Artes Arcanas
Dalamar se acercó a la puerta del laboratorio del mago con el alma en vilo, paseando sus nerviosos dedos sobre las protectoras runas bordadas en el paño de su negra túnica a la vez que ensayaba, de forma precipitada, varios hechizos registrados en su memoria. Una cierta dosis de precaución era siempre adecuada, necesaria incluso, en cualquier joven aprendiz dispuesto a introducirse en las cámaras particulares de un maestro tan poderoso como maligno, pero las que había tomado Dalamar eran extraordinarias. Tenía buenas razones para obrar así: guardaba secretos que no debían trascender, y no había nada en este mundo más digno de su temor que la mirada de aquellos dorados relojes de arena que configuraban los ojos del nigromante.
Y, sin embargo, una corriente de excitación más honda que el miedo fluía, palpitaba en la sangre de Dalamar como en las anteriores ocasiones en que se detuvo frente a aquella puerta antes de llamar. Había visto prodigios maravillosos entre los cuatro muros del laboratorio, bellos aunque espeluznantes.
Levantando la mano derecha, trazó un símbolo en el aire frente a la hoja de madera y susurró unas palabras en el lenguaje de la magia. No hubo reacción, el acceso no se hallaba sujeto a ningún hechizo. Dalamar, el elfo oscuro, respiró relajado o, acaso, invadido por un inconfesable desencanto. Su maestro no estaba consagrado a ninguna labor esotérica importante, de lo contrario habría formulado un encantamiento a fin de evitar la entrada de cualquier intruso. Al bajar la vista hacia el suelo, el avanzado discípulo no descubrió luces ni resplandores que escaparan por el quicio. Tampoco olfateó más aromas que los habituales, mezcla de especies y corrupción, así que hizo tamborilear las yemas de los dedos sobre la puerta y aguardó en silencio.
Una orden, pronunciada con tono quedo, llegó a sus oídos en el tiempo que tardó el elfo en emitir un suspiro:
—Adelante, Dalamar.
El interpelado se infundió ánimos y avanzó hacia el interior de la estancia cuando la robusta hoja giró sobre sus goznes, franqueándole el paso. Raistlin estaba sentado ante una enorme y muy antigua mesa de piedra, de tan descomunales proporciones que un miembro de las fornidas razas de minotauros establecidos antaño en Mithas podría haberse acostado en ella y, tras extender toda su envergadura, dejar un espacio libre. Tanto este objeto como el resto del laboratorio formaban parte del mobiliario que el hechicero descubriera al reclamar para sí la posesión de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas.
La sombría sala parecía mucho mayor de lo que era, si bien el elfo oscuro no lograba determinar si tal efecto óptico se debía a una peculiar configuración o al hecho de que él se sentía insignificante cada vez que la visitaba. Se alineaban en las paredes interminables hileras de libros, al igual que en el estudio privado del maestro, en cuyos lomos refulgían singulares runas y títulos escritos en finos caracteres, legibles pese a la capa de polvo que los cubría. En las mesas que jalonaban las paredes descansaban frascos y viales de retorcido diseño, llenos de líquidos de vivos colores que bullían burbujeantes con sus poderes ocultos.
Muchos años atrás, en este laboratorio se habían concebido las más poderosas manifestaciones de la magia que nunca conociera Krynn. Fue aquí donde se congregaron en momentánea armonía los doctos representantes de las tres Túnicas —la Blanca del Bien, la Roja de la Neutralidad y la Negra del Mal— para crear los Orbes de los Dragones, uno de los cuales se hallaba ahora entre las sagradas pertenencias de Raistlin. Y también se fraguó en tan enigmático recinto la alianza de las tres Ordenes en un último y definitivo esfuerzo destinado a salvar a las Torres, estandartes pétreos de su fuerza, del acoso del Príncipe de los Sacerdotes de Istar y la fanática plebe. Fracasaron, no obstante, al decidir unánimemente que era preferible vivir derrotados a combatir, mas debe decirse en su descargo que de haber utilizado sus dotes arcanas habrían destruido el mundo y ellos no lo ignoraban.
