12

Cónclave de magos

La Torre de la Alta Hechicería de Wayreth había sido, durante siglos, la última plaza fuerte de la magia en el continente de Ansalon. Los hechiceros se congregaron en la mole cuando el Príncipe de los Sacerdotes los expulsó de otras moradas similares y también acudieron a ella los habitantes de la Torre de Istar, sumergida ahora bajo las aguas del Mar Sangriento. La ennegrecida y maldita Torre de Palanthas, a su vez, fue abandonada en su momento en pro de este común refugio.

Poseía el complejo de Wayreth una estructura imponente, que asustaba a los viajeros. Sus muros exteriores formaban un triángulo equilátero, y unas elegantes torretas coronaban los vértices de tan perfecto contorno geométrico mientras que, en el centro, se erguían dos altas agujas. Ligeramente inclinadas, sólo un poco retorcidas, obligaban al curioso a parpadear y preguntarse si no se trataba de sendos minaretes torturados.

Las paredes eran de piedra negra que, pulida al máximo de su lustre natural, brillaba cegadora bajo los rayos del sol y reflejaba, en la noche, la luz de dos lunas a la vez que absorbía la negrura de la tercera. Había numerosas runas esculpidas en la superficie de la roca, runas que hablaban de poderío, de fuerza, de protección y de vigilancia, runas que ligaban las losas entre sí, runas que vinculaban los muros a la tierra. La parte superior de la tapia, por su parte, carecía de almenas donde apostar centinelas. No eran necesarios.

Alejada de cualquier núcleo de civilización, la Torre de Wayreth se alzaba en el centro de un Bosque mágico. Esta espesura no podía ser traspasada por nadie que no perteneciera al recinto, por nadie que osara intentarlo sin haber sido invitado. Así protegían los hechiceros el último baluarte de su gloria, guardándolo de la amenaza del mundo.

Sin embargo, el edificio no estaba desprovisto de vida. Un rosario de ambiciosos aprendices en el arte de la magia se daban cita entre sus muros a fin de someterse a la rigurosa prueba, y los brujos de la más vasta erudición se recogían en sus cámaras deseosos de completar sus estudios, encontrarse con sus colegas, discutir determinados hechizos o llevar a cabo experimentos tan delicados como peligrosos. La Torre estaba abierta a sus insignes huéspedes día y noche, pudiendo transitar a su antojo, independientemente del color de su Túnica.

A pesar de sus antagónicas teorías y posturas, de sus opuestas maneras de ver el mundo y conducirse en él, todos los magos respetaban las normas de paz perpetua que regían la convivencia en el sagrado punto de reunión. Sólo se toleraban los debates si contribuían a perfeccionar métodos o hallazgos en el arte arcano, la lucha estaba prohibida bajo pena de muerte.

Y es que, precisamente, el arte arcano era lo único capaz de hermanarlos. Era su lealtad prioritaria al margen de la identidad, la divinidad a la que servían o el rango ostentado en cada una de las tres comunidades. Los jóvenes discípulos, quienes aceptaban la muerte sin temor al serles expuestas las condiciones de la Prueba, así lo entendían, al igual que los sabios ancianos que venían a exhalar su último suspiro, a ser sepultados entre los familiares muros. El arte arcano era padre, amante, esposo e hijo. Era tierra, fuego, aire y agua. Era la vida y la muerte, y el universo que se oculta detrás de esta última.

Tales cavilaciones ocupaban la mente de Par-Salian mientras, desde su cámara en la más septentrional de las torres centrales, contemplaba el avance de Caramon y su reducida comitiva en dirección a las puertas.

Del mismo modo que el guerrero evocaba imágenes de un tiempo remoto, también el gran hechicero las rememoraba. Más de uno afirmaba que al hacerlo lo invadía la añoranza.

«No —se dijo en silencio, atento a la cansina marcha de Caramon y al repiqueteo de su arma contra los rubicundos muslos—. No hay nada que deba recordar con melancolía ni arrepentimiento. Se me planteó un terrible dilema e hice mi elección.

«¿Quién cuestiona a los dioses? Exigieron una espada y yo se la proporcioné si bien, como todos los pertrechos de su índole, era de doble filo.

El grupo de viajeros había llegado a la primera verja, desnuda de guardianes. Una campanilla de plata tintineó en los aposentos de Par-Salian y, al instante, el viejo mago alzó la mano. La reja se izó para franquear la entrada a los visitantes.

Reinaba una extraña penumbra cuando el grupo penetró en el recinto de la Torre de la Alta Hechicería. Sobresaltado ante el repentino crepúsculo, Tas oteó el panorama. ¡Unos momentos antes se hallaban en plena mañana! O, al menos, así se lo pareció a él. Levantó la vista y distinguió unos haces de luz rojizos, como rayos mortecinos, que surcaban el cielo entre la niebla y conferían un fulgor mágico a los bruñidos muros del edificio.

—¿Cómo saben en qué hora viven los moradores de este lugar? —preguntó en voz alta, meneando la cabeza.

