fue la escueta contestación.

—Me gustaría saber —aventuró Denubis tras exhalar un largo suspiro— si él y el kender saldrán pronto del calabozo. Verás, señor, he pensado que podría prestar un útil servicio —propuso en un arranque de inspiración— guiándolos hacia la senda del Bien. Ya que el hombre es inocente…

—¿Quién es del todo inocente? —lo atajó Quarath, mirando hacia el techo como si los dioses fueran a escribir allí la respuesta.

—Sin duda es una pregunta de gran relevancia —balbuceó el clérigo—, que merece atención y estudio, pero al parecer el prisionero no era culpable del delito pese a que, quizás, oculte algunos defectos que no se han enjuiciado en la asamblea. —Calló, consciente de que pisaba aguas movedizas.

—Me estás dando la razón —sentenció el superior, extendidas las manos y con la vista puesta en el confundido Denubis—. Como reza el refrán, a menudo el lobo se cubre con piel de cordero. Mañana ambos reos serán vendidos en el mercado de esclavos —le reveló, apoyado en el respaldo de su asiento y con los ojos vueltos de nuevo hacia el techo.

—¿Cómo? Pero señor… —se escandalizó el clérigo que, sin darse cuenta, se había incorporado.

No concluyó la frase, la mirada imperativa de Quarath lo traspasó como un dardo y lo paralizó.

—¿Debo interpretar tu actitud como una abierta rebeldía?

—¡Es inocente! —insistió Denubis, incapaz de concebir otro razonamiento.

Quarath sonrió, ahora indulgente, antes de sermonear a su discípulo.

—Eres un buen hombre, amigo. Un buen hombre y un fiel servidor de la causa, quizás algo elemental pero un auténtico dechado de virtudes. No creas que hemos tomado esta decisión a la ligera. Interrogamos al guerrero, y su relato sobre su procedencia y el motivo de su estancia en Istar es una pura incongruencia, yo incluso lo tildaría de inverosímil. Aunque sea inocente de las heridas de la sacerdotisa, como tú mismo has apuntado, corroen su alma otros crímenes no menos graves. Si examinas su rostro con detenimiento no tardarás en hallar las huellas inequívocas de un pasado azaroso. Carece, además, de medios para sustentarse, no hemos encontrado ni una moneda en su persona y es obvio que, dada su tendencia errabunda, se convertirá en un ladrón si lo abandonamos a su albedrío. Le hacemos un favor, por consiguiente, al proporcionarle un amo que cuide de él. Con el tiempo podrá conquistar su libertad y, si los dioses le son propicios, su alma se aliviará de la carga que entrañan sus culpas. En cuanto al kender… —No se molestó en proseguir, ondeó la mano en un gesto displicente al mencionar a tan ínfima criatura.

—¿Está enterado el Príncipe de los Sacerdotes? —El pobre Denubis tuvo que hacer acopio de valor para cuestionar así el criterio de los dignatarios de su Orden.

Quarath suspiró y, esta vez, el clérigo detectó una arruga de irritación en el terso entrecejo del elfo.

—El Príncipe de los Sacerdotes tiene asuntos más urgentes que atender, Hijo Venerable —replicó con frialdad—. Es tan bondadoso que el sufrimiento del humano le causaría una profunda consternación, pasaría días encerrado tratando de resolver el conflicto. Como no ha ordenado de manera específica la libertad del prisionero, hemos asumido nosotros la responsabilidad a fin de ahorrarle este pequeño contratiempo.

Al ver que la suspicacia afloraba al desencajado semblante de Denubis, Quarath se inclinó hacia adelante y, ceñudo, continuó.

—De acuerdo, ya que no te satisfacen mis argumentos te confiaré un secreto: rodean el descubrimiento de la mujer ciertas circunstancias extrañas. Una de ellas, según tenemos entendido, es que su artífice fue el Ente Oscuro.

El clérigo tragó saliva y se hundió en su butaca. Ya no tenía calor, incluso se agitó en un súbito escalofrío.

—Es cierto —declaró entristecido—. Vino a mi encuentro…

—¡Lo sé! —lo espetó el eclesiástico—. Él mismo me lo ha comentado. La sacerdotisa se quedará con nosotros, es una Hija Venerable portadora del Medallón de Paladine. Sus declaraciones son tan confusas como las del guerrero, aunque en su caso es natural y creo que bastará con observarla hasta que se tranquilice. El humano, en cambio, no pertenece a la Orden y ha de ser tratado de otro modo. Tienes que comprender la imposibilidad de permitirle que vagabundee sin control. En la Era de los Ancianos lo habrían confinado en un calabozo para luego olvidarlo; nosotros, más sabios, le daremos un hogar conveniente y lo vigilaremos con la mayor discreción.

«Al oír a Quarath se diría que es un acto caritativo vender a un hombre como esclavo. Quizá lo sea y yo esté en un error, él mismo ha recalcado mi simpleza de espíritu», meditó Denubis perplejo.

Aún aturdido, echó a andar hacia la puerta con la cena revuelta en sus vías digestivas no sin antes farfullar una disculpa a su superior, quien se levantó al verle partir. Una sonrisa conciliadora iluminaba su rostro cuando le propuso:

—Debes visitarme más a menudo, Hijo Venerable. Y no temas consultarnos siempre que te asalte alguna duda, así es como se aprende.

Denubis asintió tímidamente, y resolvió aprovechar la oportunidad.