Los magos fueron obligados a abandonar la mole, no sin antes transportar sus libros de hechizos y demás parafernalia a la Torre de la Alta Hechicería que se erguía en el misterioso Bosque de Wayreth. Pero cuando se disponían a entregar al más alto mandatario de la ciudad las llaves de su, hasta entonces, inviolable morada, una maldición se cernió sobre el edificio y sus inmediaciones. El Robledal de Shoikan creció en unos segundos para custodiarlo de los curiosos hasta que, según las predicciones, llegara a sus puertas el Amo del Pasado y del Presente revestido de todo su poder.
Y arribó el Amo, el maestro, a la fuente de tanta sabiduría. Era la figura que se encontraba frente a la mesa del laboratorio, volcada sobre aquella pétrea superficie que hacía varias centurias fue salvada del fondo del mar. Los símbolos rúnicos que había tallados a lo largo de su perímetro la eximían de cualquier influencia externa susceptible de perturbar el trabajo del mago, si bien todavía resultaba más admirable su lisa textura, tan pulida que hacía las veces de espejo. Dalamar incluso distinguía en ella, bajo la luz de las velas, el reflejo de los volúmenes encuadernados en tela azul marino que allí reposaban en ordenados montones.
Había otros objetos esparcidos sobre la inefable mesa, artículos espantosos y divertidos, horribles y encantadores: los componentes de los hechizos de Raistlin. El mago estaba ahora ocupado en manipularlos y estudiarlos. Pero pronto se dedicó a hojear muy atento un vetusto volumen mientras mascullaba frases arcanas o estrujaba una sustancia entre sus delicados dedos, vertiendo el líquido resultante en un tubo de ensayo.
—Shalafi —lo saludó Dalamar, un término elfo que significaba «maestro».
Raistlin alzó la cabeza, y el discípulo tuvo la súbita sensación de que aquellas doradas pupilas se salían de sus cuencas para traspasarle el alma con un dolor indefinible. Una oleada de pánico inundó la conciencia del elfo oscuro, esculpidas en su cresta las palabras «Lo sabe». Sin embargo, no delató sus emociones en sus atractivos rasgos, que se mantuvieron inamovibles; relajados, mientras sus ojos se clavaban en los de su oponente y recogía las manos bajo los pliegues de la túnica, como dictaban los cánones.
Tan azaroso era su trabajo que cuando ellos, los entes superiores, juzgaron necesario instalar a un espía en la morada del mago solicitaron voluntarios, ya que ninguno quiso incurrir en la responsabilidad que entrañaba designarlo a sangre fría. Dalamar aceptó raudo el reto, dando un paso al frente sin un titubeo.
La magia era el único hogar del traicionero discípulo de Raistlin Majere. Originario de Silvanesti, no era reclamado por tan noble raza de elfos ni deseaba, tampoco, regresar junto a ellos. Al nacer en el seno de una de las castas inferiores no aprendió sino los rudimentos de las artes arcanas, ya que la auténtica erudición estaba reservada a los miembros de la familia real, pero aun así tuvo ocasión de saborear el poder y éste se convirtió en su único objetivo. Se afanaba en estudiar a hurtadillas los conjuros prohibidos, hasta que se revelaron a su entendimiento prodigios que en principio sólo debían conocer los hechiceros de alto rango. Fue la nigromancia lo que más le impresionó y, así, al ser descubierto ataviado con el oscuro hábito que aborrecían todos los elfos leales a su pueblo, se le impuso el castigo del destierro a perpetuidad. De este triste evento provenía su sobrenombre de «elfo oscuro», criatura privada de la luz del Bien. A Dalamar no le molestaba tan funesto apodo, antes al contrario, era para él un halago que lo comparasen a la negrura por considerarla sinónimo de fuerza y soberanía.