Estaban en un ancho patio delimitado por la tapia y las dos agujas o torres centrales. Era un lugar desolado e inhóspito. Empedrado con losas grises, su aspecto explicaba sin palabras la ausencia de flores y árboles que hubieran podido romper la monotonía de la roca. El kender advirtió con disgusto que tampoco el deambular de criaturas superiores animaba aquel espacio desierto, a nadie se divisaba ni alrededor ni en lontananza.

¿O quizá se equivocaba? Creyó atisbar un leve movimiento por el rabillo del ojo, el revoloteo de un objeto blanco. Se apresuró a ladear la cabeza, pero la sombra se había esfumado y este hecho lo llenó de consternación. No se había recobrado aún de su asombro cuando, en otro punto no muy lejano, se dibujaron un rostro, una mano y la manga de una túnica roja. Convencido esta vez de que no se trataba de un espejismo, dirigió la mirada hacia el supuesto mago ¡y de nuevo la visión se había disuelto en la neblina! Le asaltó entonces el presentimiento de estar rodeado de figuras que caminaban en distintos sentidos, o que lo contemplaban sin un pestañeo, o incluso que dormían. Todo resultó ser una falaz ilusión, el patio permanecía silencioso y vacío.

—¡Deben de ser magos en distintas fases de la Prueba! —exclamó sobrecogido—. Raistlin me contó que deambulaban por toda la Torre, aunque nunca imaginé nada semejante. Me pregunto si en realidad me ven. ¿Crees que podría tocarlos, Caramon?… ¿Caramon?

Parpadeó como si intentara despertar de un sueño. Su robusto amigo había desaparecido al igual que Bupu, la sacerdotisa y las dos criaturas de alba túnica. ¡Estaba solo!

No por mucho tiempo. Brotó de la nada un destello de luz amarillenta, sucedido por unos hediondos efluvios que casi lo asfixiaron, y al instante se perfiló ante él la descomunal imagen de un hechicero ataviado de negro. Extendió el fantasma una mano, una mano de mujer.

—Alguien requiere tu presencia —anunció.

Tas tragó saliva y, despacio, estiró su mano hacia la que la misteriosa dama le ofrecía. Los dedos de esta última se cerraron en torno a su muñeca, produciéndole un escalofrío con su gélida textura.

—Quizá van a convertirme en una criatura mágica —balbuceó esperanzado.

El patio, los muros de piedra negra, los purpúreos rayos solares, las losas cenicientas y, en definitiva, el edificio entero comenzaron a disiparse en su derredor, deslizándose por las fronteras de su visión en acuosos surcos semejantes a los que trazarían las pinturas de un lienzo de ser expuestas a la lluvia. Encantado, el kender notó cómo el azabache atuendo de la mujer le arropaba el cuerpo, se enrollaba bajo su barbilla.

Cuando recobró el conocimiento, Tasslehoff descubrió que estaba acostado sobre un suelo de piedra fría y dura. A su lado, Bupu emitía estruendosos ronquidos mientras Caramon, sentado, meneaba la cabeza en un intento de despejar las telarañas que envolvían su embotado cerebro.

—¡Vaya hospedaje nos han asignado! —se quejó el kender, a la vez que se frotaba la dolorida nuca—. No les costaría nada crear lechos mullidos mediante la magia, sobre todo si le obligan a uno a dormir la siesta. ¿No te parece, Caramon —empezó a comentar ya incorporado—, que en lugar de…? ¡Oh!

Al oír como la voz de su amigo se quebraba en un singular gorgoteo, el guerrero levantó presto los ojos.

No estaban solos.

—Conozco este lugar —afirmó el todavía aturdido hombretón.

Se hallaban en una vasta sala de obsidiana, tan ancha que su perímetro se perdía en las sombras, tan alta que la penumbra oscurecía su techo. No se vislumbraban ni pilares de sostenimiento ni la más ínfima rendija de luz. No obstante la estancia estaba iluminada con un pálido resplandor blanco, no amarillo, cuya fuente los recién llegados no lograron localizar. Gélido, tenue, el fulgor estaba lejos de caldear el ambiente.

La última vez que Caramon visitó la cámara, la luz brillaba sobre un anciano que, ataviado con la Túnica Blanca, permanecía sentado en solitario en una colosal silla de piedra que más parecía un trono. Ahora los amortiguados fulgores bañaban el rostro del mismo personaje, si bien se hallaba en compañía. Un semicírculo de asientos similares, del mismo material, se distribuía a su alrededor: veintiuno para ser exactos, quedando él en el del centro. Ocupaban su flanco izquierdo tres figuras apenas visibles, de raza y sexo indefinido tras las capuchas que cubrían sus rostros. Vestían el atuendo rojo de la neutralidad y, a su lado y en ordenada sucesión, se divisaban otras seis criaturas enfundadas en negros ropajes. Entre ellas se distinguía una silla vacía. A la derecha del hechicero que presidía la esotérica asamblea se recortaban otros cuatro magos de túnica encarnada, éstos situados junto a media docena de portadores del color blanco de la benignidad. La sacerdotisa Crysania yacía frente al semicírculo, depositado su cuerpo en una plataforma sobre el suelo y arropado por un lienzo de tonos albos.