—Hay otra cuestión que desearía plantearte, ya que me abres la puerta de la confianza —aventuró—. Hace unos minutos has mencionado al Ente Oscuro. ¿Quién es en realidad, y por qué se aloja en el Templo? Confieso que me asusta.

Se borró la expresión complaciente de la faz de Quarath pero no pareció molestarse, acaso le produjo cierto alivio el hecho de que Denubis cambiara de tema.

—Nadie conoce las motivaciones de los magos, ni sus procedimientos ni aun su identidad —explicó—, lo único que de ellos sabemos es que se mueven sobre premisas que nada tienen que ver con las que dictan los dioses. Ésta fue la razón que impulsó al Príncipe de los Sacerdotes a reducir su presencia en Krynn y contener su influjo. Ahora se hallan recluidos en la única Torre de la Alta Hechicería que se sostiene en pie, rodeada por el malhadado Bosque de Wayreth, y que no tardará en desaparecer. Su número de habitantes disminuye sin tregua, y hemos cerrado sus escuelas. ¿Has oído hablar de la maldición de la Torre de Palanthas?

—Sí.

—¡Fue un terrible accidente! —exclamó el eclesiástico—. Y demuestra que los dioses no favorecen a los brujos, pues sólo cuando la conducta enajenada de un nigromante, inducida por ellos, lo llevó a ensartarse en la verja de su morada, se aplacó su ira. Mediante esta estratagema de las divinidades pudo sellarse, esperemos que para siempre, la Torre. Pero estoy divagando, no era éste el asunto que te inquietaba.

—No, sólo intentaba indagar sobre la personalidad de Fistandantilus —le recordó Denubis, arrepintiéndose de haber iniciado la charla. Lo único que ansiaba era regresar a su dormitorio y tomar algún remedio que mitigara su dolor de estómago.

—No puedo decirte —declaró Quarath con las cejas enarcadas— sino que ya estaba aquí el día de mi llegada, hace casi un siglo. Debe ser más viejo que muchos de los longevos miembros de mi raza, incluso los más veteranos han oído susurrar su nombre en las leyendas de su infancia. Es humano y, por lo tanto, utiliza la magia para conservar la vida, si bien no imagino cómo. ¿Has comprendido ahora por qué el Príncipe lo acoge en su corte? —añadió, clavando en su interlocutor una penetrante mirada.

—¿Porque lo teme? —apuntó el ingenuo discípulo.

La sonrisa de porcelana del elfo se congeló unos segundos para, luego, ensancharse en la de un padre que esclarece un sencillo misterio frente a un hijo poco dotado.

—No, amigo mío —explicó con paciencia—, la razón es que Fistandantilus nos resulta de gran utilidad. ¿Quién conoce el mundo mejor que él? Ha viajado a todos los confines de nuestro continente y se ha familiarizado con los dialectos, las costumbres y las tradiciones de las razas que pueblan Krynn. Su sapiencia es ilimitada, y nuestro sumo dignatario prefiere tenerle cerca en lugar de desterrarle a Wayreth como ha hecho con sus colegas.

—Entiendo —murmuró Denubis—. Y, ahora, debo retirarme. Agradezco tu hospitalidad, Hijo Venerable, y tu benevolencia al despejar mis incógnitas. Me siento mucho mejor.

—Me satisface haber sido capaz de ayudarte —contestó Quarath—. Deseo que los dioses te proporcionen un apacible descanso.

—Lo mismo digo, insigne clérigo.

Tras intercambiar las fórmulas de rigor, Denubis salió de la estancia y oyó cómo la puerta se cerraba a su espalda. Su chirrido, lejos de excitarle, le llenó de paz.

Retrocedió por el mismo pasillo que antes recorriera en pos de Quarath y, al pasar junto a la sala de audiencias, sintió la necesidad de detenerse. La luz escapaba a raudales por las rendijas, los ecos de la voz musical lo atraían con su inenarrable embrujo, pero temió que empeorase su indigestión y venció el impulso de entrar.

Anhelando la tranquilidad de su alcoba, el eclesiástico atravesó presuroso las otras dependencias del Templo. Tan precipitada era su marcha que incluso se perdió una vez tras tomar un recodo equivocado en el laberinto de corredores. Sin embargo, volvió a dar con el pasadizo que lo llevaría hasta la zona del recinto donde residía.

Ésta era austera en comparación con la magnificencia de la corte y los aposentos del Príncipe de los Sacerdotes, pero revestida de un lujo superior al que solía observarse en los edificios de Krynn. Mientras caminaba por los pasillos, iluminados mediante antorchas, Denubis no pudo sustraerse al ambiente acogedor que éstas creaban pese a carecer del esplendor de las grandes cámaras palaciegas. Otros clérigos se cruzaron con él, intercambiando sonrisas y saludos, y constató que la sencillez que lo circundaba era su auténtico hogar.

Exhaló un suspiro y, reconfortado al fin, abrió la puerta de su humilde habitación —no existían los candados en el Templo, por considerarse un signo de desconfianza respecto a los otros cofrades— dispuesto a refugiarse en su penumbra.

De pronto, se detuvo, al atisbar el borroso movimiento de una sombra en la negrura. Fijó la vista en el corredor, mas lo halló vacío.

«Me estoy haciendo viejo —recapacitó—, sufro alucinaciones». Penetró en la estancia envuelto en el revoloteo de su alba túnica en torno a los tobillos, encajó la hoja en el dintel y buscó la medicina para el estómago.