Sea como fuere, el elfo se ofreció para la espinosa misión. Al preguntarle sus superiores qué motivos lo inducían a arriesgar su vida en tan ardua empresa, se limitó a contestar impertérrito:
—Incluso vendería mi alma a cambio de una oportunidad de observar al ser más poderoso del mundo arcano que jamás vivió sobre la tierra.
—Quizá sea ése el precio que pagues —comentó una entristecida voz.
El recuerdo de esta voz renacía en la mente de Dalamar en determinados momentos, sobre todo en las negras noches que solían vivirse en la Torre. Acababa de evocarla ahora, en el laboratorio, pero se apresuró a rechazarla.
—¿Qué sucede? —inquirió el hechicero con tono suave, apagado.
Siempre hablaba sin sobresaltos, quedamente, evitando alzar la voz por encima del susurro. Dalamar había visto desatarse en la cámara pavorosas tempestades, ribeteadas de cegadores relámpagos y retumbar de truenos que le habían dejado sordo durante días. Se hallaba asimismo presente en algunas de las ocasiones en que Raistlin convocó a criaturas de los planos tanto astrales como subterráneos para que acataran su mandato y los gritos de éstas, plañideros o enfurecidos, al saberse dominadas resonaban en los oídos del falso pupilo en medio de sus peores pesadillas: mas nunca, en tan diversas y estruendosas transacciones, emitió el mago una sílaba más aguda que otra. Su murmullo sibilante, al no alterarse, penetraba en el caos y lo controlaba.
—Se han producido unos hechos en el mundo exterior, Shalafi, que exigen tu intervención.
—¿De verdad? —Raistlin bajó de nuevo la cabeza, absorbido por su complejo experimento.
—La sacerdotisa Crysania…
La capucha que cubría la faz del maestro se levantó veloz y rígida cual la de una serpiente y Dalamar, de manera instintiva, retrocedió frente a aquellos ojos que rezumaban veneno.
—¡Vamos, habla! —le urgió Raistlin en un siseo.
—Deberías venir, Shalafi —suplicó Dalamar con la voz quebrada—. Los Engendros Vivientes informan que…
El elfo oscuro se interrumpió al advertir que se dirigía al aire. Raistlin había desaparecido.
Expulsando un tembloroso suspiro a fin de liberar sus atenazadas entrañas, el engañoso discípulo pronunció las palabras que habían de catapultarlo al lado de su maestro.
Bajo los cimientos de la Torre de la Alta Hechicería, en un hondo sótano, se abría una pequeña estancia circular cavada mediante la magia en la roca que sostenía la mole. Tal estancia no existía cuando se construyó el edificio. Conocida como la Cámara de la Visión, fue Raistlin quien la creó en una época reciente.
En el centro de aquella habitación de fría piedra se extendía una laguna redonda de aguas tranquilas, oscuras. Surgía de tan antinatural charca un chorro de llamas azules que alcanzaba el techo y ardía día y noche, desde su creación hasta el fin de los tiempos. A su alrededor estaban agrupados, también sin descanso mientras latiese el corazón del universo, los Engendros Vivientes.
Pese a ser el mago mejor dotado de todos cuantos habitaron Krynn, la sabiduría de Raistlin distaba de la perfección, y nadie era más consciente de esta realidad que él mismo. Siempre que acudía a la Cámara recordaba sus debilidades, siendo ésta una de las razones por las que intentaba eludirla. Anidaban aquí los exponentes más ostensibles de sus fracasos: los Engendros Vivientes.
Criaturas esperpénticas forjadas a través de una magia desvirtuada, moraban en aquella celda sojuzgadas por su creador. Su existencia se asemejaba a un torturado vasallaje. Vivían reptando como una masa sanguinolenta, como larvas deformes, alrededor de la llameante charca. Urdían sus húmedos cuerpos una horrenda alfombra, tan tupida que la piedra del suelo, resbaladiza a causa de sus segregaciones, sólo se hacía visible cuando se separaban con el propósito de dejar espacio a su dueño y señor.