De todos los miembros del cónclave, sólo la faz del anciano era por completo visible.

—Buenas tardes —lo saludó Tasslehoff, repitiendo reverencias y retrocesos hasta que se tropezó con Caramon, que estaba más retirado—. ¿Quiénes son esos seres? —aprovechó el kender para preguntar en un audible susurro—. ¿Qué hacen en nuestro aposento?

—El viejo del centro es Par-Salian —contestó el interpelado—. Y no estamos en un aposento, sino en la sala de reuniones de los magos o algo parecido. Será mejor que despiertes a la enana gully.

—¡Bupu! —Obediente, Tas llamó a su compañera y reforzó su exclamación con un puntapié en las costillas.

—¡El diablo te confunda! —gruñó ella, dándole la espalda y negándose a abrir los ojos—. Vete, quiero dormir.

—¡Bupu! —insistió el kender irritado, consciente de que el vetusto anciano había clavado los ojos en su persona—. Levántate, van a servir la cena.

—¡La cena! —Alzó la enana sus pesados párpados, y se puso en pie de un salto para someter la estancia a un ansioso escrutinio.

Al distinguir a las veinte sombrías figuras, sentadas en silencio y ocultos sus rasgos en la penumbra de las capuchas, Bupu emitió un alarido de conejo torturado. Se arrojó, en un impulso de pánico, contra Caramon y enroscó los brazos en torno a su tobillo, apretujándose con todas sus fuerzas hasta tal punto que el gigantesco humano, sabedor de que ojos llameantes lo escudriñaban, intentó deshacerse de su molesta garra y no lo logró. Se aferraba a sus poderosas piernas como una sanguijuela, a la vez que oteaba a los magos aterrorizada. Al fin, el guerrero cejó en su empeño.

El semblante del regio presidente de la asamblea se arrugó en lo que parecía una sonrisa. Tas observó que Caramon bajaba la mirada, avergonzado de la olorosa suciedad de su ropa, y acto seguido se atusaba la barba de varios días y se pasaba la mano entre el enmarañado cabello. Las mejillas del robusto compañero ardían cuando, endurecida su expresión, se decidió a hablar con una dignidad casi pueril.

—Par-Salian —dijo, con una voz cavernosa cuyos ecos resonaron en demasía por la espaciosa sala— ¿te acuerdas de mí?

—Por supuesto, guerrero —contestó el anciano. Su tono era quedo, pero incluso tan tenues sonidos quedaron suspendidos en el aire. Hasta un susurro agónico se habría dilatado en la apenas amueblada cámara.

Nada añadió, ni tampoco los otros hechiceros pronunciaron una palabra. Caramon, incómodo, señaló a la sacerdotisa Crysania con un nervioso gesto de la mano.

—La he traído aquí —explicó— en la confianza de que podréis socorrerla. ¿He obrado con acierto? ¿Haréis algo por ella?

—Ayudar a la sacerdotisa está fuera de nuestro alcance —sentenció Par-Salian—, nuestros conocimientos de nada sirven en este caso. Para guardarla del encantamiento en que la envolvió el Caballero de la Muerte, y que de otro modo habría agotado su vida, Paladine atendió a su plegaria y acogió su alma en un plano superior, donde reina la paz.

—Fue culpa mía —confesó, a regañadientes, el hombretón—. Le fallé, debería haber sido capaz de…

—¿De velar por su seguridad? —concluyó el mago meneando la cabeza—. No, guerrero, tu destreza con las armas habría resultado inútil contra el espectro portador de la rosa solánmica. Frente a semejante adversario nada puede un mortal como tú. ¿No es cierto, kender?

Tas, capturado por la penetrante mirada de aquellos ojos azules que aún conservaban toda su vivacidad, sintió un chispeante cosquilleo en todo su ser.

—Sí —balbuceó—. Yo vi al caballero, a la criatura. —Se estremeció y tuvo que interrumpirse.

—Ya has escuchado las declaraciones de un ser que no conoce el miedo —recalcó Par-Salian—. No guerrero, no debes reprocharte lo ocurrido. Ni tampoco has de perder la esperanza pues, aunque nosotros no conozcamos el conjuro susceptible de devolver el alma de Crysania a su cuerpo, sabemos quién puede hacerlo. Pero antes de proseguir cuéntanos por qué nos buscaba la sacerdotisa, qué misión la llevó al linde del Bosque de Wayreth.

—No tengo la absoluta certeza —gruñó el interpelado.

—Raistlin fue la causa de su arriesgado viaje —apostilló Tasslehoff, deseoso de esclarecer el enigma. Su voz, no obstante, sonó chillona y discordante en la estancia, el nombre que acababa de pronunciar se desdobló en fantasmales notas. Par-Salian frunció el ceño, Caramon le dirigió una mirada fulgurante y los magos ladearon sus encapuchadas cabezas, entre el suave crujir de sus túnicas. Al comprobar el efecto de su revelación, el kender tragó saliva y se sumió en el silencio.