Pese a que sus vidas discurrían en un sufrimiento constante, intenso, los Engendros jamás esbozaron una queja. En realidad, corrían mejor suerte que otros entes que vagaban por la Torre y que recibían el apelativo de Engendros de la Muerte.
Raistlin se materializó en la Cámara de la Visión convertido en una sombra que parecía emerger de la penumbra. La llama azulada confirió etéreos fulgores a las hebras de plata que decoraban su atavío, y que adquirieron un vivo contraste con el negro paño. Dalamar se encarnó a su lado y, ya juntos, avanzaron hacia la superficie de la lóbrega charca.
—¿Dónde? —preguntó el hechicero en medio de sus servidores.
—Aquí, maestro —gorgoteó uno de los monstruos extendiendo un amorfo apéndice a guisa de dedo.
Raistlin se acercó presuroso al que había hablado, seguido de cerca por Dalamar, y las túnicas de ambos produjeron un extraño murmullo al rozar el viscoso suelo. El maestro escudriñó las aguas e instó a imitarle al elfo oscuro que, en un primer momento de observación, no distinguió más que el reflejo del ígneo surtidor. Realizando un supremo esfuerzo para concentrarse, no tardó sino unos segundos en presenciar cómo llama y laguna se fundían en una imagen confusa. Se desplegó ante sus ojos la imagen de un bosque donde un robusto humano, cubierto con una cota de malla del todo insuficiente, contemplaba el cuerpo yacente de una mujer envuelta en un hábito blanco. Un kender, arrodillado en actitud pesarosa, sujetaba la mano inanimada de la fémina entre las suyas mientras conferenciaba con el hombretón. Las voces de estos personajes se oían tan nítidas que Dalamar se creyó transportado al paraje.
—Ha muerto —decía el individuo vestido de guerrero.
—No estoy seguro, Caramon. Quizá…
—Me he enfrentado a criaturas sin vida en suficientes ocasiones como para afirmar que no alberga el más ínfimo soplo. Y ha sido culpa mía, ¡sólo mía!
—¡Caramon, eres un imbécil! —lo insultó Raistlin—. ¿Qué ha sucedido? Algo ha tenido que fallar.
Cuando habló el maestro, Dalamar vio que el kender levantaba la cabeza y preguntaba a su compañero, que revolvía la tierra cercana:
—¿Qué mascullas?
—Nada, no he abierto la boca. Será el viento.
—Explícame al menos qué haces —insistió el hombrecillo, claramente inquieto.
—Cavo una tumba. Debemos darle una sepultura digna.
—¿Te dispones a enterrarla? —exclamó Raistlin con sarcasmo—. Por supuesto, necio balbuceante, eso es todo lo que se te ocurre. ¡Enterrarla! —repitió furibundo, y dirigió su rostro hacia el Engendro—. ¿Qué ha pasado? Sin duda has sido testigo de lo que ha sucedido.
—Estaban acampados entre los árboles, amo. Draco atacar… —Una capa de espuma cubrió la boca de la criatura, tan densa que su habla se hizo irreconocible.
—¿Te refieres a una emboscada perpetrada por draconianos? —quiso ratificar el mago—. ¿De dónde procedían?
—Lo ignoro —confesó el Engendro Viviente aterrorizado—. No…
—Silencio —ordenó Dalamar a fin de atraer de nuevo la atención del maestro al interior de la laguna, donde el kender argumentaba con el robusto humano.
—No puedes sepultarla, Caramon. Recuerda que es…
—No tenemos otra opción. Sé que no son éstas las exequias que exige su fe, pero Paladine se ocupará de custodiar el viaje de su alma. No me atrevo a erigir una pira funeraria rodeado de hombres-dragón sedientos de sangre.
—El problema no está en las normas religiosas, Caramon —se empecinó el kender—. Quiero que vengas a reconocerla, descubrirás como yo que no presenta heridas ni magulladuras. ¡Todo esto es muy singular!