—Raistlin. —Era el anciano quien hablaba, en un inquietante bisbiseo. Clavó sus ojos en Caramon y preguntó—: ¿Qué relación puede tener una sacerdotisa defensora del Bien con tu hermano? ¿Por qué exponerse a terribles contratiempos en beneficio de una criatura tan abyecta?

El guerrero no pudo, o no quiso, despegar los labios.

—¿Conoces el alcance de su malignidad? —insistió el hechicero sin un asomo de conmiseración.

Caramon, testarudo, rehusaba contestar. Mantuvo la mirada fija en el pétreo suelo.

—Yo lo conozco —quiso colaborar Tas, pero Par-Salian ondeó la mano en el aire y tuvo que enmudecer.

—¿Ignoras acaso que, si nuestras sospechas son ciertas, se propone conquistar el mundo? —Las punzantes palabras del anciano traspasaban como dardos el pecho del compungido humano, que arqueó la espalda en un vano afán de encerrarse en sí mismo—. Se ha aliado con tu hermanastra Kitiara, la Dama Oscura según la llaman sus propias tropas, para reunir un ejército. Sus operaciones ya se han iniciado, cuenta con el apoyo de los dragones y las ciudadelas voladoras. Y, además, sabemos…

—No sabes nada, gran maestro —lo atajó una voz sarcástica que atronó la cámara—. ¡Eres un necio!

Tan duras frases cayeron como gotas de agua en una laguna remansada, provocando rizos en la hasta entonces completa calma, rizos que se propagaron sin tardanza entre los presentes. Tas se volvió sobresaltado hacia el lugar de dónde procedían los desdeñosos sonidos y vislumbró, a su espalda, una figura que se esbozaba en la penumbra. Sus negros ropajes revolotearon alrededor de sus pies cuando pasó junto a él, resuelta a encararse con Par-Salian. Una vez situada en el punto deseado, la criatura se detuvo y retiró el embozo de sus facciones.

—¿Quién es? —indagó el kender, que no podía ver al recién llegado por hallarse en segundo término.

—Un elfo oscuro —respondió Caramon, rígido como una vara.

—¿De verdad? —se entusiasmó el hombrecillo—. Durante todos mis años de estancia en Krynn nunca tuve la oportunidad de estudiar a ninguno.

Con el brillo de la curiosidad encendido en sus pupilas, dio un salto adelante… para quedar inmovilizado bajo una garra que sujetaba el cuello de su camisa. Era Caramon quien, ignorando sus irritadas protestas, lo arrastró junto a sí mientras Par-Salian y la figura se retaban en un duelo mudo, sin percibir el forcejeo.

—Creo que deberías explicar tu insolencia, Dalamar —dijo el viejo maestro tras unos segundos de tensión—. ¿Por qué soy un necio?

—¡Conquistar el mundo! —repitió el indisciplinado alumno—. No son tales sus planes. No hay nada que pueda importarle menos que el continente de Ansalon, la prueba está en que si quisiera podría subyugarlo en un abrir y cerrar de ojos, hoy mismo.

—Entonces, ¿cuáles son sus proyectos? —inquirió un mago de Túnica Roja que estaba sentado en la proximidad de Par-Salian.

Tas, aún atenazado por la mano del guerrero, advirtió que las delicadas y crueles facciones del elfo se ensanchaban en una sonrisa. Una sonrisa que lo llenó de espanto.

—Ha resuelto convertirse en un dios —anunció Dalamar despacio—. Va a desafiar a la mismísima Reina de la Oscuridad.

Los allí reunidos no abrieron la boca, no se movieron, pero el sepulcral silencio circuló entre ellos como una corriente de aire en tanto que, sin un pestañeo, observaban a Dalamar.

—Le atribuyes más virtudes de las que en realidad atesora —aventuró, con un hondo suspiro, el jerarca.

Se oyó en la sala el ruido peculiar que produce un lienzo al rasgarse en dos mitades. Tas vio que el elfo oscuro gesticulaba con los brazos, sin duda para partir el paño de su pectoral.

—¡Nada mejor que esta muestra de su poder para rebatir tus argumentos! —exclamó Dalamar.

Los magos estiraron el cuello, e ininteligibles expresiones de asombro se sucedieron en la fría atmósfera de la sala como una ráfaga de viento. Tas se debatió entre los brazos de Caramon mas cuando, vencido, le lanzó una iracunda mirada, constató anonadado que su robusto compañero permanecía impertérrito, sin el más mínimo atisbo de curiosidad.

—Contemplad el estigma de su mano en mi persona —invitó Dalamar a la asamblea—. Apenas puedo soportar el lacerante dolor. —Hizo una pausa antes de añadir, con los dientes apretados—: Me encargó que te saludara de su parte, Par-Salian.

El gran maestro inclinó la cabeza y se llevó una mano, que temblaba evidentemente, a la sien para sujetársela. Durante un minuto se exacerbaron en su faz los surcos de la vejez, la debilidad, el agotamiento, si bien no tardó en dirigirse de nuevo al discípulo con renovada energía.

—Así que nuestros temores se han confirmado. —Sus ojos se arrugaron en actitud inquisitiva—. Sabe que te enviamos…

—¿Para vigilarle? —terminó Dalamar entre amargas risas—. No creo que le costara mucho adivinarlo. Ha estado al corriente de mis movimientos desde el primer día, me ha utilizado a mí, como a vosotros, para satisfacer sus propios fines. —El elfo escupía, más que pronunciaba, las palabras.

—Me resultaba difícil aceptar tus revelaciones —apuntó el mismo hechicero de Túnica Roja que antes hablara—. El joven Raistlin es una criatura poderosa, no lo niego, pero ese proyecto de enfrentarse a una diosa me parece ridículo.

Su afirmación fue coreada desde las dos secciones del semicírculo.

—¿De verdad? —preguntó el elfo a fin de acallar el revuelo, con un tono letal por su extrema suavidad—. En ese caso, permitidme que os exponga vuestra total ignorancia respecto al significado del término «poder». Vuestras facultades son insignificantes comparadas con las suyas, ni con una sonda infinita alcanzaríais las profundidades de su sapiencia. ¡No es posible medirla! Yo, sin remontarme a las esotéricas alturas que su magia gobierna, he presenciado portentos que ninguno de los aquí presentes osaría ni siquiera imaginar. —La furia que ribeteaba su voz fue sustituida por una admiración sin condiciones hacia el protagonista de su relato—. He recorrido las regiones del sueño con los ojos abiertos, mis pupilas se han posado en una belleza tal que un corazón fuerte no la resistiría sin estallar de dolor. He descendido, asimismo, a las simas de las pesadillas, y he descubierto horrores tan indescriptibles —se estremeció— que supliqué la muerte antes que tener que encararme a ellos. —Se interrumpió unos segundos y, con un centelleo de sus oscuras pupilas, atrajo la ensimismada atención de los veinte sabios—. Y todos estos prodigios son fruto de su magia, él los conjura y los crea.

No se oía en la estancia ni una respiración.

—Demuestras prudencia al asustarte, gran maestro —continuó Dalamar—. Sin embargo, por mucho que temas a Raistlin nunca será suficiente. Es cierto que no tiene el poder que ha de llevarle al otro lado del mortífero umbral, pero pronto partirá en su busca. Mientras nosotros hablamos él hace los preparativos para el largo viaje y, en cuanto yo regrese mañana, abandonará la Torre.

—¿Regresar tú a su lado? —repitió Par-Salian perplejo—. No lo permitiré. Sabe, como tú mismo has informado, que eres un espía de este cónclave arcano formado por sus compañeros —declaró, y fijó la vista en la butaca que permanecía vacía en medio de los representantes de la Túnica Negra—. Eres valiente, Dalamar, pero no has de volver y sufrir lo que sería una tormentosa muerte en sus manos.

—No puedes impedírmelo —replicó el aprendiz sin un resquicio de emoción en su talante—. Ya os he comentado que vendería mi alma a cambio de perfeccionar mis estudios junto a un ser como él. Ahora, aunque me cueste la vida, conservaré mi ventajoso puesto de ayudante y quedaré a cargo de la Torre de la Alta Hechicería durante su ausencia.

—¿Te ha encomendado Raistlin esa misión, pese a tu traicionera conducta? —El hechicero de la Túnica Roja no daba crédito a sus oídos.

—Me conoce bien —repuso el discípulo con cierto resentimiento—. Es consciente de mi dependencia, de tenerme atrapado en sus redes. Ha flagelado mi cuerpo y absorbido la esencia de mi espíritu, y aun así no escaparé a la telaraña que ha tejido a mi alrededor. No soy el primero ni el único que cae en semejante trance —agregó, a la vez que señalaba la inerte figura blanca que yacía sobre la plataforma. No contento con involucrar a Crysania, giró el rostro y dedicó a Caramon una burlona sonrisa—. ¿Me equivoco, hermano?

Al fin el guerrero entró en acción. Arrancó bruscamente a Bupu de su pie, soltó a Tas y dio un paso al frente, lo que permitió al kender y a la enana agazaparse tras su espalda.

—¿Quién es este individuo? —inquirió frunciendo el ceño—. ¿Qué ocurre, Par-Salian, de qué habláis? Os he oído mencionar a Raistlin, pero no he entendido una palabra.

Antes de que el insigne mago atinara a contestar, el elfo oscuro se apresuró a explicar al fornido humano:

—Me llamo Dalamar y soy el aprendiz de tu gemelo en la Torre de la Alta Hechicería. Además ejerzo como espía, enviado por esta augusta asamblea para observar de cerca las maquinaciones de Raistlin.