—No puedo satisfacerte, piensa que está muerta y yo soy el responsable. ¿Cómo acercarme a esta acusación palpable de mi flaqueza? La enterraremos y volveré a Solace, a cavar mi propia tumba.
—¡Oh, vamos!
—Trae unas flores y déjame en paz.
Dalamar observó cómo el guerrero arañaba el húmedo suelo con las manos desnudas, desechando compactos terrones mientras las lágrimas formaban sendos regueros en sus mejillas. El kender permaneció al lado de la mujer, indeciso, cubierto su rostro de sangre coagulada y con una expresión mezcla de dolor e incertidumbre.
—Una piel incorrupta, sin golpes, draconianos que surgen de la nada. —Era Raistlin quien hablaba desde su plano, sumido en hondas cavilaciones. Tras unos instantes de tenso silencio, el hechicero hincó la rodilla junto al Engendro y éste se encogió como un caracol—. Cuéntamelo todo, he de conocer la historia completa. ¿Por qué no me habéis avisado antes?
—Los draco matan, amo, pero el grandullón también —barbotó el monstruo en una pura agonía—. Luego apareció el ser tenebroso. Sus ojos eran de fuego. Me asusté, temí caer al agua.
—Hallé al Engendro Viviente en la orilla de la charca —intervino Dalamar—, y uno de sus compañeros aseveró que algún acontecimiento se desarrollaba en el bosque. Me asomé de inmediato a las profundidades pero, sabedor de tu interés por la mujer de blanco, no me entretuve y corrí en tu busca…
—Hiciste lo que debías —murmuró Raistlin, impaciente por interrumpir las aclaraciones del alumno. Se iluminaron sus pupilas con el fulgor de la ira y, al comprimirse sus labios movidos por igual sentimiento, el infeliz monstruo arrastró su cuerpo lo más lejos posible. Dalamar, espantado a su vez, contuvo el aliento. Pero la furia de Raistlin no iba dirigida contra ellos.
—«El ser tenebroso… ojos de fuego» —repitió—. ¡El Caballero Soth! Así pues, querida hermana, has decidido traicionarme. ¡Olfateo tu miedo, Kitiara, eres una cobarde! —exclamó sin alzar la voz—. Te habría erigido en reina del mundo y habría puesto a tu alcance incontables riquezas y un poder ilimitado. Pero, después de todo, no eres sino un gusano débil y mezquino.
Permaneció inmóvil, absorta su mirada en la remansada laguna. Cuando reanudó su discurso su tono, aunque quedo, tenía ribetes letales.
—No olvidaré esta acción, hermana. Considérate afortunada de que me reclamen asuntos más urgentes, de lo contrario te enviaría sin demora a las regiones donde fluctúa el ente espectral que te sirve. —Apretó los puños, mas al instante hizo un esfuerzo para relajarse—. No divaguemos, he de centrarme en el problema actual y concebir algún plan antes de que mi estúpido hermano coloque la tumba de la sacerdotisa en un parterre de flores.
—Shalafi, ¿qué secreto se oculta tras este suceso? —se aventuró a indagar Dalamar, en un verdadero alarde de coraje—. ¿Qué significa para ti la humana de la blanca túnica? No logro comprenderlo.
Raistlin, irritado, clavó en el elfo oscuro sus áureos ojos y despegó los labios, resuelto a regañarlo por su impertinencia. No articuló palabra alguna, optó por callar tras una leve vacilación. Sus relojes de arena despidieron un resplandor de luz que provocó un escalofrío en Dalamar y acto seguido asumieron la calma y la impasibilidad acostumbradas.
—Lo sabrás todo en su momento, aprendiz —declaró—. Pero antes…
El hechicero enmudeció al ver que entraba en escena, en el bosque que tan fijamente contemplaban, un nuevo personaje. Era una enana gully arropada en refajos de alegres y vistosos colores, un fardo andante de cuyo hombro colgaba un enorme zurrón.