Caramon no articuló sonido alguno, estaba demasiado ocupado en examinar con los ojos muy abiertos el pecho del falso alumno. Intrigado por la expresión de espanto del compañero, Tas lo imitó y, al instante, distinguió cinco agujeros socarrados y sanguinolentos en la carne de Dalamar. El kender tragó saliva, muy impresionado.

—Sí, fue la mano de tu hermano la que me infligió estas heridas —aclaró el elfo, que adivinó sin dificultad los pensamientos del guerrero. Esbozando una indefinible sonrisa, recogió en su palma los jirones de su túnica y los anudó en su hombro al objeto de ocultar las horrendas lesiones—. No debes preocuparte —musitó—, sólo me aplicó el castigo que merecía.

Caramon apartó los ojos, tan pálido que Tas deslizó los dedos entre los suyos en un intento de reconfortarlo. Temía que se desmayara, circunstancia que Dalamar no dejó de percibir y aprovechó para ensañarse.

—¿Qué sucede? —preguntó socarrón—. ¿No le creías capaz de tanta crueldad? No, claro, eres igual que todos estos ancianos. ¡Hatajo de estúpidos! —Al insultar a los presentes su mirada corrió entre ellos, presta a borrarles de la faz del mundo.

Los murmullos de indignación se entremezclaron con los de pánico, ambos superados por las manifestaciones de incertidumbre. Transcurridos unos momentos, Par-Salian alzó la mano para conminar el silencio a los desencajados sabios.

—Ya es hora, Dalamar, de que nos relates los pormenores de tan sorprendentes planes. A menos, por supuesto, que Raistlin te haya prohibido referirlos frente al cónclave. —Aunque sereno, impasible a la insolencia del alumno, impartió su orden con una nota de ironía que el elfo captó al instante.

—No, no hubo tal prohibición —dijo sin perder la sonrisa—. Conozco una parte de sus intenciones, e incluso quiso asegurarse de que os la comunicaría con todo lujo de detalles.

Se produjo una breve algarabía en la que cundieron las chanzas, un intervalo de humor al que todos se sumaron de buen grado, salvo Par-Salian. En efecto, este último exhibía en su entrecejo los surcos de la más honda inquietud.

—Continúa —exhortó al elfo, casi sin voz.

Dalamar inhaló una bocanada de aire e inició su narración.

—Va a desplazarse en el tiempo, a aquella época anterior al Cataclismo en la que Fintandantilus se hallaba en la cúspide de su poder. Mi Shalafi desea entrevistarse con el gran mago, compartir sus estudios y recuperar las obras por él escritas que fueron destruidas en la debacle. Raistlin está persuadido de que, si no engañan los volúmenes arcanos leídos con tanto esmero tras retirarlos de la Gran Biblioteca de Palanthas, Fistandantilus aprendió cómo atravesar el umbral que separa a los hombres de los dioses y, de este modo, sobrevivió a la espantosa hecatombe y prolongó sus días hasta las guerras enaniles. También así logró salvarse de la terrible explosión que devastó la tierra de Dergoth y perduró, en estado latente, a la espera de un nuevo receptáculo donde albergar su alma.

—¿Qué clase de galimatías es éste? ¡Que alguien me ponga en antecedentes de tan esotérica charla, o arrasaré la sala y volarán por los aires vuestras miserables cabezas! —amenazó Caramon fuera de sí—. ¿Quién es Fistandantilus? ¿Qué vínculo le une a mi hermano?

—Chitón —le ordenó Tas, a la vez que lanzaba a los magos una mirada llena de temor.

—Nos hacemos cargo de su enfado, kender —lo tranquilizó Par-Salian—. Y también comprendemos el pesar subyacente a su atrevimiento, así que me dispongo a darle la explicación que le debemos. Empezaré por confesar que quizás actué de manera errónea. Pero ¿tenía acaso otra alternativa? ¿Dónde estaríamos hoy de haber tomado una decisión distinta?

Tasslehoff vio que el gran maestro escrutaba de hito en hito a los hechiceros que lo flanqueaban y, de pronto, comprendió que sus últimas frases iban dirigidas a ellos más que al guerrero. Muchos de los miembros de la asamblea se habían quitado las capuchas y sus semblantes se contorneaban, conspicuos, bajo la fantasmal luz. La ira marcaba los de los portadores de la Túnica Negra, en claro contraste con el miedo que se reflejaba en los rasgos de los defensores del Bien. En cuanto a los sabios envueltos en ropajes encarnados, hubo uno que llamó de un modo especial la atención del kender debido a su aparente impasibilidad y a sus ojos que, oscuros y nerviosos, desmentían tal actitud. Era el mago que había puesto en duda la magnitud del poder de Raistlin, y Tas tuvo la impresión de que Par-Salian le mostraba una especial deferencia.

—Hace más de siete años, fui visitado por Paladine en una de sus encarnaciones —declaró el gran maestro con la mirada perdida en la bruma—. Me advirtió de la época de terror que había de tambalear los cimientos del mundo, me contó que la Reina de la Oscuridad había despertado de su letargo a los dragones malignos resuelta, en su inagotable sed de poder, a provocar una guerra que le permitiera subyugar a los habitantes de Krynn. «Eligirás a uno de los magos de tu Orden para que contribuya a desterrar el Mal —me dijo—. Sé prudente y reflexiona antes de designar a la persona adecuada, piensa que ha de ser la espada que hienda la negrura de una estocada mortal. No debes revelarle nada de lo que el futuro os depara, has de dejar que sean sus determinaciones y las de otros las que salven el reino o lo zambullan en la noche eterna».

Interrumpió al anciano una batahola de protestas, provenientes sobre todo de los nigromantes, pero él se limitó a esperar que se apaciguaran. Sin embargo, sus cansadas pupilas despedían destellos, que aceleraron el proceso al atestiguar la autoridad que todavía anidaba en las entrañas de aquel ser de aspecto senil.

—No os falta razón —concedió con un tono algo cortante—, podría haber convocado una reunión de la asamblea para someter el asunto a su juicio. Pero creí, y sigo creyéndolo, que era yo quien debía asumir esta responsabilidad. Sabía de antemano cuántas horas pasaría el cónclave discutiendo, sin posibilidad de acuerdo. Me arriesgué, pues, a actuar en solitario. ¿Hay alguien que niegue mi derecho a hacerlo?

Tas contuvo el aliento, sintiendo que la ira de Par-Salian se expandía, como un manto, por la estancia. Los magos de Túnica Negra se inmovilizaron en sus asientos, aunque persistió un sordo zumbido de voces. El gran maestro guardó unos instantes de silencio, antes de fijar su atención en Caramon y declarar:

—Elegí a Raistlin.

—¿Por qué? —gruñó el guerrero.

—Tenía mis razones, algunas de ellas tan secretas que ni siquiera ahora puedo revelártelas. Pero hay una evidente: tu hermano nació con un don, la magia se aloja en su ser espontáneamente. Ése fue el motivo fundamental. ¿Sabías que, desde el primer día en que acudió a la escuela, su profesor sintió por él miedo y respeto? ¿Cómo enseñar a un alumno cuyos conocimientos superan a los de aquel que debe formarle? Y, combinada con sus virtudes arcanas, está su inteligencia. La mente de Raistlin nunca descansa, ávida de erudición y de respuestas a los enigmas del universo. También atesora otra cualidad importante, el valor. Sí, es quizá más fuerte que tú, guerrero, pues vence al dolor cada hora de su vida. Se ha enfrentado a la muerte en numerosas ocasiones y siempre salió victorioso, no le asustan ni la luz ni las tinieblas. En cuanto a su alma, arden en ella la ambición, el ansia de predominio y una curiosidad irrefrenable. No me cabía la menor duda de que nada se interpondría en su camino, que no se detendría hasta alcanzar sus objetivos. No ignoraba que los fines que se trazase beneficiarían al mundo, aunque él mismo acabase por volverle la espalda.

Se produjo una nueva pausa. Cuando el anciano retomó el hilo de su historia, las palabras brotaron como un lamento:

—Pero antes debía pasar la Prueba.

—Deberías haber previsto el desenlace —le reprochó el hechicero ataviado de rojo, si bien no levantó la voz—. Todos sabíamos que él esperaba, al acecho de una oportunidad.

—¡No tuve otra opción! —se defendió Par-Salian, casi colérico—. Se agotaba nuestro tiempo, el del mundo. El joven había de someterse a la Prueba y asimilar cuanto había aprendido. No podía demorarlo.

Caramon miró, de hito en hito, a las dos dignas figuras e intervino en su controversia.

—¿Eras consciente de que Raistlin corría peligro al traerle a la Torre?

—Sí —confesó el anciano—. Pero la Prueba siempre entraña riesgos, fue concebida para eliminar a quienes podían resultar perjudiciales a sí mismos, a la Orden y a todos los inocentes que pueblan Krynn. —Alzó la mano y se alisó las cejas—. Recuerda, por otra parte, que se trata de un examen y, en consecuencia, de una enseñanza. Abrigábamos la esperanza de que tu hermano aprendiera compasión, piedad, y a la vez templara su desmedido afán de trascender la condición de hombre. Quizá me traicionó mi ferviente anhelo de convertirle en un ser perfecto, un anhelo que me hizo olvidar a Fistandantilus.

—¿Fistandantilus? —repitió Caramon confuso—. ¿Por qué ibas a pensar en él? Por lo que he colegido de vuestra discusión murió hace decenios.

—No, lo que antes se ha dicho es precisamente lo contrario —aclaró Par-Salian cariacontecido—. El estallido que destruyó a millares de criaturas en las guerras enaniles y arruinó un territorio que, todavía hoy, es un yermo desierto, no logró aniquilar a Fistandantilus, su poder era tal que derrotó a la misma muerte. Lo que hizo fue mudarse a otro plano de existencia, lejano al nuestro pero no lo suficiente. Desde allí se mantuvo alerta, vigilante, en espera de que algún cuerpo aceptara cobijar a su espíritu. Y lo encontró: era el de Raistlin.