—¡Bupu! —la reconoció Raistlin, abiertos sus labios en aquella singular sonrisa—. Espléndido, pequeña, una vez más vas a servirme.
Estirando la mano, tocó las aguas. Los Engendros Vivientes lanzaron alaridos de pánico, ya que habían presenciado cómo muchos de su raza se precipitaban en la laguna para diluirse en meras volutas de humo que se alzaban silenciosas en el aire entre violentas convulsiones. Pero Raistlin se limitó a susurrar unas frases y retirar la palma abierta. Sus dedos estaban blancos como el mármol, al mismo tiempo que un espasmo de dolor cruzaba su semblante. El hechicero se apresuró a resguardar su mano en uno de los bolsillos de la túnica.
—Fíjate bien —instó exultante a su pupilo.
Dalamar obedeció. En el boscoso paraje que reproducía la charca, la enana gully acababa de acercarse a la sacerdotisa inconsciente, acaso muerta.
—Os ayudaré —anunció.
—¡No, Bupu!
—Si no te gusta mi magia, volveré a casa. Pero primero auxiliaré a esta bella dama.
—En nombre de los Abismos, ¿qué va a hacer? —se escandalizó Dalamar.
—Calla y observa —lo atajó Raistlin.
La diminuta mujer, ajena a los ojos que la espiaban desde un lugar lejano, introdujo la mano en el interior de su desproporcionada bolsa. Tras revolver todos los recovecos, sus mugrientos dedos extrajeron, al fin, un objeto aborrecible: un lagarto disecado y rígido, con una cadena de cuero abrochada al cuello. Se inclinó a continuación hacia la yacente si bien antes de acceder a ella tuvo que mostrarle un puño amenazador al kender, quien trató de detenerla. Dirigiendo una mirada de soslayo a Caramon, que cavaba en pleno frenesí, con una máscara de sangre en el rostro, el hombrecillo se vio obligado a retroceder, y fue entonces cuando la enana se acuclilló junto al inerte cuerpo de la sacerdotisa y depositó en su pecho el lagarto.
Dalamar profirió una exclamación ahogada. Los ropajes de la mujer se agitaron en pequeños temblores que delataban su retorno al universo de los vivos, sus pulmones comenzaron a inhalar aire a un ritmo pausado y regular.
El kender, por su parte, no pudo refrenar un alarido de perplejidad.
—¡Caramon, Bupu la ha curado! ¡Mira cómo respira!
—¿Qué diablos…? —El guerrero cesó en su faenar y se reunió a trompicones con sus amigos, sin dejar de estudiar a la enana en actitud recelosa.
—El lagarto es infalible —se vanaglorió Bupu—. Siempre surte efecto.
—Así es, pequeña —comentó Raistlin aún sonriente—. Incluso aplaca los ataques de tos más contumaces, lo recuerdo bien. —Hizo un nuevo movimiento ondulante con la mano extendida sobre la tranquila superficie del agua, y su voz se convirtió en un arrullo—. Ahora, hermano, duerme antes de que cometas otra de tus torpezas. Descansad también vosotros, kender y Bupu. En cuanto a ti, venerable Crysania, refúgiate en el reino donde Paladine ha de guardar tu reposo.
Sin mudar la suave cadencia de su cántico, el hechicero invocó a uno de los espíritus abstractos que siempre acataban sus designios.
—Ven, Bosque de Wayreth. Despliégate sobre ellos en su sueño y entona tu mágica melodía, atráeles a tus recónditos caminos.
Había concluido el encantamiento y Raistlin, enhiesta su figura, se volvió hacia Dalamar para indicarle:
—Y tú, aprendiz, sígueme hasta mi estudio. Ha llegado la hora de que hablemos.
Abandonaron la cámara. El elfo oscuro caminaba sumamente asustado por el tono sarcástico que había detectado en la voz del maestro.