El hombretón escuchó la parrafada con los músculos en tensión y el rostro lívido. Tas se percató, mientras tanto, de que Bupu comenzaba a retroceder y la agarró por la muñeca, evitando así que la aterrorizada enana emprendiera la huida de la vasta sala.

—¿Quién sabe qué pacto sellaron en el curso de la Prueba? Probablemente ninguno de los presentes. —Aunque afligido, el viejo narrador ensanchó sus labios en una sonrisa—. Lo que es innegable es que Raistlin estuvo soberbio, si bien las extenuantes fases del examen afectaron su ya delicada salud. Quizás habría sobrevivido a la última, la confrontación con el elfo oscuro, sin la ayuda de Fistandantilus… o quizá no.

—¿Su ayuda? ¿Acaso le salvó de la muerte?

—No puedo responder a esa pregunta, guerrero —admitió Par-Salian—, lo único que estoy en situación de afirmar es que no fuimos nosotros quienes estamparon en su tez ese tinte dorado. El oponente de Raistlin le arrojó una bola de fuego y él, aunque parezca imposible, resultó ileso.

—Para Fistandantilus no era difícil protegerle de ese encantamiento —apuntó el sabio vestido de encarnado.

—Estoy de acuerdo con tu comentario —se apresuró a responder el anciano—. También a mí me causó extrañeza, mas no lo pude investigar ya que, a partir de aquel momento, los acontecimientos del mundo se precipitaron hasta llegar al climax. Tu hermano concluyó la Prueba con éxito, sin mayores alteraciones en su organismo que el lógico debilitamiento físico. Yo tenía razón —añadió paseando por el semicírculo una mirada de triunfo—, su magia había sobrepasado cotas inimaginables. ¿Qué otro hechicero se habría hecho con el control de un Orbe de los Dragones sin estudiarlo durante años?

—Eso nada demuestra —opuso de nuevo su adversario dialéctico—, lo apoyaba alguien cuyos conocimientos se contaban por centurias.

Par-Salian optó por callar, aunque su expresión ceñuda delataba su disgusto.

—Veamos si he comprendido —balbuceó Caramon espiando, inseguro, al mago de la Túnica Blanca—. Fistandantilus, al adueñarse del alma de Raistlin, fue el causante de que se convirtiera en un paladín del Mal.

—No debes exculpar a tu hermano —lo amonestó Par-Salian—. Se le ofreció una alternativa, como nos ocurre a todos, y él decidió con plena responsabilidad.

—¡No te creo! —se rebeló, de pronto, el guerrero—. Raistlin nunca tuvo esa opción, estás mintiendo. Lo torturasteis sin contemplaciones hasta que uno de esos esbirros tuyos reclamó para sí los despojos.

Las acusaciones del corpulento humano retumbaron entre las sombras con el fragor del trueno. Tas reparó, alarmado, en la fijeza con que Par-Salian escudriñaba a su amigo, y se preparó para el hechizo que había de fulminarlo. El castigo nunca llegó, lo único que alteraba la calma de la sala era la ruda respiración del guerrero.

—Lo restituiré sin tardanza al presente —aseveró Caramon al fin, anegados sus ojos de lágrimas—. Si él puede viajar en el tiempo para encontrarse con Fistandantilus, yo también. Vosotros me indicaréis cómo. Y en cuanto se cruce en mi camino ese brujo diabólico, le mataré. Así Raistlin volverá a ser el de antes, olvidará su demente plan de retar a la Reina de la Oscuridad y transformarse en un dios.

Pronunció su discurso sin más pausas que las que le exigían los sollozos al intentar, sin éxito, surgir al exterior. El semicírculo se sumió en un caos de gritos, de bramidos de cólera.

—¡Eso es imposible! ¡Cambiaría el rumbo de la Historia! Has ido demasiado lejos, Par-Salian —exclamaban las voces enfurecidas de los magos.

El vetusto presidente del cónclave se puso en pie y, ladeando el rostro, consultó en silencio a los reunidos, uno tras otro y de manera individual. Tas percibió aquel mudo conferenciar rápido, directo, fulgurante como el rayo.

Caramon se enjugó las lágrimas, que afluían ahora a borbotones, sin deponer su actitud desafiante. Despacio, los magos se arrellanaron en sus pétreas butacas y volvió a reinar la paz, si bien el hombrecillo vislumbró puños cerrados y muecas de reticencia o, acaso, de ira. El hechicero de la Túnica Roja, el que más inquietaba al kender, estudiaba a Par-Salian en postura especulativa, con una ceja enarcada. En el instante en que también el más temible adversario se relajó, el anciano lanzó una última mirada a sus compañeros y les dio la espalda para dirigirse a Caramon, en estos términos:

—Analizaremos tu ofrecimiento. Podría funcionar, ya que Raistlin no espera…

Lo interrumpieron las carcajadas de Dalamar.